26. Patty Day

2 DE ENERO DE 1985

9:12 P.M.

La casa se había quedado en silencio durante unos cuantos latidos de su corazón, después de que Runner se hubiera ido en busca de alguien a quien intimidar para que le diera dinero. Patty había oído que Peggy Bannion era ahora su novia. ¿Por qué no la acosaba a ella? Probablemente ya lo habría hecho. Un latido, dos latidos, tres latidos. Entonces las niñas empezaron a hacer preguntas y a expresar sus temores. La tocaban con sus manitas, como si intentaran calentárselas en la hoguera de un campamento. Esta vez Runner las había atemorizado de verdad. Siempre había habido algo amenazador en él, siempre se irritaba cuando no se salía con la suya, pero esta vez había sido la que más cerca había estado de agredirla en serio. Con mucho. Cuando estaban casados se peleaban, él le daba manotazos en la cabeza, para enfurecerla, para recordarle su indefensión, que era lo que a ella realmente le dolía. «¿Por qué no hay comida en la nevera?». ¡Plaf! «¿Por qué está todo tan sucio que parece un agujero lleno de mierda?». ¡Plaf! «¿En qué te has gastado todo el dinero, Patty?». ¡Plaf, plaf, plaf! «¿Me estás oyendo, nena? ¿Qué coño has hecho con todo el dinero?». Runner estaba obsesionado con el dinero. Incluso en alguno de sus pocos momentos paternales, jugando de mala gana al Monopoly con los críos, sisaba dinero de la banca, sujetando con fuerza en su regazo los brillantes billetes naranjas y morados. «¿Me estás llamando tramposo?». ¡Plaf! «¿Estás diciendo que tu viejo hace trampas, Ben?». ¡Plaf, plaf, plaf! «¿Te crees que eres más listo que yo?». ¡Plaf!

Ahora, casi una hora después de que se hubiera ido, las niñas aún seguían abrazadas a ella, a su lado, detrás, todas en el sofá preguntándole qué estaba pasando, qué le pasaba a Ben, por qué papá estaba tan loco. ¿Por qué ella ponía tan loco a papá? Libby estaba sentada en un extremo del sofá, acurrucada, chupándose el dedo, preocupada por la visita a casa de Cates, por el policía. Parecía que tenía fiebre y, cuando Patty le tocó la mejilla, se estremeció.

—No pasa nada, Libby.

—No es verdad —dijo ella mirándola con los ojos muy abiertos y sin parpadear—. Quiero que Ben vuelva.

—Volverá —dijo Patty.

—¿Cómo lo sabes? —sollozó Libby.

Debby saltó al oír eso.

—¿Es que sabes dónde está? ¿Por qué no vamos a buscarlo? ¿Tiene problemas por culpa de su pelo?

—Sé que está metido en problemas —dijo Michelle con su voz más zalamera—. Problemas de sexo.

Patty se volvió hacia ella, furiosa por la sonrisa boba de su hija, furiosa por su tono chismoso. Como una de esas mujeres con la cabeza llena de rulos que cotilleaban en el supermercado. Ahora la gente usaría ese tono para hablar de los Day por todo Kinnakee. Agarró a Michelle por el brazo con más fuerza de la que era consciente.

—¿Qué quieres decir, Michelle? ¿Qué crees que sabes?

—Nada, mamá, nada. Sólo lo he dicho, no lo sé. —Michelle empezó a balbucear, como hacía siempre que se metía en problemas y sabía que tenía la culpa.

—Ben es tu hermano, no tienes que decir cosas malas sobre tu hermano. No en esta casa, y tampoco fuera de ella. Ni en la escuela, ni en la iglesia, en ningún sitio.

—Pero, mamá… —empezó Michelle, aún llorando—. Ben no me gusta.

—No digas eso.

—Es malo, hace cosas malas, en la escuela lo dicen…

—¿Qué dicen, Michelle? —Sintió que empezaba a arderle la frente, deseó que Diane estuviera allí—. ¿Estás diciendo que Ben ha hecho… te ha hecho algo… malo… a ti?

