25. Libby Day

AHORA

El cielo era de color púrpura artificial cuando salí del bar de Lidgerwood. Fui hacia el vertedero por una carretera secundaria llena de baches. Me preguntaba qué decía eso de mí: que mi propio padre viviera en un vertedero de residuos tóxicos y que hasta ahora no me hubiera interesado y ni siquiera me importara. Pesticida contra los saltamontes. Salvado, melaza y arsénico para acabar con las plagas de langostas de los años treinta, y cuando la gente ya no lo necesitaba, simplemente lo enterraban, bolsas y más bolsas, en agujeros como tumbas abiertas. Hubo gente que enfermó. Hubiera querido tener a alguien conmigo: a Lyle, inquieto en el asiento de al lado, con una de sus chaquetas ajustadas. Tendría que haberle telefoneado. Por culpa de mis prisas por venir aquí, no le había dicho a nadie adónde iba, y no había utilizado la tarjeta de crédito desde que llené el depósito en Kansas City. Si algo salía mal, nadie me echaría en falta durante días. Aquellos tipos del bar eran los únicos que sabían adonde me dirigía, y no parecían precisamente unos buenos ciudadanos. «Esto es ridículo», dije en voz alta, porque lo era. Me estremecí al pensar en la razón por la que estaba buscando a Runner: un buen montón de gente pensaba que él había asesinado a los Day. Pero eso a mí no me encajaba, incluso sin coartada. Me costaba imaginarme a Runner usando el hacha, de verdad. Podía imaginármelo agarrando una escopeta en un ataque de ira —levantarla, amartillarla y ¡bang!—, pero lo del hacha no encajaba. Demasiado esfuerzo. Además, lo encontraron en su casa, dormido y aún borracho, a la mañana siguiente. Runner podía haberse emborrachado después de matar a su familia, sí. Pero no habría tenido la suficiente sangre fría como para no huir Se habría fugado, anunciando accidentalmente a los cuatro vientos que era el culpable.

El vertedero estaba rodeado de una valla de alambre barato llena de agujeros. La mala hierba llegaba hasta la cintura y se veían pequeñas hogueras a lo lejos. Avancé a lo largo del perímetro de la valla, los hierbajos y la gravilla golpeaban contra los bajos del coche cada vez con más fuerza, hasta que me detuve. Cerré la puerta sin hacer ruido, con los ojos puestos en aquellas llamas. Tardaría unos diez minutos en llegar al campamento. Me colé fácilmente por un agujero en el alambre y empecé a caminar, las colas de zorro me rozaban las piernas. El cielo se estaba oscureciendo rápidamente, el horizonte ya no era más que una cutícula de color rosa. Me di cuenta de que estaba tarareando Uncle John’s Band, sin razón aparente.

En la distancia se veían algunos árboles escuálidos, pero durante los primeros cientos de metros todo estaba lleno de matojos. Una vez más recordé mi infancia, la sensación de seguridad que me daba toda aquella hierba al acariciarme las orejas y las muñecas y las pantorrillas, como si las plantas quisieran tranquilizarme. Caminé unos cuantos pasos y la punta de mi bota dio contra las costillas de una mujer. Noté cómo la punta de cuero entraba un poco entre sus huesos. Estaba acurrucada en el suelo junto a un charco de orines, abrazada a una botella de alcohol sin etiqueta. Se incorporó un poco, aturdida, con la mejilla y el pelo cubiertos de barro. Tenía el rostro ajado y unos dientes bonitos.

—¡Déjame, déjame! —masculló.

—¿Qué diablos…? —exclamé dando unos pasos atrás y levantando los brazos como si me diera asco tocarla. Continué mi camino, esperando que la mujer se desmayara de nuevo, pero empezó a gritar detrás de mí, entre trago y trago de la botella: «Déjamedéjamedéjame». Los gritos se convirtieron en un sonsonete que luego se convirtió en llanto.

Los gritos de la mujer despertaron el interés de tres hombres, cuyas caras aparecieron detrás del bosquecillo de árboles raquíticos hacia el que yo me dirigía. Dos de ellos me miraban, beligerantes, y el más joven, un tipo esquelético de unos cuarenta años, salió disparado hacia mí blandiendo un palo que había encendido en la hoguera. Di dos pasos hacia atrás y me planté.

