AHORA
Me desperté sintiéndome como si hubiera soñado con mi madre. Tenía antojo de aquellas extrañas hamburguesas que ella hacía, de las que siempre nos burlábamos, rellenas de zanahorias y pedazos de nabo y a veces de fruta medio podrida. Cosa rara, porque no como carne, pero me apetecía una de esas hamburguesas.
Estaba pensando en cómo se hacían cuando Lyle llamó por teléfono con su discursito de siempre. Sólo uno más, sólo tenía que hablar con una persona más y, si no conseguía nada, lo dejaba. Trey Teepano. Debía encontrar a Trey Teepano. Cuando objeté que sería difícil localizarlo, Lyle me dio su dirección. «Ha sido fácil, tiene su propia empresa: Piensos Teepano». Yo hubiera debido decirle: «Buen trabajo». Qué fácil hubiera sido, ¿no? Pero no lo hice. Lyle me dijo que las mujeres de Magda me darían quinientos dólares por hablar con Trey. Lo habría hecho gratis, pero acepté el dinero. Yo sabía que ya no podría parar hasta encontrar algún tipo de respuesta. Ben sabía más cosas, estaba segura de eso. Pero no las decía. Así que había que seguir. Recuerdo haber visto una vez en la tele a un experto en relaciones de pareja muy sensato. Su consejo: «No te desanimes: todas nuestras relaciones van mal, hasta que encontramos a la persona correcta». Eso es lo que sentía sobre esta deprimente búsqueda: todas las personas con las que hablara me decepcionarían, hasta que encontrara a la persona que pudiera ayudarme a entender aquella noche.
Lyle vendría conmigo a Piensos Teepano, en parte porque quería ver cómo era Trey Teepano y, en parte, creo, porque ese tío le ponía nervioso. («No me fío de los adoradores satánicos»). Piensos Teepano estaba al este de Manhattan, Kansas, en alguna granja ocupada, entre nuevas zonas residenciales. Las urbanizaciones eran blancas y limpias. Parecían tan falsas como las tiendas de recuerdos del Lejano Oeste en Lidgerwood, un lugar donde la gente sólo simula vivir A mi izquierda, las casas cuadradas finalmente dejaban paso a una laguna esmeralda de hierba. Un campo de golf. Completamente nuevo y pequeño. En la fría lluvia de la mañana, varios hombres, con las cabezas inclinadas sobre el césped, practicaban sus swings, como si fueran banderas amarillas y rosas contra el verde. Entonces, todas aquellas casas de mentira, la hierba de mentira y los hombres con camisas de color pastel desaparecieron de mi vista tan rápido como habían surgido, y me encontré contemplando un campo de bonitas vacas marrones Jersey, que me miraban, expectantes. Yo les devolví la mirada: las vacas son de los pocos animales que realmente parecen verte. Estaba tan concentrada en ellas que no vi el viejo y gran edificio de ladrillos llamado Piensos Teepano y Suministros para Granjas: Lyle me estaba dando golpecitos en el hombro, «Libby, Libby, Libby». Pisé el freno y derrapé durante unos buenos quince metros, una sensación que me recordaba a cuando Runner me soltaba después de hacerme girar. Di marcha atrás como una loca y viré bruscamente hacia el aparcamiento de gravilla.
Sólo había un coche aparcado delante del edificio, que presentaba un aspecto ruinoso. Las ranuras de cemento entre los ladrillos estaban llenas de porquería, y al tiovivo que había junto a la puerta de entrada —a un cuarto de dólar el viaje— le faltaban los asientos. Mientras subía los amplios peldaños de madera de la entrada, se encendieron las luces de neón en las ventanas. «¡Tenemos Llamas!». Palabras extrañas para un neón. Un cartel de hojalata, en el que se podía leer «Matarratas Sevin 5 en Polvo», colgaba de una columna del edificio.
—¿Qué son las Codornices Pharoah? —preguntó Lyle cuando llegamos al escalón más alto. Al abrir la puerta sonó una campana, y accedimos a una habitación en la que hacía más frío que en la calle: el aire acondicionado estaba a tope, al igual que el equipo de sonido, en el que sonaba un jazz cacofónico, la banda sonora de un ataque de apoplejía.
Tras un largo mostrador había rifles guardados bajo llave en una vitrina oscura, el cristal tentador como la superficie de un estanque. Hileras y más hileras de fertilizante y perdigones, picos, sacos de tierra y sillas de montar se extendían hasta el fondo de la tienda. Contra la pared del fondo había una jaula de alambre con un montón de conejillos imperturbables. La mascota más tonta del mundo, pensé. ¿Quién quiere un animal que permanece sentado, temblando, y se caga por todas partes? Dicen que se les puede enseñar a hacer sus necesidades en una caja, pero es mentira.
