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La dirección que Deborah me había dado estaba en la parte vieja de Coconut Grove, lo cual significaba que no había rascacielos ni casetas de vigilancia. Las casas eran pequeñas y estrafalarias, y todos los árboles y arbustos crecían hacia arriba y hacia fuera, hasta formar un frondoso motín verde que ocultaba casi todo, salvo la carretera. La calle era pequeña y oscurecida por el dosel de altos banianos, y apenas quedaba sitio para maniobrar mi coche entre la docena o así de vehículos oficiales que ya habían llegado y ocupaban todas las plazas de aparcamiento. Conseguí encontrar un hueco al lado de un bambú descontrolado que se encontraba a una manzana de distancia. Embutí el coche y volví a pie con mi equipo de salpicaduras de sangre. Se me antojó más pesado de lo habitual, pero tal vez se debía a que Lily Anne me estaba sorbiendo las energías.

La casa era modesta y estaba casi oculta por la vida vegetal. Tenía un tejado liso e inclinado, de los que habían sido «modernos» cuarenta años antes, y delante había un pedazo de metal raro y retorcido que debía ser una escultura de algún tipo. Se alzaba sobre un charco de agua, y al lado una fuente lanzaba un chorro. En conjunto, era la viva imagen de Old Coconut Grove.

Observé que algunos coches aparcados delante parecían proceder del parque móvil federal, y en efecto, cuando entré había un par de tipos con traje gris entre los uniformes azules y las guayaberas de tonos pastel del equipo local. Todos pululaban en grupitos, una especie de movimiento coloidal compuesto de conjuntos: algunos jugaban a preguntas y respuestas, otros eran forenses, y los demás se limitaban a mirar a su alrededor, en busca de algo importante que justificara el gasto de haberse desplazado en coche hasta aquí para plantarse en una escena del crimen.

Deborah estaba en un grupo cuya mejor descripción sería «agresivo», cosa nada sorprendente para quienes la conocen y aman. Plantaba cara a dos de los trajeados, uno de ellos una agente del FBI que yo conocía, la Agente Especial Brenda Recht. Mi némesis, el sargento Doakes, la había azuzado contra mí cuando el intento de secuestro de mis dos hijastros, Cody y Astor, había fracasado. Incluso imbuida de la eficaz paranoia del sargento, no había conseguido demostrar nada contra mí, pero sí se había mostrado de lo más suspicaz, y yo no deseaba reanudar mi relación con ella.

A su lado había un hombre que sólo puedo describir como un federal genérico, con traje gris, camisa blanca y relucientes zapatos negros. Ambos estaban mirando a mi hermana, la sargento Deborah, además de otro hombre al que no conocía. Era rubio, de un metro ochenta de alto, musculoso y absurdamente apuesto, en un estilo tosco y masculino, como si Dios hubiera cogido a Brad Pitt y decidido convertirle en alguien apuesto de verdad. Estaba mirando una lámpara de pie, mientras Deborah le espetó algo contundente a la Agente Especial Recht. Cuando me acerqué, Deborah alzó la vista y me miró.

—¡Mantenga alejados a sus malditos esbirros de mi escena del crimen! —chilló—. Tengo trabajo de verdad que hacer. —Dio media vuelta y me tomó del brazo—. Ven. Echa un vistazo a esto.

Deborah me arrastró hacia la parte posterior de la casa, mientras mascullaba «Putos federales» para sí, y como yo estaba tan henchido de amor y comprensión, debido al rato que había pasado en la maternidad, pregunté:

—¿Para qué han venido?

—¿Para qué? —bramó Deborah—. Creen que se trata de un secuestro, lo cual lo convierte en un delito federal. Lo cual imposibilita que haga mi trabajo y averigüe si es secuestro, con todos esos capullos y sus jodidos Florsheims paseando de un lado a otro. Aquí.

Cambió de marcha con gran delicadeza y me empujó al interior de una habitación situada al final del pasillo. Camilla Figg ya había llegado, y reptaba sobre el suelo a cuatro patas muy despacio, por el lado derecho de la habitación, evitando por completo el izquierdo. Muy buena idea, porque el lado izquierdo de la habitación estaba tan salpicado de sangre que daba la impresión de que un animal de gran tamaño hubiera estallado. La sangre brillaba, todavía húmeda, y experimenté una punzada de tristeza debido a la cantidad de materia atroz.

—¿A ti te parece esto un secuestro? —preguntó Deborah.

—Muy poco eficaz —contesté, mientras contemplaba la gigantesca mancha de sangre—. Se dejaron casi la mitad de la víctima.

—¿Qué puedes decirme?

Miré a mi hermana, algo irritado por la suposición de que sabría lo que había sucedido al instante, a primera vista, debido a alguna especie de instinto.

—Al menos, deja que lea las cartas del tarot. Los espíritus han de venir desde muy lejos para hablar conmigo.