—¿Quién eres? ¿Quién eres? —gritó. La llamita de la antorcha se debilitó al paso de una ráfaga de viento y se fue apagando a medida que se acercaba. El hombre trotó los últimos metros y se detuvo frente a mí, mirando lánguidamente la brasa y el hilillo de humo que salía de ella, su irritación convertida en decepción por la pérdida del fuego—. ¿Qué quieres? No deberías estar aquí, nadie puede estar aquí sin un permiso. —Tenía los ojos saltones, iba lleno de mugre, pero tenía el pelo amarillo brillante, como una gorra, como si fuera lo único de su aspecto que se preocupaba de cuidar—. No puedes estar aquí —dijo otra vez, pero más hacia los árboles que hacia mí. Deseaba haber traído mi revólver y me preguntaba cuándo iba a dejar de ser tan malditamente estúpida.

—Estoy buscando a un tipo que se llama Runner Day. —No sabía si mi padre tendría un alias, pero supuse que si lo tenía se habría olvidado de él en algún momento entre la tercera y la octava cerveza.

—¿Runner? ¿Qué quieres de Runner? ¿Te ha robado algo? A mí me quitó el reloj y no quiere devolvérmelo. —El hombre se dobló sobre sí mismo como un crío para recoger un botón que se le había caído de la camisa.

Al lado del camino, unos metros más allá, vi un movimiento súbito, frenético. Era una pareja en celo, todo piernas, pelo y caras como de enfado. Llevaban los vaqueros bajados hasta los tobillos, el culo rosado del hombre subía y bajaba como un martillo neumático. El tipo del pelo rubio miró hacia ellos, se rió y dijo algo entre dientes, algo como «guay».

—No se trata de eso —dije, haciendo que su atención pasara de la pareja a mí otra vez—. Sólo soy un familiar suyo.

—¡Runneeeeer! —gritó de repente por encima del hombro. Después volvió a mirarme—. Runner vive en aquella casa, fuera del campamento. ¿Tienes algo de comer?

Eché a caminar sin responderle. Detrás de mí, la pareja llegó al orgasmo ruidosamente. Las hogueras se hicieron más brillantes y cercanas entre sí a medida que entraba en la calle principal: un trozo de tierra aplanada, llena de tiendas de campaña medio hundidas, como paraguas rotos por una tormenta. Una gran hoguera ardía en el centro del campamento, una mujer con las mejillas hundidas y la mirada distante se ocupaba de alimentar el fuego, ignorando las latas de judías y de sopa que se estaban volviendo negras y cuyos contenidos hervían y rebosaban. Una pareja más joven, con los brazos llenos de costras, miraba desde el interior de su tienda. La mujer llevaba un gorro de lana calado hasta media cabeza, su cara pálida asomaba hacia fuera, fea como la tripa de un pez. A pocos metros, dos viejos con los pelos enmarañados y llenos de dientes de león enganchados en ellos estaban sentados, comiendo ansiosamente de una lata con los dedos, el vapor espeso del guiso flotaba en el aire.

—¡Saca eso, Beverly! —le espetó el tipo de las costras a la que se ocupaba del fuego—. ¡Que ya está hecho, coño!

A medida que caminaba por el campamento, todos se quedaban en silencio. Habían oído que gritaban el nombre de Runner. Un viejo señaló con el dedo hacia el oeste —«está por ahí»— y yo dejé atrás el calor de las hogueras y me adentré en la fría maleza. Ahora la llanura se había convertido en una serie de pequeños montículos, como olas de un mar de barro, de un metro o metro y medio de altura, y unos nueve montículos más allá la vi: una luz constante, como la del amanecer.

Arriba, abajo, como flotando, llegué a la cima del último montículo y descubrí la fuente de luz. La casa de Runner, que resultó ser una especie de cisterna industrial, que parecía como una piscina pero encima del suelo. Se veía luz dentro, y por un segundo me preocupé de que aquello fuera radioactivo. ¿El arsénico de los saltamontes brillaba?

