21. Libby Day

AHORA

Cuando iba a primaria, como los psicólogos querían canalizar mi maldad hacia alguna salida constructiva, yo cortaba cosas con las tijeras. Telas baratas que Diane compraba al por mayor Yo las recortaba con las viejas tijeras metálicas subiendo y bajando: Teodioteodioteodio. El suave zumbido de la tela al cortarla, aquel instante perfecto al final, cuando el pulgar empieza a dolerte y los hombros se te encogen por la postura forzada, y corta, corta, corta… Libre, la tela oscila ahora, dos piezas en tus manos, una cortina abierta. Y luego ¿qué? Así me sentía ahora, como si hubiera estado serrando algo, hasta el final, y aquí estaba, otra vez sola, en mi casita, sin trabajo, sin familia, sujetando dos piezas de tela sin saber lo que había que hacer a continuación.

Ben estaba mintiendo. Yo no quería que fuera verdad, pero era indiscutible. ¿Por qué iba a mentir sobre una novieta idiota del instituto? Mis pensamientos revoloteaban como pájaros atrapados en un desván. Quizá Ben decía la verdad y la nota de Diondra no era para él, sencillamente formaba parte de la confusión de trastos habitual en cualquier casa llena de niños en edad escolar Demonios, Michelle podía haberla cogido de la papelera después de que algún chico mayor la hubiera tirado, un desperdicio útil para su continuo chantaje barato.

O a lo mejor Ben conocía a Diondra, amaba a Diondra, e intentaba mantenerlo en secreto porque Diondra estaba muerta.

La había matado la misma noche que mató a nuestra familia, una de sus inmolaciones satánicas, la había enterrado en algún lugar de la enorme llanura agrícola que es Kansas. El Ben que me asustaba estaba dentro de mi cabeza: podía evocar la hoguera de una acampada, el chorrear del licor en la botella, Diondra-la-del-anuario, con los ojos cerrados y los bucles que bailaban al son de su risa, o de su canto, la cara rojiza por el reflejo de las llamas mientras Ben, de pie detrás de ella, levantaba suavemente una pala, los ojos fijos en la coronilla de la muchacha…

¿Dónde estaban los otros chicos de la secta, el resto de los seguidores de Satanás? Si realmente existía una banda de adolescentes pálidos de ojos oscuros que habían enredado a Ben, ¿dónde estaban? Ya había leído cada detalle de la información disponible sobre el juicio. La policía no había encontrado nunca a nadie implicado con Ben en el culto a Satanás. Todos los chicos diabólicos de Kinnakee, despeinados fumadores de hachís, se convirtieron de nuevo en campesinos sanotes durante los días siguientes a la detención de Ben. ¡Qué conveniente! Dos consumidores habituales de droga de unos veintipico años declararon que Ben había aparecido en algún almacén abandonado, un lugar de reunión, el día de los asesinatos. Dijeron que había chillado como un demonio cuando alguien tocó una canción navideña. Dijeron que les había contado que iba a hacer un sacrificio. Dijeron que se fue con un tío llamado Trey Teepano, uno que supuestamente se dedicaba a mutilar vacas y a idolatrar al diablo. Teepano declaró que sólo conocía a Ben de vista. Él tenía una coartada para el momento en que tuvieron lugar los asesinatos: su papá, Greg Teepano, declaró que Trey estaba en casa con él en Wamego, a una distancia de más de sesenta millas.

Así que a lo mejor Ben estaba loco, él sólito. O a lo mejor era inocente. Otra vez esos pájaros aleteando en el desván. Paf, pum, catapum. Probablemente había estado sentada durante horas en el sofá, debatiendo conmigo misma sobre lo que debía hacer, vacilando, cuando oí los pesados pasos del cartero, que subía la escalera. Mi madre siempre nos obligaba a preparar galletas navideñas para el cartero. Pero el cartero de mi casa actual, o cartera, cambiaba cada cuatro o cinco semanas. Nada de galletas.

Eran tres sobres. Uno contenía publicidad sobre tarjetas de crédito, y otro, una factura a nombre de un tal Matt, que vivía en una calle lejos de la mía. El tercer sobre parecía ropa sucia, de lo arrugado y sobado que estaba. Utilizado. Habían tachado con un rotulador negro el nombre y la dirección de otra persona, y mi nombre y dirección estaban escritos en el pequeño espacio que quedaba debajo. «Señorita Libby Day».

Era de Runner.

