22. Patty Day

2 DE ENERO DE 1985

6:11 P.M.

Patty seguía murmurando disculpas mientras Lou Cates la acompañaba precipitadamente a la puerta y de repente se encontró fuera, en el aire congelado, parpadeando rápidamente. Antes de conseguir mover los labios, de emitir cualquier tipo de sonido, se abrió la puerta de nuevo y salió un hombre de unos cincuenta años que cerró la puerta tras de sí. Ahora eran cuatro los que estaban fuera: Patty, Diane, Libby y el hombre, con ojeras de Basset Hound bajo unos ojos lacrimosos y el pelo canoso peinado hacia atrás. Se pasó la mano por el cabello engominado mientras evaluaba a Patty, cuyo anillo irlandés Caddagh brillaba en su dedo.

—¿Señora Patty Day? —Su aliento a café permaneció en el aire frío, algo descolorido.

—Yo soy Patty Day. La madre de Ben Day.

—Hemos pasado por aquí para intentar aclarar este asunto —interrumpió Diane—. Hemos oído muchos rumores, pero nadie se ha molestado en hablar con nosotros directamente.

El hombre se puso las manos en la cintura, miró a Libby y apartó la vista rápidamente.

—Soy el inspector Jim Collins, a cargo de esta investigación. He venido para hablar con estas familias, pero por supuesto, luego me iba a poner en contacto con ustedes. Me han ahorrado el viaje. ¿Qué les parece si vamos a hablar a algún otro sitio? Aquí hace un poco de frío.

Fueron a un Dunkin’ Donuts, junto a la autopista, en dos coches. Diane contó un chiste sobre polis y donuts y a continuación maldijo a la señora Cates: «No nos ha hecho ni caso». Normalmente Patty hubiera dicho algo en defensa de la señora Cates: los papeles de Diane y Patty, la directa y la conciliadora, estaban bien definidos. Pero la familia Cates no necesitaba defensa alguna.

El inspector Collins estaba esperándolas con tres tazas de café y un vaso de leche para Libby.

—No sabía si ustedes le dejan comer dulces —dijo, y Patty se preguntó si él pensaría que ella era una mala madre si le compraba un donut a Libby. Especialmente si se enteraba de que habían comido tortitas esa mañana. Esta será mi vida a partir de ahora —pensó—, siempre preocupada de lo que dirá la gente. Sin embargo, Libby ya estaba restregándose la cara contra el escaparate de los pastelitos, pegando saltitos de un pie a otro, así que Patty rebuscó unas monedas en el bolsillo y le compró un donut glaseado de rosa, que le dio en una servilleta. En ese momento no podía negarle nada, no podía soportar que la niña estuviera mirando fijamente y de manera lastimosa todos aquellos dulces de color rosa pastel, mientras ella mantenía una conversación sobre si su hijo era o no un pederasta satánico. Estuvo a punto de echarse a reír de nuevo. Acomodó a Libby en una mesa contigua y le dijo que se estuviera quieta y que comiera mientras los mayores hablaban.

—¿Son todos pelirrojos? —preguntó Collins—. ¿De dónde viene el rojo? ¿Son irlandeses?

Patty recordó la conversación que siempre tenía con Len sobre su pelo rojo y pensó: Nos quedaremos sin la granja. ¿Cómo he podido olvidar que nos quedamos sin la granja?

—Alemanes —dijo por segunda vez ese día.

—Tiene un par de niñas más, ¿verdad? —dijo Collins.

—Sí. Tengo cuatro hijos.

—¿Del mismo padre?

Diane susurró en la silla junto a ella:

—¡Naturalmente que del mismo padre!

—Pero está usted sola, ¿correcto? —preguntó Collins.

—Estamos divorciados, sí —dijo Patty intentando sonar tan mojigata como la mujer de un predicador.

—¿Qué tiene que ver esto con lo que está pasando con Ben? —dijo bruscamente Diane, inclinándose hacia él en la mesa—. Por cierto, soy la hermana de Patty. Cuido de estos niños casi tanto como ella.

