34. Ben Day

3 DE ENERO DE 1985

1:11 A.M.

Ben abrió la puerta que daba paso al oscuro salón y pensó: Por fin en casa. Como un marino, un héroe que regresa tras meses en la mar. Casi le cerró la puerta en las narices a Diondra —no me sorprende—, pero la dejó pasar porque sí. Porque tenía miedo de lo que podía ocurrir si no lo hacía. Era un alivio haberse librado al menos de Trey. Ben no quería a Trey husmeando en su casa, con sus comentarios de listillo acerca de cosas que a él le resultaban embarazosas.

En la casa todos dormían, en una aspiración-espiración colectiva. Deseaba despertar a su madre, verla aparecer en el pasillo con la mirada soñolienta, vestida con su ropa de dormir, y que le preguntara dónde diantre había estado, qué diantre le había poseído.

«El diablo. Me ha poseído el diablo, mamá». Ben no quería ir a ninguna parte con Diondra, pero ella estaba a su espalda, su cuerpo emanaba ira como si de calor se tratara y tenía los ojos como platos —«deprisa, deprisa»—, así que él empezó a registrar en silencio los armarios, a buscar dinero en los escondites de su madre. En el primer armario encontró una caja vieja de cereales, la abrió y engulló un buen puñado de copos resecos, algunos se le quedaron adheridos a los labios y la garganta y le hicieron toser un poco, una tos de bebé. A continuación, agarró otro puñado y se lo metió en la boca, abrió el frigorífico y encontró un tupperware con guisantes, dados de zanahoria y una fina capa de mantequilla encima; se llevó el borde del envase de plástico a la boca y con una cuchara fue empujando hacia dentro. Los guisantes le rodaban por el pecho hasta caer al suelo.

—¡Vamos! —siseó Diondra. Ben aún llevaba puesto su pantalón de chándal morado, ella, un buen vaquero nuevo, una sudadera roja y los zapatos negros tipo chico que le gustaban, sólo que tenía los pies tan grandes que eran realmente zapatos de chico. No quería que nadie lo supiera. Ahora daba golpecitos en el suelo con uno de ellos. Venga, venga.

—Vamos a mi cuarto —dijo él—. Ahí sí tengo dinero, seguro. Y un regalo para ti. —A Diondra se le iluminó la cara; incluso en momentos como ése, parpadeando sin cesar y tambaleándose por las drogas y el alcohol, le gustaba recibir regalos.

El candado de la puerta de su cuarto estaba reventado, y Ben se enfadó; después se preocupó. ¿Mamá, o la policía? No es que hubiera allí nada especial que encontrar. Pero aun así… Entraron, encendió la luz, Diondra cerró la puerta tras ella y se recostó en la cama. Hablaba, hablaba y no paraba de hablar, pero él no escuchaba. De pronto rompió a llorar y entonces él dejó de hacer el equipaje y se tumbó a su lado. Le acarició el cabello, le masajeó la tripa e intentó tranquilizarla, susurrarle cosas que la calmaran, hablar de lo fantástica que iba a ser su vida juntos y otras mentiras de ese tipo. Pasó una buena media hora antes de que se tranquilizara. Y antes de eso era ella la que no paraba de meterle prisa a él. Típico.

Ben se puso en pie, mirando el reloj, con el deseo de salir de allí, si es que de verdad iban a largarse. La puerta se había abierto un poco, pero no se molestó en ir a cerrarla, la quería abierta, y no tenía tiempo que perder. Metió pantalones vaqueros y sudaderas en una bolsa de deporte, junto con su cuaderno lleno de nombres de niña que le gustaban para el bebé: seguía pensando que Krissi Day iba ganando, que era un buen nombre, Krissi Day. Krissi Patricia Day o, si no, en honor a Diane, Krissi Diane Day. Ese le gustaba porque, entonces, sus amigos podrían llamarla D-Day, molaría. Aunque tendría que convencer a Diondra, ella pensaba que todos sus nombres eran demasiado vulgares. Ella quería nombres como Ambrosia, Calliope y Nightingale.

Con la bolsa de deporte al hombro, metió la mano por detrás del cajón de su escritorio y extrajo su montón de billetes oculto. Había estado apartando billetes de cinco y de diez pavos aquí y allá, y calculaba que tenía trescientos, cuatrocientos dólares, pero ahora descubría que no tenía ni cien. Guardó los billetes en el bolsillo, se puso a cuatro patas para buscar debajo de la cama y sólo encontró un espacio vacío donde antes estaba la bolsa de ropa. La ropa de su hija.

—¿Dónde está mi regalo? —dijo Diondra con un sonido gutural, debido a la posición. Estaba tumbada boca arriba, la barriga apuntaba al techo, agresiva como un dedo corazón alzado.