Subí a mi habitación y me senté en el borde de la cama para leer la carta. Luego, como siempre que me pongo nerviosa, me acurruqué en un espacio pequeño, esta vez entre la cama y la mesita de noche, sentada en el suelo, con la espalda contra la pared. Abrí el sucio sobre y saqué una mugrienta hoja de papel de escribir femenino, ribeteada de rosas. La letra de mi padre hormigueaba a través de la página: menuda, puntiaguda, como si hubieran aplastado cien arañas en el papel.

Querida Libby:

Bien, Libby, pues aquí nos encontramos después de todo este tiempo, en un sitio extraño. Por lo menos yo. Nunca pensé que acabaría tan viejo, y cansado, y solo. Tengo cáncer. Dicen que me quedan sólo unos meses. Mejor para mí, de todos modos he estado aquí más tiempo del que me merezco. Así que me emocioné al tener noticias tuyas. Mira, sé que nunca fui cariñoso contigo. Era muy joven cuando tú naciste, y no fui el mejor padre, pero intenté cuidar de ti y ser cariñoso contigo cuando pude. Tu madre lo hizo difícil. Yo era un chaval y ella era aún más joven. Y después de los asesinatos fue muy difícil para mí Así que ya ves Necesito decirte algo, y por favor no me vengas con sermones de que tendría que haberlo hecho antes. Ya sé que tendría que haberlo hecho antes, pero entre mis problemas de juego y que soy un alcohólico, he tenido dificultades para enfrentarme a mis demonios. Conozco al verdadero asesino de aquella noche, y sé que no fue Ben. Diré la verdad antes de morir Si pudieras enviarme dinero, estaría contento de poder visitarte y te contada más. Quinientos dólares bastarían.

Espero que me escribas pronto.

Runner —Papá— Day

12 Donneran Rd.

Albergue Bert Nolan para Hombres

Lidgenvood, OK

PD: pregúntale el código postal a alguien, no me lo sé.

Agarré la lamparita y la arrojé hacia el otro lado de la habitación; la lámpara voló un metro hasta que el cable la paró en seco y cayó al suelo. Me levanté, la desenchufé de un tirón y la arrojé de nuevo. Chocó contra la pared, y la pantalla se desprendió y rodó sin rumbo; la bombilla rota asomaba por la parte de arriba como un diente quebrado.

—¡Jódete! —chillé. Me dirigía tanto a mí misma como a mi padre. Más que una estupidez, era una locura que yo, a estas alturas, pretendiera que Runner actuara de manera correcta. La carta no era más que una mano abierta, en la distancia, pidiendo una limosna, tratándome de ingenua. Le daría esos quinientos y no volvería a verlo hasta que yo buscara otra vez ayuda o más respuestas, y entonces él volvería a manipularme. A su propia hija.

Iría a Oklahoma. Di dos patadas a la pared, haciendo tintinear las ventanas, y estaba preparándome para la tercera cuando sonó el timbre de abajo. Instintivamente miré afuera, pero no veía más que la copa de un sicómoro y el cielo oscureciéndose. Me quedé paralizada, esperando que el intruso se marchara, pero el timbre volvió a sonar, cinco veces seguidas; gracias a mi ataque de rabia, la persona que estaba en el porche tenía la seguridad de que yo estaba en casa.

Iba vestida como solía vestir mi madre en invierno: una sudadera grande sin forma, un pantalón de chándal barato con forma de saco, calcetines gruesos y ásperos. Me volví hacia el armario, pero decidí que no importaba, y el timbre volvió a sonar.

Mi puerta no tiene cristal, por lo que no podía ver a la persona que esperaba fuera. Eché la cadena de seguridad y entreabrí la puerta, alcanzando a ver la parte de atrás de una cabeza, una melena enmarañada de color rojizo; entonces Krissi Cates dio media vuelta y me miró.

—Aquellas viejas de enfrente son bastante groseras —dijo, y saludó con la mano como una corista, un saludo parecido al que yo les había hecho la semana anterior, un saludo amplio y agresivo—. ¿Es que nadie les ha dicho que es de mala educación mirar fijamente a la gente?

Seguía observándola a través de la estrecha abertura que permitía la cadena, sintiéndome como una viejecita.