Patty se estremeció, y el inspector se percató de ello.

—Vamos a intentar llevar esto de manera civilizada —dijo Collins—. Porque nos queda un largo camino que recorrer juntos antes de que se aclare todo esto. Los cargos que apuntan hacia su hijo, señora Day, son muy serios, y de naturaleza muy inquietante. Hay cuatro niñas que dicen que Ben las tocó en sus partes íntimas y que las obligó a tocarle. Que las llevó a alguna granja e hicieron cosas… relacionadas con los rituales satánicos. —Dijo «rituales satánicos» como alguien que no tiene ni idea de coches y repite lo que le ha dicho el mecánico: «Se ha roto la bomba de la gasolina».

—Ben no tiene coche —dijo Patty de manera prácticamente imperceptible.

—Aunque la diferencia de edad entre un niño de once años y uno de quince es sólo de cuatro años, esos años son cruciales —continuó Collins—. Si las acusaciones resultaran ser ciertas, su hijo se vería en una situación muy difícil. Y, francamente, tendremos que hablar no sólo con Ben, sino también con sus hermanas.

—Ben es un buen chico —dijo Patty, lamentando que la voz le sonara tan floja y débil—. Cae bien a todo el mundo.

—¿Qué piensan de él en la escuela? —preguntó Collins.

—¿Perdone?

—¿Es bien visto por sus compañeros?

—Tiene muchos amigos —farfulló Patty.

—Creo que no los tiene, señora —dijo Collins—. Por lo que hemos averiguado, le gusta estar solo.

—¿Y eso qué demuestra? —saltó Diane.

—No demuestra absolutamente nada, señorita…

—Krause.

—No demuestra absolutamente nada, señorita Krause. Pero esa circunstancia, combinada con el hecho de que no tiene una figura paterna sólida a su lado, me hace pensar que podría ser más vulnerable a, digamos, influencias negativas. Drogas, alcohol, gente que tal vez sea algo más peligrosa, con problemas.

—No se relaciona con delincuentes, si eso es lo que le preocupa —dijo Patty.

—Entonces deme el nombre de algunos de sus amigos —comentó Collins—. Dígame con qué gente va. Dígame con quién estuvo el fin de semana pasado.

Patty permaneció inmóvil, muda. Después movió la cabeza en un gesto de negación y cruzó las manos cerca de una mancha de glaseado de chocolate que había en la mesa. Había tardado en ocurrir, pero ahora estaba desvelando cómo era ella realmente: una mujer incapaz de controlar su vida, que vivía de emergencia en emergencia, pidiendo dinero prestado, apenas durmiendo, escabulléndose cuando tendría que haber estado ocupándose de Ben, motivándole para que se interesara por un hobby o para unirse a un club, secretamente agradecida cuando él se encerraba en su cuarto o desaparecía por la noche, sabiendo que tenía un niño menos del que encargarse.

—Por lo que veo, no está muy al tanto de las actividades de su hijo —suspiró Collins, como si ya supiera el final de la historia.

—Queremos un abogado antes de que esto continúe, antes de que hable con los niños —interrumpió Diane.

—Francamente, señora Day —dijo Collins, sin siquiera mirar a Diane—, con tres niñas en casa, si yo fuera usted, querría más que nadie que todo saliera a luz. Este tipo de comportamientos son incontrolables. De hecho, si es cierto, y para serle sincero, creo que lo es, sus hijas probablemente fueron sus primeras víctimas.

Patty se volvió para mirar a Libby, que seguía sentada, chupando el glaseado del donut. Pensó en lo mucho que Libby buscaba a Ben. Pensó en todas las tareas que los niños hacían solos. En ocasiones, tras un día de trabajo con Ben en el granero, las niñas volvían a la casa irritadas, llorosas. Pero… ¿y qué? Eran niñas, se cansaban y se enfadaban. Quería tirarle el café a la cara a Collins.