Cuando estaba frente a la cisterna pude oír los ecos amplificados de los movimientos de Runner, como una cucaracha al caminar por una tubería de metal. Se hablaba a sí mismo en voz baja, en tono de maestro de escuela —«Bueno, supongo que deberías haberlo pensado antes, listillo»— y la cisterna transmitía el sonido hacia el cielo, que estaba violeta oscuro, como un vestido de luto. «Sí, creo que esta vez lo has hecho realmente, Runner», decía él. La cisterna tenía unos tres metros de altura, con una escalera de metal a un lado, que empecé a subir mientras llamaba a mi padre por su nombre.

—Runner, soy Libby. Tu hija —grité, el óxido de la escalera me picaba en las manos. De dentro salió el sonido de alguien haciendo gárgaras. Subí unos cuantos peldaños más y miré dentro de la cisterna. Runner estaba doblado sobre sí mismo, vomitando en el suelo de la cisterna, y de repente expulsó una masa gelatinosa de color rojo oscuro, como cuando un deportista escupe saliva. Luego se recostó en una toalla de playa sucia, poniéndose una gorra de béisbol, de lado, en la cabeza, asintiendo como quien ve a alguien hacer un buen trabajo. Media docena de linternas, como si fueran velas, brillaban a su alrededor, iluminando su cara curtida y morena y un montón de desperdicios: tostadoras rotas, un bote de hojalata, un montón de relojes y cadenas de oro y una mininevera que no estaba enchufada a nada. Se había tumbado sobre la espalda en esa postura relajada de los que toman el sol, una pierna cruzada sobre la otra, una cerveza en los labios, y un paquete de doce latas a su lado. Grité su nombre de nuevo y él enfocó los ojos y apuntó la nariz hacia mí, como un perro rastreador. Era uno de mis gestos.

—¿Qué quieres? —me espetó Runner con los dedos aferrados a su cerveza—. Ya he dicho que no quiero saber nada de trapicheos esta noche.

—Runner, soy Libby. Libby, tu hija.

Entonces se incorporó sobre los codos, echándose la gorra hacia atrás y limpiándose con la mano rastros de saliva seca de la barbilla. Se limpió sólo una parte.

—¿Libby? —Estalló en una sonrisa—. ¡Pequeña, mi pequeña Libby! ¡Ven, cariño! Ven a saludar a tu viejo. —Se levantó y se esforzó por adoptar una posición erguida, plantado en medio de la cisterna, su voz, profunda y melódica, rebotaba contra las paredes; las linternas producían el resplandor de una extraña hoguera. Dudé, allí en la escalera, que se enroscaba por encima de la cisterna.

—¡Vamos, Libby, ésta es la nueva casa de tu viejo! —dijo tendiendo los brazos hacia mí. El salto al interior de la cisterna no era peligroso, pero tampoco fácil—. ¡Vamos, por los clavos de Cristo! ¡Vienes a verme desde tan lejos, y ahora no te atreves a entrar! —ladró él. Me senté en el borde; las piernas me colgaban como a un nadador indeciso. Tras otro «¡Vamos, por Dios!» de Runner, empecé a bajar con torpeza. Runner siempre nos llamaba a sus hijos «llorones» y «cobardes». Yo sólo lo conocía de un verano, pero había sido un verano infernal. Él se burlaba de mí y me provocaba, y yo solía acabar colgada de la rama de un árbol, o saltando del pajar, o lanzándome al río, a pesar de que no sabía nadar. Después nunca me sentía triunfante, sólo cabreada. Ahora estaba metiéndome en una cisterna oxidada y, cuando empezaron a temblarme los brazos y las piernas me flaquearon, vino Runner y me sostuvo por la cintura, separándome de la pared, y empezó a darme vueltas en círculos, como un loco. Mis cortas piernas se balanceaban por los aires como si tuviera siete años otra vez. Forcejeé para que me dejara en el suelo y lo único que conseguí fue que él me agarrara con más fuerza. Sus brazos se deslizaban hacia mis pechos y yo flotaba como una muñeca de trapo.