Se había prometido a sí misma que nunca preguntaría eso, que sólo pensar en eso era traicionar a Ben. Cuando Ben era más pequeño, cuando tenía siete u ocho años, venía a su cama por la noche, y ella se había despertado alguna vez y le había sorprendido jugueteando con sus cabellos, tocándole un pecho. Eran momentos inocentes pero inquietantes, en los que ella se despertaba sensual, excitada, y entonces saltaba de la cama y se ponía el camisón y la bata como una doncella horrorizada. «No, no, no, no tienes que tocar a mamá de este modo». Pero nunca sospechó —hasta ahora— que Ben pudiera hacerles nada a sus hermanas. Así que dejó la pregunta en el aire, mientras Michelle se agitaba cada vez más, subiéndose y bajándose sus enormes gafas arriba y abajo de su nariz puntiaguda, llorando.

—Michelle, siento haberte gritado. Ben tiene problemas. Y ahora, dime, ¿Ben te ha hecho algo que quieras contarme? —Tenía los nervios a flor de piel: atravesaba momentos de puro pánico, seguidos de una sensación de abandono absoluto. Podía sentir cómo el miedo le subía por el cuerpo, como impulsado a propulsión, como cuando despega un avión.

—¿Que me haya hecho qué?

—¿Te ha tocado alguna vez de un modo raro, de un modo distinto a como lo hacen los hermanos? —Ahora flotaba libre, como si hubieran apagado los motores.

—Las únicas veces que me toca es cuando me empuja o me tira del pelo —canturreó Michelle con su habitual sonsonete.

Alivio, oh, alivio.

—Entonces, ¿por qué hablan de él en la escuela?

—Porque es un tarado. No le cae bien a nadie. No hay más que ver su habitación, mamá. Está llena de cosas raras.

Estaba a punto de sermonearla por entrar en la habitación de Ben sin permiso, y quería abofetearse a sí misma. Pensó en lo que había dicho el inspector Collins, los órganos de animales metidos en tupperwares. Se los imaginó. Unos disecados y apelotonados como bolas de madera, y otros frescos, que te golpeaban en la nariz cuando abrías la tapa.

Patty se levantó.

—¿Qué hay en su habitación?

Fue al pasillo, el maldito cable del teléfono de Ben se le enrolló en los pies, como siempre. Pasó de largo ante la puerta de su hijo, cerrada con candado, giró a la izquierda, dejó atrás la habitación de las niñas y se metió en la suya. Calcetines, zapatos y pantalones se amontonaban por todas partes, la ropa sucia de cada día amontonada en pilas.

Abrió la mesita de noche y encontró un sobre en el que estaba escrito «En caso de emergencia» con la letra alargada de Diane, que era igual que la de su madre. Dentro había quinientos veinte dólares. No sabía cuándo se había colado Diane en su habitación y lo había dejado allí, pero se alegró de no saberlo, porque Runner se habría dado cuenta. Se acercó el dinero a la nariz y lo olió. Luego devolvió el sobre a su lugar y sacó un cortafríos que había comprado semanas atrás, sólo para tenerlo a mano, por si necesitaba entrar en la guarida de Ben. Estaba avergonzada. Volvió por el pasillo, la habitación de las niñas parecía un albergue, camas pegadas a todas las paredes, excepto a la de la puerta. Podía imaginarse a la policía metiendo las narices allí —«¿Aquí duermen todas?»—. Después percibió un olor a orines y comprendió que alguna de las niñas se había meado en la cama la noche anterior. ¿O hacía dos noches?

Dudó si cambiar las sábanas, pero se obligó a caminar hacia la puerta de la habitación de Ben, donde había un adhesivo de una vieja guitarra Fender a la altura de los ojos que Ben había arrancado en parte. Tuvo una súbita sensación de náuseas cuando pensó que tal vez sería mejor no mirar dentro. ¿Qué pasaría si encontraba fotos incriminatorias, fotos repugnantes?

¡Crac! El candado cayó en la alfombra. Les gritó a las niñas, que ahora estaban asomadas al pasillo como ciervos asustados, que se pusieran a ver la tele. Tuvo que decirlo tres veces —«Idaverlateleidaverlateleidaverlatele»— antes de que Michelle se fuera por fin.