—¿Puedo hablarle claro? —dijo Collins, envolviéndola con su voz—. No puedo ni imaginar lo horrible que debe de ser para una madre oír esas cosas. Pero le puedo decir algo, y lo dice nuestro psicólogo, que ha estado trabajando con ellas cara a cara: esas niñas nos están contando cosas que ni un estudiante de quinto de primaria sabría, a menos que realmente le hubieran pasado. Dice que son los clásicos escenarios de abuso. Habrá oído hablar del caso McMartin, supongo.

Patty lo recordaba vagamente. Un jardín de infancia en California cuyos maestros estaban siendo juzgados por satanismo, por abusar de los niños. Se acordaba del telediario de la noche: una bonita y soleada casa en California, con unas letras negras estampadas encima: «Guardería de Pesadilla».

—Me temo que el satanismo no es poco común —comentó Collins—. Se ha abierto camino en todas las áreas de la sociedad. Los adoradores de Satán suelen tentar a jóvenes para unirlos al rebaño. Y uno de sus objetivos es la… degradación de niños.

—¿Tiene alguna prueba? —le gritó Diane—. ¿Algún testigo, aparte de unas niñas de once años? ¿Tiene hijos usted? ¿Sabe la facilidad que tienen para imaginarse cosas? Su vida entera es una fantasía. De modo que ¿hay alguien más que respalde esas mentiras, además de un grupo de niñitas y un psiquiatra de Harvard sabelotodo que les tiene a todos impresionados?

—Bueno, tanto como pruebas… Todas las niñas dijeron que se quedó con sus bragas como una especie de souvenir morboso —le dijo Collins a Patty—. Si nos deja echar un vistazo en su casa, tal vez podríamos empezar a aclarar eso.

—Antes tenemos que hablar con un abogado —le dijo Diane a su hermana.

Collins se tomó el café de un trago y contuvo un eructo, se pegó con el puño en el pecho y le sonrió tristemente a Libby por encima del hombro de Patty. Tenía la típica nariz roja de bebedor.

—Lo primero es mantener la calma. Hablaremos con todas las personas involucradas —dijo Collins, todavía ignorando a Diane—. Hemos hablado con varios profesores del instituto y de la escuela, y lo que hemos oído no nos hace sentir mejor, señora Day. Una maestra, la señora… Darksilver…

Miró a Patty para que le confirmara el nombre, y ella asintió. La señora Darksilver siempre había querido a Ben, había sido uno de sus alumnos preferidos.

—Esta mañana ha visto a su hijo husmeando en la casilla de Krissi Cates. En la escuela de primaria. Durante las vacaciones de Navidad. Esto me inquieta. —Miró a Patty fijamente, con los ojos rojos—, y la señora Darksilver dice que, al parecer, estaba excitado.

—¿Qué quiere decir? —dijo Diane de manera brusca.

—Tuvo una erección. Cuando miramos en la casilla de Krissi, encontramos una nota de carácter insinuante y provocativo. Señora Day, en nuestras entrevistas, su hijo ha sido definido repetidas veces como un paria, un inadaptado social. Raro. Se le considera una bomba de relojería. Algunos maestros incluso le tienen miedo.

—¿Miedo? —repitió Patty—. ¿Cómo pueden tenerle miedo a un niño de quince años?

—No sabe lo que encontramos en su taquilla.

* * *

Lo que encontraron en su taquilla. Patty pensó que Collins diría drogas o revistas pornográficas o, en un mundo más misericordioso, un montón de petardos ilegales. Ojalá fuese eso: una docena de bengalas esperando a ser prendidas en su mochila. Eso podía soportarlo.

Incluso cuando Collins había hecho su suave introducción —«Esto es muy alarmante, señora Day, quiero que se prepare»—, Patty había pensado que tal vez sería una pistola. A Ben le encantaban las pistolas, siempre le habían encantado, era como su etapa de avioncitos y su etapa de camiones, excepto que ésta seguía. Era algo que hacían juntos —que habían hecho juntos—, cazar, disparar Tal vez había llevado una a la escuela simplemente para exhibirla. La Colt Peacemaker Su favorita. Se suponía que no podía cogerla sin su permiso, pero, si la había cogido, ya lo arreglarían. Así que ojalá fuera una pistola.

