28. Ben Day

2 DE ENERO DE 1985

10:23 P.M.

Dejaron atrás el pueblo, la carretera pasó de asfalto a tierra, Ben iba rebotando en el asiento de atrás, presionando con las manos contra el techo de la camioneta, intentando no ir de un lado a otro. Estaba colocado, realmente colocado, y la mandíbula y la cabeza le temblaban. «¿Has perdido un tornillo?». Había perdido dos o tres. Quería dormir. Primero comer, luego dormir. Vio desaparecer las luces de Kinnakee y luego recorrieron kilómetros de nieve azul brillante, algunos islotes de hierba por aquí, la cicatriz de una valla por allá, pero la mayor parte del terreno estaba cubierto de nieve, parecía la superficie lunar. Como si estuviera en el espacio exterior, en otro planeta, y nunca fuera a volver a casa. Giraron por un camino, los árboles los cubrieron por completo, como en un túnel, y se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaban. Sólo esperaba que lo que fuera a ocurrir sucediera pronto. Le apetecía una hamburguesa. Su madre hacía unas hamburguesas rarísimas, las llamaban «restos de basura», hechas de carne barata, con cebollas y macarrones y cosas a punto de pudrirse. Podía jurar que una vez se encontró un trozo de plátano untado en kétchup: su madre pensaba que, con un poco de kétchup, cualquier cosa quedaba bien. Pero no era así, ella cocinaba de puta pena; sin embargo ahora mismo se comería una de aquellas hamburguesas. Pensaba: Tengo tanta hambre que me comería una vaca. Y entonces, como si su ferviente deseo hubiera sido escuchado, reorientó la mirada desde una mancha grasienta en el asiento hasta el paisaje que había fuera del coche y allí había diez o veinte terneras Hereford tumbadas en la nieve sin razón aparente. No había ningún establo por allí cerca, ninguna señal de que hubiera una casa, y las vacas eran demasiado estúpidas para volver a su establo, así que allí estaban, como un montón de idiotas grasientas, echando vapor por las narices. Las Hereford eran las vacas más feas de los alrededores, gigantes, rojizas, con caras blancas y arrugadas y ojos rosados. Las vacas Jersey tenían mucho mejor aspecto, con aquellas caras grandes y alargadas, pero las Hereford parecían prehistóricas, hostiles, mezquinas. Andaban torpemente y tenían los cuernos curvados y afilados, y cuando Trey detuvo la camioneta, Ben sintió un nudo en el estómago. Iba a pasar algo malo.

—Ya hemos llegado —dijo Trey aún sentado, la calefacción apagada, el frío que se colaba en el interior—. Todos fuera. —Trey rebuscó en la guantera por encima de Diondra. Rozó la barriga de niña de Diondra, y luego se sonrieron el uno al otro de un modo extraño. Sacó un casete y lo metió en el reproductor Una música frenética empezó a arañarle el cerebro a Ben.

—Vamos, Ben —dijo Trey haciendo crujir la nieve bajo sus pies. Levantó su asiento para que Ben pudiera salir, y Ben tropezó, perdiendo el equilibrio. Trey tuvo que sostenerlo—. Ya es hora de que empieces a entender, de que sientas un poco de poder. Pronto serás padre, colega. —Trey lo sacudió por los hombros—. ¡Padre! —Su voz sonaba amigable, pero no sonreía. Sólo lo miraba, con los labios apretados y los ojos enrojecidos, casi ensangrentados. Decidiendo. Tenía aspecto de estar a punto de decidir algo. Entonces Trey se volvió, se dio unas palmadas en su chaqueta tejana y fue a la trasera de la camioneta. Ben trató de mirar a través del parabrisas, captar la mirada de Diondra, hacerle un gesto de qué-coño-está-pasando, pero ella estaba inclinada dentro de la camioneta, sacando una bolsita de debajo del asiento, gruñendo, con una mano en el vientre, como si le costara doblar su cuerpo. Se levantó con la mano en los riñones y rebuscó dentro de la bolsita. Estaba llena de papelinas, sacó tres.

—Comparte ésta con Ben —dijo Trey tras meterse dos en el bolsillo y abrir la tercera.

—No quiero compartirla —se quejó Diondra—. Me siento como una mierda, necesito una entera.

Trey soltó un suspiro de frustración, le dio una papelina a ella y murmuró: «¡Dios santo!…».