—Pues diles que se den prisa. Tengo a todo el departamento echándome el aliento en el cuello, aparte de los federales. Venga. Dex, seguro que puedes decirme algo. Extraoficialmente.

Contemplé la gran mancha de sangre, la que empezaba en mitad de la pared sobre la cama y continuaba en todas direcciones.

—Bien, extraoficialmente, parece más una partida de paintball que un secuestro.

—Lo sabía —dijo Deborah, y después frunció el ceño—. ¿Qué quieres decir?

Indiqué la mancha roja de la pared.

—Sería muy difícil que un secuestrador infligiera una herida capaz de hacer eso. A menos que levantara a la víctima y la arrojara contra la pared a unos sesenta kilómetros por hora.

—Es una chica.

—Da igual. La cuestión es que, si se trata de una niña lo bastante pequeña para poder lanzarla por los aires, perdió tanta sangre que estará muerta.

—Tiene dieciocho años. Casi diecinueve.

—En ese caso, suponiendo que sea de tamaño normal, no creo que sea conveniente detener a alguien capaz de tirarla con tanta fuerza. Si le disparas, es posible que se irrite y te arranque los brazos.

Deborah continuaba con el ceño fruncido.

—Estás diciendo que todo esto es una farsa.

—Parece sangre real.

—Entonces, ¿qué significa?

Me encogí de hombros.

—Oficialmente, es demasiado pronto para decirlo.

Me dio un puñetazo en el brazo. Me dolió.

—No seas capullo —me reconvino.

—Ay.

—¿Estoy buscando un cadáver, o a una adolescente sentada en el centro comercial y sonriendo con suficiencia a los polis gilipollas? O sea, ¿de dónde sacaría una cría tanta sangre?

—Bien —aventuré esperanzado, pues no deseaba pensar en aquello—, es posible que no sea sangre humana.

Deborah contempló la sangre.

—Claro. Por supuesto. Coge una jarra llena de sangre de vaca o algo por el estilo, la arroja contra la pared y se larga. Está engañando a sus padres para sacarles dinero.

—Extraoficialmente, es posible. Al menos, déjame analizarla.

—He de decir algo a esos capullos.

Carraspeé y llevé a cabo mi mejor imitación del capitán Matthews.

—A la espera de los análisis y del trabajo de laboratorio, existe una auténtica posibilidad de que, mmm…, tal vez la escena del crimen no sea… la prueba de un crimen real.

Me golpeó en el brazo de nuevo, en el mismo sitio, y esta vez me hizo más daño.

—Analiza esa sangre —dijo Deborah—. Deprisa.

—No puedo hacerlo aquí. He de llevar un poco al laboratorio.

—Pues recógela.

Levantó el puño para asestar otro golpe demoledor, y me enorgullecí de la agilidad con que me puse fuera de su alcance, aunque estuve a punto de empotrarme contra el modelo masculino que había estado a su lado mientras hablaba con los federales.

—Perdón —dije.

—Ah —intervino Deborah—, éste es Deke. Mi nuevo compañero.

Pronunció la palabra «compañero» de una manera que sonó como «hemorroides».

—Encantado de conocerte —dije.

—Sí, claro —contestó Deke.

Se encogió de hombros y se retiró a un lado, desde el cual podía contemplar el trasero de Camilla mientras iba avanzando centímetro a centímetro sobre el suelo, y Deborah me dirigió una mirada muy elocuente, que comunicaba muchas palabrotas sobre su nuevo compañero.

—Deke acaba de llegar de Syracuse —continuó Deborah, con una voz lo bastante agradable para descascarillar pintura—. Quince años en el cuerpo, buscando motonieves robadas. —Deke volvió a encogerse de hombros sin mirar—. Y como yo fui tan descuidada de perder a mi último compañero, decidieron castigarme con él.

El hombre alzó un pulgar, y después se agachó para ver qué estaba haciendo Camilla. Ella empezó a enrojecer de inmediato.

—Bien —dije—, espero que trabaje mejor que el detective Coulter.

Coulter, el anterior compañero de Deborah, había resultado muerto durante la realización de una performance artística mientras Deborah estaba en el hospital, y aunque su funeral había sido muy bonito, yo estaba seguro de que el departamento tenía bajo observación a Deborah, puesto que desaprobaban a los policías que adquirían la costumbre de ser descuidados con sus compañeros.

Deborah se limitó a menear la cabeza y masculló algo que no entendí del todo, si bien capté varias consonantes duras. Y como siempre procuro llevar alegría adonde voy, cambié de tema.

—¿Quién se supone que es? —pregunté, e indiqué con un cabeceo la gigantesca mancha de sangre.

—La chica desaparecida se llama Samantha Aldovar —replicó Deborah—. Dieciocho años, va a ese colegio de niños ricos, Ransom Everglades.

