AHORA
Krissi acabó durmiendo en el sofá. La había acompañado hasta la puerta y me di cuenta de que no estaba en condiciones de conducir, iba trastabillando con sus zapatos de tacón y llevaba el rímel corrido hasta la mejilla. De pronto se volvió y me preguntó por su madre, si sabía dónde estaba o cómo dar con ella, y entonces la acompañé adentro otra vez, le hice un bocadillo de Velveeta, la llevé al sofá y le eché una manta por encima. Mientras se acomodaba para dormir, después de dejar el último cuarto de bocadillo cuidadosamente en el suelo a su lado, tres de mis botellas de loción cayeron de un bolsillo de su chaqueta. Cuando se durmió volví a ponerlas en su lugar.
Ya se había ido cuando me levanté de la cama; la manta estaba plegada y había garabateado una nota en el reverso de un sobre: «Gracias. Lo siento». Así pues, Lou Cates no había asesinado a mi familia, si es que podía creer a Krissi. La creía. Al menos en ese aspecto.
Decidí ir a ver a Runner, ignorar los dos mensajes de Lyle y los cero mensajes de Diane. Ver a Runner, obtener algunas respuestas. No pensaba que él tuviera nada que ver con los asesinatos, dijera lo que dijera su novia, pero me preguntaba si sabría algo, con sus deudas y sus borracheras y sus amigos de los bajos fondos. Puede que supiera algo o que hubiera oído algo, o quizá sus deudas habían provocado una horrible venganza. Quizá pudiera creer en Ben de nuevo, que era lo que realmente deseaba. Ahora sabía por qué nunca había ido a visitarlo. Era demasiado tentador, demasiado fácil ignorar los muros de la prisión y ver a mi hermano, oír la cadencia específica de la voz de Ben, aquella caída al final de cada frase, como si fuera la última vez que hablaba. Sólo al verlo recordé cosas, cosas bonitas, o no tan bonitas. Sólo cosas regulares. Podía respirar una bocanada de hogar. Volver a cuando todas estaban vivas. Tío, quería eso.
Me detuve en el 7-Eleven de las afueras de la ciudad, compré un mapa y unas galletas saladas con sabor a queso que descubrí que eran dietéticas al primer mordisco. De todos modos me las comí, dirigiéndome hacia el sur, mientras la harina de color naranja que las recubría flotaba por todo el coche. Pensaba detenerme a comer camino de Oklahoma. La atmósfera en la autopista era densa, olía tentadoramente a comida preparada: patatas fritas, pescado rebozado, pollo frito. Pero sentía un pánico absurdo, estaba preocupada sin razón, pensaba que si me detenía perdería la ocasión de ver a Runner, así que me comí las galletas saladas dietéticas y una manzana harinosa que había encontrado en un rincón de la encimera de mi cocina.
¿Por qué aquella nota, aquella nota obscena que no iba dirigida a Ben, estaba entre las cosas de la caja de Michelle? Si Michelle había descubierto que Ben tenía una novia, se le habría subido a la chepa, y más si se trataba de mantenerlo en secreto. Ben odiaba a Michelle. A mí me toleraba, e ignoraba a Debby, pero a Michelle la odiaba activamente. Lo recuerdo sacándola de su cuarto por un brazo, con el cuerpo inclinado a un lado, y a Michelle de puntillas, moviéndose a la par que él para evitar ser arrastrada. La empujó contra la pared y le dijo que si la volvía a encontrar hurgando en su habitación la mataría. Los dientes le brillaban mientras se lo decía. Él le gritaba porque ella lo tenía dominado: escuchaba detrás de su puerta día y noche. Michelle sabía todos y cada uno de los secretos de Ben, ella nunca decía nada que no escondiera una doble intención. Recordé esto aún con más viveza cuando descubrí sus extrañas notas. Si no tienes dinero, el chismorreo puede ayudarte a conseguirlo. Incluso dentro de tu propia familia.
—Ben habla mucho consigo mismo —anunció Michelle una mañana durante el desayuno, y Ben la agarró por el cuello de la camisa, por encima de la mesa, tirando el plato sobre su regazo.