—¿Qué es esa mierda? —preguntó Ben por fin. Sintió el goteo caliente en su frente y supo que estaba sangrando de nuevo. Ahora el dolor de cabeza era mucho más intenso, le taladraba por detrás del ojo izquierdo y le bajaba por el cuello hasta el hombro, como una infección que recorriera su cuerpo. Se frotó la zona, era como si le hubieran anudado una manguera de jardín al cuello.

—Es la fiebre del diablo, colega. —Trey se puso los polvos en la palma de la mano, esnifó y luego lamió los restos como un caballo un trozo de azúcar. A continuación echó la cabeza hacia atrás, aspirando ruidosamente desde la nariz a la garganta, dio unos pasos hacia atrás y miró a Diondra y a Ben como si no tuviera nada que ver con ellos. Una circunferencia de un intenso color naranja se dibujó alrededor de su boca.

—¿Qué coño estás mirando, Ben Day?

Las pupilas de Trey se agrandaban y empequeñecían como si estuviera persiguiendo con la mirada a un colibrí invisible. Diondra esnifó su parte con la misma avidez, y luego cayó de rodillas riendo. Fue una risa alegre durante tres segundos, después se volvió una risa nerviosa, de esas que se te escapan cuando no puedes creer tu puta suerte de mierda. Se reía y lloraba, con el cuerpo doblado, hundiendo las rodillas en la nieve. Cuando se levantó, queso, nachos y gruesos espaguetis que hasta casi olían bien se mezclaron en su vómito caliente. Aún tenía un trozo de espagueti colgándole de la boca cuando levantó la vista. Cuando se dio cuenta, se lo quitó. Ben se imaginó la otra mitad del fideo en su garganta, intentando recorrer el camino hacia arriba. Ella se dejó caer al suelo, a gatas, llorando, arrugando la cara y abriendo la boca, como sus hermanas cuando se hacían daño. El llanto del fin del mundo.

—Diondra, ¿estás bien, cariñ…? —empezó él.

Ella se echó hacia delante y vomitó el resto a los pies de Ben. Él se apartó para evitar las salpicaduras y se quedó mirando a Diondra en el suelo, que estaba a gatas y llorando.

—¡Mi padre me matará! —se lamentó una vez más. El sudor le había humedecido las raíces de los cabellos. Su rostro se desencajó cuando se miró el vientre—. Me matará.

Trey, ignorando a Diondra por completo, sólo miraba a Ben; le hizo un gesto con un dedo, que significaba que dejara de entretenerse y esnifara su parte de fiebre del diablo. Acercó la nariz y aquello le olió a goma de borrar vieja y a bicarbonato.

—¿Qué es? ¿Como la cocaína?

—Como ácido de batería para tu cerebro. Métetela.

—Tío, ya me siento como la mierda, no sé si necesito esto ahora. Tengo un hambre del carajo, tío.

—Lo necesitas para lo que está a punto de pasar. Hazlo.

Diondra se reía de nuevo, su cara blanca bajo el maquillaje. Un nacho desmenuzado flotaba hacia el pie de Ben en un charco de flujo rosado. Él se apartó. Luego les dio la espalda para mirar a las vacas, se puso los polvos en la mano y los dejó a merced del viento. Cuando ya había volado más de una cuarta parte, esnifó ruidosamente, como habían hecho ellos, y sólo le entró una parte por la nariz. Lo cual estuvo bien. Porque le fue directa al cerebro, acida como la lejía pero más punzante, y pudo imaginar los polvos crepitando como ramas de árbol, quemando las venas de su cabeza. Sintió como si toda la sangre se le hubiera convertido en hojalata caliente, hasta los huesos de las muñecas le empezaron a doler. Las entrañas se movieron como una serpiente al despertarse, y durante un segundo pensó que se iba a cagar encima, pero en cambio vomitó un poco de cerveza por la nariz, perdió la visión y cayó al suelo, la herida de la cabeza le palpitaba, la sangre le goteaba en la cara a cada latido. Se sentía como si pudiera correr a cien kilómetros por hora, y pensó que tenía que hacerlo, porque si se quedaba allí quieto su pecho se abriría y algún demonio asomaría de su interior, aletearía para sacudirse la sangre de Ben y luego, enfurecido ante la idea de seguir en este mundo, echaría a volar, tratando de volver al infierno. Entonces, tan pronto como pensó que necesitaba un arma y dispararse en la cabeza para acabar con todo aquello, llegó una gran burbuja de aire liberador que se propagó a través de él, calmando el dolor de sus venas, y se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Empezó a tragar aire, y se sintió endiabladamente bien. Endiabladamente listo por respirar aire, eso era. Sintió que se expandía, que se volvía grande, incuestionable. No importaba lo que hiciera, sería la elección perfecta, sí, señor, seguro, como si pudiera poner en fila todas las decisiones que tendría que tomar durante los próximos meses y pudiera dispararles como a los animales de cartón de una feria y ganar un peluche grande. Era grande. Hurra por Ben, subido a hombros de todos porque el mundo estaba brindándole una puta ovación.