Collins se había aclarado la garganta y había dicho, con una voz que los hizo inclinarse hacia delante:

—Encontramos unos… despojos… en la taquilla de su hijo. Órganos. En un principio pensamos que tal vez fueran de un bebé, pero parece que son de animal. Órganos femeninos en un recipiente de plástico, tal vez de un perro o de un gato. ¿Se les ha perdido un perro o un gato?

Patty aún estaba mareada por la noticia. No podía creer que realmente pensaran que Ben podría tener órganos de un bebé en su taquilla, que su hijo fuera un tarado. En ese mismo instante, mientras miraba fijamente las migas de donuts color pastel esparcidas, supo que Ben iría a prisión. Si pensaban que su hijo era tan depravado, no tenía oportunidad alguna.

—No, no nos falta ninguna mascota.

—Nuestra familia es de cazadores. De granjeros —dijo Diane—. Estamos con animales todo el tiempo. No sería tan extraño que Ben tuviera algo de algún animal.

—¿De veras? ¿Guardan órganos de animales en su casa? —Por primera vez, Collins miró directamente a Diane, con una mirada dura que mantuvo solamente durante un par de segundos.

—¿Hay alguna ley que lo prohíba? —espetó Diane.

—Uno de los rituales de los satanistas consiste en el sacrificio de animales, señora Day —dijo Collins—. Estoy seguro de que ha oído hablar de esa res despedazada a hachazos cerca de Lawrence. Creemos que existe relación entre este suceso y lo de las niñas.

Patty tenía una mirada fría. Ya estaba hecho, estaba todo hecho.

—¿Qué quieren que haga yo? —preguntó.

—La acompañaré a casa para hablar con su hijo, ¿de acuerdo? —dijo Collins en tono paternal, la voz más aguda, convertida casi en un susurro. Patty podía sentir cómo Diane, a su lado, apretaba las manos en un puño.

—No está en casa. Lo hemos estado buscando.

—Tenemos la necesidad imperiosa de hablar con su hijo, señora Day. ¿Dónde cree que podemos encontrarlo?

—No sabemos dónde está —intervino Diane—. Estamos en el mismo barco que usted.

—¿Va a arrestarlo? —preguntó Patty.

—No podemos hacer nada hasta que hablemos con él, y cuanto antes lo hagamos, antes arreglaremos todo esto.

—Eso no es una respuesta —dijo Diane.

—Sólo tengo ésa, señora.

—Eso significa sí —dijo Diane, y por primera vez bajó la mirada.

Collins se había levantado y se había acercado a Libby mientras respondía esa última pregunta, ahora estaba arrodillado junto a ella, diciéndole un «Hola, cielo, ¿cómo estás?».

Diane le agarró del brazo.

—Déjela.

Collins la miró con el ceño fruncido.

—Sólo intento ayudar ¿No quiere saber si Libby está bien?

Sabemos que Libby está bien.

—¿Por qué no deja que ella me lo diga? Podríamos pedir a los servicios sociales que…

—Que le den —dijo Diane, poniéndose delante de él.

Patty se quedó en su sitio, deseando desconectar. Oía a Diane y a Collins discutir tras ella, pero permaneció sentada, observando cómo la mujer de detrás de la barra preparaba un café, e intentó enfocar todo su interés en ella. Pero al cabo de unos segundos Diane la cogió del brazo y las arrastró, a ella y a Libby, que tenía la boca sucia de donut, fuera del restaurante.

