Durante un momento muy largo nos quedamos formando un retablo petrificado de indecisión y hostilidad. Debs y Recht se miraban mutuamente, Deke respiraba por la boca, y yo intentaba decidir si ayudar a la mujer caída entraba en mi jurisdicción de analista de salpicaduras de sangre. Y después se produjo un ruido metálico en la puerta principal y oí un leve alboroto a mi espalda.
—Mierda —gritó una voz de hombre con absoluta claridad—. Mierda, mierda, mierda.
Era imposible no mostrarse de acuerdo con el sentimiento general, pero no obstante di media vuelta para ver si podía deducir algo concreto. Un hombre de edad madura avanzaba hacia nosotros a buen paso. Era alto, de rasgos delicados, y llevaba el pelo gris muy corto y barba a juego. Dobló una rodilla al lado de la señora Aldovar y tomó su mano.
—¿Emily? ¿Cariño? —dijo, mientras le palmeaba la mano—. Ánimo. Emm.
He pasado toda mi carrera trabajando con investigadores profesionales de primera categoría, y algo se me habrá pegado, porque deduje casi al instante que este hombre debía ser el señor Aldovar. Y mi hermana tampoco es manca, porque había llegado a la misma sorprendente conclusión. Consiguió apartar la vista de Recht y mirar al hombre arrodillado en el suelo.
—¿Señor Aldovar? —preguntó.
—Vamos, cariño —dijo él, y confié en que no se lo estuviera diciendo a Deborah—. Sí, soy Michael Aldovar.
La señora Aldovar abrió los ojos y se removió de un lado a otro.
—¿Michael? —murmuró.
Deborah se arrodilló al lado de los dos, convencida al parecer de que los padres conscientes eran más interesantes que los inconscientes.
—Soy la sargento Morgan —dijo—. Estoy investigando la desaparición de su hija.
—No tengo dinero —dijo el hombre, y Deborah pareció sorprenderse un momento.
—O sea, si piden rescate o… Ella lo sabe. Samantha no pensará… ¿Les ha llamado alguien por teléfono?
Deborah meneó la cabeza, como si intentara sacudirse agua de encima y le preguntó al hombre:
—¿Puede decirme dónde ha estado?
—En un congreso en Raleigh —explicó el señor Aldovar—. Estadísticas médicas. Tuve que ir… Emily llamó y dijo que habían secuestrado a Samantha.
Deborah miró a Recht, y desvió enseguida la vista hacia el señor Aldovar.
—No se trata de un secuestro —anunció.
El hombre permaneció inmóvil un segundo, y después miró a mi hermana, sin soltar la mano de su esposa.
—¿Qué está diciendo? —preguntó.
—¿Puedo hablar con usted un momento, señor? —preguntó Deborah.
El señor Aldovar desvió la vista, y después miró a su mujer.
—¿Podemos acomodar a mi esposa en una silla, o algo por el estilo? O sea, ¿se encuentra bien?
—Estoy bien —dijo la señora Aldovar—. Es que…
—Dexter —dijo Debs, al tiempo que movía la cabeza hacia mí—. Trae sales aromáticas o algo parecido. Tú y Deke ayudadla a ponerse en pie.
Siempre es agradable conseguir la respuesta a una pregunta, y ahora lo sabía. Por lo visto, entraba dentro de mi jurisdicción ayudar a mujeres que se desmayan en la escena de un crimen.
De modo que me acuclillé al lado de la señora Aldovar, y Deborah se llevó al señor Aldovar a un lado. Deke me miró angustiado, y me recordó mucho a un perrazo bonito necesitado de que le arrojen un palo para ir a buscarlo.
—¿Tienes sales aromáticas? —preguntó.
Por lo visto, se había convertido en una verdad aceptada universalmente el hecho de que Dexter era el Guardián Eterno de las Sales Aromáticas. No tenía ni idea de cuál era el origen del incomprensible bulo, pero nada más lejos de la realidad.
Por suerte, daba la impresión de que la señora Aldovar no necesitaba olisquear nada. Agarró mi brazo y el de Deke.
—Ayúdenme a levantarme, por favor —murmuró, y los dos la pusimos en pie. Paseé la vista a mi alrededor en busca de una superficie horizontal que los agentes de la ley no hubieran ocupado, para poder depositarla encima, y divisé en la habitación de al lado una mesa de comedor con sillas y todo.
La señora Aldovar no necesitó mucha ayuda para sentarse en la silla. Se sentó sin el menor problema, como si lo hubiera hecho muchas veces.
