42. Ben Day

AHORA

El otro día, en el patio de la prisión, Ben olió a humo, un humo que flotaba en el aire, a unos dos metros y medio por encima de su cabeza, y recordó las hogueras del campo en otoño cuando era un crío. Hileras de llamas que avanzaban por el suelo, parpadeantes, quemando lo que no era útil. Siempre había odiado ser un chico de campo, pero ahora sólo pensaba en eso: en el campo. Por la noche, cuando los demás emitían sus sonoros ruidos, él cerraba los ojos y veía hectáreas de sorgo repiqueteando en sus piernas con aquellas brillantes cuentas de color marrón, como los abalorios de una chica. Veía las colinas Flint de Kansas, con sus inquietantes lomas, que parecían aguardar a su propio coyote para que aullase desde allí. O cerraba los ojos y se imaginaba con los pies hundidos en el barro, la sensación de que la tierra lo engullía, lo sujetaba.

Una o dos veces por semana, le sobrevenía una sensación de vértigo que casi le producía risa. Estaba en la cárcel. De por vida. Por asesinar a su familia. ¿Era eso justo? A estas alturas pensaba en Ben, un Ben de quince años, casi como en su hijo, un ser por completo diferente; a veces deseaba estrangular al chico, el chico que no había sufrido en sus carnes su merecido: se imaginaba sacudiéndolo hasta que el rostro se le tornaba borroso.

Pero a veces se sentía orgulloso.

Sí, aquella noche había sido un cobardica, un chico que había dejado que las cosas pasaran. Asustado. Pero, tras los asesinatos, su comportamiento fue distinto. Se mantuvo en silencio para salvar a Diondra, su mujer, y al bebé. Su segunda familia. No fue capaz de salir de aquella habitación y salvar a Debby y a su madre. No fue capaz de detener a Diondra y salvar a Michelle. No fue capaz de hacer nada, excepto callarse y aceptarlo. Quedarse quieto y aceptarlo. Eso sí pudo hacerlo.

Era su forma de ser.

Se había hecho famoso por ser así. Primero fue el cabrón satánico con mala leche del que todo el mundo se alejaba. Hasta los guardias de la cárcel se asustaban. Y después fue el prisionero bondadoso, víctima de un malentendido. Las mujeres no paraban de ir a verlo, y él intentaba no decir mucho, dejando que imaginaran lo que él estaba pensando. Y solían imaginarse que tenía buenos pensamientos. Y así era a veces. Y a veces pensaba en qué hubiera pasado si aquella noche las cosas hubieran ocurrido de manera diferente. Diondra y él, y un bebé chillón, en alguna parte al oeste de Kansas, Diondra llorando desconsoladamente en el cubículo sucio de alguna habitación de motel que alquilarían por semanas. Él la habría matado. En algún momento, podría haberlo hecho. O puede que hubiera agarrado a la niña y hubiera huido, y Crystal y él serían felices en alguna parte, ella una graduada universitaria, él llevando la granja, la cafetera siempre en el fuego, como en casa.

Puede que ahora fuera su turno de estar fuera, y el de Diondra de estar dentro, y que él saliera y encontrara a Crystal donde fuera que estuviera; sería una chica tutelada, no podía desaparecer por mucho tiempo, la encontraría y cuidaría de ella, estaría bien cuidar de ella, hacer algo de verdad, aparte de callar y aceptar.

Pero, incluso mientras pensaba eso, sabía que tendría que apuntar más bajo. Eso es lo que había aprendido de su vida hasta ahora: apunta siempre más abajo. Había nacido para sentirse solo, eso lo sabía con certeza. Cuando era un crío, cuando era un adolescente, y sin duda ahora. A veces se sentía como si hubiera estado lejos toda su vida: en el exilio, lejos del hogar donde se suponía que debía estar, y allí, como un soldado, suspiraba porque lo mandaran de regreso. Con añoranza de un hogar en el que nunca había estado.

Si salía de allí, iría a ver a Libby, puede. Libby, que se parecía a su madre, que se parecía a él, que poseía todas esas pulsaciones vitales que él conocía de sobra. Podría pasarse el resto de su vida suplicando el perdón de Libby, buscando a Libby, su hermana pequeña, en algún lugar allí fuera. En algún lugar pequeño.

Eso es todo lo que quería.