* * *

Patty tenía ganas de llorar camino de casa, pero quería esperar a que se fuera su hermana. Diane la obligó a conducir, argumentando que le iría bien concentrarse. Patty estaba tan distraída que Diane tenía que ir diciéndole qué marcha meter «¿Por qué no pruebas con la tercera?… Ahora convendría que pusieras segunda». Libby iba en el asiento trasero, sin decir nada, hecha un ovillo, con las rodillas en la barbilla.

—¿Va a pasar algo malo? —preguntó Libby al fin.

—No, cariño.

—Pues a mí me parece que va a pasar algo malo.

Patty sintió otra punzada de pánico: qué demonios hacía metiendo a una niña de siete años en una situación así. Su madre no lo hubiera hecho. Pero, claro, su madre tampoco habría criado a Ben de la manera en que lo había hecho ella —sin prestarle la debida atención y con los dedos cruzados, fiándolo a la suerte—, así que todo eso no habría pasado.

Necesitaba llegar a casa, al nido, sentirse segura. Esperaría a que regresara Ben —ya pronto tendría que estar de vuelta—, y Diane iría a indagar por ahí: quién sabía qué, de qué lado estaba la gente, y con qué amigos, por el amor de Dios, iba Ben.

Cuando llegaron a la casa, vieron el Cavalier de Patty y otro coche, un deportivo de dos plazas, que parecía tener unos diez años, cubierto de barro.

—¿Quién es? —preguntó Diane.

—Ni idea. —Lo dijo de manera trágica. Patty ya sabía que, fuera quien fuera, las noticias serían deprimentes.

Abrieron la puerta y sintieron una oleada de aire caliente procedente del interior. El termostato debía de estar a más de treinta. Lo primero que vieron fue una caja de cacao abierta en la mesa del comedor, con un rastro de su contenido que llevaba a la cocina. Entonces Patty oyó esa risa silbante y lo supo. Runner estaba sentado en el suelo, bebiendo chocolate caliente, con sus hijas apoyadas contra él. Estaban viendo un documental de vida salvaje en la tele, y las niñas gritaban y se aferraban a él mientras un caimán salía estrepitosamente del agua y se precipitaba sobre algo con cuernos.

Levantó la mirada perezosamente.

—Hola, Patty. Cuánto tiempo.

—Tenemos asuntos familiares que resolver —intervino Diane—. Deberías irte.

Durante aquellas largas semanas que Runner había estado en la casa, él y Diane habían discutido a menudo; ella gritaba y él la mandaba a paseo: «Tú no eres su marido, Diane». Él se iba al garaje, se emborrachaba y se pasaba horas lanzando una vieja bola de béisbol contra la pared. Diane no iba a conseguir que Runner se fuera de casa.

—Déjalo, Diane —dijo Patty—. Ve a dar una vuelta por ahí y llámame cuando sepas más cosas de lo que está pasando, ¿vale?

Diane fulminó a Runner con la mirada, refunfuñó algo y se fue, cerrando la puerta con firmeza tras de sí.

Michelle dijo: «¿Y a ésta qué le pasa?», y le hizo una mueca a su padre, la pequeña traidora. Su pelo marrón tenía electricidad estática donde Runner le había dado un cachete. Él siempre había sido raro con sus hijos, juguetón, pero de manera brusca. No se comportaba con ellos como un adulto. Le gustaba pellizcar a las niñas y zarandearlas para reclamar su atención. Cuando estaban viendo la tele, de repente se acercaba y les daba tales pellizcos que las hacía llorar Él se reía y decía: «Vamos, no os pongáis así, sólo os estaba saludando». Y, cuando las acompañaba a alguna parte, iba un par de pasos detrás, en lugar de caminar junto a ellas, y las miraba de reojo. A Michelle le recordaba a un viejo coyote persiguiendo y jugando ladinamente con su presa antes de atacar.

—Papá nos ha hecho macarrones —dijo Debby—. Se va a quedar a cenar.

—Ya sabéis que no debéis dejar entrar a nadie en casa mientras estoy fuera —dijo Patty, recogiendo el polvo con un trapo mugriento.

Michelle puso los ojos en blanco y se apoyó en el hombro de Runner.