Eché un vistazo a la habitación de al lado. La Agente Especial Recht y su compañero genérico se estaban encaminando hacia la puerta, y Deborah procuraba con mucho cuidado no fijarse en ellos. Estaba muy ocupada charlando con el señor Aldovar. Angel Batista-Nada-Que-Ver estaba parado en el patio, delante de una puerta de cristal deslizante, espolvoreando el cristal para buscar huellas dactilares. Y sabía que al final del pasillo, la enorme mancha de sangre todavía colgaba en la pared, reclamando a Dexter. Aquél era mi mundo, el país de la violencia, las vísceras y la mutilación. Desde un punto de vista tanto personal como profesional, era ahí donde había vivido toda mi vida.
Pero hoy había perdido el resplandor rosado que durante tantos años me había mantenido hechizado. No quería estar aquí, investigando los residuos de los alegres retozos de otro, y aún más, no quería lanzarme a un despreocupado retozo personal. Hoy necesitaba diferentes vistas. Había vuelto al terruño sin querer, porque Deborah me lo había pedido, y ahora quería volver a mi nuevo país, donde todo era luminoso y bello, el País de Lily Anne.
Deborah me miró sin reconocerme, y después desvió la vista hacia el señor Aldovar. Para ella, yo formaba parte de la escena del crimen, Dexter como Fondo. Basta: había llegado el momento de irme, de volver con Lily Anne y el Milagro.
Por lo tanto, sin demorarme en torpes despedidas, salí por la puerta y volví a mi coche, todavía arrimado al contenedor de basura. Conduje hacia el hospital en el preludio de la hora punta nocturna, una hora mágica en que todo el mundo motorizado se sentía dotado de poder y con derecho a todos los carriles a la vez, porque se habían ido del trabajo temprano, y en mi vida anterior me lo había pasado en grande al contemplar tanto desprecio por la vida al desnudo. Hoy, me dejó frío. Esta gente estaba poniendo en peligro a los demás, algo que yo no podría tolerar en un mundo donde pronto acompañaría en coche a Lily Anne a clases de ballet. Conducía a unos prudentes quince kilómetros por hora sobre el límite de velocidad, lo cual sólo servía para enfurecer a los demás conductores. Me adelantaban por ambos lados, tocaban la bocina y me hacían peinetas, pero me mantuve firme en mi conducción segura y cuerda, y no tardé en llegar al hospital, sin que se produjera ningún intercambio de disparos.
Cuando salí del ascensor en la planta de maternidad, me detuve un segundo cuando el tenue eco de un susurro vibró en la pared posterior del Oscuro Subsótano de Dexter. Era aquí donde casi había visto a alguien que tal vez me estaba espiando por algún motivo. Pero la idea me pareció tan ridícula que no pude hacer otra cosa que sacudir la cabeza y dedicar una pedorreta al Pasajero. «Casi Alguien», en realidad. Seguí avanzando y doblé la esquina de la unidad neonatal.
Todos mis nuevos amigos habían abandonado el ventanal de la unidad, sustituidos por una nueva cosecha, y Lily Anne ya no se veía al otro lado del cristal. Experimenté un momento de desorientación paralizante (¿adónde habría ido?), pero después la lógica se impuso. Por supuesto: habían transcurrido varias horas. No la habrían dejado sola y en exhibición durante tanto rato. Lily Anne estaría con su madre, alimentándose e intimando cada vez más. Sentí una pequeña oleada de celos. Rita compartiría con el bebé un vínculo importante e íntimo que yo jamás podría conocer, una cabeza de ventaja en los afectos de Lily Anne.
Pero por suerte para todos oí la risita burlona que vive en mi interior, y tuve que darle la razón. Venga, Dexter: si de repente decides experimentar emociones, ¿la envidia del pecho es la mejor para empezar? Tu papel es igual de importante: proporcionar firme y cariñosa guía en el espinoso sendero de la vida de Lily Anne. ¿Y quién mejor que yo, que había vivido en el camino sinuoso, saboreando las espinas, y quien no deseaba nada más que ayudarla a atravesar los matorrales sana y salva? ¿Quién mejor, en suma, que Papi Dexter Ya-No-Demente?
Todo era pulcro y lógico. Había vivido mi existencia malvada con el fin de saber conducir hacia la luz a Lily Anne. Todo adquiría sentido por fin, y aunque amargas experiencias me han enseñado que, si todo adquiere sentido, no lo estás analizando como es debido; de todos modos la idea me inspiró un gran consuelo. Había un Plan, una Pauta Verdadera, y por fin Dexter sabía cuál era y podía ver sus pies plantados sobre el tablero de juego. Sabía por qué estaba Aquí: no para hostigar a los malvados, sino para guiar a los puros.
