3 DE ENERO DE 1985
12:02 A.M.
Llegaron a la casa de Diondra, los perros ladraban de manera frenética, como siempre, como si nunca hubieran visto una camioneta, una persona, ni siquiera a Diondra. Accedieron a la casa por la verja de atrás, Diondra le dijo a Ben y a Trey que se quitaran la ropa antes de entrar para no llenarlo todo de sangre. «Pondremos toda la ropa en un montón y la quemaremos».
Los perros le tenían miedo a Trey. Ladraban, pero no se le acercaban: una vez le había dado una paliza al blanco, y desde entonces todos se apartaban de su camino. Trey se sacó la camisa por la cabeza, como los tipos duros de las películas, y después se desabrochó los vaqueros, con la mirada puesta en Diondra, como si fueran a follar, una especie de juego preliminar Ben se quitó la camisa de la misma manera, se deshizo de los pantalones, esos pantalones de cuero que ya estaban sudados, y entonces los perros se le tiraron encima, olfateándole la entrepierna, lamiéndole los brazos, como si fueran a devorarlo. Apartó a uno dándole un manotazo en el hocico, una, otra vez, pero el perro volvía, baboso, agresivo.
—Te quiere chupar la polla, tío. —Trey se echó a reír—. Bueno, las ocasiones son para aprovecharlas, ¿no?
—Conmigo que no cuente para eso, así que igual le conviene aprovechar la ocasión —espetó Diondra, sacudiendo la cabeza como hacía siempre que estaba cabreada. Se quitó los vaqueros y se le vio la piel blanca, sin broncear, donde tendrían que haber estado las braguitas, donde no había braguitas, sólo piel blanca y el pelo negro, de punta como un gato mojado. Después se quitó el jersey y permaneció ahí, sólo con el sujetador, los pechos hinchados, cubiertos de estrías.
—¿Qué? —le dijo a Ben.
—Nada, que deberías entrar a cambiarte.
—Gracias, genio. —Lanzó su ropa al montón de una patada y le dijo a Trey, de alguna manera dejó claro que era sólo a Trey, que iba a ir a buscar un poco de gasolina de la que utilizaban para rellenar los mecheros.
Trey lanzó su ropa de otra patada. Luego se volvió hacia Ben, sin más prenda de vestir que sus calzoncillos azules, y le dijo que no había superado la prueba, que no había demostrado su valía.
—Pues yo creo que sí —dijo Ben, pero, cuando Trey dijo «¿Qué?», se limitó a negar con la cabeza. Uno de los perros se le echó encima, intentando lamerle el estómago, donde se había concentrado la sangre—. Vete de aquí —le espetó Ben, y, cuando el perro le volvió a saltar encima, le dio un manotazo. El perro gruñó, y el segundo también, y el tercero, enseñando los dientes. Ben, desnudo, entró en la casa gritando «Largaos». Los perros sólo obedecieron al ver a Diondra.
—Los perros respetan la fuerza —dijo Trey, haciendo una mueca por la desnudez de Ben—. Bonita mata de fuego.
Le cogió el bote de gasolina a Diondra, aún desnuda desde su enorme estómago para abajo, cuyo ombligo sobresalía como un dedo pulgar, y vertió el líquido sobre la ropa, cogiendo el bote a la altura de la polla, como si estuviera meando. Encendió el mechero, y ¡BUUUM! La ropa quedó envuelta en llamas, haciendo que Trey diera dos traspiés hacia atrás. Fue la primera vez que Ben le había visto quedar como un tonto. Diondra miró a otra parte para no avergonzar a Trey. Eso fue lo que más entristeció a Ben esa noche: la mujer que quería como esposa, la mujer que iba a ser madre de su hijo, había tenido esa gentileza con otro hombre, pero nunca, nunca, la tendría con él.
Tenía que conseguir que lo respetara.
* * *
Estaba atrapado allí, en casa de Diondra, mirando cómo fumaban canutos. No podía volver a casa sin su bici: hacía demasiado frío, un frío de muerte; estaba nevando mucho, y el viento ululaba en la chimenea. Si había ventisca, el resto de las vacas morirían congeladas si el puto granjero no hacía algo para evitarlo. Bien. Dale una lección. Ben sintió cómo le subía la rabia de nuevo, con fuerza.
Le iba a dar a todo el mundo una jodida lección. Todos esos cabrones que nunca parecían tener problemas, que parecían deslizarse suavemente por la vida —incluso Runner, un borracho de mierda—, aparentaban tener menos problemas que él. Había mucha gente que merecía una lección, se merecían entenderlo de verdad, como lo entendía él, entender que nada era fácil, que casi todo se iba a volver agrio.
Diondra había quemado accidentalmente sus vaqueros junto con los pantalones de cuero. De modo que Ben llevaba puesto un pantalón de chándal lila de Diondra, un jersey amplio y unos gruesos calcetines blancos de polo, que ella ya había dicho dos veces que quería de vuelta. En ese momento estaban sin rumbo, ya había pasado el gran acontecimiento, Ben aún se preguntaba lo que significaba, si realmente había invocado al diablo, si era cierto que iba a empezar a sentirse poderoso. O si se trataba de un engaño, o una de esas cosas que uno se empeña en creer: como un tablero Ouija o un payaso asesino en una furgoneta blanca. ¿Estaban realmente convencidos de que habían hecho un sacrificio a Satanás? ¿O era una simple excusa para colocarse y liarla?