La cama de Ben estaba deshecha y las sábanas arrugadas debajo de un montón de chaquetas, pantalones y jerséis, pero el resto de la habitación no era una leonera. En su escritorio había cuadernos y casetes y una vieja bola del mundo que había sido de Diane. Patty la hizo girar y la detuvo con el dedo encima del polvo, cerca de Rodesia; entonces empezó a hojear los cuadernos. Estaban cubiertos de pegatinas de grupos musicales; AC/DC, con el relámpago en medio. Venom, Iron Maiden. En el interior de los cuadernos, Ben había dibujado pentagramas y escrito poemas sobre asesinatos y sobre Satanás.

El bebé es mío.

Aunque no del todo.

Porque Satanás tiene

un plan más oscuro.

Matar al bebé y a su madre.

Y luego ir a por más.

Y matar a otros.

Se sintió enferma, como si una vena que fuera desde su garganta hasta la pelvis se hubiera agriado. Hojeó más cuadernos y, cuando cogió el último, se abrió por el medio, sin esfuerzo. En páginas y más páginas, Ben había dibujado vaginas con manos que entraban en ellas, úteros con criaturas dentro, con sonrisas demoníacas, mujeres embarazadas cortadas en dos y sus bebés cayendo.

Patty se sentó en la silla de Ben, mareada, pero siguió pasando páginas hasta llegar a una con varios nombres de chica escritos en columnas: Heather, Amanda, Brianne, Danielle, Nicole, y más y más, en una letra cada vez más cuidada: Krissi, Chrissy, Krissi, Krissie, Krissi, Krissi Day, Krissi Day, Krissi Dee Day, Krissi D. Day, Krissi D-Day.

Krissi Day dentro de un corazón.

Patty apoyó la cabeza en el frío escritorio. Krissi Day. Como si fuera a casarse con la pequeña Krissi Cates. Ben y Krissi Day. ¿Eso era lo que pensaba? ¿Significaba que creía que lo que había hecho con la niña estaba bien? ¿Se estaba imaginando a sí mismo trayendo a aquella niña a comer para presentársela a su madre? Y Heather Ese era el nombre de la niña de los Hinkel que estaba en casa de los Cates. ¿Todos aquellos nombres pertenecían a niñas de las que había abusado?

Le pesaba la cabeza, no quería moverse. Sólo quería estar allí, con la cabeza apoyada en el escritorio, hasta que alguien le dijera lo que tenía que hacer. Estaba bien así, a veces se quedaba sentada durante horas, moviendo la cabeza como un paciente de hospital, pensando en su infancia, cuando sus padres hacían la lista de tareas para ella y le decían cuándo tenía que irse a la cama y cuándo levantarse y qué hacer durante el día, y nadie le pedía que tomara decisiones. Pero cuando estaba mirando las sábanas arrugadas de la cama de Ben, con su estampado de aviones, recordando que le había pedido unas nuevas —«sábanas lisas»— hacía más de un año, se fijó en una bolsa de plástico arrugada que sobresalía de debajo del armazón de la cama.

Se agachó y sacó aquella vieja bolsa de plástico. La sostuvo en el aire. Pesaba, y se movió como un péndulo. Miró dentro y sólo vio ropa, y entonces se dio cuenta de que los estampados eran de niña: flores y corazones, champiñones y arcos iris. Lo vació todo en la alfombra, con miedo de que entre aquellas ropas aparecieran las fotos que se había imaginado. Pero sólo había prendas de vestir: ropa interior, camisetas, braguitas. Todas de tallas diferentes, desde la edad de Krissi para abajo. Estaban usadas. Habían sido utilizadas por niñas pequeñas. Justo como había dicho el inspector. Las volvió a meter en la bolsa.

Su hijo. Su hijo. Iría a la cárcel. Perderían la granja, Ben iría a la cárcel, y las niñas… Se dio cuenta, como le pasaba a menudo, de que no sabía cómo actuar. Ben necesitaba un buen abogado, y no sabía cómo conseguirlo.

Fue a la sala de estar, pensando en un juicio y en que no podría soportarlo. Mandó a las niñas a su cuarto a gritos, y ellas la miraron con las bocas abiertas, ofendidas y atemorizadas, y pensó en lo mal que había criado a Ben, una madre incompetente, abrumada, eso haría que lo vieran aún mucho peor de lo que era, y puso algo de leña y periódicos en la chimenea, y sólo un par de troncos encima, y lanzó la ropa al fuego. Un par de bragas con margaritas estampadas habían empezado a arder por el elástico cuando sonó el teléfono.

