35. Libby Day

AHORA

La hija de Ben Day era esbelta, más bien alta, y al entrar en la sala me dejó ver la imagen de un rostro que era prácticamente el mío. Tenía también nuestro pelo rojizo, teñido de marrón, pero las raíces pelirrojas asomaban del mismo modo que las mías días atrás. Su altura debía de provenir de Diondra, pero su rostro era absolutamente nuestro, mío, de Ben y de mi madre. Me miró embobada y sacudió la cabeza.

—Perdona, me he quedado un poco sorprendida —dijo ruborizada. Tenía la piel cubierta de las pecas de nuestra familia—. No lo sabía. Es decir, supongo que tiene sentido que nos parezcamos, pero… guau. —Miró a su madre y de nuevo a mí, mis manos, las suyas, el dedo que me faltaba—. Yo soy Crystal. Tu sobrina.

Me sentí como si tuviera que darle un abrazo, y quería hacerlo. Nos dimos la mano.

La chica se quedó titubeando cerca de nosotras, cruzando los brazos como si se tratara de una trenza, sin dejar de mirarme de reojo, de la forma en que te miras en un cristal o un escaparate al pasar por delante, intentando captar tu imagen sin que nadie se dé cuenta.

—Ya te dije que sucedería si tenía que suceder, corazón —dijo Diondra—. Así que aquí está. Ven aquí, siéntate. La chica se dejó caer, indolente, sobre su madre, y se abrió un hueco bajo el brazo de Diondra, con la barbilla apoyada en su hombro, y su madre se puso a jugar con uno de sus mechones rojizos. Me miraba desde aquella posición de ventaja. Protegida.

—No puedo creer que finalmente haya llegado a conocerte —dijo—. En principio, no parecía posible que llegara a conocerte. Soy un secreto, ya sabes. —Levantó la vista hacia su madre—. La hija de un amor secreto, ¿verdad?

—Así es —dijo Diondra.

De manera que la chica sabía quién era, quiénes eran los Day, que su padre era Ben Day. Me asombró que Diondra confiara en que su hija sabría guardar el secreto, en que no me buscara. Me preguntaba desde cuándo lo sabía Crystal, si alguna vez habría pasado por delante de mi casa, sólo para mirar, sólo para mirar. Me preguntaba por qué Diondra le había contado a su hija una verdad tan horrible, cuando, en realidad, no necesitaba hacerlo.

Diondra debió de captar el hilo de mis pensamientos.

—Crystal conoce toda la historia. Se lo cuento todo. Somos muy buenas amigas.

Su hija asintió y dijo:

—Incluso tengo un pequeño álbum de fotos de todos vosotros. Bueno, son fotos que yo misma he ido recortando de revistas y eso. Es como un falso álbum de familia. Siempre quise conocerte. ¿Puedo llamarte tía Libby? ¿Suena raro? Suena demasiado raro.

Yo no sabía qué decir. Tan sólo sentí alivio. Los Day no se iban a extinguir, aún no. Estaban floreciendo, de hecho, con esta chica hermosa y alta que se parecía a mí, pero con todos sus dedos en las manos y en los pies y sin mi cerebro de pesadilla. Quería hacer un montón de preguntas cotillas: ¿tuvo problemas en la vista, como Michelle? ¿Era alérgica a las fresas, como mi madre? ¿Tenía la sangre dulce, como Debby? ¿Se la comían viva los insectos y se pasaba el verano apestando a repelente de mosquitos Campho-Phenique? ¿Tenía genio, como yo, o era distante como Ben? ¿Era manipuladora e ingenua como Runner? Cómo era, cómo era, habladme de las muchas cosas en que era como los Day, y recordadme cómo éramos nosotros.

—También leí tu libro —añadió Crystal—. Un nuevo día. Era realmente bueno. Quería contarle a la gente que te conocía, porque, ya sabes, estaba orgullosa. —La cadencia de su voz era como una flauta, como si estuviera de manera perpetua al borde de la carcajada.

—Oh, gracias.

—¿Estás bien, Libby? —preguntó Diondra.

—Hum, imagino… imagino que aún no alcanzo a entender por qué os habéis mantenido al margen tanto tiempo. Por qué sigues haciendo que Ben finja que no te conoce. Él ni siquiera ha visto a su hija…

Crystal negaba con la cabeza.

—A mí me encantaría verle. Es mi héroe. Nos ha protegido a mi madre y a mí todos estos años.

—Necesitamos que nos guardes este secreto, Libby —dijo Diondra—. Tenemos la esperanza de que lo hagas. No puedo arriesgarme a que piensen que fui cómplice o algo parecido. No puedo arriesgarme a eso, por Crystal.

—A mí no me parece que haya necesidad de…

—Por favor —dijo Crystal. Su voz era tranquila, pero apremiante—. Por favor En serio, no puedo soportar la idea de que vengan en cualquier momento y se lleven a mi madre de mi lado. Es de verdad mi mejor amiga.

Eso habían dicho ambas. Casi elevé la mirada al cielo, pero vi que la chica estaba al borde de las lágrimas. Era evidente que le aterrorizaba la película que Diondra le había montado en la cabeza: los vengativos polis, hombres del saco que podían irrumpir y llevarse a mamá.

—Así que ¿huiste y nunca se lo contaste a los tuyos?

—Me fui en cuanto se me empezó a notar —dijo Diondra—. Mis padres eran unos maníacos. Me alegré de verme libre de ellos. Era nuestro secreto, de Ben y mío.

Un secreto en casa de los Day, qué poco habitual. Al final, Michelle se perdió la primicia.

