40. Calvin Diehl

3 DE ENERO DE 1985

4:12 A.M.

Qué estupidez, qué mal había salido todo, qué precipitado. Y eso que le estaba haciendo un favor a la granjera pelirroja. Joder, y ni siquiera le había dado suficiente dinero; habían acordado dos mil dólares y le dejó un sobre con tan sólo ochocientos doce dólares con setenta y cinco centavos. Todo fue mezquino, precipitado y estúpido. Un desastre. Se había confiado demasiado, había sido indulgente y eso había conducido a… Ella había sido demasiado fácil, también. La mayoría de sus clientes eran muy puntillosos a la hora de elegir su forma de morir, pero lo único que había pedido ella era que no la estrangulara. No quería morir ahogada, por favor. Él podía haberlo hecho de una manera sencilla, como siempre. Pero se le ocurrió ir a echar un trago al bar, nada del otro mundo, siempre había camioneros de paso por allí, y él pasaría desapercibido. Pero el marido de Patty Day estaba allí, aquel capullo de mierda, aquella rata de cloaca, y él oyó comentarios sobre los trapicheos del tal Runner, la gente contaba todo tipo de historias sobre él, cómo había arruinado la granja, a su familia, siempre endeudado hasta el cuello. Calvin Diehl, un hombre de honor, había pensado: ¿Por qué no?

Acuchillo a la mujer en la puerta de su casa, y de paso hago que el Runner este sude un poco. Dejemos que la poli le interrogue, a esta triste mierda que no asume responsabilidades. Que trague un poco. En última instancia, parecería un crimen aleatorio, tan creíble como los demás que había cometido: accidentes de coche, tolvas que se venían abajo. Allá, cerca de Ark City, había ahogado a un hombre en su propio trigo. Lo había planificado para que pareciera que el tipo había metido la pata de mala manera. Los asesinatos de Calvin siempre iban al hilo de las estaciones: ahogamientos durante las inundaciones de la primavera, accidentes de caza en el otoño. Enero era la temporada de los robos en las casas y la violencia doméstica. Se habían acabado las Navidades, y el nuevo año te recordaba lo poco que había cambiado tu vida, y, tío, la gente en enero se ponía de mala leche.

Así que le atravesó el corazón con un cuchillo de caza Bowie. Todo listo en treinta segundos, y no muy doloroso, decía la gente. Una muerte casi fulminante. Ella muere y es la hermana quien se la encuentra la mañana siguiente, ya se ha asegurado ella de que la hermana vaya temprano. Muy previsora la señora en este aspecto.

Calvin necesitaba volver a su casa, cruzar de nuevo la frontera de Nebraska, y lavarse. Se había frotado con puñados de nieve, le salía humo de la cabeza por el frío. Pero seguía pegajoso. No había contado con salpicarse de sangre, y tenía que quitársela, podía olerla dentro del coche.

Se detuvo en un lado de la carretera, las manos le sudaban dentro de los guantes. Le pareció ver a un niño corriendo por la nieve, pero pensó que sólo estaba imaginándose a la niña que acababa de matar. Regordeta, aún con sus coletas, corriendo, y él, presa del pánico, no la había visto como lo que era, una niña, sino como una presa que había que abatir. No quería hacerlo, pero ella lo había visto y debía protegerse él en primer lugar y tenía que cogerla antes de que despertara al resto de los niños: él sabía que había más y no tenía estómago para matarlos a todos. Ésa no era su misión, su misión era ayudar.

Vio a la niña dar media vuelta y echar a correr y de repente él tenía aquella hacha en la mano; también vio la escopeta, y pensó: El hacha es más silenciosa, aún puedo mantener esto en silencio.

Y entonces, puede que se volviera loco, estaba tan enfadado con la niña —se había liado a hachazos con una niña—, tan enfadado con la mujer pelirroja, por joderlo todo, por no haberse muerto como debía. Había matado a una niña con un hacha. Le había volado la cabeza a una madre de cuatro hijos, en lugar de darle la muerte que se merecía. Sus últimos momentos fueron de horror, una pesadilla dentro de su casa, en lugar de desangrarse en la nieve mientras él la sostenía en sus brazos, el rostro contra su pecho. Se había liado a hachazos con una niña pequeña.

Por primera vez, Calvin Diehl pensó en sí mismo como un asesino. Se dejó caer sobre el respaldo del asiento y lanzó un grito.