—Tengo tu dirección de cuando fuiste al club, ¿recuerdas? —dijo, agachándose un poco para mirarme a los ojos—. Lo que aún no tengo es el dinero que me prestaste. Pero, bueno, quería hablar un rato contigo. No puedo creer que no te conociera aquella noche. Bebo muchísimo, demasiado. —Lo dijo sin vergüenza, como si dijera que era alérgica al trigo—. Es realmente difícil encontrar tu casa. Y no he bebido nada. Pero nunca me aclaro con las direcciones. Si llego a una bifurcación y tengo que elegir entre la derecha y la izquierda, siempre escojo el camino equivocado. ¿Sabes?, debería escuchar a mi instinto y luego hacer lo contrario de lo que me dice. Pero no lo hago. No sé por qué.

Seguía soltando una frase tras otra, sin pedir que la dejara entrar, y probablemente por ese motivo me decidí a franquearle la puerta.

Entró respetuosamente, las manos entrelazadas como una niña bien, buscando en mi cuchitril algo que mereciera un cumplido, hasta que vio la caja de lociones al lado del televisor.

—Ah, yo también soy una fanática de las lociones, tengo una con aroma de pera que me mola mucho, pero ¿has probado la crema de ubre? Es la que solían ponerles a las vacas lecheras. ¿Sabes?, en las tetas. Es muy suave, puedes comprarla en la farmacia.

Negué indecisa con la cabeza y la invité a un café, a pesar de que sólo me quedaban unos granos de café instantáneo.

—Mmmmm, perdona, pero ¿tienes algo para beber? Ya sabes, los viajes dan sed.

Las dos fingimos que era normal que tuviera sed, como si dos horas en coche dieran unas ganas imperiosas de beber alcohol. Fui a la cocina esperando encontrar una lata de Sprite en algún lugar de la nevera.

—Tengo ginebra, pero nada para mezclarla —grité.

—Ah, vale —dijo—. Sola está bien.

Tampoco tenía cubitos —es un esfuerzo rellenar las bandejas—, así que serví dos vasos de ginebra a temperatura ambiente y cuando volví la encontré cerca de mi caja de lociones. Seguro que ya tenía unas cuantas botellitas metidas en los bolsillos. Llevaba un traje de chaqueta negro con un jersey rosa pálido de cuello alto, un estilo penosamente pretencioso para una artista de striptease. Que se quedara con la loción.

Le pasé el vaso y me fijé en sus uñas, pintadas a juego con el jersey, y luego me fijé en cómo se fijaba ella en el dedo que me falta.

—¿Eso es de…? —comenzó; fue la primera vez que la vi dudar y no acabar una frase. Asentí con la cabeza.

—¿Y qué tal? —dije, haciéndome la simpática. Suspiró y se acomodó en el sofá, los gestos delicados, como si estuviera tomando el té con damas elegantes. Me senté a su lado, crucé las piernas y luego volví a descruzarlas, de manera forzada.

—No sé cómo decirlo —empezó, tomando un trago de ginebra.

—Dilo sin más.

—Es que, cuando me di cuenta de quién eras…, quiero decir, viniste a mi casa aquel día.

—No he estado nunca en tu casa —contesté, confusa—. Ni siquiera sé dónde vives.

—No, ahora no, entonces. El día que mataron a tu familia, tú y tu madre vinisteis a mi casa.

—Mmm. —Entrecerré los ojos, intentando pensar En realidad, aquel día no me había parecido tan excepcional, sabía que Ben estaba metido en un lío, pero no el motivo ni la gravedad del tema. Mamá nos había escondido su creciente pánico. Sí, recordaba que había ido con mamá y Diane a buscar a Ben. Yo iba en el asiento trasero del coche, sola, todo el espacio para mí, muy satisfecha. Recuerdo que me había salpicado aceite en la cara cuando Michelle estaba friendo el salami. Recuerdo que visitamos casas bulliciosas, una fiesta de cumpleaños donde mamá creía posible encontrar a Ben. O algo parecido. Recuerdo haberme comido un bollo. Nunca encontramos a Ben.

—No te preocupes —interrumpió Krissi—. Yo sólo…, con todo lo que ha pasado, me olvidé. Te olvidé. ¿Te importa servirme otra? —Me tendió el vaso, con decisión, como si llevara un buen rato vacío. Lo llené hasta arriba para evitar nuevas interrupciones.

Tomó un sorbo, se estremeció.

—¿Quieres que vayamos a algún lado? —preguntó.

—No, no, sigue contando.

—Te mentí —dijo secamente.

—¿Sobre qué?

—Ben nunca abusó de mí sexualmente.

—Eso me parecía —dije, de nuevo intentando hacerme la simpática.