Ben alzó la cabeza, la miró, el lápiz de labios corrido y los ojos con churretes negros, y pensó que parecía un monstruo.

—No lo encuentro —dijo él.

—¿Qué quieres decir con que no lo encuentras?

—Aquí ha entrado alguien.

Ambos permanecieron a la luz de la única bombilla del cuarto de Ben, sin saber qué hacer.

—¿Crees que ha sido una de tus hermanas?

—Puede ser Michelle siempre está metiendo aquí las narices. Además, tengo menos dinero del que creía.

Diondra se sentó en la cama sujetándose la barriga, algo que nunca hacía de manera afectuosa, protectora. Se la agarraba como si se tratase de una carga que él no se ofrecía a llevar. Se la mostró a Ben, diciendo:

—Tú eres el padre de esta maldita niña, así que más te vale pensar en algo rápido, tú me dejaste embarazada, así que encárgate de arreglarlo. Estoy casi de siete meses y puedo dar a luz en cualquier momento a partir de ahora, y tú…

Una oscilación en la puerta, apenas un roce de camisón, y después un pie que sobresalía intentando mantener el equilibrio. Un toque accidental y la puerta se abrió de par en par. Michelle había estado escuchando al otro lado de la puerta, hasta que se inclinó demasiado y toda su cara adormilada quedó a la vista, con esas enormes gafas que reflejaban dos cuadrados de luz. Sostenía su diario nuevo, y de la boca le salía un hilo de tinta.

Michelle pasó la mirada de Ben a Diondra y, a continuación, de forma evidente, a la barriga de ésta, y dijo:

—Ben ha dejado embarazada a una chica, ¡lo sabía! —Ben no podía verle los ojos, sólo el reflejo de la luz en los cristales de las gafas y la sonrisa, más abajo—. ¿Se lo has contado a mamá? —preguntó, empezando a sentirse confundida, con un tono acusador en la voz—. ¿Voy a contárselo a mamá?

Ben estaba a punto de agarrarla, tirarla de espaldas contra la cama y amenazarla, cuando Diondra entró a matar. Michelle intentó llegar hasta la puerta, pero Diondra la agarró por el pelo, su largo pelo castaño, y la tiró al suelo. Michelle aterrizó con un fuerte golpe sobre la rabadilla y el susurro de Diondra, «ni una palabra, chochito, ni una puta palabra», pero Michelle se revolvió y se escabulló a base de empujar con los pies contra la pared y dejó a Diondra con un mechón de pelo en la mano. Ésta lo tiró al suelo y se fue a por la niña, y, tan sólo con que Michelle hubiera salido corriendo al cuarto de su madre, podía haber salido todo bien, su madre se habría encargado de todo, pero en cambio se fue directa a su cuarto, el de las niñas, y Diondra la siguió, y Ben iba detrás, susurrando «Diondra, para ya, Diondra, déjala». Pero Diondra no la iba a dejar, llegó hasta la cama de Michelle, donde ésta se encontraba acurrucada contra la pared, sollozando, y la agarró por una pierna, la tumbó en la cama y se sentó sobre ella: «¿Le quieres contar a todo el mundo que estoy embarazada, esa idea tienes, uno de tus maravillosos planes, un secretito de mierda que vendes por cincuenta centavos? Eso le vas a decir a tu mamá: “¿A que no sabes de qué me he enterado?”. Me parece que no, mierdecilla. ¿Por qué es tan estúpida toda esta familia?», y rodeó su cuello con ambas manos; los pies de Michelle enfundados en unas zapatillas, unos pies que se suponía que debían parecerse a las patas de un perrito, pateaban arriba y abajo, y Ben miraba los pies, desconectado, pensando que de verdad parecían las patas de un perrito, y Debby se despertaba lentamente de su dormir de zombi, así que Ben cerró la puerta en lugar de abrirla de par en par y llamar a su madre, quería que todo permaneciese en silencio, sin otro instinto que el de ceñirse al plan que consistía en no despertar a nadie, e intentaba razonar con Diondra con la idea de que todo estaría bien, «Diondra, Diondra, cálmate, no lo contará, suéltala», y Diondra cada vez más hundida en el cuello de Michelle, «¿Crees que me voy a pasar la vida preocupada por esta putita?», y Michelle que la arañaba y después le clavaba el bolígrafo en la mano, el brillo de la sangre, Diondra que la soltaba un instante, con aspecto de sorprendida, como si no se lo pudiera creer, Michelle que se ladeaba y tomaba una bocanada de aire, y Diondra que la agarraba otra vez por el cuello; Ben le puso las manos a Diondra sobre los hombros para apartarla, pero en cambio, se limitaron a descansar sobre ellos.