43. Libby Day

AHORA

Los espirales del alambre de púas de la prisión brillaban amarillos cuando llegué a mi coche y me puse a pensar en toda la gente que había sufrido de manera intencionada, accidental, merecida, injusta, leve, total. Mi madre, Michelle, Debby. Ben. Yo. Krissi Cates. Sus padres. Los padres de Diondra. Diane. Trey. Crystal.

Me pregunté si aún se podría arreglar algo de aquello, si se podría sanar a alguien, o al menos consolarlo. Me detuve en una gasolinera a preguntar, porque se me había olvidado cómo llegar hasta el camping de la caravana de Diane, y maldita sea, iba a ver a Diane. Me atusé el pelo con la mano en el espejo del servicio de la gasolinera y me puse en los labios un poco de una barra de cacao que había estado a punto de robar, pero que finalmente había comprado (sin sentirme del todo bien por aquella decisión). A continuación crucé la ciudad hasta el camping de caravanas delimitado por una vallita blanca donde vivía Diane, con narcisos amarillos que crecían por todas partes.

Sí, existe tal cosa, un camping de caravanas bonito. La casa de Diane estaba donde yo la recordaba. Detuve el coche y toqué el claxon tres veces, su ritual cuando ella nos visitaba por aquellos tiempos. Estaba en su pequeño jardín toqueteando los tulipanes, con su ancho trasero hacia mí, una mole de mujer con el pelo lleno de ondas plateadas.

Se volvió ante mis pitidos, pestañeando como una loca mientras yo salía del coche.

—¿Tía Diane? —dije.

Atravesó el jardín a grandes y sólidas zancadas, con la cara tensa. Cuando llegó a mí, me agarró y me abrazó con tal fuerza que me extrajo el aire de los pulmones. Entonces me dio dos fuertes palmadas, me sostuvo a la distancia de sus brazos, y volvió a abrazarme.

—Sabía que podías hacerlo, sabía que podías, Libby —murmuró entre mi pelo, cálida y oliendo a humo.

—¿Hacer qué?

—Intentarlo sólo con un poco más de esfuerzo.

* * *

Me quedé en casa de Diane dos horas, hasta que se nos agotaron los temas, como nos ocurría siempre. Me volvió a abrazar con brusquedad y me ordenó volver el sábado. Necesitaba ayuda para instalar una encimera.

No fui directamente a la autopista, sino que me desvié hacia el lugar donde una vez estuvo nuestra granja, conduciendo despacio, como si estuviera dando una vuelta y pasara por allí de manera accidental. El tiempo era inestable, pero bajé las ventanillas. Llegué al final del largo tramo de camino que llevaba hasta la granja, preparándome para ver alguna nueva urbanización o algún centro comercial. En cambio, di con un buzón de correos viejo: «Los Muehler», escrito en cursiva. Nuestra granja era de nuevo una granja. Un hombre caminaba por los campos. Allá lejos, junto al estanque, una mujer y una niña observaban a un perro chapotear en el agua, la niña movía los brazos alrededor de la cintura como las aspas de un molino, aburrida.

Lo observé todo durante unos pocos minutos, manteniendo mi cerebro estable, apartada del Lugar Oscuro. Nada de gritos, ni escopetas, ni graznidos de cuervos. Sólo percibía la calma. El hombre se percató finalmente de mi presencia y saludó con la mano. Yo le devolví el saludo, pero reanudé la marcha, al tiempo que él se acercaba paseando, como un vecino. No quería conocerle, y no quería presentarme. Sólo quería ser una mujer de vuelta a casa, Al Otro Lado del Camino.

FIN