—Y tampoco abusó de ninguna otra chica.

—No. Todas, excepto tú, se retractaron de su declaración.

Se movió en el sofá, los ojos vueltos hacia la derecha, recordando su casa, su vida, hacía tanto tiempo.

—El resto era verdad —comentó—. Yo era una chica bonita, teníamos dinero y me iba bien en la escuela, el ballet clásico… Siempre pienso que si no hubiera contado aquella mentira estúpida… Si no hubiera salido de mi boca, mi vida sería totalmente diferente. Sería un ama de casa, y tendría mi propio estudio de ballet o algo así. —Se señaló con el dedo la barriga, siguiendo la cicatriz de la cesárea (que yo ya le había visto).

—Pero ¿tienes hijos, verdad? —pregunté.

—Siií —contestó haciendo un gesto raro con los ojos. No pregunté más.

—Entonces, ¿qué pasó? ¿Cómo empezó todo? —pregunté. No entendía el alcance de aquella mentira que Krissi había contado, cómo nos había llegado a afectar aquel día. Pero parecía importante, relevante; había tenido un efecto dominó, por citar a Lyle. Si la policía quería hablar con Ben por lo que había dicho Krissi, eso era significativo. Tenía que serlo.

—Bien, yo me había encaprichado de él. Y mucho. Y sé que yo también le gustaba. Estábamos unidos, de un modo que probablemente no era bueno. Sí, ya sé que él también era un niño, pero era lo bastante mayor para… para no haberme provocado. Nos besamos un día, y eso lo cambió todo…

—Le besaste.

—Nos besamos.

—¿Cómo?

—De una manera inapropiada, como adultos. No querría que ningún adolescente besara de esa manera a mi hija, que está en quinto.

No creía lo que me estaba diciendo.

—Continúa —dije.

—Más o menos una semana más tarde, durante las vacaciones de Navidad, fui a pasar la noche con un grupo de amigas a casa de una de ellas, y les conté que tenía un novio en el instituto. Estaba orgullosa. Me inventé cosas que hacíamos, cosas de sexo. Y una de ellas se lo contó a su madre, y su madre llamó a la mía. Aún lo recuerdo. Recuerdo a mi madre hablando por teléfono, y yo en mi cuarto, esperando a que ella viniera a gritarme. Siempre estaba cabreada por algo. Y vino, en plan simpático, ya sabes, y cogiéndome de la mano. «Cariñito, nenita, cuéntamelo todo, puedes fiarte de mí, juntas lo arreglaremos», y preguntándome si Ben me había toqueteado.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Pues lo del beso, no pensaba decir más. Sólo la verdad. Pero ella no pareció darle importancia, se puso en plan de «vale, no es para tanto. No hay problema». Recuerdo que dijo: «¿Eso es todo? ¿Eso es todo lo que pasó?», casi como si se sintiera decepcionada, y entonces me puse de pie y solté: «Me tocó aquí. Me obligó a hacer cosas».

—Y luego ¿qué?

—La cosa fue a más. Mi madre se lo dijo a mi padre, y él empezó a lamentarse: «Mi bebé, mi pobre niñita», y llamaron a la escuela y la escuela envió a un, esto…, a un psicólogo infantil. Era un tipo que había ido a la universidad, y él hizo imposible que yo dijera la verdad. Quería creer que habían abusado sexualmente de mí.

Fruncí el ceño.

—Lo digo en serio. Yo quería decirle la verdad y que él se la contara a mis padres, pero… me preguntaba si Ben me había forzado a hacer cosas sexuales, y yo decía que no, y él insistía. «Parece que eres una chica lista y valiente, dependo de ti para que me digas lo que pasó. Ah, ¿no pasó nada? ¡Dios! Creía que eras más valiente. Realmente esperaba que fueras lo bastante valiente para ayudarme con todo esto. ¿Podrías decirme al menos si por lo menos te acuerdas de este tipo de tocamiento o de qué dijo Ben? ¿Recuerdas si jugaste a un juego como éste? ¿Puedes decirme si por lo menos recuerdas eso? Ah, eso está bien. Sabía que podías hacerlo, qué niña más buena e inteligente». Y, no sé, a esa edad, si los adultos te insisten, te animan…, pues la mentira empieza a parecerte real. Y todos aquellos adultos querían que yo dijera que sí. Y mis padres me decían, muy serios: «Está bien decir la verdad. Decir la verdad está bien». Y entonces contabas la mentira que para ellos era la verdad.

