39. Libby Day

AHORA

Iba a perder más dedos de los pies. Me senté en el exterior de una gasolinera cerrada y estuve casi una hora frotándome los pies temblorosos, esperando a Lyle. Cada vez que pasaba un coche me escondía detrás del edificio por si eran Crystal y Diondra. Si me encontraban ahora, no podría salir corriendo. Me alcanzarían y todo se habría acabado. Había deseado la muerte durante años, pero no últimamente y, sin duda, no a manos de esas zorras.

Había llamado a Lyle desde un teléfono junto a la gasolinera, que estaba convencida de que no funcionaría, y él se había puesto a hablar incluso antes de que la operadora nos diese línea: «¿Lo has oído? ¿Lo has oído?». Yo no lo había oído. «No quiero oír nada. Sólo ven a por mí». Colgué antes de que empezara con sus preguntas.

—¿Qué ha pasado? —dijo Lyle cuando por fin apareció, yo tiritaba hasta los huesos, el aire congelado. Me metí en el coche con los brazos en posición de momia por el frío.

—Definitivamente, Diondra no está jodidamente muerta. Llévame a casa. Quiero ir a casa.

—Adonde tienes que ir es a un hospital, tienes la cara…, ¿te has visto la cara? —Me puso bajo la luz del techo del coche para vérmela mejor.

—No la he visto, pero me la he sentido.

—¿O deberíamos ir a la comisaría de policía? ¿Qué ha pasado? Debía haber ido contigo. Libby, ¿qué ha pasado?

Se lo conté. Todo, dejando que él lo interpretara entre mis ataques de llanto y finalizando con «y entonces, entonces intentaron matarme…», palabras que me salían como sentimientos heridos, una niña pequeña que le cuenta a su madre que alguien ha sido malo con ella.

—Entonces fue Diondra quien mató a Michelle —dijo Lyle—. Hay que ir a la poli.

—No, no vamos a ir a la poli. A donde quiero ir es a casa. —Mis palabras entrecortadas por el moqueo y las lágrimas.

—Tenemos que ir a la poli, Libby.

Empecé a chillar cosas desagradables, golpeé la ventanilla con la mano, chillé hasta escupir por la boca, y eso no hizo más que reafirmarlo en la idea de ir a la policía.

—Querrás ir a la policía, Libby…, cuando te cuente lo que tengo que contarte.

Sabía que era eso lo que debía hacer, pero tenía el cerebro infectado por los recuerdos de lo que había pasado después de que mi familia fuera asesinada: las largas horas, agotada, repasando una y otra vez mi relato con la policía, con las piernas colgando de unas sillas demasiado altas para mí, chocolate caliente —frío— en vasos desechables, incapaz de entrar en calor, con el único deseo de irme a dormir, ese agotamiento absoluto, cuando hasta la cara se te entumece. Y, digas lo que digas, da igual, porque todos están muertos.

Lyle puso la calefacción a tope y dirigió hacia mí todas las rejillas de ventilación.

—Libby, tengo… novedades. Creo, bueno, vale, voy a soltarlo ya.

—Me estás cabreando, Lyle. Dilo ya. —La luz del techo no iluminaba lo suficiente, seguía mirando hacia el aparcamiento para asegurarme de que no venía nadie.

—¿Te acuerdas del Ángel de la Deuda? —arrancó Lyle—. Ese al que estaban investigando los del Kill Club… Lo han cogido en una zona residencial de Chicago, cuando estaba amañando la muerte de un pobre imbécil de la bolsa. Se suponía que tenía que parecer un accidente de caballo. Lo han cazado en un sendero machacándole la cabeza con una piedra. Se llama Calvin Diehl. Antes era granjero.

—Ya —dije, pero sabía que no se acababa ahí la cosa.

—Pues resulta que lleva desde los años ochenta ayudando a la gente a matarse. Es un tipo listo. Tiene notas manuscritas de todas sus víctimas, treinta y dos personas, donde juran que ellos lo contrataron.

—Ya.