* * *

Era Len, el Prestamista. Ella empezó excusándose, le explicó que no era el momento de hablar sobre la ejecución de la hipoteca. Que tenía un problema con su hijo.

—Por eso te llamo —la interrumpió—. He oído cosas sobre Ben. En principio no pensaba telefonearte, pero… creo que puedo ayudar. No sé si querrás. Pero tengo una opción.

—¿Una opción para Ben?

—Un modo de ayudar a Ben con sus costes legales. Para lo que os enfrentáis, vais a necesitar una buena suma.

—Entonces creo que todas las opciones quedan descartadas —dijo Patty.

—No todas.

* * *

Len no iría a la granja, no se reuniría con ella en el pueblo. Tenían que verse clandestinamente, e insistió en que ella debería ir por la ruta secundaria 5 hasta la zona de picnics del parque. Discutieron y se enfadaron, y Len finalmente, suspiró de un modo tan profundo que a ella se le arrugaron los labios al otro lado de la línea.

—Si quieres ayuda, haz lo que te digo. No vengas con nadie. No se lo digas a nadie. Hago esto porque creo que puedo confiar en ti, Patty, y porque me gustas. Quiero ayudarte.

Siguió una pausa, tan larga que Patty miró el auricular y susurró: «¿Len?», pensando que había colgado, y a punto de hacerlo también ella.

—Patty, realmente no sé cómo ayudarte si no es así. Bueno, ya lo verás. Rezo por ti.

Ella se volvió hacia la chimenea y miró a través de las llamas: sólo se había quemado la mitad de la ropa. Los troncos se habían consumido, así que corrió al garaje, cogió la vieja hacha de su padre, de hoja pesada y bien afilada —de cuando las herramientas se fabricaban bien—, cortó un buen montón de leña y lo cargó de vuelta.

Estaba alimentando el fuego cuando notó la presencia de Michelle a su lado.

—¡Mamá!

—¿Qué, Michelle?

Levantó la mirada y vio a su hija en camisón, señalando hacia el fuego.

—Estabas a punto de lanzar el hacha al fuego —sonrió Michelle—. Cabeza de chorlito. —Patty sostenía el hacha entre los brazos como si fuera leña. Michelle la cogió, manteniendo la hoja alejada del cuerpo, como le habían enseñado, y la dejó al lado de la puerta.

Patty vio que Michelle volvía a su habitación lentamente, como si estuviera caminando entre la hierba alta, y fue tras ella. Las niñas estaban sentadas en el suelo murmurándole a sus muñecas. Recordó lo que la gente solía decir en broma, que querían más a sus hijos cuando estaban dormidos, ja ja, y sintió una leve punzada. A ella realmente le gustaban más cuando estaban durmiendo, cuando no le preguntaban cosas, cuando no necesitaban comer o divertirse, y también cuando estaban cansadas, tranquilas, cuando no la molestaban. Dejó a Michelle al cargo de sus hermanas y se fue, demasiado exhausta y desesperada para hacer otra cosa que acudir a la cita con Len, el Prestamista.

No tengas demasiadas esperanzas —se dijo a sí misma—. No tengas demasiadas esperanzas.

Había media hora de coche a través de la nieve brillante, los copos parecían estrellas contra la luz de los faros. Era una «buena nieve», como solía decir su madre, amante del invierno, y pensó que las niñas jugarían en ella todo el día siguiente, pero luego reflexionó: ¿Lo harán? ¿Qué pasará mañana? ¿Dónde habrá ido Ben?

¿Dónde está Ben?

Se dirigió a la zona de picnic abandonada. El refugio era un enorme edificio de hormigón y metal construido en los años setenta con mesas comunitarias y un techo diseñado como un intento fallido de papiroflexia. Dos columpios tenían una capa de nieve de diez centímetros, las viejas sillas de neumático colgadas de las cadenas no se movían en absoluto, en contra de lo que cabía esperar. Soplaba viento, ¿por qué estaban tan quietas? El coche de Len no estaba allí. De hecho, no había un solo coche, y empezó a inquietarse, metía una uña entre los dientes de la cremallera del abrigo, saltando de uno a otro, emitiendo un clic. ¿Qué sucedería ahora? Iría a la mesa de picnic y vería que Len le había dejado un sobre con un gran fajo de dinero —un gesto caballeroso—, que ella le devolvería. O quizá Len había reunido a un grupo de gente que se había compadecido de ella, y estaban a punto de llegar con las manos llenas de dinero para que ella empezara una nueva y maravillosa vida, y entonces se daría cuenta de que después de todo había gente que la quería.

