3 DE ENERO DE 1985
12:01 A.M.
Varada en Kinnakee. En realidad, Patty no quería dejar ese pueblo, especialmente en invierno, cuando las carreteras estaban llenas de baches y el mero hecho de conducir te descolocaba el esqueleto. Cuando llegó a casa, las niñas se habían dormido: Debby y Michelle tendidas en el suelo, como siempre; Debby con un peluche por almohada, Michelle chupando su bolígrafo en el suelo, su diario bajo el brazo, con aspecto de sentirse cómoda a pesar de tener una pierna debajo de la otra. Libby estaba en la cama, hecha un ovillo, los puños a la altura de la barbilla, rechinando los dientes. Pensó en llevarlas a la cama, pero no quería arriesgarse a despertarlas. De hecho, les lanzó un beso a distancia y cerró la puerta. Al hacerlo, el olor a orina la golpeó. Patty se dio cuenta de que no había cambiado las sábanas, después de todo. La bolsa de la ropa estaba completamente quemada, sólo quedaban unos pocos restos al fondo de la chimenea. Entre las cenizas, se veía un trozo de algodón con una estrella roja estampada, desafiante. Puso otro tronco para asegurarse, cogió el pedazo de tela y lo echó al fuego. Después llamó a Diane y le pidió que al día siguiente viniera muy temprano, al amanecer, así podrían ir en busca de Ben otra vez.
—Puedo ir ahora mismo, si quieres compañía.
—No, estoy a punto de meterme en la cama —comentó Patty—. Gracias por el sobre. Por el dinero.
—Ya he mirado lo de los abogados, tendré una buena lista para mañana. No te preocupes, Ben volverá a casa. Probablemente está asustado. Pasando la noche en casa de alguien. Aparecerá.
—Le quiero mucho, Diane… —empezó Patty, e inmediatamente se reprimió—. Que duermas bien.
—Mañana os llevaré cereales, hoy me he olvidado de cogerlos.
Cereales. Era algo tan normal que lo sintió como un puñetazo en el estómago.
Patty fue a su habitación. Deseaba descansar, y pensar, y tomarse una copa. En un primer momento contuvo el impulso, pero era como tratar de reprimir un estornudo. Finalmente se sirvió dos dedos de bourbon y se puso todas sus capas de ropa de dormir Pensó que se le agotaba el tiempo. Pero debía intentarlo, y también debía relajarse.
Pensó que se echaría a llorar —el alivio para todo—, pero no lo hizo. Se metió en la cama, miró al techo agrietado y pensó: Ya no tendré que preocuparme de que se caiga el techo nunca más. No tendría que ver la ventana rota de la habitación, pensando año tras año que tenía que arreglarla. Por las mañanas, cuando fuera a poner la cafetera, no tendría que preocuparse de si funcionaría o no. No tendría que preocuparse de los precios de las cosas, ni de los costes de las operaciones, ni de los tipos de interés, ni de la tarjeta de crédito que se había llevado Runner y que había cargado con unas deudas que nunca podría pagar. No tendría que ver más a la familia Cates, al menos durante mucho tiempo. No tendría que preocuparse de Runner y sus pavoneos de gallo de corral, ni del juicio, ni del elegante abogado con pelo sedoso y grueso reloj de oro que diría las cosas suavemente y la juzgaría. No tendría que preocuparse por lo que el abogado le dijera esa noche a su esposa, acostado en su cama de plumas, contándole historias sobre «la madre de los Day» y su sucia prole. No tendría que preocuparse de que Ben fuera a prisión. No tendría que preocuparse por no ser capaz de cuidar de él. Ni de sus hijas. Las cosas iban a cambiar.
Por primera vez en diez años, no estaba preocupada, así que no lloraría. En algún momento después de la una, Libby abrió la puerta, sonámbula, y se metió en su cama, y ella se volvió y le dio un beso de buenas noches, y le dijo te quiero, estaba contenta de poder decirle eso en voz alta a una de sus hijas, y Libby se durmió tan rápido que Patty se preguntó si la habría oído.