2 DE ENERO DE 1985
8:38 P.M.
Se dirigían hacia el pueblo, empezaba a nevar, y Ben se acordó de que había dejado la bicicleta en la parte de atrás del Almacén. Ahora probablemente ya no estaría.
—¡Eh! —les gritó desde el asiento trasero. Trey y Diondra estaban hablando, pero no podía oírlos por culpa de la música estridente de la radio, como hojas de metal desgarrándose, uiiiiiiiirng-uiirng-uiirng-uiirng—. ¿Podríamos pasar por el Almacén un momento para coger mi bici? Trey y Diondra se miraron.
—No —soltó Diondra con una sonrisa, y se echaron a reír.
Ben se arrellanó en el asiento un segundo y volvió a incorporarse.
—En serio, la necesito.
—Olvídate de la bici, colega. Ya no estará —dijo Trey—. No se puede dejar ninguna mierda en el Almacén.
Fueron a la avenida Bulhardt, la calle principal del pueblo, donde no pasaba nada, como de costumbre. La zona de las hamburgueserías era un diorama de color amarillo brillante con unos cuantos deportistas y sus ligues, unos encima de otros. Las tiendas estaban a oscuras, y hasta el bar parecía cerrado: sólo se veía una tenue luz a través de un pequeño rectángulo en la ventana. El resto estaba pintado de azul marino y no revelaba nada.
Aparcaron enfrente. Diondra aún se estaba acabando su cerveza; Trey se la quitó y se bebió el resto: «A la nena no le importa». En la acera había un viejo, su cara era una confusión de arrugas, la nariz y la boca parecían moldeadas en un torno, les frunció el ceño y se metió en el bar.
—Bien, entremos —dijo Trey saliendo de la camioneta. Y entonces, al ver dudar a Ben, aún sentado en el asiento de atrás con las manos en las rodillas, metió la cabeza en la camioneta y puso su sonrisa profesional—: No te preocupes, colega, estás conmigo. He tomado muchas cervezas en este bar. Venga, vamos, así visitarás a tu padre en su oficina.
Diondra se atusó el pelo, como hacía siempre, metiendo los dedos entre los rizos, y ambos siguieron a Trey adentro, Diondra con los labios fruncidos, cara soñolienta y mirada sexy, como salía en la mayoría de las fotos, como si acabara de despertarse y hubiera soñado contigo. A su lado, Ben caminaba desgarbado y mustio como siempre, literalmente arrastrando los pies.
El bar estaba lleno de humo y a Ben le costaba respirar; Diondra ya se había encendido un cigarrillo, bien erguida, como si eso la hiciera parecer mayor. Un tipo nervioso, con el pelo a jirones, como un pájaro que estuviera mudando las plumas, corrió hasta Trey y le murmuró algo al oído; Trey asintió, con los dientes apretados y cara de preocupación. Ben pensó que era el encargado, que iba a echarlos de allí, porque quizá Diondra pasaba por mayor de edad con todo aquel maquillaje que llevaba puesto, pero él no. Sin embargo, Trey le dio al tipo una palmada en la espalda y le dijo algo así como:
—No me hagas ir detrás de ti.
El tipo esbozó una enorme sonrisa y le dijo:
—No, no te preocupes por eso, no te preocupes.
Trey sólo contestó:
—El domingo. —Dejó al tipo allí, se fue a la barra y pidió tres cervezas y un chupito de bourbon, que se bebió de un trago.
El barman era otro hombre viejo y canoso. Parecía una broma. Todos los tipos que había allí tenían el mismo aspecto, como si sus vidas fueran tan duras que habían borrado sus rasgos individuales. El barman miró a Ben y a Diondra con una de esas miraditas de os-pillé-y-lo-sabéis, pero les puso las cervezas. Ben se apartó un poco de la barra, apoyó un pie en el taburete con aire distraído, como si lo hubiera hecho muchas veces, porque sentía la mirada de Trey clavada en él, como buscando algún motivo para burlarse.
—Mira, ahí está Runner —dijo Diondra, y antes de que Ben pudiera preguntarle por qué había pronunciado ese nombre con tanta familiaridad, Trey lo estaba llamando:
—¡Eh, Runner, ven aquí! —Runner mostró el mismo nerviosismo que el tipo de antes.
Llegó casi trotando, con un vaivén arriba y abajo, las manos en los bolsillos. Tenía los ojos grandes y amarillos.