—Para, Runner, bájame, para. —Golpeamos un par de linternas, que rodaron por el suelo, los haces de luz rebotaron por todas partes. Como los flashes de luz que intentaban darme caza aquella noche.

—Di «tío» —se rió Runner.

—Bájame. —Empezó a girar más rápido. Me apretaba los pechos contra el cuello y sus dedos se me clavaban dolorosamente en las axilas.

—Di «tío».

—¡Tío! —grité, lanzándole una mirada furiosa.

Runner me soltó. Como si hubiera sido arrojada desde un columpio. De repente me encontré con todo mi peso en el aire, volando hacia delante. Aterricé de pie y di tres largos pasos hasta chocar contra la pared de la cisterna, con un retumbar metálico. Me froté el hombro.

—¡Mis hijos siempre fueron los mejores! —jadeó Runner con ambas manos en las rodillas. Se echó hacia atrás y el cuello le crujió—. Pásame una de esas cervezas, cariño.

Así es como Runner había sido siempre: te hacía las mil y una, y luego esperaba que tú fingieras que no había sido nada. Me planté allí con los brazos cruzados, sin hacer movimiento alguno hacia las cervezas.

—Maldita sea, Debby, digo Libby, ¿acaso te has convertido en una de esas feministas? Ayuda a tu viejo.

—¿Sabes por qué estoy aquí, Runner? —le pregunté.

—No. —Fue a buscarse la cerveza él mismo mientras levantaba una ceja hacia mí, haciendo que toda su frente desapareciera entre pliegues de carne. Yo suponía que mi presencia lo impresionaría, pero Runner hacía tiempo que había machacado la parte de su cerebro encargada de sorprenderlo. Sus días eran muy largos y su vida imprevisible, así que ¿por qué no iba a poder visitarlo su hija después de media década?

—¿Cuánto hacía que no te veía, pequeña? ¿Aún tienes aquel cenicero con forma de flamenco que te mandé? —Recibí aquel cenicero hacía más de veinte años, cuando era una niña no fumadora de diez años de edad.

—¿Recuerdas la carta que me escribiste, Runner? —le pregunté—. ¿Sobre Ben? En ella me decías que él no fue quien… lo hizo.

—¿Ben? ¿Por qué te escribiría esa mierda? Él es un mal bicho. Ya sabes que no fui yo quien lo crió, de eso se ocupó tu madre. Nació raro y siguió siendo raro. Si hubiera sido un animal, si hubiera sido el raquítico de la camada, lo habríamos matado.

—¿Te acuerdas de la carta que me escribiste, tan sólo hace unos días? Me decías que te estabas muriendo y que querías contar toda la verdad de lo que ocurrió aquella noche.

—A veces me preguntaba si era mío, si realmente era hijo mío. Siempre me sentí un imbécil por tener que criarlo. Y la gente seguro que se reía de eso a mis espaldas. Porque nada de él se parecía a mí, nada. Era cien por cien de su madre. El nene de mamá.

—En la carta, recuerda la carta, Runner, de sólo hace unos días, decías que no fue Ben quien lo hizo. ¿Sabías que hasta Peggy se desdijo de tu coartada? Tu antigua novia, Peggy.

Runner le dio un trago largo a su cerveza e hizo una mueca. Se metió uno de los pulgares en el bolsillo del pantalón y soltó una carcajada de desprecio.

—Sí, te escribí una carta. Pero olvida eso ahora. Me estoy muriendo, tengo escolio… ¿Cómo se llama eso, cuando tienes el hígado mal?

—¿Cirrosis?

—Eso es. Y algo más en los riñones. Me han dicho que me queda un año. Debería haberme casado con alguien que tuviera un seguro médico. Peggy tenía, siempre iba a hacerse limpiezas de dientes, y tenía recetas. —Dijo «recetas» como si hablara de que ella comía caviar—. Hay que tener siempre un seguro médico, Libby. Es muy importante. Sin eso no tienes una mierda. —Se estudió el dorso de la mano, después parpadeó—. Así que te escribí una carta. Hay cosas que es mejor olvidar. El día de los asesinatos cayó mucha mierda, Libby. He pensado mucho en ello, me atormenta. Aquel día fue terriblemente malo. Fue un día maldito. No pude actuar como me hubiera gustado. —Se dio unos golpecitos en el pecho con el dedo—. No, no habría sido inteligente.

