38. Ben Day

3 DE ENERO DE 1985

2:12 A.M.

Diondra estaba aún inclinada sobre el cuerpo de Michelle. Escuchando. Ben seguía sentado en su hatillo, balanceándose, oyendo los gritos y las palabrotas en el pasillo, el hacha golpeando la carne, la escopeta y el silencio, y entonces otra vez su madre, no estaba herida, puede que no estuviera herida, pero entonces supo que lo estaba, emitía sonidos incoherentes, «gaahhaahhjy» y «guiiijij», y se daba golpes contra las paredes, y esas pesadas botas se acercaron por el pasillo, hacia el cuarto de su madre, y entonces el horrible sonido de unas manos pequeñas buscando un asidero, las manos de Debby que arañaban el suelo de madera y entonces otra vez el hacha y una sonora liberación de aire, y a continuación otro disparo de escopeta; Diondra dio un respingo sobre Michelle.

Los nervios de Diondra sólo eran evidentes en su pelo, sus gruesos rizos vibraban. Aparte de eso no se movía. Las zancadas pausadas al otro lado de la puerta, la que Ben había cerrado al comenzar los gritos, la puerta tras la cual él se escondía mientras su familia yacía fuera, moribunda. Oyeron un aullido —«¡Jodeeeeeer!»—, y entonces los pasos corrieron, pesados y sonoros, fuera de la casa.

Ben susurró a Diondra, señalando a Michelle.

—¿Está bien?

Diondra frunció el ceño como si la hubiese insultado.

—No, está muerta.

Ben no podía ponerse en pie.

—¿Estás segura?

—Totalmente segura —dijo Diondra, y Ben se apartó de ella, la cabeza de Michelle cayó hacia un lado, con los ojos abiertos hacia él. Sus gafas, rotas junto a ella.

Diondra se acercó a Ben, con las rodillas a la altura de su rostro, y le tendió una mano.

—Vamos, levántate.

Abrieron la puerta. A Diondra se le pusieron los ojos como platos, como si estuviera viendo nevar por primera vez. Había sangre por todas partes, Debby y su madre en un charco, el hacha y la escopeta tirados en el pasillo, un puñal un poco más lejos. Diondra se aproximó a mirar y vio su reflejo, oscuro, en el charco de sangre.

—Me cago en la puta —susurró—. Puede que de verdad la hayamos jodido con todo ese asunto del diablo.

Ben fue corriendo a la cocina para vomitar en el fregadero, la reconfortante sensación de las arcadas, «échalo todo, échalo todo», como su madre solía decirle sujetándole la frente sobre el retrete cuando era un crío. «Echa todo lo malo». Pero no pasó nada, así que fue tambaleándose hacia el teléfono, y allí estaba Diondra, para detenerle.

—¿Vas a chivarte de mí? ¿Por Michelle?

—Hay que llamar a la policía —dijo él con un ojo sobre la taza de su madre, aún con algo de café Folgers en el fondo.

—¿Dónde está la pequeña? —preguntó Diondra—. ¿Dónde está la niña?

—¡Oh, mierda! ¡Libby! —Ben regresó corriendo por el pasillo, intentando no mirar los cuerpos, como si sólo fueran obstáculos que saltar, y miró en el interior del cuarto de su madre y sintió una ráfaga de frío, vio la brisa jugando con las cortinas y la ventana abierta. Volvió a la cocina—. Se ha ido —dijo él—. Ha salido por la ventana.

—Muy bien, ve a buscarla.

Ben se volvió hacia la puerta, a punto de salir corriendo, y se detuvo.

—¿A buscarla? ¿Para qué?

Diondra fue hasta él, le cogió las manos y se las puso en su vientre.

—Ben, ¿no te das cuenta de que todo esto tenía que pasar? ¿Crees que es una coincidencia lo del ritual de esta noche, que necesitemos dinero y que, ¡pumba!, un hombre se cargue a tu familia? Vas a heredarlo todo, cobrarás el seguro de vida de tu madre, podrás hacer lo que quieras, irte a vivir a California, a la playa, a Florida, puedes hacerlo. —Ben nunca había dicho que quisiera vivir en California o en Florida, era Diondra quien lo decía—. Ahora somos una familia, podemos ser una familia de verdad. Pero Libby es un problema, si ha visto algo.

