AHORA
Volví a casa a través de bosques desangelados. En algún lugar de aquellos largos caminos había un vertedero. Nunca vi el vertedero en sí, pero conduje a lo largo de treinta kilómetros de basura. A derecha e izquierda, el terreno estaba cubierto de miles de bolsas de plástico, que revoloteaban y flotaban por encima de la hierba. Parecían pequeños fantasmas. Empezó a lloviznar, después el agua cayó con más fuerza, helada. Todo lo que había fuera de mi coche parecía deformado. Cada vez que veía un lugar solitario —un hoyo en el terreno, un bosque de robles— me imaginaba a Diondra enterrada debajo, una colección de huesos que nadie había reclamado y trozos de plástico, un reloj, la suela de un zapato, tal vez los pendientes rojos que llevaba en la foto del anuario. ¿A quién le importaba un comino Diondra?, pensé. Las palabras de Diane volvían a estallar en mi cabeza. ¿A quién le importaba si la mató Ben? Porque él mató a mi familia, y ahí acababa todo. Yo deseaba lo peor para Runner, hasta el punto de que me había obligado a mí misma a creer que había sido él. Pero el simple hecho de verlo me recordó que era imposible que las hubiera matado él, por lo bobo que era. «Bobo» es una palabra que se usa cuando eres un crío, pero es la más apropiada para describir a Runner. Bribón y bobo, al mismo tiempo. Magda y el Kill Club se decepcionarían, aunque me encantaría darles la dirección de Runner por si querían continuar la conversación. Por mi parte, esperaba que se muriera pronto.
Atravesé una zona de terreno llano. Apoyado en una valla, bajo la lluvia, había un adolescente, con cara de mal humor o de aburrimiento, mirando hacia la autopista. Mi cerebro volvió a Ben. Diondra y Ben. Embarazada. Todo lo que me había dicho Ben sobre aquella noche parecía correcto, creíble, pero había mentido insistentemente sobre Diondra. Eso era un motivo de preocupación.
Corrí a casa, me sentía sucia. Me metí en la ducha y me froté el cuerpo con un cepillo de uñas, con fuerza; cuando acabé, mi piel parecía como si hubiera sido rasguñada por un montón de gatos. Me metí en la cama sintiéndome todavía sucia, di vueltas bajo las sábanas durante una hora, me levanté y me duché otra vez. A eso de las dos de la madrugada me dormí. Tuve un sueño agitado en el que me sentía objeto de las miradas de un viejo lascivo que me pareció mi padre, hasta que estuve lo bastante cerca como para ver un rostro derretido. Le siguieron más pesadillas horribles: Michelle estaba cocinando tortitas, y había saltamontes flotando en la mantequilla, las patas se les caían a medida que Michelle los removía. Se cocinaron mezclados con las tortitas, y mi madre nos las hizo comer, buenas proteínas, crunch, crac. Entonces todas empezamos a morirnos —ahogadas, babeando, con los ojos en blanco— porque los saltamontes eran venenosos. Yo me tragué uno grande y noté cómo luchaba por subirme por la garganta; su cuerpo pegajoso sobresalía por mi boca, soltaba líquido en mi lengua, empujaba su cabeza contra mis dientes para escapar.
La mañana amaneció de un gris anodino. Me duché otra vez —aún necesitaba limpiar mi piel— y luego fui en coche a la biblioteca pública, un edificio blanco con columnas que había sido un banco. Me senté al lado de un hombre que llevaba una chaqueta militar sucia, una barba enmarañada y que olía mal, el típico tío que siempre termina refugiándose en un edificio público, y me conecté a Internet. Busqué la enorme y triste base de datos de personas desaparecidas y escribí su nombre.
Mientras el ordenador emitía su destemplado sonido electrónico de estar pensando, yo sudaba confiando en que apareciera en la pantalla el mensaje de «No hay información». No hubo suerte. La foto era diferente a la del anuario, pero no tanto: Diondra con sus rizos y su flequillo, línea de ojos oscura y pintalabios rosa. Sonreía sólo un poco, poniendo morritos.
DIONDRA SUE WERTZNER
NACIMIENTO: 28 OCTUBRE DE 1967
DESAPARICIÓN: 21 DE ENERO DE 1985
Ben me estaba esperando de nuevo, esta vez con los brazos cruzados, arrellanado en la silla, beligerante. Había pasado una semana en silencio antes de acceder a mi petición de verlo. Me saludó con la cabeza y me senté. Quería librarse de mí.
—¿Sabes, Libby? He estado pensando en lo que hablamos —dijo finalmente—. He estado pensando que no necesito esto, este dolor. Quiero decir, yo ya estoy aquí, en realidad no necesito que mi hermanita aparezca, creyendo en mí, no creyendo en mí. Me haces preguntas extrañas, me pones en guardia después de veinticuatro malditos años. No necesito esta tensión. Así que, si vienes, trata de «llegar al fondo de las cosas» —dijo haciendo aspavientos con las manos— o, si no, olvídalo. Porque yo no necesito esto.
—Fui a ver a Runner. —No se inmutó, se quedó sentado firmemente en su silla. Luego suspiró, uno de esos suspiros de cómo-es-posible.
—Guau, Libby, has desaprovechado tu vocación de detective. ¿Qué tenía que decir Runner? ¿Sigue en Oklahoma?
Sentí en mis labios la inapropiada contracción de una sonrisa.
—Vive en un vertedero del Gobierno en las afueras de Lidgerwood, lo echaron del albergue.