Lo dijo como si hubiera sido una simple decisión de negocios, después eructó en silencio. Me imaginé agarrando el bote de hojalata y aplastándoselo contra la cara.

—Bueno, ahora puedes hablar. ¿Qué pasó, Runner? Dime qué pasó. Ben sigue en la cárcel desde hace décadas, así que si sabes algo dilo ahora.

—¿Y que me metan en la cárcel a mí? —Soltó un gruñido de indignación, se sentó en la toalla de playa y se sonó la nariz con una esquina de la toalla—. Tu hermano no era un bebé desvalido en medio del bosque. Tu hermano estaba metido en cosas de brujería, esas mierdas de adoradores del diablo. Si andas por ahí con el diablo, tarde o temprano estás jodido… Debería haberme dado cuenta cuando lo vi con Trey Teepano, aquel cabrón… hijo de puta.

Trey Teepano, el nombre que salía constantemente pero que no llevaba a ninguna parte.

—¿Qué hizo Trey Teepano?

Runner sonrió, un diente mellado asomó por encima de su labio inferior.

—Mira, la gente no sabe una mierda de lo que pasó aquella noche. Tiene gracia.

—No tiene ninguna gracia. Mi madre está muerta, mi hermano está en la cárcel. Tus hijas está muertas, Runner.

Al oír eso inclinó la cabeza hacia atrás y miró la luna, curvada como una tajada de melón.

—Tú no estás muerta —dijo.

—Michelle y Debby están muertas. Patty está muerta.

—Pero tú no, ¿nunca te has parado a pensarlo? —Escupió una masa gelatinosa de sangre—. ¿No te parece raro?

—¿Qué tiene que ver Trey Teepano con todo esto? —insistí.

—¿Conseguiré algo de dinero si hablo?

—Estoy segura, sí.

—Yo no soy inocente, no del todo, pero tampoco tu hermano, y tampoco Trey.

—¿Qué hiciste, Runner?

—Yo no fui el que se quedó con todo el dinero. No fui yo.

—¿Qué dinero? Nosotros no teníamos dinero.

—Tu madre tenía dinero. La zorra de tu madre tenía dinero, créeme.

Se levantó y me miró con las pupilas tan dilatadas que casi le eclipsaban el iris, convirtiendo sus ojos azules en erupciones solares. Sacudió la cabeza de nuevo, de un modo brutal, y caminó hacia mí. Me enseñaba las palmas de las manos como diciendo que no temiera, que no iba a hacerme daño, con lo que consiguió justo lo contrario.

—Libby, ¿dónde está el dinero del seguro de vida de Patty? Ése es otro misterio por resolver. Porque yo estoy seguro como de la mierda que no lo tengo yo.

—Nadie tiene ese dinero, Runner, se fue todo en la defensa de Ben.

Ahora Runner estaba justo encima de mí, tratado de asustarme como hacía cuando yo era pequeña. Él era un hombre bajito, pero seguía midiendo diez centímetros más que yo, y estaba respirando en mi cara, su aliento era caliente, metálico, olía a cerveza.

—¿Qué pasó, Runner?

—Tu madre siempre se guardaba dinero para ella, y mira que le metí años a esa granja, pero nunca vi un centavo. Bueno, siempre teníamos un pollo para asar. Pero tu maldita madre se lo guardaba todo para ella. Si me hubiera dado ese dinero…

—¿Aquel día le pediste dinero?

—Toda mi vida he debido dinero. Nunca he conseguido salir adelante, siempre debiéndole a alguien. ¿Tú tienes algo de dinero, Libby? Demonios, seguro que sí, escribiste aquel libro, ¿no? Entonces tú tampoco eres inocente del todo. Dame algo de dinero, Libby. Dale a tu viejo algo de calderilla. Compraré un hígado en el mercado negro y después testificaré lo que quieras. Lo que quiera mi niña. —Me puso dos dedos en medio del pecho, y yo me aparté de él lentamente.

