AHORA
Lyle daba botes en el asiento.
—Libby, ¿te has dado cuenta? Joder, ¿no te has dado cuenta?
—¿De qué?
—El nombre porno de Diondra, el que usaba siempre, ¿te has dado cuenta?
—Polly Palm, ¿y qué?
Lyle sonreía, y sus largos dientes brillaban en la oscuridad del coche.
—Libby, ¿qué nombre llevaba tu hermano tatuado en el brazo? ¿Te acuerdas de los nombres que dijimos? Molly, Sally, y el que yo decía que sonaba a nombre de perro.
—Dios.
—Polly, ¿te acuerdas?
—Dios —volví a decir.
—No parece que sea una mera coincidencia, ¿no?
Por supuesto que no lo era. Todo el que guarda un secreto se muere por contarlo, y ésa era la forma de Ben de contarlo, su homenaje a su novia secreta. Pero no se podía tatuar su verdadero nombre, «Diondra, la Desaparecida», así que tiró del nombre de guerra. Me lo imaginé pasándose los dedos por los trazos aún hinchados, la piel aún irritada, orgulloso. Polly. Puede que fuese un gesto romántico, puede que un recuerdo.
—Me pregunto desde cuándo tiene el tatuaje —dijo Lyle.
—No parecía ser muy antiguo —dije yo—. Aún tenía, no sé, brillo, no había perdido nada de color.
—Venga, vamos, encuentra una señal.
—¿Qué haces?
—No creo que Diondra esté muerta. Pienso que está en el exilio. Si tú tuvieses que exiliarte y escoger un nombre, ¿no sentirías la tentación de utilizar uno que ya hubieses usado antes, uno que sólo unos pocos amigos conociesen, una broma para ti, un trocito… de tu hogar? Algo que tu novio se pudiera tatuar en el brazo y que significase algo para él, algo permanente que pudiese mirar. Vamos. —Dio otra palmada a su portátil.
Continuamos otros veinte minutos deambulando por las autopistas, hasta que finalmente Lyle se pudo conectar a Internet y comenzó a teclear y a hacer clic al ritmo de la lluvia, y yo intentaba echar vistazos a la pantalla sin que nos matáramos.
Por fin levantó la vista con una amplia sonrisa de loco en la cara:
—Libby —dijo—, puede que quieras volver a parar en el arcén.
Frené de pronto y di un bandazo, casi llegando a Kansas City, y un tráiler me pegó tal bocinazo que mi coche se quedó temblando cuando el camión pasó de largo.
Allí estaba su nombre, en la pantalla: la Polly Palm de los cojones y de Kearney, Missouri. Dirección y número de teléfono, ahí mismo, la única Polly Palm que aparecía en todo el país, con la excepción de una manicura en Shreveport.
—En serio, tengo que ponerme Internet —dije.
—¿Será ella? —dijo Lyle mientras contemplaba el nombre como si fuera a desaparecer—. Tiene que ser ella, ¿no?
—Comprobémoslo. —Saqué mi móvil.
Respondió al cuarto tono, justo cuando estaba tomando aire para dejarle un mensaje.
—¿Eres Polly Palm?
—Sí. —La voz era realmente preciosa, en plan cigarrillos y leche.
—¿Eres Diondra Wertzner?
Pausa. Clic.
—¿Podrías encontrarme algunas indicaciones para llegar a su domicilio, Lyle?
* * *
Lyle quería venir, quería venir a toda costa, pensaba que debía venir, pero yo no creí que la cosa funcionase, y tampoco lo quería allí, así que lo dejé en el bar Sarah’s. Él intentó no parecer malhumorado mientras me marchaba, y yo prometí que le llamaría en cuanto saliera de la casa de Diondra.
—¡Que no se te olvide! —gritó a mi espalda.
Le di un toque de claxon y arranqué. Todavía me estaba gritando algo cuando doblé la esquina.
Tenía los dedos muy tensos de agarrar el volante; Kearney estaba a no menos de cuarenta y cinco minutos al noreste de Kansas City, y el domicilio de Diondra, según las muy específicas indicaciones de Lyle, se encontraba a otros quince minutos de la ciudad propiamente dicha. Supe que estaba cerca en cuanto empecé a ver los indicadores de la granja y de la tumba de Jesse James. Me pregunté por qué Diondra habría escogido vivir en la ciudad natal de un proscrito. Eso es algo que haría yo. Dejé atrás el desvío a la granja de James —había estado allí en mi época de primaria, una casa pequeña y fría, donde, durante un ataque sorpresa, mataron al hermanastro pequeño de Jesse—, y recuerdo que pensé: Igual que en nuestra casa. Seguí adelante por un caminucho lleno de curvas, subiendo y bajando colinas para salir de nuevo a campo abierto, donde las polvorientas casas de tablones de madera estaban asentadas en terrenos grandes y llanos, y ladraban los perros encadenados que había en todas las parcelas. No apareció ni una sola persona, la zona parecía absolutamente desierta. Sólo perros y algunos caballos, y a lo lejos una suntuosa línea de bosque que habían aceptado dejar entre las casas y la autopista.