—Pero, mamá, es papaaaaá.

Todo sería mucho más fácil si Runner estuviera muerto. Tenía tan poco contacto con sus hijos, les era de tan poca ayuda, que si se muriera las cosas mejorarían. Pero seguía vivo, y aterrizaba de vez en cuando de manera inesperada con ideas, planes y órdenes que los niños solían obedecer. Porque lo decía papá.

Le encantaría ponerlo en su sitio. Contarle lo de su hijo y la inquietante colección de su taquilla. La idea de Ben cortando y guardando pedazos de animales le hacía atragantarse. Lo de la niña de los Cates y sus amigas era un malentendido que podría acabar bien o mal. Pero para el surtido de pedazos de carne no podía encontrar una excusa, y eso que solía ser buena buscando excusas. No le preocupaba lo que pudiera decir Collins acerca de que Ben podía haber abusado de sus hermanas. Había estado analizando esa posibilidad camino de casa, desde todo los ángulos posibles, a fondo, de manera rigurosa. Y no le cabía la menor duda: Ben nunca haría eso.

Pero también sabía que su hijo se recreaba con el dolor ajeno. Recordó lo de los ratones: golpeándolos con la pala como un robot, los dientes apretados en una mueca mientras el sudor le caía por la cara. Había sentido placer con eso, ella lo sabía. Se enzarzaba en peleas con sus hermanas, buscando el límite. A veces las risitas se convertían en llantos y, cuando ella acudía a ver qué pasaba, Ben le estaba retorciendo el brazo a Michelle por detrás de la espalda y se lo iba subiendo. O inmovilizaba a Debby y le daba pellizcos hasta que le salían puntitos de sangre. Con las niñas se mostraba como Runner: excitado y tenso.

—Papá tiene que irse.

—Por Dios, Patty, ¿ni siquiera un hola antes de echarme a la calle? Venga, vamos a hablar. Tengo una propuesta de negocio para ti.

—No estoy en posición de hacer negocios. Runner —dijo—. No tengo ni un centavo.

—No eres tan pobre como dices —dijo con una mirada maliciosa, y se puso la gorra de béisbol al revés, sobre el escaso pelo que le quedaba. Había querido que sonara como una broma, pero le salió en un tono más bien amenazador, como si fuera mejor que tuviera algo de dinero si sabía lo que le convenía.

Se quitó a las niñas de encima y fue hacia ella, acercándose demasiado, como siempre, con la camisa pegada al pecho por el sudor de la cerveza.

—¿No acabas de vender el cultivador, Patty? Vern Evelee me ha dicho que acabas de vender el cultivador.

—Todo ese dinero se ha ido, Runner. Siempre se va tan pronto como lo consigo. —Hizo como si revisara el correo. Él permaneció al lado de ella.

—Necesito que me ayudes. Sólo necesito un poco de dinero para llegar a Texas.

Por supuesto, Runner querría ir a donde hiciera calor en invierno, viajando sin niños, como un temporero, un insulto a ella y a su granja y al cariño que ella le tenía a su único pedazo de tierra. Trabajaba un tiempo y se gastaba el dinero en cosas estúpidas: palos de golf, porque se imaginaba jugando al golf algún día, o un equipo estéreo que nunca usaría. Ahora estaba planeando largarse a Texas. Ella y Diane habían ido en coche hasta el Golfo, en la época del instituto. Había sido la única vez que Patty había ido a algún sitio. Había sal en el aire, podías chuparte un mechón de pelo y la boca se te hacía agua. Runner se las arreglaría para conseguir dinero y se pasaría el resto del invierno en algún bareto junto al mar, bebiendo cerveza mientras su hijo iba a la cárcel. No podía permitirse pagar un abogado para Ben. No hacía más que pensar en eso.

—No puedo ayudarte, Runner Lo siento.

Intentó llevarlo hacia la puerta, pero él la empujó hacia el interior de la cocina, haciéndole volver la cabeza con su aliento rancio y dulzón.