—Si aquella noche estuviste implicado de algún modo, tengo que saberlo, Runner, tengo que saber qué pasó.

—Bueno, entonces no se supo nada, ¿por qué tendría que saberse ahora? ¿Crees que los policías, los abogados, todos los implicados en el caso, todos los que se hicieron famosos con el caso —me señaló a mí, su labio inferior le sobresalía—, crees que ellos iban a decir… «oooh, lo sentimos, nos hemos equivocado, bueno, Benny, vete y sigue adelante con tu vida»? No. Ya es demasiado tarde, él pasará allí el resto de su vida.

—No, si dices la verdad.

—Eres como tu madre, ¿sabes? Joder, nunca nadas a favor de la corriente, siempre sigues el camino más difícil. Si ella me hubiera ayudado sólo una vez en todos aquellos años… Pero era una zorra. No digo que mereciera morir… —se rió, se mordió un padrastro—, pero, hombre, era una mujer dura. Y crió a un maldito niño abusador de menores. A un puto enfermo. Ese chico nunca, jamás, fue un hombre. Ah, y puedes decirle a Peggy que me la chupe.

Al oír eso me volví para marcharme, y me di cuenta de que no podía salir de allí sin su ayuda. Me volví de nuevo hacia él.

—El nenito Ben, ¿de verdad crees que cometió aquellos asesinatos él solo? ¿Ben?

—Entonces, ¿quién más había allí, Runner? ¿Qué intentas decirme?

—Te hablo de Trey, él era un corredor de apuestas al que había que pagar.

—¿Tú le debías dinero?

—No voy a hacer acusaciones ahora, pero él era un corredor de apuestas. Y esa noche estaba con Ben. ¿Qué crees que estaban haciendo en aquella casa de mierda?

—Si crees que Trey Teepano mató a nuestra familia, deberías denunciarlo. Si ésa es la verdad.

—¡Qué sabrás tú de la vida! —Me agarró por el brazo—. Tú lo esperas todo, lo quieres todo gratis, y yo tengo que arriesgar el cuello por… Te he dicho que quiero dinero. Te lo he dicho.

Me solté, agarré la nevera y la arrastré hasta debajo de la escalera; hacía tanto ruido contra el suelo que tapó la voz de Runner Salté encima, y mis dedos todavía quedaban unos centímetros por debajo del borde de la cisterna.

—Dame cincuenta pavos y te subo —dijo Runner evaluando mi torpeza. Me estiré para alcanzar el borde con las puntas de los dedos, de puntillas, y entonces noté la nevera volcándose bajo mis pies, y caí al suelo, golpeándome la barbilla y mordiéndome la lengua; me saltaron lágrimas de dolor. Runner se rió—. Jesús, qué torpe —dijo viéndome en el suelo—. ¿Me tienes miedo, pequeña?

Me deslicé detrás de la nevera, sin dejar de mirarlo, mientras buscaba cosas para apilar y poder salir de allí.

—Yo no mato niñas —dijo él a nadie en especial—. Yo no mataría niñas. —Y entonces se le iluminaron los ojos—. Oye, ¿dieron con Dierdre?

Yo sabía el nombre, sabía qué intentaba decir.

—¿Diondra?

—¡Sí, Di-on-dra!

—¿Qué sabes tú de Diondra?

—Siempre me he preguntado si la mataron también a ella, nunca más se la vio después de aquella noche.

—La novia… de Ben —solté.

—Sí, claro, supongo. La última vez que la vi estaba con Ben y con Trey, y luego… se esfumó. A veces me gusta la idea de ser abuelo.

—¿De qué estás hablando?

—Ben la había dejado embarazada. O eso es lo que dijo él dándose aires, como si eso fuera algo difícil. Después de aquella noche, desapareció para siempre. Me temo que pueda estar muerta. ¿No es eso lo que hacen ellos, los adoradores del diablo, matar mujeres embarazadas y a sus bebés?

—¿Y no le dijiste nada a la policía?

—¿Acaso era eso asunto mío?