—Aún no lo tengo, tío. He intentado conseguirlo, pero no he podido, he venido a ver si te encontraba, puedo darte un poco de hierba mientras tanto.
—¿No quieres saludar a Diondra? —lo interrumpió Trey.
Runner dio un respingo, y después sonrió.
—¡Ah, hola, Diondra, jejeje, guau, creo que estoy completamente borracho! —Cerró un ojo forzadamente como para poder verla mejor y se inclinó hacia delante—. Estoy tan borracho que no puedo fijar la vista.
—Runner, ¿quieres ver quién viene con Diondra? —Ben lo miraba de refilón, pensaba decirle algo como «Hola, papá», pero no pudo, así que se quedó quieto, esperando que pasara lo inevitable.
Runner miró a través de la penumbra del bar, pero no reconoció a Ben.
—Hola…, tú —dijo. Después se dirigió a Trey—: ¿Es tu primo? No veo muy bien por la noche, necesito lentillas…
—¡Oh, Dios! —Trey echó la cabeza hacia atrás, fingiendo que se reía pero mirándolo enfurecido—. Míralo bien, capullo. —Ben no estaba seguro de si tenía que mostrarse más simpático, como una tía que busca rollo. En cambio, se quedó allí, mirando su oscura mata de pelo en un viejo espejo con publicidad de cerveza Schlitz que había en la pared del fondo, mientras observaba furtivamente a Runner, extendiendo una mano hacia él como en un cuento de hadas, como si Runner fuera un trol y Ben algún horrible tesoro. Runner se acercó a él hasta tropezar con su pie, y entonces lo miró a los ojos y exclamó:
—¡Oh! —se puso aún más nervioso—. Tu pelo ya no es rojo.
—¿Recuerdas a tu hijo, verdad? Es tu hijo, ¿no? ¿Eh, Runner?
—¡Sí, es mi hijo! Hola, Ben. ¡Joder, cómo iba a reconocerte! Tu pelo ya no es rojo. No sabía que conocieras a Trey.
Ben se encogió de hombros, mirando en el espejo el reflejo de Runner, que se alejaba de él. Se preguntó cuánto dinero le debería a Trey, porque él se sentía como si fuera la víctima de un secuestro y Runner no estuviera dispuesto a pagar rescate por él. También se preguntó si aquel encuentro era fortuito o no. Parecía una casualidad, pero ahora estaba seguro de que ellos siempre acababan la noche en aquel garito.
—No me lo trago. Runner —continuó Trey, por encima de la música country—. Tú dices que no tienes dinero, Ben dice que no tienes dinero, pero tienes ese alijo de hierba desde hace dos semanas.
—Pero esa hierba no es buena. —Intentó eliminar a Ben de la conversación empujando a Trey hasta el centro del bar por el método de ir acercándose a él cada vez más.
—Deja ya de empujar, hombre —dijo Trey, y Runner se quedó quieto—. Desde luego, tío, tienes razón, esa mierda no es nada buena. Pero me la has cobrado como si lo fuera.
—Yo nunca te he cobrado nada, ya lo sabes.
—No me has cobrado porque me debes dinero, gorrón de mierda. Pero sé que has estado cobrando veinte dólares por cada bolsa de diez centavos, así que ¿dónde coño está el dinero? ¿Se lo has dado a tu mujer para que lo guarde?
—¡Ex! Ex mujer —dijo Runner—. No, no le he dado nada a mi mujer, al contrario, he intentado sacarle dinero. Sé que tiene dinero en casa, siempre tiene dinero escondido por ahí, rollos de billetes, cientos, de la venta de las cosechas. Una vez encontré doscientos dólares metidos en unas medias. Quizá debería volver —Miró a Ben, que fingía no escuchar Estaba jugueteando con los rizos de Diondra, que no le hacía mucho caso.
—¿Podemos hablar de esto en privado? —Runner señaló un rincón, donde tres hombres como armarios jugaban al billar. El más alto, un tipo pálido y canoso con un tatuaje de la Marina, apoyó el taco de billar en el suelo e hinchó el pecho hacia ellos.
—Vale —dijo Trey.
—Podéis hablar delante de mí —dijo Ben, intentando sonar como si no le importara.
—Tu hijo necesita dinero, igual que yo —dijo Trey—. Quizá más que yo.