Alguien dio un golpecito en la ventanilla del coche, unos nudillos rosados y brillantes de un hombre robusto. No era Len. Bajó un poco la ventanilla y miró afuera, preparada para oír cómo le decía: «Váyase de aquí, señora». Los golpecitos habían sido de ese tipo.

—Acompáñeme, por favor —dijo él, en cambio. El hombre no se había inclinado, y ella no podía verle el rostro—. Vayamos a sentarnos a uno de aquellos bancos.

Apagó el motor y salió; el hombre ya había echado a andar delante de ella, encogido bajo un abrigo grueso de ante y un sombrero vaquero. Ella llevaba un gorro de lana que nunca le había ajustado bien, siempre se le salían las orejas, por lo que ya se las estaba frotando cuando alcanzó al hombre.

Parecía un tipo agradable. Necesitaba que fuera agradable. Tenía los ojos negros y llevaba un bigote grueso, las puntas le colgaban a los lados de la barbilla. Tendría unos cuarenta años y aspecto de ser de la zona. Parecía agradable, pensó de nuevo. Se sentaron en un banco, olvidando que estaban cubiertos de nieve. ¿Quizás era un abogado? Un abogado al que Len le había pedido que representara a Ben. Pero, entonces, ¿por qué reunirse allí?

—He oído que tienes algunos problemas —dijo con una voz apagada, como su mirada. Patty asintió—. Están a punto de embargarte la granja y tu hijo va a ser arrestado.

—La policía sólo quiere hablar con él sobre un incidente que…

—Tu hijo va a ser arrestado, y yo sé por qué. Durante el próximo año necesitarás dinero para pagar a los acreedores, para mantener a tus hijos y tu casa —su maldita casa— y para el abogado de tu hijo, porque no querrás que vaya a la cárcel con la etiqueta de abusador de menores.

—Por supuesto que no, pero Ben…

—No puedes permitir que tu hijo entre en la cárcel con la etiqueta de abusador de menores. No hay nadie que lo pase peor en la cárcel que un abusador de menores. He visto lo que les hacen, es una pesadilla. Así que necesitas un abogado muy bueno, que costará mucho dinero. Necesitas uno ahora mismo, no dentro de unas semanas, ni días, sino ahora. Si no, este tipo de asuntos se descontrolan muy rápido.

Patty asintió, a la espera. El modo de hablar de aquel hombre le recordaba al de los vendedores de coches: tienes que comprarlo ahora, este modelo y a este precio. Ella siempre perdía en esas conversaciones, siempre se llevaba lo que el vendedor quería.

El hombre se ajustó el sombrero y soltó una bocanada de aliento como un toro.

—Yo también fui granjero una vez, y antes lo había sido mi padre, y antes el padre de él. Tres mil quinientas hectáreas, ganado, maíz, trigo, a las afueras de Robnett, en Missouri. Una buena hacienda, como la tuya.

—Nosotros nunca hemos tenido tres mil quinientas hectáreas.

—Pero tienes una granja familiar, tienes tu maldita tierra. Es tu maldita tierra. Los agricultores hemos sido estafados. Ellos decían: «¡Comprad más tierras!», y malditos nosotros por hacerlo. «Comprad más tierra», decían, ¡porque así ellos sacaban tajada! Y después: «Oh, lo sentimos, tenemos que darte una mala noticia. Te vamos a embargar la granja, ese sitio donde ha vivido tu familia durante generaciones, simplemente nos la quedamos, sin rencores. Tú eres sólo un capullo que creyó en nosotros, en realidad no es culpa tuya».

Patty ya había oído eso antes, ya había pensado eso antes. Había sido un trato injusto. Pero volvamos a Ben. Cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna y se estremeció, intentó mostrarse paciente.

—Bueno, yo no soy un hombre de negocios, no soy un banquero, no soy un político. Pero puedo ayudarte, si lo deseas.

—Sí, claro que lo deseo —dijo ella—. Por favor. —Y en su interior se decía a sí misma: No te hagas ilusiones, no te hagas ilusiones.