—¿Qué coño es esta mierda? —preguntó. Su voz sonó sólida, como una puerta pesada que se cierra a la perfección.

Trey lo ignoró, miró a Diondra, que se levantaba del suelo con los dedos rojos de escarbar en el hielo. Parecía que la mirara con sorna, pero sin darse cuenta. Luego rebuscó en la parte trasera de la camioneta y volvió con un hacha que brillaba tan azul como la nieve. Se la tendió a Ben, con el filo hacia delante, y Ben mantuvo los brazos a los lados del cuerpo, Nononono, no puedes hacerme coger eso, como un niño al que le obligan a coger en brazos a un recién nacido. Llorando, nononono.

—Cógela.

Ben la agarró, sintió frío en las manos, manchas de óxido en la punta.

—¿Esto es sangre?

Trey le lanzó una de sus miradas silenciosas y no se molestó en contestarle.

—¡Oh, yo quiero el hacha! —chilló Diondra, y fue hacia la camioneta. Ben se preguntó si le estaban tomando el pelo como siempre.

—Demasiado pesada para ti, coge el cuchillo de caza.

Diondra balanceó el torso hacia delante y hacia atrás, con las manos en los bolsillos, la capucha se movió arriba y abajo un par de veces.

—No quiero el cuchillo, es demasiado pequeño, dale a Ben el cuchillo, él caza.

—Entonces también necesitará esto —dijo Trey tendiéndole una escopeta del calibre 10.

—Déjame la escopeta a mí, la llevaré yo —dijo Diondra.

Trey le cogió la mano, se la abrió, le puso el cuchillo de caza Bowie y se la cerró.

—Está muy afilado, así que no hagas el capullo.

Pero ¿no habían venido a eso, a hacer el capullo?

—Ben, límpiate la cara, lo estás dejando todo perdido de sangre.

Con el hacha en una mano y la escopeta en la otra, Ben se limpió con la manga y se mareó. Seguía saliéndole sangre, ahora tenía el pelo pringoso y le goteaba sobre un ojo. Se estaba congelando y pensó que eso era lo que pasaba cuando te desangrabas, sentías frío, pero claro, ¿cómo no iba a sentir frío vestido con la delgada chaqueta de Diondra? Tenía la piel de gallina en todo el cuerpo.

Trey sacó una última hacha, con filo por un lado y pico por el otro, enorme, la hoja tan afilada que parecía la astilla de un carámbano. Se la apoyó en el hombro, como un leñador camino del trabajo.

Diondra seguía haciendo pucheros con el cuchillo en la mano, y Trey le espetó bruscamente:

—¿Quieres hacerlo?

Ella salió de su enfurruñamiento, asintió vivamente y puso su cuchillo en el medio del círculo accidental que habían formado. Pero no, no era accidental, porque entonces Trey puso su hacha al lado del cuchillo Bowie y le indicó a Ben que lo imitara, haciéndole ese gesto impaciente que los padres hacen a sus hijos cuando quieren que hagan una gracia. Así que Ben obedeció, puso la escopeta y el hacha encima de aquel montón de metal brillante y afilado que le hacía latir el corazón con fuerza.

De repente, Diondra y Trey le cogieron de las manos, Trey con fuerza, caliente, Diondra pegajosa, mustia, y se colocaron en círculo alrededor de las armas. La luz de la luna hacía que todo resplandeciera. El rostro de Diondra parecía una máscara, todo hoyos y bultos, y cuando levantó la barbilla hacia la luna, Ben entre la boca abierta de ella y el montón de metal, tuvo una erección y no le importó. Su cerebro ardía en la parte de atrás de su conciencia, su cerebro estaba literalmente frito, y entonces Diondra se puso a declamar.

—Satanás, te ofrecemos el sacrificio, te ofrecemos el dolor, y la sangre, y el miedo, y la rabia, los fundamentos de la vida humana. Te honramos. Oscuro. En tu poder, seremos más poderosos, en tu exaltación seremos exaltados.

Ben no sabía qué significaban aquellas palabras. Diondra rezaba todo el tiempo. Rezaba en la iglesia, como la gente normal, pero también rezaba a diosas, a geodas y a cristales y a mierdas. Siempre estaba buscando ayuda.

—Esta noche haremos que tu bebé se convierta en un puto guerrero, tío —dijo Trey.