Runner abandonó su expresión acobardada ante los ojos negros y brillantes de Trey y se dirigió hacia Ben, irguiéndose en toda su altura. En algún momento desde el verano Ben había crecido. Ahora era un poco más alto que Runner, uno setenta, tal vez más.
—¿Le debes dinero a Trey? Tu madre me dijo que tenías problemas. ¿Le debes algo a Trey? —Su aliento era acre: cerveza y tabaco, y quizás una ensalada de atún y mostaza. A Ben se le revolvió el estómago.
—¡No! ¡No! —Era consciente de que su voz sonaba nerviosa, acobardada. Diondra cambió el peso del cuerpo de un pie a otro y se acercó un poco a él—. No le debo nada a nadie.
—Entonces, ¿por qué se supone que tengo que darte el dinero que he ganado con el sudor de mi maldito culo, eh? —dijo Runner—. Nunca he entendido eso de la pensión alimenticia, la manutención de los hijos…, y el Gobierno metiendo la mano en mis bolsillos. Casi no puedo ni mantenerme a mí mismo, no sé por qué demonios tengo que matarme a trabajar para darle dinero a mi mujer, que tiene su propia granja. Su propia casa en la granja. Y a cuatro críos con ella, que la ayudan. Te aseguro que yo no crecí pensando que mi padre me debía la vida, que tenía que darme dinero para unas Nike y para la universidad y para camisas y…
—Para comida —dijo Ben, mirándose las botas rotas y manchadas de salsa del sándwich de chili.
—¿Qué? ¿Qué has dicho? —Runner acercó su cara a la de Ben; sus pupilas azules flotaban en sus ojos amarillos como peces en la superficie de un lago contaminado.
—Nada —murmuró Ben.
—¿Necesitas dinero para comprarte más tinte de pelo, es eso? ¿Quieres dinero para el salón de belleza?
—Quiere dinero para su chica… —soltó Trey, y Diondra empezó a negar con rápidos movimientos de la cabeza, no, no, no.
—Pues definitivamente no estoy en posición de comprarle cosas a su chica —dijo Runner—. ¿Ahora eres su novia, Diondra? Qué pequeño es el mundo. Pero no es asunto mío.
Los hombres de la mesa de billar habían dejado de jugar y se burlaban de la escenita. El tipo canoso se acercó, renqueó hasta donde estaba Trey y le puso una mano en el hombro, con fuerza.
—¿Algún problema, Trey? Si está Runner aquí, seguro que lo hay. Dale otras veinticuatro horas, ¿de acuerdo? Yo me ocupo de él. —El hombre se mantenía en una posición extraña, como si la gravedad lo empujara hacia delante mientras su mano, musculosa y fuerte, aferraba el hombro de Trey.
Runner sonrió y le levantó las cejas un par de veces a Ben, como buscando su complicidad.
—No te preocupes, amigo, no hay problema —le dijo a Ben—. Ya está arreglado.
Trey encogió los hombros bajo la mano de aquel tipo y dijo:
—Claro, veinticuatro horas, Whitey. Tú te ocupas.
—Gracias, indio —dijo el hombre. Emitió un ruido con la boca, como si estuviera llamando a un caballo, y volvió con sus amigos; un murmullo de risas llegó del grupo justo antes de que una bola entrara en la tronera.
—Pedazo de mierda —le dijo Trey a Runner—. Mañana por la noche aquí. O me pagas, o iré a por ti.
El rictus de victoria de Runner, aquella sonrisa de Halloween, desapareció de golpe. Asintió dos veces y, mientras se volvía hacia la barra, espetó:
—Está bien, pero después mantente lejos de mis asuntos.
—No veo la hora de hacerlo, tío.
Antes de marcharse, Ben quería decirle algo a Runner: lo siento, hasta luego, algo. Pero él ya estaba llamando al camarero para pedirle una copa a cuenta de la casa, o quizás a cuenta de Whitey, Whitey pagaria una ronda. Mientras Trey y Diondra iban hacia la puerta, Ben se quedó allí, con las manos en los bolsillos, contemplando su nuevo look en el espejo, y luego viendo su reflejo encaminarse hacia donde estaba Runner.