—¡Déjame en paz de una puta vez! —gritó Ben. Y entonces mi madre intentó calmarlo, le dijo que volviera a su habitación, y luego nos sermoneó a nosotras, como siempre. Más tarde encontramos trozos de huevo dispersos por todas partes, incluso en la lámpara de plástico de encima de la mesa, aquella lámpara que parecía de pizzería.
Entonces, ¿aquello significaba algo? Ben no habría matado a su familia porque su hermana había descubierto que tenía una novia.
Pasé por un campo de vacas, inmóviles, y pensé en todos aquellos rumores sobre mutilaciones de reses y en la gente que juraba que había sido cosa de adoradores del diablo. El diablo acechaba por los alrededores de nuestro pueblo de Kansas, un mal tan patente y físico como una montaña. Nuestra iglesia nunca había sido demasiado dada a asustar con los azufres del infierno, pero el predicador había alimentado sin duda aquella idea: el diablo, con ojos de cabra y sangriento, podía poseer tu corazón con tanta facilidad como Jesús si no tenías cuidado. En todas las ciudades en que he vivido siempre había «chicos diabólicos» y «casas diabólicas», como también había siempre un payaso asesino que conducía una furgoneta blanca. Todo el mundo sabía de un viejo almacén vacío en las afueras de la ciudad donde había un colchón manchado con la sangre de un cruento sacrificio. Todo el mundo tenía un amigo o un primo que había visto un sacrificio de verdad, pero demasiado temeroso como para contar los detalles.
Llevaba diez minutos en Oklahoma, y unas buenas tres horas de viaje, y empecé a oler algo tremendamente dulce pero podrido. Me picaron los ojos, se me humedecieron. Tuve una ridícula punzada de miedo, de que mis pensamientos acerca del diablo hubieran invocado a la bestia. Entonces, en la distancia, el cielo revuelto se volvió de color morado, y la vi: una fábrica de papel.
Busqué en la radio —emisora 1, emisora 2, emisora 3—, ruidos desagradables, interferencias, anuncios de coches y más interferencias, así que la apagué otra vez.
Justo después de pasar un cartel con la foto de un vaquero —«¡Amigo, bienvenido a Lidgerwood, Oklahoma!»—, tomé la salida y me interné en la ciudad, que resultó ser una especie de trampa para turistas. Era como un pueblo del Lejano Oeste: una calle principal llena de ventanas con cristales esmerilados, bares que imitaban al típico saloon y tiendas. Había una que se llamaba La Vieja Tienda de Fotos, donde las familias podían hacerse fotos de color sepia disfrazados con los atuendos propios de la época de los colonos. En el escaparate colgaba una foto tamaño poster: el padre sosteniendo una cuerda con lazo, intentando parecer amenazador debajo de un sombrero demasiado grande para él; la niña pequeña embutida en un vestidito de algodón y con cofia, demasiado joven para aquella pantomima; la madre, vestida como una puta, mostraba una sonrisa incómoda con las manos cruzadas a la altura de los muslos, justo donde se le abrían las enaguas. Al lado de la foto colgaba un cartel de «En venta». Más carteles en la puerta siguiente, un establecimiento que se llamaba Los Caramelos de Daphne la Chiflada, «Rebajas» en las Galerías del Increíble Buffalo Bill y un escaparate con un nombre verdaderamente ridículo: Los Sorbetes de Wyatt Earp. Toda aquella ciudad parecía cubierta de polvo. Hasta el caduco y enorme tobogán del parque acuático que se veía en la distancia estaba lleno de tierra.
El Albergue Social para Hombres Sin Hogar Bert Nolan estaba a tres manzanas de la calle principal, en una plaza, un edificio bajo con un patio infestado de esas malas hierbas que llaman «colas de zorro». De pequeña siempre me habían gustado las colas de zorro, supongo que por culpa de mi cerebro literal, porque se parecían de verdad a su nombre: un tallo largo con una bola de pelusa en la punta, igual que la cola de un zorro, pero de color verde. Crecían por toda nuestra granja: praderas enteras repletas de aquellos hierbajos. Michelle, Debby y yo solíamos arrancar las puntas y hacernos cosquillas unas a otras en las muñecas. Mi madre nos enseñaba el nombre vulgar de todas las plantas: oreja de oveja, cresta de gallo, todas ellas respondían a las expectativas de sus nombres. Una oreja de oveja es suave como una oreja de oveja; una cresta de gallo se parece de verdad a una roja cresta de gallo. Salí del coche y pasé las manos por encima de los tallos de las colas de zorro. Quizá podría cultivar un jardín de hierbas en casa. Las aspas de molino se mueven de verdad como las aspas de los molinos de viento. Los lazos de la reina Ana son blancos y recargados. La hierba de bruja sería muy apropiada para mí. También algunas garras del diablo.