—Vamos, Patty, ¿por qué me haces suplicarte? Estoy metido en un buen aprieto. Es cuestión de vida o muerte. Me tengo que largar pitando. Sabes que no te lo pediría si no. Si no reúno algo de dinero, me pueden matar esta misma noche. Dame solamente ochocientos dólares. La cifra hasta le hizo reír ¿Acaso pensaba que llevaba esa cantidad encima como si fuera dinero de bolsillo? ¿No podía mirar alrededor y ver lo pobres que eran, las niñas en mangas de camisa en pleno invierno, el congelador lleno de paquetes de carne barata caducados hacía un año? Eso definía bien lo que eran: un hogar con la fecha de caducidad pasada.

—No tengo nada. Runner.

La miró fijamente, el brazo contra la puerta para cortarle el paso.

—Tienes joyas, ¿no? Tienes el anillo que te di.

—Runner, por favor, Ben está metido en un lío, un lío muy feo, me están pasando muchas cosas malas en este momento. Vuelve en otro momento, ¿vale?

—¿Qué demonios ha hecho Ben?

—Ha ocurrido algo en la escuela, y el pueblo está un poco alborotado. Creo que voy a tener que contratar un abogado, así que necesito todo el dinero que tengo para él y…

—Así que sí tienes dinero.

—No, Runner.

—Dame al menos el anillo.

—Ya no lo tengo…

Las niñas simulaban ver la tele, pero sus voces cada vez más altas hicieron que Michelle, la entrometida Michelle, se volviera y los mirara abiertamente.

—Dame el anillo, Patty —dijo extendiendo la mano como si ella aún lo llevara puesto, aquel anillo de compromiso de oro falso que a ella le daba vergüenza llevar, incluso a los diecisiete años. Se lo había regalado tres meses después de haberle pedido la mano. Tardó tres meses en levantar el culo, bajar a una tienda de todo a cien y comprar aquella baratija mientras se bebía la tercera cerveza. «Te quiero para siempre, nena», le había dicho. Ella supo de inmediato que él acabaría largándose, que no era el tipo de hombre del que se pudiera depender, que ni siquiera era un hombre que le gustara mucho. Aun así, se había quedado embarazada tres veces más, porque a él no le gustaba ponerse condón.

—Runner, ¿te acuerdas de qué tipo de anillo era? Con ese anillo no vas a conseguir dinero. Te costó unos diez dólares.

—No me vengas ahora con ésas.

—Te aseguro que, si hubiera valido algo, lo habría empeñado.

Permanecieron de pie, mirándose, Runner respirando como un burro enfadado, con las manos temblorosas. La cogió por los brazos y a continuación la soltó lentamente, con expresión furiosa. Le temblaba hasta el bigote.

—Te vas a arrepentir de esto, Patty.

—Ya lo estoy, Runner. Hace tiempo que me arrepentí.

Se volvió y tiró el paquete de cacao al suelo con la chaqueta, esparciendo aún más polvo marrón a sus pies.

—Adiós, niñas, vuestra madre es… ¡una ZORRA! —Le dio una patada a una de las sillas de la cocina, que salió despedida hasta el salón. Todas se quedaron inmóviles, como criaturas del bosque. Runner caminaba en pequeños círculos, y Patty se preguntaba si debía ir corriendo a por el rifle o coger un cuchillo de cocina, mientras deseaba con todas sus fuerzas que se largara.

—¡Gracias por NADA, HOSTIA! —Se dirigió a la puerta, la abrió con tanta fuerza que agrietó la pared tras ella, y ésta rebotó y se volvió a cerrar. La abrió de nuevo de una patada y la estampó otra vez contra la pared, bajó la cabeza y siguió pegando portazos, una y otra vez.

Al fin se fue, su coche se alejó de la casa con un chirrido. Patty cogió la escopeta, la cargó y la puso sobre la repisa de la chimenea, junto con más cartuchos. Por si acaso.