Con una enorme sensación de esclarecimiento y optimismo, pasé de largo del cuarto de enfermeras y me encaminé a la habitación de Rita, situada al final del pasillo, donde debía estar. Todavía mejor, Lily Anne estaba con ella, dormida sobre el pecho de su madre. Un gran ramo de flores descansaba en la mesita de noche, y todo estaba reconciliado con el mundo.
Rita abrió los ojos y me miró con una sonrisa de cansancio.
—Dexter —dijo—. ¿Dónde has estado?
—Se produjo una emergencia en el trabajo —contesté, y me miró como si no me entendiera.
—Trabajo —repitió, y sacudió la cabeza—. Dexter, yo… Tenemos una hija recién nacida.
Al instante, Lily Anne se removió un poco, y después continuó durmiendo. Eso también lo hacía muy bien.
—Sí, lo sé —repuse en tono tranquilizador.
—No es… ¿Cómo puedes irte a trabajar? —Lo dijo como mortificada, en un tono que nunca había oído—. Cuando tu hija recién nacida está… ¿El trabajo? ¿En un momento como éste?
—Lo siento. Deborah me necesitaba.
—Y yo también.
—Lo lamento muchísimo —dije, y era verdad, aunque parezca raro—. Soy nuevo en esto, Rita. —Me miró y volvió a sacudir la cabeza—. Intentaré mejorar —añadí esperanzado.
Rita suspiró y cerró los ojos.
—Al menos, las flores que enviaste son bonitas —comentó, y un diminuto timbre de alarma empezó a sonar en el oscuro asiento posterior de la malvada camioneta de Dexter. Yo no había enviado flores, por supuesto. Carecía de experiencia en las numerosas hipocresías de la vida matrimonial como para pensar en una treta tan inteligente. Ni siquiera me había dado cuenta de que reaccionar a una emergencia en el trabajo era un error, y mucho menos de que necesitaba disculparme con flores. Por supuesto, Rita tenía muchos amigos que tal vez las habían enviado, y yo conocía a varias personas que, en teoría, eran amigos. Hasta era posible que Deborah hubiera tenido un momento de sensibilidad, por improbable que eso pareciera. En cualquier caso, no existía el menor motivo para que algunas flores fragantes dispararan cualquier tipo de alarma.
Pero sí lo hacían. Sin la menor duda, un continuo e irritante ding-ding de alarma, el cual anunciaba que no todo era como debería. De modo que me incliné como si tal cosa y fingí oler las rosas, mientras intentaba leer la tarjeta acompañante. Una vez más, no había nada raro en ella, una pequeña etiqueta que rezaba: ¡Congratulémonos!, y escrito con tinta azul debajo: Un admirador.
Desde la misma región general de la que procedía el pequeño timbre de alarma, oí una risita queda y malvada. El Oscuro Pasajero se estaba divirtiendo, y no era de extrañar. Dexter es muchas cosas, pero «admirable» no se encuentra en la lista de las diez mejores. Por lo que yo sé, no tengo admiradores. Cualquiera que me conociera lo bastante bien para admirarme ya estaría, en teoría, muerto, diseccionado y desaparecido. ¿Quién firmaría así la tarjeta? Sabía lo suficiente de los humanos para saber que un amigo o familiar firmaría con su nombre, para asegurarse de que se le reconociera el mérito de haber enviado las flores. De hecho, un ser humano común ya habría llamado por teléfono para decir: «¿Habéis recibido mis flores? ¡Sólo quería asegurarme porque son muy caras!».
No cabía duda de que dicha llamada no se había producido, puesto que Rita suponía que yo era el responsable de las flores. Igualmente, un misterio tan insignificante no podía suponer ninguna amenaza.
Entonces, ¿por qué me sentía tan pequeño, y unos pies helados ascendían por mi nuca? ¿Por qué estaba tan seguro de que algún peligro oculto me amenazaba a mí y, por tanto, también a Lily Anne? Intenté aplicar la lógica, cosa en lo que antes era muy bueno. Por supuesto, razoné, no se trataba tan sólo de las flores anónimas. También había sonado la alarma cuando tal vez avisté a un alguien en potencia horas antes. Después de combinarlo todo, me di cuenta de lo que tenía entre manos: un posible puede que sí o puede que no muy fuerte, que bien podía ser una amenaza o no. O algo.
Pensado así, de forma clara y lógica, era de cajón que me sintiera inquieto. Un idiota estaba acosando a Lily Anne.
Yo.