La puerta del Albergue Bert Nolan era de metal, pintada de gris oscuro, como un submarino. Me recordó las puertas de la prisión de Ben. Llamé al timbre y esperé. En la calle, dos chicos adolescentes en bicicleta daban vueltas en círculo, despacio, ensimismados. Llamé al timbre otra vez y di un golpe en la superficie de metal, que no reverberó dentro. Pensé en preguntarles a los adolescentes de las bicicletas si sabían si había alguien dentro, sólo para romper el silencio. Cuando se empezaban a acercar a mí —«¿Qué hace ahí, señorita?»—, la puerta se abrió y apareció un hombre del tamaño de un duende, vestido con unas zapatillas blancas brillantes, unos vaqueros planchados y una camisa del Oeste. Movió un mondadientes entre los labios, sin mirarme, hojeando un ejemplar de la revista Gato Caprichoso.
—Por la noche no abrimos hasta las… —Se calló al verme—. Oh, lo siento, querida. Esto es un albergue de hombres, tienes que ser hombre y mayor de dieciocho años.
—Estoy buscando a mi padre —dije, apoyándome en mi acento—. Runner Day. ¿Es usted el gerente?
—¡Ja! Gerente, contable, confesor, chico de la limpieza —dijo él abriendo la puerta—. Consejero de alcohólicos. Consejero de jugadores. Consejero de vagabundos. Bert Nolan. Esta es mi casa. Entra, querida, y recuérdame tu nombre.
Abrió la puerta de una habitación llena de camastros, un fuerte olor a lejía se elevaba desde el suelo. El diminuto Bert me condujo por entre las filas de camastros, con los colchones aún hendidos desde la noche anterior, hasta un despacho de su mismo tamaño, de mi mismo tamaño, donde había un pequeño escritorio, un archivador y dos sillas plegables, en las que nos sentamos. La luz del fluorescente no le sentaba bien a la cara, salpicada de hoyuelos oscuros y espinillas.
—No soy un bicho raro, no crea —dijo sacudiendo la revista Gato Caprichoso en mi dirección—. Es que ahora tengo una gata, y nunca había tenido una. Por ahora no me gusta mucho. Se suponía que tenía que ser algo bueno para la moral, pero lo único que hace es mearse en las camas.
—Yo tengo un gato —dije conciliadora, sorprendiéndome a mí misma por mi repentina e intensa afición por Buck—. Si lo hacen fuera de su cajita de arena suele ser porque están enfadados.
—¿De verdad?
—Sí, de lo contrario son mascotas bastante dóciles.
—Ah —dijo Nolan—. ¿Así que buscas a tu padre? Sí, lo recuerdo, hablamos hace unos días. Day. Él es como la mayoría de los hombres de aquí, se sienten felices de que alguien pregunte por ellos después de toda la mierda que han dejado en sus casas. Normalmente por asuntos de dinero. O más bien por asuntos de falta de dinero. Poco dinero, mucho alcohol. Eso no saca lo mejor de cada uno. Runner Ah.
—Me escribió una carta, decía que volvía a estar aquí.
—¿Quieres llevártelo a casa, cuidar de él? —preguntó Bert. Sus ojos negros brillaron como si se riera de un chiste que sólo él sabía.
—Bueno, no estoy segura de eso. Sólo quería verlo.
—Ah, ya. Era una pregunta capciosa. La gente siempre dice que va a venir para llevárselos y cuidarlos, pero luego nunca lo hacen. —Nolan se olió los dedos—. Ya no fumo, pero a veces mis malditos dedos siguen oliendo a tabaco.
