AHORA
Lyle había dejado nueve mensajes durante los días en que ella había estado incomunicada en Oklahoma, con tonos de voz muy distintos: al principio, parecía una viuda ansiosa, hablando por su nariz afilada, interesándose por mí, un poco de comedia, después cambió al tono molesto, severo, urgente y aterrorizado, antes de virar de nuevo al tono tontorrón: «Si no me llamas, iré a verte… ¡y el infierno vendrá conmigo!», y después añadió: «No sé si has visto Tombstone». La había visto, pero él hacía de Kurt Russell muy mal.
Le telefoneé, le di mi dirección (algo muy inusual en mí), le dije que podía venir si quería. De fondo oí la voz de una mujer que le preguntaba con quién hablaba y luego le pedía que me preguntara algo —«pregúntaselo, no seas tonto, sólo pregúntaselo»—, y Lyle tratando de tapar el teléfono. ¿Quizá Magda quería un informe sobre Runner? Se lo daría. De hecho, quería hablar, o me metería en la cama y no me levantaría durante otros diez años. Mientras esperaba, me arreglé el pelo. Había comprado un tinte en el camino de vuelta después de ver a Ben. Pensaba coger mi rubio habitual —Platino Intenso—, pero se había acabado, y al final me llevé Escarlata Insolente; la pelirroja de la caja me sonrió atrevidamente. Prefiero el cambio al mantenimiento, sí, siempre lo he preferido. Había meditado la posibilidad de volver a tener mi color natural desde que Ben me dijo lo mucho que me parecía a mi madre, una idea irresistible para mí. Tal vez, si me presentaba en la puerta de Diane pareciendo Patty Day resucitada, me dejaría entrar. Maldita Diane no me había telefoneado.
Me puse un pegote carmesí de tinte en la cabeza, olía como si algo se quemara suavemente. Quince minutos más y habría acabado, pero sonó el timbre de la puerta. Lyle. Por supuesto, llegaba antes de lo previsto. Se lanzó adentro, hablando de lo aliviado que se sentía de volver a saber de mí, luego se detuvo y se volvió hacia mí.
—¿Qué es eso, una permanente?
—Vuelvo a ser pelirroja.
—Oh. Bien. Quiero decir, es bonito. Más natural.
Al cabo de trece minutos estaría lista, le hablaría a Lyle sobre Runner, y sobre Diondra.
—Perfecto —dijo Lyle mirando a su izquierda, apuntando su oreja hacia mí en su habitual postura de prestar atención—. Así que, según Ben, volvió a casa aquella noche, brevemente, se peleó con tu madre y se fue otra vez, y no sabe nada después de eso.
—Según Ben —asentí.
—Y según Runner, ¿qué? Trey mató a tu familia porque Runner le debía dinero, o Ben y Trey mataron a tu familia y a Diondra en una suerte de ritual satánico. ¿Qué dijo Runner de que su novia desmintiera su coartada?
—Dijo que ella podía chupársela. Tengo que enjuagarme el pelo.
Me acompañó hasta el lavabo, ocupó toda la puerta, las manos a cada lado del marco, pensando.
—¿Puedo decir algo sobre aquella noche, Libby?
Yo estaba inclinada sobre la bañera, el agua me caía de la manguera del grifo que sobresalía de la pared —no hay duchas en Al Otro Lado del Camino—, pero me detuve.
—No sé, pero me da la sensación… de que tuvieron que hacerlo dos personas. El asesinato de Michelle fue normal, pero tu madre y Debby fueron como… casi cazadas. Michelle murió en su cama, cubierta con las mantas. Tuvieron diferentes comportamientos con ellas. Creo.
Me encogí de hombros un poco, pero con rigidez, imágenes del Lugar Oscuro empezaban a arremolinarse a mi alrededor, y metí la cabeza debajo del chorro, donde no podía oír a nadie. El agua empezó a correr hacia el desagüe, roja. Mientras seguía inclinada boca abajo, noté que Lyle me cogía la manguera y me echaba agua en la nuca. Torpe, nada romántico, sólo haciendo su trabajo.
—Aún te queda algún pegote —gritó por encima del ruido del agua, y me devolvió la manguera. Me levanté, él se volvió a acercar y me secó con los dedos el lóbulo de una oreja—. También tenías un poco de rojo en el lóbulo. Eso probablemente no se ha ido por los pendientes.
—No tengo agujeros en las orejas —dije cepillándome el pelo, tratando de averiguar si el color era el correcto. Tratando con fuerza de no pensar en los cadáveres de mi familia, concentrándome sólo en el pelo.
—Pensaba que todas las niñas tenían las orejas perforadas.
—Nunca tuve a nadie que me lo hiciera.
Se quedó mirando cómo me cepillaba, con una sonrisa tonta en el rostro.
—¿Cómo te ha quedado el pelo? —preguntó.
—Lo averiguaremos cuando se seque.
Nos sentamos en el viejo sofá de la sala de estar, cada uno en una punta, escuchando la lluvia caer de nuevo.
—Trey Teepano tenía una coartada —dijo por fin.
—Bueno, Runner también tenía una. Parece que no es muy difícil de conseguir.
—Quizás deberías seguir adelante y retractarte oficialmente de tu declaración.
—No voy a retractarme de nada antes de estar segura —dije—. No lo haré.
La lluvia empezó a caer con más fuerza. Añoré tener una chimenea.