Ben se rió al oír eso.
—Vive en un vertedero de productos tóxicos. Ja.
—Dijo que Diondra Wertzner era tu novia, que la habías dejado embarazada y que estabais juntos la noche de los asesinatos.
Ben se cubrió la cara con una mano, los dedos extendidos. Pude ver sus ojos brillando entre ellos. Dijo algo sin apartar la mano, y no entendí lo que decía. Lo probó dos veces más, y yo cada vez le pregunté qué era lo que había dicho, y a la tercera apartó la mano, se mordió el interior de la mejilla y se inclinó hacia mí.
—Digo que por qué esa puta obsesión por Diondra. Tienes una maldita mota en el ojo con ese tema, ¿y sabes qué es lo que va a pasar? Pues que lo vas a joder todo. Has tenido la oportunidad de creer en mí, de hacer lo que debías y creer en tu hermano por fin. Al que conoces bien. No digas que no, porque mentirías. ¿Es que no lo entiendes, Libby? Es la última oportunidad para nosotros. El mundo puede creerme culpable, creerme inocente, pero los dos sabemos que esto no conduce a ninguna parte. No hay ningún ADN que vaya a liberarme, ya no hay una maldita casa que me espere. Ya no. No voy a salir Ya no. La única persona que me importa, que puede decir que sabe que yo no pude haber asesinado a mi familia, eres tú.
—No puedes culparme por preguntarme si…
—Por supuesto que puedo. Claro que puedo. Puedo culparte por no creer en mí. A estas alturas, puedo perdonarte por tu mentira, porque estabas confundida, porque eras sólo una niña. Puedo perdonar eso. Pero, maldita sea, Libby, ¿qué pasa ahora? ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta y tantos? ¿Y aún sigues creyendo que alguien de tu propia sangre pudo hacer algo como aquello?
—Oh, claro que lo creo —dije, sintiendo crecer la ira en mí, golpeándome contra las costillas—. Creo absolutamente que nuestra sangre es malvada. Lo siento en mí misma. Le he sacudido la mierda a la gente, Ben. Yo. He reventado puertas y ventanas y… he matado cosas. La mitad de las veces que miro hacia abajo, mis manos están cerradas en un puño.
—¿Crees que somos tan malos?
—Lo creo.
—¿Incluso llevando la sangre de mamá?
—Incluso así.
—Bueno, eso me entristece por ti, pequeña.
—¿Dónde está Diondra?
—Olvida eso, Libby.
—¿Qué hiciste con el bebé?
Me sentía mareada, febril. Si el bebé estaba vivo, si lo estaba (si él, o ella, estaba vivo), ahora tendría, ¿qué, veinticuatro años? El bebé ya no sería un bebé. Intenté imaginarme a un adulto, pero mi cerebro me devolvía la imagen de un niño pequeño envuelto en una manta. Pero, demonios, si apenas podía imaginarme a mí misma como a una adulta. En el siguiente cumpleaños cumpliría treinta y dos, la edad de mi madre cuando fue asesinada. Ella parecía tan adulta… Más de lo que yo nunca he sido.
Así que, si estaba vivo, el bebé tendría veinticuatro años. Tuve una de mis horribles visiones. Una visión de lo que podría haber sido. Nosotros, todos vivos, en nuestra casa de Kinnakee. Michelle, jugueteando con sus gruesas gafas, en la sala de estar, con un montón de niños alrededor que no hacen lo que se les dice. Debby, gorda y charlatana, con un marido enorme y rubio y con una habitación especial en su propia granja para su taller, llena de hilos de costura y trozos de tela y pistolas de pegamento. Mi madre, cincuentona y vestida con una bata ancha, cubierta de canas, discutiendo relajadamente con Diane. Y, entrando en la habitación, la hija de Ben, una chica pelirroja de veinticuatro años, delgada y segura, con brazaletes en sus delicadas muñecas, una licenciada universitaria que no nos toma en serio a ninguno de nosotros. Una chica de los Day.
Me atraganté con mi propia saliva, empecé a toser, se me había cerrado la tráquea. El visitante de dos cabinas más allá se echó hacia atrás para verme y, convencido de que no me iba a morir, siguió charlando con su hijo.
—¿Qué pasó aquella noche, Ben? Necesito saberlo. Sólo necesito saberlo.
—Libby, no puedes ganar este juego. Ya te lo he dicho, soy inocente, y eso significa que tú eres culpable, arruinaste mi vida. Si te digo que soy culpable…, no creo que te sintieras mejor, ¿no?
Tenía razón. Era una de las razones por las que no había hecho nada durante tantos años. Seguí preguntándole:
—¿Y qué hay de Trey Teepano?
—Trey Teepano.
—Sé que era un corredor de apuestas, y que estaba mezclado en esas mierdas del diablo, y que era amigo tuyo, y que estaba contigo aquella noche. Y con Diondra. Todo eso parece muy turbio.
—¿De dónde has sacado toda esa información? —Ben me miró a los ojos, y luego le echó un largo vistazo a las raíces rojas que me crecían por encima de las orejas.
—Me lo dijo papá. Dijo que le debía dinero a Teepano y que…
—¿Papá? ¿Ahora le llamas «papá»?
—Runner dijo…
—Runner dijo «que os jodan a todos». Tienes que crecer, Libby. Tienes que elegir un bando. Puedes pasarte el resto de la vida tratando de imaginarte lo que pasó, tratando de razonar O puedes confiar en ti misma. Elige un bando. Pásate al mío. Es mejor.