—¿Y si no ha visto nada?

Pero Diondra negaba con la cabeza.

—Hay que cortar por lo sano, cielo. Es demasiado peligroso. Toca echarle valor.

—Pero si nos vamos esta noche, no cobraré el seguro de vida.

—Está claro que ya no podemos irnos esta noche. Ahora tenemos que quedarnos, resultaría sospechoso si te fueras. ¿No te das cuenta? Esto es un regalo. La gente se olvidará de toda esa mierda de Krissi Cates, porque ahora tú eres la víctima. La gente querrá ser buena contigo. Yo intentaré ocultar esto —se señaló el vientre— durante otro mes, como sea. Llevaré abrigos y cosas así. Luego cobraremos el dinero y nos piraremos de una puta vez. Libres. No tendrás que tragar más mierda.

—¿Y qué pasa con Michelle?

—Tengo su diario —dijo Diondra enseñándole el cuaderno nuevo con una pegatina de Minnie Mouse en la tapa—. Podemos estar tranquilos.

—Pero ¿qué decimos sobre Michelle?

—Que lo hizo el loco ese, como el resto. Como Libby también.

—Pero…

—Y, Ben, no puedes decir a nadie que me conoces, no hasta que nos hayamos ido. No se me puede relacionar con esto de ninguna forma. ¿Lo entiendes? ¿Quieres que dé a luz a nuestra hija en prisión? Ya sabes lo que pasará después, que se la llevarán a un hogar de acogida y nunca volverás a verla. ¿Es eso lo que quieres para tu hija, para la madre de tu hija? Aún tienes la oportunidad de portarte como un adulto, de ser un hombre. Ahora ve y tráeme a Libby.

Ben agarró la linterna grande y salió al frío llamando a Libby. La niña era veloz, buena corredora, a esas alturas podía haber recorrido todo el camino hasta la autopista, o podría estar escondida en su sitio habitual, abajo, junto al estanque. Caminó por la nieve, que crujía a su paso, preguntándose si todo aquello no sería un alucine. Regresaría a la casa y todo estaría como antes, cuando oía el clic de la cerradura y todo era normal, todo el mundo dormía, una noche habitual.

Entonces recordó a Diondra encorvada sobre Michelle como un ave depredadora gigante, temblando ambas en la oscuridad, y supo que nada iba a salir bien y también supo que no iba a traer a Libby de vuelta a la casa. Alumbró con la linterna por encima del cañaveral y captó el rojo de su pelo entre el color amarillento y gritó:

—¡Libby, quédate dónde estás, cariño!

Se volvió y corrió de regreso a la casa.

Diondra estaba pegando tajos en las paredes, en el sofá, gritaba con los dientes apretados. Había salpicado las paredes con sangre, había escrito cosas, había pisado la sangre con sus zapatos de chico, había comido Krispies en la cocina y dejado rastros de comida y huellas dactilares por todas partes, sin parar de gritar:

—Hay que dejarlo todo como es debido, hay que dejarlo todo como es debido.

Pero Ben sabía lo que pasaba, era la sed de sangre, la misma sensación que tenía él, esa llamarada de ira y poder que te hace sentir tan fuerte.

Ben limpió las huellas de los zapatos bastante bien, pensó, aunque resultaba difícil distinguir cuáles eran de Diondra y cuáles del hombre: ¿quién cojones era aquel hombre? Limpió todo lo que ella había tocado: los interruptores de la luz, el hacha, las encimeras, todo lo que había en su habitación, y Diondra que aparece por la puerta, diciéndole:

—He limpiado el cuello de Michelle.

Y Ben que intentaba no pensar. No pienses. Dejó las palabras escritas en las paredes, no sabía cómo arreglar eso. Diondra había golpeado a su madre con el hacha, tenía unos cortes nuevos, extraños, profundos, y él se preguntaba cómo podía estar tan calmado, y cuándo se le fundirían los huesos y se vendría abajo, y se dio la orden de arrimar el hombro de una puta vez. Sé un hombre de una puta vez, hazlo, sé un hombre, haz lo que hay que hacer, sé un hombre, y acompañó a Diondra fuera de la casa, y todo el lugar ya olía a tierra y a muerte. Cuando cerró los ojos vio un sol rojo y pensó de nuevo: Aniquilación.