AHORA
Lo siento, mamá —dijo Crystal. Yo estaba medio ciega, sólo veía un color naranja tostado, como cuando el sol te ciega. Percibía fogonazos procedentes de la cocina, que de inmediato desaparecían. Sentía dolor en la mejilla, me palpitaba a lo largo de la columna, hasta los pies. Estaba tendida en el suelo, boca abajo, y Diondra sentada a horcajadas sobre mí. Podía olería —aquel olor a insecticida— encima de mí.
—Oh, Dios, la he jodido.
—No pasa nada, hija, anda ve y tráeme la pistola.
Pude oír los pasos de Crystal en la escalera, y a continuación Diondra me daba la vuelta, me agarraba por la garganta. Yo quería que me insultara, que gritara algo, pero permanecía en silencio, en plan matón, respirando con calma; sus dedos me presionaban el cuello. La yugular me ardía y latía fuerte contra su pulgar No veía nada. Estaba a punto de morir. Lo sabía. El pulso se me aceleró y después se ralentizó muchísimo. Me sujetaba los brazos con las rodillas, no podía moverlos, lo único que podía hacer era dar patadas al suelo, pero se me resbalaban los pies. Notaba su aliento en la cara, sentía el calor, me imaginaba su boca ahí, abierta. Sí, eso es, me podía imaginar dónde estaba su boca. Giré el cuerpo con fuerza, liberé los brazos y le di un puñetazo en la cara.
Le di lo bastante fuerte para quitármela de encima un segundo —sentí el crujido de un huesecillo— y para que el puño me doliera. A continuación me arrastré por el suelo, intentando encontrar una silla, intentando ver de una puta vez, y entonces sus manos me agarraron por el tobillo, «Esta vez no, corazón», y me sujetaba el pie por encima del calcetín, pero era mi pie derecho, en el que me faltaban los dedos, de manera que era más difícil de sujetar, los calcetines siempre me quedan holgados, y de pronto me encontré de pie, la había dejado allí con el calcetín en la mano, y de Crystal nada de nada aún, nada de pistolas, y yo huía hacia la parte de atrás de la casa, pero no podía ver, no podía caminar en línea recta; en cambio, viré a mi derecha, a través de aquella puerta abierta, y caí de bruces escalera abajo, al frío del sótano, elástica como un niño, sin oponer resistencia, la manera correcta de caer, de manera que cuando llegué al fondo ya estaba de nuevo en pie, en medio de un olor frío y húmedo. Mi visión parpadeaba como una tele vieja —iba y venía—, y pude distinguir la sombra de Diondra en el rectángulo de luz en lo alto de las escaleras. Entonces me cerró la puerta.
Podía oírlas en el piso superior, con Crystal de vuelta.
—Tendremos que…
—Sí…, ahora sí.
—¡Cómo he podido meter la pata de esa manera! ¡Qué estúpida soy!…
Yo corría en círculos por el sótano intentando dar con una salida; tres muros de hormigón y una pared cubierta de trastos hasta el techo. Diondra y Crystal no parecían preocupadas por mí, estaban de cháchara tras la puerta de la escalera, y yo a por la montaña de cosas, en busca de un lugar donde esconderme, intentando dar con algo que pudiera utilizar como arma.
—No sabe lo que pasó realmente, no con total seguridad…
Abrí un arcón donde podría esconderme, y morir.
—Lo sabe, no es tonta…
Aparté un perchero, dos ruedas de bicicleta, la forma de la pared cambiaba con cada cosa que retiraba.
—Yo lo haré, ha sido culpa mía…
Llegué a una montaña de cajas viejas, deformadas como las que yo tenía bajo las escaleras. Las aparté y encontré un saltador, uno de esos zancos con muelles para ir dando saltos, demasiado pesado para blandirlo.
—Lo haré yo…
Voces de enfado-culpa-enfado-culpa-decisión.
El sótano era más grande que la propia casa, un buen sótano del Medio Oeste, construido para resistir tornados, para guardar verduras, profundo y seco. Quité trastos y seguí avanzando, me colé por detrás de una cómoda enorme y encontré una puerta vieja. Era otra habitación, el verdadero corazón de la bodega antitornados, sí, un callejón sin salida, pero no había tiempo para pensar. Tenía que seguir adelante, y ahora la luz iluminaba el sótano, Diondra y Crystal venían a por mí, cerré la puerta a mi espalda y avancé por la estrecha pieza, con más trastos almacenados: tocadiscos viejos, una cuna, un minifrigorífico, todo amontonado a los lados, no había mucho más de seis metros para continuar huyendo. Detrás de mí oía ruido de trastos que se venían abajo, pero aquello no me sería de mucha ayuda, me alcanzarían dentro de unos pocos segundos.