No tenían que haberse colocado tanto. Era mierda barata, lo notaba porque le dolía todo. Incluso la hierba era peleona. Sí, mierda barata que volvía mala a la gente. Trey se durmió viendo la tele, parpadeando al principio, y luego dando cabezadas. Finalmente, se desplomó a un lado y se durmió.
Diondra dijo que iba hacer un pis, así que Ben permaneció sentado en el salón, deseando estar en su casa. Se imaginaba en su cama, con sus sábanas de franela, hablando con Diondra por teléfono. Ella nunca llamaba desde su casa, y a él le había prohibido que la llamara porque sus padres estaban locos. Así que ella cogía unos cigarrillos y se iba a la cabina de la gasolinera o al centro comercial. Era lo único que hacía por él, le hacía sentir bien, que ella se esforzara un poco, le encantaba. Tal vez le gustaba más la idea de hablar con Diondra que estar con ella, pues últimamente se comportaba con él de un modo jodidamente cruel. Se estaba acordando del toro despanzurrado y pensando que ojalá tuviera la escopeta de nuevo, eso era lo que quería, cuando Diondra le llamó desde la habitación.
Fue a ver que quería y se la encontró junto a su brillante contestador rojo, con la cabeza ladeada, y simplemente le dijo: «Estás jodido», y apretó el botón.
—Eh, Dio, soy Megan. Estoy flipando del todo con lo de Ben Day, ¿te has enterado de que ha estado abusando de todas esas niñas? Mi hermana está en sexto. Ella está perfectamente, gracias a Dios, pero, Dios mío, es un enfermo. Me imagino que los polis ya lo habrán arrestado. Bueno, llámame.
Después se oyó un clic, un zumbido y la voz de otra chica, profunda y nasal:
—Hola, Diondra, soy Jenny. Ya te dije que Ben Day era un amigo del diablo, ¿te has enterado de esa mierda? Me imagino que debe de estar escondiéndose de la poli. Creo que hay una charla sobre todo esto en la escuela mañana. No sé, quería saber si ibas a ir.
Diondra miraba el contestador como si quisiera aplastarlo, como si fuera un animal al que estuviera a punto de pegar.
Se volvió hacia Ben.
—¿Qué coño has…? —le gritó, poniéndose colorada y con una expresión terrible.
Ben dijo lo que no debía:
—Será mejor que me vaya a casa.
—¿Mejor irte a casa? ¿Qué coño es esto, Ben? ¿Qué está pasando?
—No lo sé, por eso debería irme a casa.
—No, no, no, no, no, niño de mamá. Puta mierda de niño de mamá despreciable. ¿Qué pretendes, ir a casa a esperar a que te metan en la cárcel? ¿Me vas a dejar aquí esperando a que vuelva mi puto padre a casa? ¿Con tu puto bebé del que no puedo deshacerme?
—¿Y qué quieres que haga? —A casa. Es lo que pensaba todo el tiempo.
—Esta misma noche nos vamos del pueblo. Tengo unos doscientos dólares. ¿Cuánto puedes conseguir tú? —Al ver que no contestaba, porque estaba pensando en Krissi Cates y en si el beso era motivo de arresto y cuánto había de verdad en aquello, y si los polis realmente lo estaban buscando, Diondra se le acercó y le pegó un bofetón en la cara, fuerte—. ¿Cuánto puedes conseguir?
—No lo sé. Tengo algo de dinero ahorrado, y mi madre suele tener cien dólares, doscientos, escondidos por ahí, no sé dónde.
Diondra se tambaleó, cerró un ojo y miró el despertador.
—¿Crees que tu madre estará despierta a estas horas?
—Si la policía está allí, sí. —Si no, estaría dormida, aunque estuviera muerta de miedo. Era una broma recurrente en su familia decir que su madre nunca había celebrado la Nochevieja, siempre se dormía antes de la medianoche.
—Iremos a tu casa y, si no vemos ningún coche de la poli, entraremos. Tú cogerás el dinero, algo de ropa, y después nos largaremos.
—¿Y después qué?
Diondra se acercó a él y le acarició la mejilla, que aún le picaba. Ella tenía la mejilla manchada de rímel, y Ben aún sintió una oleada de ¿qué?, ¿amor?, ¿poder? Algo. Una oleada, un sentimiento, algo bueno.
—Ben, cariño, soy la madre de tu hijo, ¿no? —El asintió, levemente—. Bien, pues sácame de aquí. Sácanos a los tres del pueblo. No puedo hacer esto sin ti. Necesitamos irnos. Hacia el oeste. Podemos acampar en algún lado, dormir en el coche, lo que sea. De lo contrario irás a la cárcel, y mi padre me matará. Me obligará a tener el bebé y luego me matará. No querrás que tu bebé sea huérfano…, cuando podemos evitarlo, ¿no? Así que vámonos.
—Yo no he hecho lo que dicen con esas niñas, no lo he hecho —susurró Ben, con Diondra apoyada en su hombro, sus mechones de pelo se enredaban en su boca.
—¿A quién le importa si lo has hecho? —dijo ella, apoyada ahora en su pecho.