Paseé la vista alrededor de la habitación. Aparte de la mancha de sangre, era una habitación anodina: un escritorio con una silla, un ordenador portátil que parecía anticuado, una base de iPod. En una pared, que por fortuna no había resultado salpicada, había un cartel siniestro de un joven pensativo. Debajo se leía TEAM EDWARD, y más abajo, CREPÚSCULO. Había ropas de aspecto agradable colgadas en el armario, pero nada extraordinario. Ni la habitación ni la casa daban la impresión de pertenecer a alguien lo bastante rico para ir a un colegio de secundaria privado, pero cosas más raras se han visto, y no vi extractos de cuentas bancarias pegados en las paredes.

¿Estaba fingiendo Samantha su propio secuestro para sacar dinero a sus padres? Era un ardid sorprendentemente común, y si la chica desaparecida había estado rodeada de chicos ricos todo el día, tal vez hubieran ejercido presión sobre ella para que se comprara unos tejanos de diseño. Los chicos pueden ser muy crueles, benditos sean. Sobre todo con alguien que no puede permitirse un jersey de quinientos dólares.

Pero la habitación no me revelaba nada definitivo, ni en un sentido ni en otro. El señor Aldovar podía ser un multimillonario proclive a la reclusión, capaz de comprar todo el barrio mientras volaba a Tokio para comer sushi. O quizá sus medios económicos eran muy modestos y el colegio proporcionaba algún tipo de ayuda económica a Samantha. Daba igual. Lo único que importaba era extraer algún significado de aquella horrible mancha de sangre y limpiarla.

Caí en la cuenta de que Debs me estaba mirando expectante, y en lugar de arriesgarme a recibir otro porrazo fulminante en el tríceps, la saludé con un cabeceo y me puse en vigorosa acción. Dejé mi maletín sobre el escritorio y lo abrí. La cámara estaba encima, y tomé una docena de fotos de la mancha de la pared y la zona circundante. Después volví a mi maletín, saqué un par de guantes de látex y me los calcé. Cogí un trozo de algodón grande de una bolsa de plástico y un tarro para sostenerlo y me acerqué con cautela a la lustrosa salpicadura de sangre.

Localicé un lugar donde era gruesa y estaba todavía húmeda y giré poco a poco el extremo del algodón sobre ella hasta levantar una cantidad suficiente de la materia atroz para convertirla en una muestra útil. Después introduje con cuidado el algodón en el bote, lo cerré y me alejé del desastre. Deborah continuaba mirándome, como si estuviera buscando un punto blando donde golpear, pero cuando la miré su rostro se suavizó un poco.

—¿Cómo está mi sobrina? —preguntó, y la espantosa mancha roja de la pared se transformó en un maravilloso fondo rosa.

—Más que asombrosa —contesté—. Todos los dedos de las manos y los pies en el lugar correcto, y absolutamente preciosos.

Por un momento, algo más cruzó por la cara de mi hermana, algo que parecía un poco más sombrío que la idea de una sobrina perfecta. Pero antes de que pudiera deducir qué era, la sempiterna expresión de mala leche se instaló de nuevo.

—Estupendo —dijo Deborah, e indicó con un cabeceo la muestra que yo sostenía—. Haz que la analicen y no te pares a comer —concluyó, y dio media vuelta.

Cerré mi maletín y seguí a Debs por el pasillo hasta la sala de estar. A la derecha, el capitán Matthews había llegado y ocupado una posición donde todo el mundo pudiera ver que estaba en la escena, dispuesto a impartir justicia de manera implacable.

—Mierda —refunfuñó Deborah, pero cuadró la mandíbula y fue hacia él, tal vez para asegurarse de que no pisara a un sospechoso. Me habría encantado presenciar la escena, pero el deber me llamaba, de modo que me desvié hacia la puerta de la calle y encontré a la Agente Especial Brenda Recht interponiéndose en mi camino.

—Señor Morgan —dijo, al tiempo que ladeaba la cabeza y enarcaba una ceja, como si no estuviera muy segura de llamarme así o algo más familiar, como «culpable».

—Agente Especial Recht —repliqué con bastante amabilidad, teniendo en cuenta todo—. ¿Qué la trae por aquí?

—¿La sargento Morgan es su hermana? —prosiguió, sin contestar a mi pregunta.

—Exacto —contesté de todos modos.

La Agente Especial Recht me miró, y después desvió la vista hacia Deborah, que estaba hablando con el capitán.

—Menuda familia —comentó, y se encaminó hacia su compañero de aspecto genérico.

Pensé en varias réplicas estupendas que la habrían puesto en su sitio, pero al fin y al cabo su sitio estaba varios escalones por encima del mío en la cadena alimenticia, de modo que me limité a decir a su espalda:

—Que tenga un buen día. —Luego salí por la puerta en dirección a mi coche.