Entonces se separaron, cada uno cogió sus armas, y se dirigieron en silencio al prado, la nieve crujía y se resquebrajaba a su paso. Ben se notaba los pies literalmente congelados, como algo ajeno a su cuerpo, artificialmente unidos a él. Pero no le importaba, no le importaba ni eso ni nada de lo que estaba pasando, porque esa noche estaba en una burbuja, nada tenía consecuencias, y mientras pudiera estar metido en aquella burbuja, todo estaría bien.

—¿Cuál, Diondra? —dijo Trey cuando se detuvieron. Cuatro Hereford estaban cerca, inmóviles en la nieve, evaluándolos despreocupadamente. Imaginación limitada.

Diondra hizo una pausa, apuntó con el dedo, moviéndolo de una res a otra, hasta que lo detuvo señalando al animal más grande, un toro con una polla enorme, peluda, grotesca y chorreante que le colgaba hasta el suelo nevado. Diondra ensanchó la cara en una sonrisa de vampiro, con los colmillos al descubierto, y Ben esperó oír un grito de guerra, verla cargar contra el animal, pero en cambio simplemente se acercó. Tres pasos largos y torpes hacia el toro, que sólo dio un paso atrás antes de que ella le clavara el cuchillo de caza en la garganta.

Esto está sucediendo —pensó Ben—. Está sucediendo. Un sacrificio a Satanás.

Al toro le salía la sangre como aceite, oscura y densa, glug, glug, y luego, de repente, se contrajo, la vena se reventó o algo así, y la sangre empezó a salpicar, una nube furiosa, llenándole de gotas rojas la cara, la ropa, el pelo. Ahora Diondra gritaba, por fin, como si hasta ese momento hubiera estado bajo el agua y hubiera emergido de repente, sus gritos resonaban contra el hielo. Clavó el cuchillo en la cara del toro, reventándole el ojo izquierdo, que se hundió en la cabeza, resbaladizo y cubierto de una sangre casi negra. El toro trastabilló, torpe y confuso, como alguien a quien despiertan repentinamente, asustado pero aturdido. La sangre salpicaba su pelaje blanco. Trey levantó el hacha hacia la luna, soltó un grito ferino, la dejó caer con todas sus fuerzas y la hundió en los intestinos del animal. Las patas traseras le temblaron durante un segundo, entonces se tensó y empezó a trotar como si estuviera borracho. Los otros animales habían hecho un círculo a su alrededor, como si fueran niños viendo una pelea, mirando y mugiendo.

—Dale —gritó Diondra. Trey avanzó a grandes zancadas por la nieve, levantaba las rodillas como si estuviera bailando, el hacha trazaba círculos en el aire. Le estaba cantando a Satanás, y a media canción descargó el hacha en la espalda del toro, rompiéndole la espina dorsal, haciendo que se desplomara en la nieve. Ben no se movió. Moverse significaba querer participar y él no quería, no quería sentir la carne del toro abriéndose bajo sus golpes, no porque estuviera mal, sino porque podría gustarle, como la hierba, como cuando dio la primera calada a un canuto y supo que nunca dejaría de fumar. Como si el humo hubiera encontrado dentro de su cuerpo un lugar hecho especialmente para el humo y se hubiera acurrucado en él. Y también podía tener un lugar para aquello. La sensación de matar podía tener un agujero vacío esperando a ser llenado.

—Vamos, Ben, no te rajes ahora —lo instó Trey, tragando aire después de un tercer, un cuarto, un quinto golpe de hacha.

El toro estaba tumbado sobre un costado, gimiendo, un desesperado aullido de otro mundo, como podría haber sonado el grito de un dinosaurio en un pozo de brea, aterrado, moribundo, aturdido.

—Vamos, Ben, mata tú también. No puedes venir y limitarte a quedarte ahí —gritó Diondra haciendo que sonara como la cosa más despreciable del mundo. El toro la miraba desde el suelo, y ella empezó a darle cuchilladas en la papada, golpes rápidos y certeros, con los dientes apretados, gritando «¡Cabrón!», mientras se lo clavaba una y otra vez, con el cuchillo en una mano y con la otra sobre el vientre.

—Apártate, Diondra —dijo Trey apoyándose en el hacha—. Hazlo, Ben. Hazlo o iré a por ti, tío. —Sus ojos todavía tenían el brillo del colocón, y Ben deseó haber esnifado más fiebre del diablo, deseó no haberse quedado en ese estado intermedio, donde había algo de lógica pero no miedo.