—Eh, papá. —Runner lo miró, molesto de que aún estuviera allí. Ben deseaba, de algún modo, congraciarse con él. Cuando, hacía un momento, Runner lo llamó «amigo», había creído percibir un débil tintineo de camaradería. Se había imaginado, fugazmente, a su padre y a él en la barra, tomando juntos unas cervezas. Eso era todo lo que quería de aquel hombre, sólo unas cervezas juntos de vez en cuando—. Sólo quería decirte algo que te hiciera sentir, no sé, un poco mejor —dijo Ben, esbozando, sin poder evitarlo, una sonrisa.
Runner se limitó a mirarlo con ojos soñolientos, sin expresión alguna en el rostro.
—Diondra está embarazada. Yo, bueno, nosotros, Diondra y yo, vamos a tener un bebé. —Y entonces sonrió con los labios y con todo el rostro por primera vez, por primera vez se sentía bien diciendo eso en voz alta. Iba a ser padre. Un padre de familia con un pequeño que dependería de él y que lo llamaría «papá».
Runner ladeó la cabeza, levantó su cerveza hacia Ben y dijo:
—Primero asegúrate de que es tuyo, cosa que dudo. —Y le dio la espalda.
* * *
Fuera, Trey le dio una patada a la camioneta, maldiciendo entre dientes.
—A ver si se mueren de una vez, todos esos, porque estoy hasta las putas pelotas de protegerlos de sí mismos. Me dirás que es algo admirable, pero no lo es. Son cuatro viejos intentando aferrarse al último resto de su negocio antes de empezar a cagarse encima y de necesitar tarjetas con sus nombres escritos para saber quiénes son. ¡Puto Whitey! —Señaló a Ben con el dedo, la nieve lo cubría todo, le caía a Ben en la espalda y se le metía por el cuello—. Tu viejo es un pedazo de mierda si piensa que me creo una sola palabra de sus estupideces. Espero que no estés muy unido a él, porque un día de éstos tiraré de la cadena y se colará por el váter con toda su mierda.
—Vámonos ya, Trey —dijo Diondra abriendo la puerta—. Mi padre llegará a casa cualquier día de éstos, y me matará.
Ben se sentía como si lo hubieran abofeteado. Lo único que no tenía que decir y se lo había soltado a Runner Estaba tan fuera de sí cuando subió a la camioneta, que empezó a dar golpes y a escupir, cabróncabróncabrón, pateando el asiento, pegando puñetazos al techo, golpeándose la cabeza contra el cristal de la ventanilla una y otra vez hasta que la frente empezó a sangrarle de nuevo. Diondra le preguntó: «Cariño, cariño, ¿qué te pasa?».
—Lo juro por Dios, lo juro por Dios, Diondra, mierda.
Aniquilación.
No debería haberle hablado así a Diondra.
—A la mierda con todo, coño —escupió Ben. Se agarró la cabeza con las manos, podía notar que Trey y Diondra se interrogaban el uno al otro con las miradas, en silencio.
Trey dijo finalmente:
—Tu padre es un puto retrasado, colega. —Salió marcha atrás, haciendo que Ben se diera contra la ventanilla. Diondra se volvió y le acarició los cabellos. Ben levantó un poco la cabeza. La cara de ella estaba verde a la luz de las farolas de la calle, y de repente Ben la vio como sería dentro de veinte años, flácida y con granos, como ella describía a su madre, la piel dura y arrugada, pero con aquel resplandor eléctrico de las cabinas de rayos UVA.
—Hay algo de mierda en la guantera —dijo Trey. Diondra la abrió, rebuscó dentro y sacó una pipa enorme llena de hierba, dejando que se derramara parte de ella. Trey le pidió que se tranquilizara. Diondra la encendió, le dio una chupada y se la pasó a Trey. Ben alargó la mano (se encontraba mal, débil, de no comer, mareado por las luces de las farolas de la calle, pero no quería permanecer al margen), y Trey le pasó la pipa.
—No sé si te va a sentar bien esto, colega. Esta hierba es superpotente. En serio, Diondra, creo que esta noche estoy sintiendo la fuerza en mí, no la sentía desde hace mucho tiempo. Es posible que haya llegado el momento.
Diondra seguía mirando adelante, la nieve caía densa.
—Puede que Ben también lo necesite —presionó Trey.
—Vale, pues hagámoslo. Gira a la izquierda por ahí —dijo Diondra.
Y, cuando Ben preguntó qué estaba pasando, ellos se limitaron a reír.