—Sabes que la hipoteca de la granja fue ejecutada el día de los asesinatos, ¿verdad? —dijo Lyle.
Asentí. Era uno de los nuevos cuarenta mil datos que tenía en la cabeza, gracias a Lyle y a sus archivos.
—¿No te resulta chocante? —dijo—. Es como si se nos escapara algo obvio. Una niña dice una mentira, una granja es embargada, un jugador debe pagar sus deudas a un, caray, a un corredor de apuestas adorador del diablo. Y todo el mismo día.
—Y todas las personas implicadas en el caso mintieron, han mentido y mienten.
—¿Qué deberíamos hacer ahora? —preguntó.
—Ver un poco la tele —dije yo. Encendí el televisor, me senté de nuevo, me miré un mechón de pelo seco para comprobar el color Rojo intenso. Pero bueno, ése era el color de mi pelo.
—¿Sabes, Libby? Estoy orgulloso de ti —dijo Lyle secamente.
—No digas eso, suena jodidamente condescendiente, me molesta.
—No estaba siendo condescendiente —dijo él, su voz se hizo más aguda.
—Me molesta.
—No lo estaba siendo. Lo que quiero decir es que es genial haberte conocido.
—Sí, qué emocionante. Valgo mucho.
—Sí, vales mucho.
—Lyle, para ya, ¿vale? —Doblé la rodilla, apoyé la barbilla en ella y ambos fingimos mirar un programa de cocina, la voz del presentador era demasiado chillona.
—¿Libby?
Volví los ojos hacia él lentamente, como si eso me doliera.
—¿Puedo decirte algo?
—Qué.
—¿Alguna vez has oído hablar de los incendios forestales cerca de San Bernardino, en 1999, que destruyeron ochenta casas y miles de hectáreas de bosque?
Me encogí de hombros. Me daba la impresión de que California siempre había estado en llamas.
—Yo fui el niño que inició el fuego. No lo hice a propósito. O al menos no pensaba que escaparía a mi control.
—¿Qué?
—Yo sólo era un niño de doce años, y no era un pirómano ni nada de eso, pero tenía un encendedor, un mechero, no recuerdo de dónde lo había sacado, pero me gustaban las chispas que salían, ya sabes, y yo estaba caminando por detrás de mi urbanización, aburrido, y el sendero estaba cubierto de hojas y hierba seca. Y yo lo iba recorriendo, haciendo que el encendedor soltara chispas con una mano e intentando atrapar con la otra la pelusa de esas hierbas que tienen una bola en la punta.
—Colas de zorro.
—Y me di la vuelta y… y estaban todas ardiendo. Había como veinte mini incendios detrás de mí, como antorchas. Y era la época de los vientos de Santa Ana, así que las bolas de pelusa empezaron a volar por los aires, y cuando aterrizaban prendían otra brizna de hierba, y luego volaban unas decenas de metros más. Y luego ya no había pequeños fuegos aquí y allí. Había un enorme fuego.
—¿Así de rápido?
—Sí, en pocos segundos el incendio se propagó. Aún recuerdo aquella sensación. Por un momento quise creer que aún podría deshacer lo que había provocado, pero no. Inmediatamente después todo estaba… Me sentía desbordado. En aquel mismo instante supe que nunca superaría aquello. Y no lo he superado. Es duro, siendo tan joven, asumir algo así.
Supuse que tenía que decir algo.
—No lo hiciste a propósito, Lyle. Fuiste un niño con una extraña mala suerte.
—Sí, y por eso, seguramente, me identifico contigo. Cuando empecé a saber de ti, pensé: Puede que ella sea como yo, puede que ella conozca esa sensación de cuando algo está completamente fuera de tu control. Ya sabes, con tu declaración, y lo que pasó después…
—Ya.
—Nunca le había contado esta historia a nadie. Quiero decir, voluntariamente. Sólo a ti.
—Gracias.
Si yo fuera una buena persona, en ese momento habría puesto mi mano en la suya, se la habría apretado cálidamente, haciéndole saber que lo comprendía, que me ponía en su lugar. Pero no lo era, y ya me había costado bastante darle las gracias. Buck saltó al sofá y se colocó entre los dos, rondándome para que le diera de comer.
—Oye, ¿qué haces este fin de semana? —preguntó Lyle adelantándose hasta el borde del sofá, el mismo lugar donde Krissi se había tapado la cara con las manos y se había echado a llorar.
—Nada.
—Es que… mi madre me ha dicho que te dijera si querías venir a la fiesta de cumpleaños que ha organizado para mí. Sólo para comer algo, entre amigos.
La gente celebra fiestas de cumpleaños, fiestas de adultos, pero el modo en que lo dijo Lyle me hizo pensar en payasos y globos y quizás hasta en una carrera de ponis.
—Oh, probablemente querrás disfrutar de ese momento con tus amigos —dije mirando por la habitación en busca del mando a distancia.
—Claro. Por eso te invito.
—Oh. Entonces, vale.
Traté de no sonreír, eso habría sido demasiado espantoso, y traté de imaginar qué tenía que decir a continuación; preguntarle cuántos años tenía —doce en 1999 significaba, por Dios, ¿veintidós?—, pero empezó un boletín de noticias. El cadáver de Lisette Stephens había sido encontrado esa mañana en el fondo de un barranco. Llevaba meses muerta.