—Espero que no empieces a…, ya sabes, como la otra vez… —le dije a Lyle, que miraba de un lado a otro, componiendo su habitual gesto de inquisidor inconsciente—. Sabes a qué me refiero, ¿no?
—No lo haré.
El jazz enloquecedor continuó mientras Lyle gritaba un hola. No se veía un solo empleado por allí, ni un solo cliente, pero claro, era media mañana, de un martes lluvioso. Entre la música y la iluminación de las despiadadas lámparas fluorescentes, me sentía colocada. Entonces percibí un movimiento en la parte trasera, un hombre agachado en uno de los pasillos, y eché a caminar hacia él. Era un tipo moreno, musculoso, con un pelo negro espeso recogido en una coleta. Se levantó al vernos.
—¡Joder! —dijo estremeciéndose. Nos miró fijamente, y después a la puerta, como si se le hubiera olvidado que habían abierto—. No os he oído entrar.
—Probablemente por la música —gritó Lyle señalando al techo.
—¿Está demasiado alta? Es posible. Espera un segundo.
Desapareció en una oficina en la parte trasera y de repente ya no había música.
—¿Mejor? Y ahora, ¿en qué os puedo ayudar? —Se apoyó en un saco de semillas y nos lanzó una mirada que significaba que más nos valía no haberle hecho bajar la música para nada.
—Estoy buscando a Trey Teepano —dije—. ¿Es él el dueño de esta tienda?
—Yo soy el dueño. Soy Trey. ¿Qué puedo hacer por vosotros? —Tenía una energía tensa, saltaba sobre sus talones, se mordía los labios. Era muy atractivo, parecía joven y viejo, dependiendo del ángulo.
—Bueno. —No sabía cómo empezar. Su nombre me flotaba en la cabeza como un encantamiento, pero ¿cómo abordar el tema? ¿Preguntarle si había sido un corredor de apuestas, si conocía a Diondra? ¿Acusarle de asesinato?
—Eh, es sobre mi hermano.
—Ben.
—Sí —dije sorprendida.
Trey Teepano me sonrió como un frío cocodrilo.
—Sí, me ha costado un poco, pero te he reconocido. El pelo rojo, me imagino, y la misma cara. Tú eres la que sobrevivió, ¿no? ¿Debby?
—Libby.
—Ya. ¿Y tú quién eres?
—Sólo soy su amigo —dijo Lyle. Noté que se contenía, no como en la charla que mantuvimos con Krissi Cates.
Trey se puso a organizar las estanterías, recolocando las botellas de repelente para ciervos, simulando, sin éxito, estar ocupado, como quien finge estar leyendo y tiene el libro al revés.
—¿También conociste a mi padre?
—¿A Runner? Todo el mundo conocía a Runner.
—Runner mencionó tu nombre la última vez que lo vi.
Se echó la coleta hacia atrás.
—¿Ah, sí? ¿Ya ha muerto?
—No, vive, en Oklahoma. Él cree que estuviste de alguna manera… implicado en lo que pasó aquella noche, que tal vez podrías decirnos algo de lo que pasó. Con los asesinatos.
—Ya. Ese viejo está loco, siempre lo ha estado.
—Dijo que en aquella época eras una especie de corredor de apuestas o algo por el estilo.
—Sí.
—Y que hacíais rituales satánicos.
—Sí.
Contestaba con el tono ligero y desenfadado —como el de unos vaqueros desteñidos— del ex adicto, en plan buen rollito, pero forzado.
—¿Así que es cierto? —dijo Lyle, y me miró con cara de culpabilidad.
—Sí, y Runner me debía dinero. Mucho dinero. Aún me lo debe, supongo. Pero eso no significa que yo sepa lo que pasó en tu casa esa noche. Ya pasé por todo esto hace diez años.
—Más bien veinticinco. Trey arqueó las cejas.
—Guau, supongo que sí —dijo, haciendo como que contaba los años, como si no estuviera convencido del todo.
—¿Conocías a Ben? —insistí.
—Un poco, no mucho.
—Tu nombre aparece por todas partes.
—Tengo un nombre muy pegadizo. —Se encogió de hombros—. Mira, en aquellos tiempos Kinnakee era la hostia de racista. Los indios no les gustaban. Me acusaron de mucha mierda que no hice. Esto era antes de Bailando con lobos, ¿entiendes lo que quiero decirte? Todo era CDI en PME.
—¿Cómo?
—CDI, Culpa del Indio. Lo admito, yo era una mierda. No era un buen tío. Pero después de esa noche, de lo que le pasó a tu familia, fue como, como si me acojonara, me desenganché. Bueno, no fue inmediatamente después, sino un año más tarde o así. Dejé las drogas, dejé de creer en el diablo. Fue duro dejar de creer en el diablo.
—¿De verdad creías en el diablo? —dijo Lyle.
Se encogió de hombros:
—Claro. Todo el mundo tiene que creer en algo, ¿no? Cada uno tiene sus creencias.