—Estás sonriendo —dijo Crystal con una sonrisa idéntica en sus labios.

—Sí, estaba pensando en lo mucho que mi hermana Michelle habría disfrutado echándole el guante a ese cotilleo. Le encantaba el drama. —Me miraron como si las hubiese abofeteado—. No pretendía frivolizar, lo siento —añadí.

—Oh, no te preocupes por eso —dijo Diondra. Nos quedamos mirándonos fijamente unas a otras, con los dedos, las manos y los pies inquietos.

Diondra volvió a romper el silencio.

—¿Te gustaría quedarte a cenar?

* * *

Me sirvió un estofado salado que intenté tragar y un montón de vino rosado de una caja que parecía no tener fondo. No lo bebíamos a sorbitos, lo deglutíamos. Ella era una de las mías. Charlamos de bobadas, historias sobre mi hermano, y Crystal hacía una pregunta tras otra y me avergonzaba no poder responderlas ¿A Ben le gustaba el rock o la música clásica? ¿Leía mucho? ¿Tenía diabetes? Porque ella tenía problemas por un bajo nivel de azúcar en la sangre. Y su abuela Patty, ¿cómo era?

—Quiero conocerlos como, ya sabes, personas, no como víctimas —dijo con pía apariencia de veinteañera.

Me excusé para ir al cuarto de baño. Necesitaba alejarme un momento de los recuerdos, de la chica, de Diondra. Caí en la cuenta de que se me había acabado la gente con la que hablar, que había llegado al final, y que ahora tenía que dar la vuelta al círculo y volver a pensar en Runner. El cuarto de baño era tan ordinario como el resto de la casa, lleno de mugre, el agua del retrete que no paraba de caer, trozos de papel higiénico con manchurrones de pintura de labios por el suelo, alrededor del cubo de la basura. Sola por primera vez en la casa, no me podía resistir a la búsqueda de un souvenir. Un florero rojo de cristal sobre la cisterna del váter, pero no tenía el bolso. Necesitaba algo pequeño. Abrí el botiquín y encontré varios botes de medicinas recetadas a nombre de Polly Palm, escrito en la etiqueta. Pastillas para dormir, analgésicos y rollos de ésos para la alergia. Cogí unas vicodinas, me metí en el bolsillo una barra de labios de color rosa pálido y un termómetro. Menuda suerte, porque a mí nunca jamás se me ocurriría comprar un termómetro, aunque siempre quise uno. Cuando me quedo en cama, es bueno saber si es que estoy mala o sólo en plan vago.

Volví a la sala, Crystal estaba sentada con un pie sobre su asiento y el mentón apoyado en la rodilla.

—Tengo aún más preguntas —dijo, haciendo escalas con su voz de flauta.

—Es probable que yo no tenga las respuestas —repliqué, en un intento por escurrir el bulto—. Yo era demasiado pequeña cuando sucedió aquello. Y casi me había olvidado de mi familia, hasta que hablé con Ben.

—¿No tienes álbumes de fotos? —preguntó Crystal.

—Sí. Los tuve guardados en cajas durante una buena temporada.

—Demasiado doloroso —dijo Crystal en un susurro.

—No hace mucho que me he puesto a rebuscar en esas cajas: álbumes de fotos, anuarios y un montón de cosas viejas.

—¿Como qué? —me preguntó Diondra mientras aplastaba unos guisantes con el tenedor como una adolescente aburrida.

—Bueno, prácticamente la mitad eran trastos de Michelle —les dije, deseosa de poder responder a alguna pregunta de manera definitiva.

—¿Juguetes y cosas así? —dijo Crystal jugando con el dobladillo de su falda.

—No, notas…, diarios… Con Michelle, todo quedaba por escrito. Que veía a un profesor hacer algo raro, al diario que iba. Que pensaba que mamá tenía sus favoritos, al diario que iba. Que tenía una discusión con su mejor amiga por un chico que les gustaba a las dos, al…

—… Todd Delhunt —murmuró Crystal con un gesto de asentimiento. Se bebió de golpe otro trago de vino.

—… diario que iba —proseguí, sin atender. Entonces lo hice. ¿Había dicho «Todd Delhunt»? Sí, lo había dicho; yo nunca habría recordado ese nombre sin ayuda, aquella bronca en la que se metió Michelle por el pequeño Todd Delhunt. Aquello pasó en Navidad, justo antes de los asesinatos. Recuerdo que estuvo alterada toda la mañana de Navidad, garabateando en su diario nuevo. Todd Delhunt, ¿cómo…?

—¿Conocías a Michelle? —le pregunté a Diondra, aún dándole vueltas en mi cabeza.

—No mucho —dijo Diondra—. En realidad, no —añadió, y me recordó a Ben cuando fingía no conocer a Diondra.

—Ahora me toca a mí ir a hacer pis —dijo Crystal apurando el vino.

—Bueno —comencé a decir, y me detuve en seco. No había forma de que Crystal supiese lo colgada que Michelle estaba de Todd Delhunt a menos que… A menos que hubiese leído el diario de Michelle. El que recibió la mañana de Navidad, para empezar 1985. Yo había dado por sentado que no faltaba ninguno de los diarios, porque el de 1984 estaba intacto, pero ni siquiera me había acordado de 1985. El nuevo diario de Michelle, apenas nueve días de pensamientos: eso es lo que Crystal estaba citando. Había leído el diario de mi hermana fallecida… Capté un destello de metal a mi derecha, justo en el momento en que Crystal me estampaba una vieja plancha en la sien, con una mueca en la boca, una sonrisa congelada.