—Una de esas notas era de tu madre. —Me doblé por la cintura, pero seguí mirando a Lyle—. Ella lo contrató para que la matara. Se suponía que sólo a ella. Para cobrar el seguro de vida, salvar la granja. Salvaros a vosotras, a Ben. Tienen la nota.

—¿Y qué? Eso no tiene sentido. Diondra mató a Michelle. Ella tenía su diario. Sabemos que fue Diondra…

—Bueno, ése es el tema. Este Calvin Diehl se las da ahora de héroe. Te lo juro, estos días ha habido manifestaciones a la puerta de la cárcel, gente exhibiendo pancartas con lemas como «Diehl es auténtico». A este paso, acabarán escribiendo canciones sobre él: el que ayudaba a morir a la gente endeudada impidiendo que los bancos se hiciesen con sus propiedades, y encima sacándoles los cuartos a las compañías aseguradoras. La gente se lo está tragando. Él dice que no va a confesarse culpable de haber asesinado a ninguna de las treinta y dos personas, dice que todos fueron suicidios asistidos. Muerte con dignidad. Pero sí reconoce su culpa en el caso de Debby, que apareció por allí, se metió por medio y salió mal. Dice que es la única por la que lo siente.

—¿Y qué pasa con Michelle?

—Dice que a ella jamás la vio, y no veo por qué iba a mentir.

—Dos asesinos —dije—. Dos asesinos en la misma noche. Eso sería una suerte para nosotros.

* * *

Entre el tiempo que pasé escondida en el bosque, luego sollozando en la gasolinera, después berreando en el coche de Lyle, y finalmente convenciendo a un sheriff local somnoliento de que no estaba loca, —«¿Que eres la hermana de quién?»— desperdicié siete horas. Por la mañana, Diondra y Crystal se habían ido sin dejar rastro. Y digo bien: sin dejar rastro. Habían rociado la casa con gasolina, y había ardido hasta los cimientos antes de que los camiones de bomberos hubieran salido siquiera de su garaje.

Conté mi relato un montón de veces más, un relato recibido con una mezcla de desconcierto y de duda, y, por fin, una pizca de crédito.

—Lo único que necesitamos es, ya sabe, alguna prueba para relacionarla con el asesinato de su hermana —dijo un inspector, mientras yo sostenía un vaso desechable de café frío en la mano.

Dos días más tarde aparecieron ante mi puerta más inspectores. Tenían fotocopias de cartas de mi madre. Querían ver si reconocía su letra, querían saber si yo las quería ver.

La primera era una nota muy simple, de una página, en la que absolvía a Calvin Diehl de su asesinato.

La segunda era para nosotros:

Queridos Ben, Michelle, Debby y Libby:

No creo que lleguéis nunca a leer esta carta, pero el señor Diehl dijo que él la guardaría por mí, y supongo que eso me proporciona cierto consuelo. No lo sé. Vuestros abuelos siempre me dijeron: «Haz de tu vida algo útil». No siento que de verdad lo haya hecho, pero de mi muerte sí puedo hacer algo útil. Espero que todos vosotros me perdonéis. Ben, pase lo que pase, no te culpes. Las cosas han escapado a nuestro control, y esto es lo que hay que hacer. Para mí está muy claro. En cierto sentido estoy orgullosa. Mi vida se ha visto siempre determinada por accidentes, y parece adecuado que sea ahora un «accidente a propósito» lo que arregle las cosas. Un feliz accidente. Cuidaos mucho los unos a los otros. Sé que Diane lo hará bien a vuestro lado. Tan sólo estoy triste porque no veré lo buenas personas que llegaréis a ser. Aunque no lo necesito. Así de segura estoy de mis hijos.

Os quiere,

Mamá.

Sentí un vacío. La muerte de mi madre no había sido útil. Sentí una punzada de ira contra ella y entonces me imaginé aquellos últimos malditos momentos sangrientos en la casa, cuando se dio cuenta de que todo había salido mal, cuando Debby yacía moribunda, y todo acabó, su anodina vida. Mi ira dejó paso a una extraña ternura, lo que una madre sentiría por su hijo, y pensé: Al menos lo intentó. Lo intentó, aquel último día, más de lo que nadie podía haberlo intentado. Y en eso intentaría yo hallar la paz.