—¿Él está aquí?
—No, no está. Se ha ido otra vez. A los bebedores no les dejo que se queden. Él ya ha hecho unas cuantas… huelgas personales.
—¿Dijo adónde iba?
—Yo nunca doy direcciones. Creo que es la manera más inteligente de evitar problemas. Pero te diré una cosa, porque pareces una buena chica…
—¡Beeeert! —llegó un aullido desde fuera del edificio.
—Ah, no hagas caso, es sólo uno de mis hombres tratando de entrar antes de tiempo. Ésta es otra de las cosas que no se deben hacer: nunca dejes entrar a nadie antes de la hora, nunca. Y tampoco más tarde.
A Bert se le había ido el santo al cielo; se detuvo frente a mí, expectante.
—Ha dicho que me iba a decir algo —le recordé.
—¿Qué?
—¿Puede ayudarme a encontrar a mi padre?
—Ah, sí. Puedes darme una carta para él.
—Señor Nolan, ya le envié una para que se la diera. Por eso estoy aquí. Necesito encontrarlo de verdad. —Me sorprendí en la misma postura que Runner, las palmas en el borde de la mesa, lista para lanzarme si me enfadaba lo suficiente.
Nolan cogió una figurita de yeso que representaba a un hombre viejo y calvo, con los brazos extendidos hacia delante y expresión desesperada, pero no pude leer las palabras que había en la base. Bert parecía encontrar consuelo en aquella cosa. Dejó escapar un suspiro entre los labios apenas abiertos.
—Bueno, querida, te diré algo: sé que tu padre está en Lidgerwood. Uno de mis hombres lo vio anoche en la puerta del Cooney’s. Anda buscándose la vida por ahí. Pero prepárate para llevarte una decepción.
—¿Una decepción? ¿En qué sentido?
—Oh, en todos los sentidos.
* * *
Cuando Bert Nolan se levantó para acompañarme fuera de su despacho, me dio la espalda, y yo inmediatamente le robé la figurita. Pero me obligué a devolverla a su sitio, y me llevé una bolsa de patatas fritas y un lápiz en su lugar. Progreso. Los puse en el asiento del acompañante mientras conducía hacia el bar más cercano: el Cooney’s.
El Cooney’s no estaba decorado al estilo del Lejano Oeste. El Cooney’s era un verdadero tugurio de mierda. Tres caras arrugadas me miraron cuando abrí la puerta. Incluida la del barman. Pedí una cerveza, el tipo me espetó que tenía que ver mi carné de conducir, y lo sostuvo a la luz, a la altura de su barriga, soltando un «mmm» cuando comprobó que no era falso. Di un trago, me senté y les di tiempo para que se acostumbraran a mí. Entonces hablé. En cuanto pronuncié el nombre de Runner, el lugar entero se iluminó.
—Ese capullo me robó tres cajas de cervezas —dijo el barman—. Se acercó por detrás, a plena luz del día, y me las birló de la camioneta. Y eso que le he invitado a un montón de copas, créeme.
El hombre de mediana edad me agarró por el brazo con fuerza y me dijo:
—Tu maldito padre me debe doscientos pavos. Y quiero cobrarlos. Dile que lo estoy buscando.
—Yo sé dónde podéis encontrarlo —dijo un viejo con una barba a lo Hemingway y la complexión de una niña.
—¿Dónde? —dijeron todos a la vez.
—Apuesto a que está con esos okupas que se han instalado en el vertedero del Gobierno. Deberías ver aquello —añadió más para el barman que para mí—, es como los poblados de chabolas de la época de la Gran Depresión, sólo hay hogueras y barracas.
—¿Por qué diablos querría nadie vivir en el vertedero? —espetó el barman.
—Bueno, ya sabes que por allí no se dejarán ver las autoridades.
Todos se rieron con desprecio.
—¿Ir allí es seguro? —pregunté. Me imaginé barriles de desechos tóxicos y lodo de color verde.
—Claro, si no bebes el agua del pozo y no eres un saltamontes.
Levanté las cejas.
—Es un viejo vertedero de pesticidas para plagas, todo aquello está empapado de arsénico.
—Y de mierda —dijo el barman.