La casa de Diondra apareció diez minutos más tarde. Era fea, aunque con personalidad, inclinada hacia un lado como una mujer de caderas marcadas que estuviera cabreada. Necesitaba esa personalidad, porque no tenía mucho más que ofrecer. Estaba apartada, lejos de la calle, con aspecto de ser la vivienda de los aparceros de un caserón más grande, pero no había ninguna otra casa, sólo unos pocos acres de barro alrededor, ondulados y con montículos, como si el terreno tuviese acné. Y aquel triste recordatorio de los bosques en la distancia.
Subí por el largo camino de tierra que llevaba hasta la casa, preocupada de no quedarme tirada con el coche, y por lo que pasaría si me quedaba tirada.
Desde detrás de las nubes de tormenta, el sol de poniente surgió justo a tiempo para cegarme conforme cerraba la puerta del coche y caminaba hacia la casa con la barriga fría. Al acercarme a los escalones de delante, una zarigüeya muy grande salió disparada de debajo del porche, siseándome. Aquella cosa me inquietó, aquella cara blanca, puntiaguda, y aquellos ojos negros que miraban como algo que ya debería estar muerto. Además, las zarigüeyas son unas cabronas. Corrió hacia los arbustos, golpeé con el pie los escalones para asegurarme de que no había más, y entonces los subí. Mi tullido pie derecho se agitó dentro de la bota. Cerca de la puerta colgaba un cazador de sueños, con dientes tallados de animales y plumas que se mecían.
Del mismo modo que en la ciudad la lluvia hacía aflorar el olor del asfalto, aquí traía el olor a tierra y a estiércol. Olía a mi hogar, y eso no estaba bien.
A mi llamada a la puerta le siguió una larga y relajada pausa y, a continuación, se aproximaron unos pasos silenciosos. Diondra abrió la puerta, un muerto viviente, sin duda. La verdad es que no tenía un aspecto muy distinto del de las fotos que había visto. Se había quitado las ondas de la permanente, pero aún llevaba el grueso lápiz de ojos negro que los hacía parecer azul turquesa, como unos caramelos. Llevaba un rímel de doble capa, pestañas finas y alargadas, que le había dejado motas negras en la piel. Sus labios eran carnosos como una vulva, y todo su rostro y su cuerpo eran una sucesión de generosas curvas: mejillas rosadas con un atisbo de caída, pechos que rebosaban ligeramente del sujetador y un anillo de piel que sobresalía por encima de la cintura del pantalón vaquero.
—Oh —dijo, al tiempo que abría la puerta y salía una oleada de calor—. ¿Libby?
—Sí.
Me cogió la cara entre las manos.
—Joder, Libby. Siempre creí que algún día me encontrarías. Chica lista. —Me abrazó y me apartó extendiendo ambos brazos—. Hola. Pasa.
Entré en una cocina con un cubil en un lateral, la distribución me recordó mucho a mi hogar desaparecido. Recorrimos un pasillo corto. A mi derecha, la puerta de un sótano estaba abierta y entraban ráfagas de frío. Negligente. Entramos en un salón con el techo bajo, el humo de un cigarrillo ascendía desde un cenicero en el suelo, las paredes amarillentas y todos los muebles con aspecto de ajados. Había un televisor gigantesco, y también un sofá de dos plazas contra una pared.
—¿Te importaría quitarte los zapatos, corazón? —dijo, señalando la alfombra, que estaba sucia y pegajosa. Junto a las escaleras había un montoncito de mierda de un perro canijo, que Diondra esquivó con destreza al pasar.
Mientras me conducía hasta el sofá, percibí al menos tres aromas diferentes: laca afrutada, una loción de flores y puede que… ¿insecticida? Llevaba una blusa corta, vaqueros ajustados y unas joyas de pega de adolescente. Era una de esas mujeres de mediana edad que se creen que engañan a la gente.
La seguí, echando de menos los centímetros de los tacones de mis botas, sintiéndome infantil. Diondra me mostró su perfil al mirarme con el rabillo del ojo, y pude ver un colmillo puntiagudo que asomaba por debajo de su labio superior.
Ladeó la cabeza y dijo:
—Vamos, siéntate. Dios, sí que eres de verdad una Day, ¿eh? Ese pelo rojo fuego siempre me ha encantado.
En cuanto nos sentamos, tres caniches de patas rechonchas entraron corriendo y haciendo sonar sus collares como unos cascabeles y se encaramaron a su regazo. Me puse en tensión.
