3 DE ENERO DE 1985
2:03 A.M.
Patty se había quedado dormida, incomprensiblemente, y se había despertado a las 2:02; se quitó a Libby de encima y recorrió el pasillo con sigilo. Alguien estaba haciendo ruido en la habitación de las niñas, una cama chirriaba. Michelle y Debby tenían el sueño pesado, pero eran ruidosas: tiraban las colchas, hablaban dormidas. Pasó de largo el cuarto de Ben, con la luz encendida desde que ella había entrado. Ella podía haberse detenido un momento para mirar, pero ya iba con retraso, y no parecía que Calvin Diehl aguantase los retrasos.
Su pequeño Ben.
Mejor no disponer de tiempo. Fue hasta la puerta de la casa y, en lugar de preocuparse por el frío, pensó en el océano, aquel viaje a Texas cuando era una cría. Se imaginó embadurnada de crema y tostándose, las olas que rompían, sal en los labios. Sol.
Abrió la puerta, el cuchillo se introdujo en su pecho, y ella se dobló sobre los brazos del hombre, que le susurraba «No te preocupes, todo habrá acabado en unos treinta segundos, demos otra para asegurarnos», y la apartó de sí hacia abajo, la caída de una bailarina, y entonces sintió el giro del cuchillo en su pecho, no le había alcanzado el corazón, debía habérselo alcanzado, sentía el acero moverse en su interior, y el hombre bajó la mirada hacia ella con gesto bondadoso, preparándose para repetir, pero entonces miró por encima del hombro de Patty y se le borró el rostro bondadoso, se le empezó a agitar el bigote…
—¿Qué demonios…?
Patty giró la cabeza apenas un poco, hacia el interior de la casa, y vio que era Debby, con su camisón de color lavanda, las coletas medio sueltas de la cama, una cinta blanca que le caía por el brazo, y gritaba «¡Mamá, le están haciendo daño a Michelle!», sin darse cuenta siquiera de que también le estaban haciendo daño a mamá, tan concentrada estaba en su mensaje, «Ven, mamá, ven», y Patty sólo era capaz de pensar: Qué mal momento para una pesadilla. Y a continuación: Cerrar la puerta. Estaba sangrando hasta las piernas y, cuando intentaba cerrar la puerta para que Debby no pudiera verla, el hombre la abrió de un empujón y gritó: «¡Joderjoder-jodeeeeeeeerrrr!», tronando en el oído de Patty, que sintió cómo él intentaba extraer el cuchillo de su pecho y comprendió lo que significaba, que quería a Debby, este hombre que había dicho que nadie debía enterarse, que nadie podía verle, quería que Debby muriera con Patty, y Patty agarró con fuerza la empuñadura y la empujó más dentro de sí, y el hombre seguía gritando y por fin soltó el cuchillo, abrió la puerta de una patada y entró, y mientras Patty caía lo vio dirigirse a por el hacha, el hacha que Michelle había apoyado junto a la puerta, y Debby empezó a correr hacia su madre, corría para ayudar a su mamá, y Patty gritaba: «¡Huye!». Y Debby se detuvo en seco, chilló, se vomitó encima, se levantó con dificultad sobre las baldosas y corrió en dirección contraria, llegó al final del pasillo, dobló el recodo, pero el hombre iba tras ella, con el hacha en alto, y ella vio cómo la hacía descender; y Patty tiró de sí y se levantó, se tambaleó como un borracho, incapaz de ver por un ojo, moviéndose como en una pesadilla, donde los pies van rápido pero no llegan a ninguna parte, gritando: «Corre, corre, corre», para doblar el recodo y ver a Debby en el suelo con el brazo ensangrentado, y al hombre, muy enfadado en ese momento, con los ojos humedos y encendidos, gritando: «¿Por qué me has obligado a hacer esto?». El hombre se volvió como si se fuera a marchar, y Patty pasó junto a él corriendo, y recogió a Debby, que dio unos pasos tambaleantes, como cuando era un bebé regordete, y estaba muy herida, su brazo, su bracito, «No pasa nada, cielo, estás bien», y el cuchillo se resbaló del pecho de Patty y cayó al suelo con estrépito, con la sangre que ahora manaba de su pecho más rápido, y el hombre volvió, esta vez con una escopeta. La escopeta de Patty, la que por precaución había dejado sobre la chimenea del salón, fuera del alcance de las niñas. Le apuntó con ella mientras Patty intentaba ponerse delante de Debby porque ahora no podía morir.
El hombre accionó el percutor de la escopeta, y Patty tuvo tiempo para un último pensamiento: Ojalá, ojalá, ojalá pudiera anularlo todo.
Y entonces, con un rugido, como el aire del verano que entra por la ventanilla del coche, el disparo le voló la mitad de la cabeza.