—Por allí, tiene que estar por allí —decía Crystal, y Diondra le chistaba, sus pies pesados en los últimos escalones, tomándose su tiempo. Apartaban las cosas a patadas conforme avanzaban hacia la puerta, acorralándome, como si yo fuera un animal rabioso que hubiera que sacrificar; Diondra, no muy concentrada, dijo de repente:
—Ese estofado tenía mucha sal.
Dentro de mi pequeño refugio, percibí un atisbo de luz en una esquina. Provenía de algún lugar en el techo.
Me dirigí hacia allí y me tropecé con un carrito rojo. Oí las risas de las dos mujeres cuando me oyeron caer, y el grito de Crystal:
—Te va a salir un buen cardenal.
Diondra seguía apartando las cosas a golpes, y yo estaba ya bajo el punto de luz, que era la abertura de una turbina de aire, el hueco de ventilación del refugio antitornados, demasiado pequeño para que pudiese pasar por allí la mayoría de la gente, pero no para mí, así que empecé a apilar cosas para llegar con las manos al agujero y subir a pulso. Crystal y Diondra ya casi habían atravesado la barrera de trastos. Intenté subirme a un cochecito de niño, el fondo cedió, me rasguñé la pierna, empecé a amontonar más cosas: un cambiador de bebé y unas enciclopedias, y yo en lo alto de las enciclopedias, con la sensación de que se iban a derrumbar, pero metí los brazos por el hueco y atravesé las lamas de la turbina oxidada, un buen empujón y estaba respirando el frío aire de la noche, lista para el siguiente impulso que me terminara de sacar entera, y entonces Crystal me agarró del pie, tirando hacia abajo, yo le daba patadas y me revolvía. Gritos por debajo de mí: «¡Dispárale!». Y Crystal gritaba: «La tengo», y tiraba de mí con todo su peso, y yo perdía fuerza, con medio cuerpo fuera, cuando solté una buena patada con mi pie malo, le clavé el talón en toda la cara, en toda la nariz, un aullido de lobo debajo de mí, y Diondra que gritaba «Oh cielo», y yo libre, de nuevo en pie, con los brazos llenos de profundos arañazos rojos, pero en pie y en el suelo, y mientras respiraba de manera agitada en busca de aire, en el barro, todavía podía oír a Diondra: «Sube arriba, sube arriba».
Las llaves de mi coche estaban en alguna parte dentro de la casa, así que corrí hacia el bosque, un trote de tullido, como algo que tuviese tres patas, con un calcetín sí y otro no, a través del barro, apestando a estiércol a la luz de la luna, y entonces me volví, sintiéndome casi bien, y las vi fuera de la casa, venían tras de mí, corrían tras de mí —dos caras pálidas, sin sangre en la cara—, pero conseguí llegar hasta el bosque. La cabeza me daba vueltas, no era capaz de fijar los ojos en nada: un árbol, el cielo, un conejo que huía de mí, asustado. «¡Libby!», detrás de mí. Me adentré en el bosque, a punto de desmayarme, y, cuando la vista se me empezaba a nublar, encontré un roble descomunal. Se apoyaba en unas raíces nudosas, levantadas del suelo, que salían del árbol como los rayos de un sol dibujado, me arrastré y escarbé para meterme en la vieja madriguera de algún animal, bajo una de las raíces, gruesa como un hombre adulto. Escarbé en el suelo frío y húmedo, una cosa pequeña en un hueco pequeño, temblando pero en silencio, escondida: algo que sabía hacer bien.
Las linternas se acercaban, alumbraron el tronco del árbol, las mujeres pasaron por encima de mí, el destello de una falda, un vistazo de una pierna con pecas rojizas, «Tiene que estar por aquí, no puede haber ido muy lejos», y yo aguantando la respiración, consciente de que una bocanada de aire significaría un tiro en la cara, así que aguanté cuando noté que las raíces del árbol cedían bajo su peso y Crystal decía: «A lo mejor ha vuelto a la casa», y Diondra le respondía: «Sigue buscando, es rápida», como si me conociera, y cambiaron de dirección, se adentraron más en el bosque, y respiré contra el suelo, tragué aire terroso, con la cara embozada en la tierra. Durante horas el bosque resonó con sus gritos de indignación y frustración —«Esto no es bueno, es muy malo»—, y en algún momento cesaron los gritos y esperé unas horas más, hasta el amanecer, antes de arrastrarme fuera y renquear entre los árboles camino de casa.