Yo no, pensé.
—No sé, es algo raro. Es como que… como que crees que tienes el poder de Satanás dentro, y entonces lo tienes —dijo Trey—. Pero eso fue hace mucho tiempo.
—¿Y Diondra Wertzner? —dije.
Dio media vuelta, fue hacia la jaula de los conejos y se puso a acariciar a uno a través del alambre con el dedo índice.
—¿Adonde quieres llegar con esto, Deb, eh, Libby?
—Estoy intentando localizar a Diondra Wertzner. He sabido que estaba embarazada de Ben en el momento de los asesinatos y que desapareció después. Algunas personas dicen que fue vista por última vez contigo y con Ben.
—Ah, coño, Diondra. Siempre supe que esa chica me daría por saco antes o después. —Esta vez sonrió ampliamente—. Joder… Diondra. No sé nada de ella, siempre estaba escapándose, montando numeritos. Se escapaba, sus padres la buscaban como locos hasta encontrarla, jugaban a ser felices durante un tiempo, y luego pasaban otra vez de ella, y vuelta a empezar. Diondra necesitaba drama, vivir situaciones extremas, empezar alguna mierda, escaparse, lo que fuera. Culebrón total. Me imagino que finalmente decidió que no merecía la pena volver a casa. ¿Has probado con el listín de teléfonos?
—Figura como persona desaparecida —dijo Lyle, y me miró de nuevo para ver si me había importado la interrupción. No me había importado.
—Oh, bueno —dijo Trey—. Supongo que estará en alguna parte, con otra identidad, con uno de esos putos nombres raros.
—¿Nombres raros? —dije, y le puse una mano en el brazo a Lyle para mantenerlo callado.
—Oh, nada, simplemente que era de ese tipo de chicas que siempre están intentando ser diferentes. Un día hablaba con acento inglés y, al siguiente, sureño. Nunca le decía a nadie su verdadero nombre. Iba al salón de belleza y daba un nombre falso, iba a pedir una pizza y daba un nombre falso. Le gustaba fastidiar a la gente, ya sabes, jugando. «Soy Desiree, de Dallas, soy Alexis, de Londres». Siempre daba su, ejem, su nombre porno, ¿sabes?
—¿Hacía porno? —dije.
—No, como el juego ese… ¿Cómo se llamaba tu mascota cuando eras pequeña? Le miré fijamente.
—¿Cómo se llamaba la mascota que tenías de pequeña? —insistió.
Dije el nombre del perro muerto de Diane:
—Gracie.
—¿Y cómo se llamaba la calle en la que vivías?
—Ruta comercial 2.
Se rió.
—Bueno, ésa no sirve. Se supone que tiene que sonar como de putilla, como Bambi Evergreen o algo por el estilo. El de Diondra era… Polly algo… Palm. Polly Palm, ¿no es fantástico?
—¿No crees que esté muerta?
Se encogió de hombros.
—¿Crees que Ben realmente fue el culpable? —pregunté.
—No tengo una opinión sobre eso. Puede ser.
Lyle de repente se puso tenso, moviéndose de un lado a otro, clavándome sus dedos puntiagudos en la espalda, intentando llevarme hacia la puerta.
—Bueno, gracias por tu tiempo —soltó Lyle. Le miré con el ceño fruncido, y él a mí. Un fluorescente empezó a parpadear, iluminándonos con su luz enfermiza, los conejillos corretearon por la paja. Miraron enfadados a la luz y ésta se apagó, como si le hubieran reñido.
—Bueno, ¿puedo darte mi número, por si recuerdas algo? —dije.
Trey sonrió y agitó la cabeza en señal de negación.
—No, gracias.
Y se dio la vuelta. Mientras caminábamos hacia la puerta, la música volvió a sonar fuerte. Me giré justo en el momento en que se desató una tormenta, una parte del cielo estaba negra, la otra amarilla. Trey salía de nuevo de la oficina y nos miraba, con las manos en las caderas. Detrás de él, los conejillos corrían de un lado a otro.
—Eh, Trey, ¿y qué es eso de PME? —grité.
—Puta Mierda Egypt, Libby. Mi pueblo natal.
* * *
Lyle galopaba delante de mí, saltando de escalón en escalón. Llegó al coche en tres grandes zancadas, agarrando la manilla de la puerta para que le abriera, «vamosvamosvamos». Me dejé caer en el asiento, casi enfadada.
—¿Qué pasa? —dije. Un rayo crujió. Un golpe de aire nos trajo olor a gravilla.
—Arranca, salgamos primero de aquí, deprisa.
—Sí, señor.
Salimos del aparcamiento, de vuelta hacia Kansas City, la lluvia caía a raudales. Llevábamos cinco minutos, cuando Lyle me dijo que parara en el arcén, se giró hacia mí y exclamó:
—¡Oh, Dios mío!