—Hostia, sí que eres una Day —se carcajeó—. Ben se ponía también de los nervios con los perros. Los que tenía antes, por supuesto, eran más grandes que éstos. —Dejaba que los perros le lamieran los dedos de las manos, unas lenguas de color rosa que aparecían y desaparecían—. Entonces, Libby —empezó. Al igual que mi nombre, mi existencia era una broma familiar—. ¿Te dijo Ben dónde encontrarme? Dime la verdad.
—Di contigo a partir de algo que dijo Trey Teepano.
—¿Trey? Jesús, ¿cómo llegaste hasta Trey Teepano?
—Tiene un negocio de piensos. Está en las páginas amarillas.
—Un negocio de piensos. No creo que le hubiera llamado. ¿Tiene buen aspecto, por cierto?
Asentí enérgicamente —tenía muy buen aspecto—, sorprendiéndome a mí misma.
—Tú estabas con Ben aquella noche —dije de pronto.
—Mmmm… Hmmm. Estaba. —Buscó mi rostro, cautelosa pero interesada.
—Quiero saber qué pasó.
—¿Por qué? —preguntó.
—¿Por qué?
—Lo siento, señorita Libby, pero te presentas así, por las buenas… ¿Te ha dicho algo Ben? ¿Por qué vienes a buscarme ahora? ¿Por qué ahora?
—Tengo que saber con seguridad lo que pasó.
—Oh, Libby, ohhh. —Me dedicó una mirada compasiva—. A Ben le va bien cumplir condena por lo que pasó aquella noche. Quiere cumplir condena. Déjale.
—¿Mató él a mi familia?
—¿Por eso has venido?
—¿Mató Ben a mi familia? —Ella se limitó a sonreírme, dejando rígidos aquellos labios redondeados—. Necesito algo de paz, Diondra, por favor. Tan sólo dímelo.
—¿Esto va de encontrar la paz entonces, Libby? ¿Crees que, si sabes la verdad, encontrarás la paz? ¿Como si el saberlo fuese a arreglar las cosas? ¿Crees que puede haber paz para ti después de lo que pasó, corazón? A ver qué te parece esto. En vez de preguntarte por lo que pasó, limítate a aceptarlo. «Dame serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar». La oración de la serenidad. A mí me ha ayudado un montón.
—Sólo dilo, Diondra, sólo cuéntamelo. Entonces intentaré aceptarlo.
El sol se estaba poniendo, ahora entraba por la ventana de atrás y me cegaba. Diondra se inclinó hacia mí y me tomó ambas manos.
—Libby, lo siento mucho, pero no lo sé, sin más. Yo estaba con Ben aquella noche, nos íbamos a largar del pueblo. Estaba embarazada de él y nos íbamos a escapar. Él vuelve a su casa para coger dinero. Pasa una hora, dos horas, tres horas. Pienso que ha perdido los nervios y, finalmente, me pongo a llorar hasta que me quedo dormida. A la mañana siguiente me enteré de lo que había pasado, al principio pensé que él también había muerto. Después me entero de que no, de que está arrestado y la policía cree que forma parte de algún aquelarre, una secta satánica en plan Charles Manson. Yo me quedo esperando a que llamen a mi puerta, pero nada de nada. Pasan los días y me entero de que Ben no tiene coartada. No me ha mencionado en ningún momento, me está protegiendo.
—Todos estos años.
—Todos estos años, sí. A la poli no le gustaba la idea de que lo hubiera hecho Ben solo. Querían más, suena mejor, pero Ben nunca dijo ni mu. Es mi puto héroe.
—Nadie sabe, entonces, lo que pasó aquella noche. Nunca en la vida lo voy a descubrir —Sentí un extraño alivio al decir eso en voz alta. Podría dejarlo ya, quizá, olvidarme de todo. Si nunca lo iba a saber, ¿para qué seguir?
—Yo creo que sí puedes encontrar algo de paz, si aceptas aquello. Quiero decir, Libby, que no creo que Ben lo hiciera, creo que está protegiendo a tu padre, es mi opinión. Aunque ¿quién sabe? Odio decir esto, pero fuera lo que fuese lo que ocurriera aquella noche, Ben necesitaba estar en prisión. Hasta él mismo lo dice. Él tiene algo en su interior que no encaja en el mundo exterior: violencia. Le va mucho mejor en prisión, es muy popular allí dentro. Se cartea con todas esas mujeres, mujeres que se ponen como locas con él. Recibe una docena de propuestas de matrimonio al año. De vez en cuando, piensa que quiere volver al exterior, pero en el fondo no quiere.
—¿Cómo sabes tú eso?
—Nos mantenemos en contacto —me soltó, y sonrió con dulzura. Los rayos de luz amarilla con tintes naranjas de la puesta de sol le daban ahora en la barbilla y los ojos se le quedaron de pronto en la oscuridad.
—¿Dónde está el bebé, Diondra? ¿El bebé del que estabas embarazada?
—Aquí estoy —dijo la hija de Ben Day.