—Esta es tu oportunidad, amigo. Sé un hombre. Tienes aquí a la madre de tu hijo mirándote, y ella está haciendo su parte. No seas un castrado cagado toda tu vida, no dejes que la gente te empuje, no dejes que la gente sienta que tienes miedo. Antes yo era como tú, tío, y no quiero volver a serlo nunca más. Coño, mira cómo te trata tu padre. Como a un picha fría. Pero tienes lo que te mereces, ¿sabes? Sí, creo que lo sabes.

Ben se llenó los pulmones de aire helado, las palabras se filtraron por su piel, enfureciéndolo cada vez más. Él no era un cobarde.

—Vamos, Ben, hazlo, hazlo —lo incitó Diondra.

Ahora el toro sólo jadeaba, la sangre manaba de docenas de heridas, había un gran charco rojo en la nieve.

—Tienes que dejar que te aflore la ira, es la clave del poder, estás demasiado asustado, tío, ¿no estás cansado de estar asustado?

La imagen del toro en el suelo era tan patética que a Ben le resultaba repugnante. Tenía las manos apretadas contra el mango del hacha, aquella cosa necesitaba que la mataran, que acabaran con su agonía, y entonces levantó el hacha, alta y pesada, por encima de su cabeza, y la lanzó contra el cráneo del toro, un crujido impresionante, el último grito del animal, y trozos de cerebro y huesos rotos salpicando, y entonces sintió los músculos tan entonados, trabajando a la perfección en sus hombros —un trabajo de hombres—, que volvió a descargar otro golpe, abriéndole el cráneo por la mitad, ahora el toro finalmente muerto, un último estertor en sus patas delanteras, y luego trasladó su atención al centro del animal, golpeando arriba y abajo, haciendo volar huesos y pedazos burbujeantes de entrañas. «Jódete, jódete, jódete», gritaba, con los hombros increíblemente tensos, como fundidos con el torso, la mandíbula desencajada, los puños apretados, la polla dura apretada contra los pantalones, como si su cuerpo entero fuera a estallar en un orgasmo. ¡Cortar, destrozar a golpes!

Estaba a punto de ir a por la escopeta, cuando se le aflojaron los brazos; estaba agotado, la furia había salido de su cuerpo, y ya no sentía ningún poder en él. Se sintió avergonzado, como después de correrse con una revista guarra, flácido, mal y tonto.

Diondra rompió a reír.

—Eres muy fuerte cuando el bicho ya está prácticamente muerto —se burló ella.

—Lo he matado, ¿no?

Todos jadeaban, consumidos, sus caras cubiertas de sangre, excepto los ojos, que se habían limpiado. Parecían mapaches.

—¿Estás segura de que éste es el tipo que te ha dejado embarazada, Diondra? —dijo Trey—. ¿Estás segura de que se le levanta? No me extraña que sea mejor con las niñas pequeñas.

Ben dejó caer el hacha y echó a caminar hacia la camioneta, pensando que ya era hora de irse a casa, pensando que aquello era culpa de su madre, que había sido una zorra esa mañana. Si no se hubiera cabreado por lo de su pelo, él habría estado en casa esa noche. Limpio y caliente bajo su manta, oyendo a sus hermanas al otro lado de la puerta; la tele estaría sonando en la sala, su madre prepararía la cena. En cambio estaba allí, siendo el centro de las burlas, como siempre, después de haber hecho todo lo posible para probarse a sí mismo y quedándose corto, como siempre. Al final, la verdad siempre relucía. Esa noche siempre estaría ahí para recordárselo, la noche que Ben no había podido matar.

Pero ahora ya conocía el sabor de la violencia, y quería más. Al cabo de pocos días estaría pensando en ello, la llamada sonaría en su cabeza, no podría impedirlo, y seguiría pensando en ello, obsesionado con matar, pero dudaba que Trey y Diondra volvieran a llevarlo con ellos otra vez, y él se sentiría demasiado apenado, demasiado atemorizado, como siempre, como para hacerlo solo.

Les dio la espalda, después se puso la escopeta al hombro, la volvió a coger, la amartilló, puso el dedo en el gatillo. ¡Bam! Se imaginó el sonido en el aire, la escopeta embistiendo contra su hombro como si fuera un amigo dándole una palmada, diciéndole ¡buen trabajo! Y recargando el arma, disparando otro tiro, adentrándose en el campo, levantando el arma otra vez, y ¡bam!

Se imaginó que le zumbaban los oídos y que el aire olía a pólvora, y a Trey y a Diondra callados de una vez, mientras él se erguía de pie en medio de un campo de cadáveres.