Me acordaba de mi propio psiquiatra, después de los asesinatos: el doctor Brooner, que siempre iba de azul, mi color preferido, y que siempre me daba chuches cuando le decía lo que él quería oír. «Cuéntame cuando viste a Ben con aquel rifle, pegándole un tiro a tu madre. Sé que esto es muy difícil para ti, Libby, pero si lo dices, en voz alta, ayudarás a tu mamá y a tus hermanas, y te ayudarás a ti misma a ponerte bien. No te lo calles, Libby, no te calles la verdad. Puedes ayudar a que Ben sea castigado por lo que le hizo a tu familia». Yo entonces era una buena chica y dije que había visto a Ben matar a mi madre y cortar a mi hermana a trozos. Y luego me daban la manteca de cacahuete con mermelada de albaricoque, mi favorita, la que el doctor Brooner siempre me traía. Pienso que él realmente creía que estaba ayudando.

—Intentaban hacer que te sintieras cómoda, pensaban que cuanto más creían en ti, más fácil lo tendrías —dije—. Intentaban ayudarte, y tú intentabas ayudarles a ellos. —El doctor Brooner me dio un pin en forma de estrella con las palabras «SuperLista» y «SuperEstrella» después de que mi testimonio confirmara la condena de Ben.

—¡Sí! —dijo Krissi, sus ojos se agrandaron—. Aquel psicólogo me ayudó a visualizar escenas enteras. Las escenificábamos con muñecas. Y luego empezó a hablar con las otras chicas, chicas que no habían llegado a besar a Ben, y, ¿sabes?, en unos cuantos días nos habíamos inventado todo un mundo imaginario en el que Ben idolatraba al diablo, hacía cosas como matar conejos y nos forzaba a comer las entrañas mientras él nos hacía tocamientos. Fue una locura. Pero fue… divertido. Reconozco que es horrible, pero las chicas nos reuníamos, una noche nos quedamos en casa de una amiga y nos sentamos en círculo en el dormitorio, animándonos, inventando historias, cada cual más descabellada y escabrosa que la anterior, y… ¿has jugado alguna vez con una tabla Ouija?

—De niña.

—¡Bien! Ya sabes, quieres que todo sea de verdad, y alguien mueve la piececita del corazón un poquito y sabes que alguien la está moviendo, pero una parte de ti cree que quizá sea de verdad, que es un fantasma de verdad, y nadie dice nada, todo el mundo sabe que hay un acuerdo tácito de creer.

—¿Y en ningún momento dijiste la verdad?

—A mis padres se la dije. Aquel día, el día que vinisteis, habían llamado a la policía, todas las chicas estaban en mi casa. Nos dieron pastel y… ¡Por el amor de Dios, todo aquello fue una locura! Mis padres dijeron que me comprarían un estúpido cachorro para que me sintiera mejor Y luego se fueron los policías y se fueron las chicas y se fue el psicólogo, y yo subí a mi dormitorio y sin más empecé a llorar, y es que sólo entonces me di cuenta. Sólo entonces empecé a pensar.

—Pero dijiste que tu padre había salido en busca de Ben.

—No, era una pequeña fantasía. —Miró fijamente al otro lado de la habitación otra vez—. Cuando se lo dije, mi papá me sacudió con tanta fuerza que pensaba que se me caería la cabeza. Y, después de esos asesinatos, todas las chicas se dejaron llevar por el pánico, todo el mundo contó la verdad. Todos nos sentíamos como si hubiéramos llamado al diablo. Como si nos hubiéramos inventado esta malvada historia sobre Ben y una parte de ella se hubiera hecho realidad.

—Pero tu familia percibió una gran suma de dinero como compensación.

—No fue tanto. —Estudió lo que quedaba en el culo del vaso.

—Entonces, tus padres siguieron adelante después de que les dijeras la verdad.

—Mi padre era un hombre de negocios y quería recibir esa compensación.

—Pero él ya sabía que Ben no te había tocado.

—Sí, lo sabía —dijo, a la defensiva, haciendo aquel gesto con el cuello que recordaba a una gallina. Buck vino y se frotó contra su pierna, y ella, aparentemente tranquila, le acarició el pelaje con sus largas uñas—. Aquel año nos mudamos. Mi padre dijo que aquel lugar estaba contaminado. Pero el dinero no ayudó realmente. Recuerdo que me compró un perro, y cada vez que intentaba hablar del perro, él levantaba la mano para que lo dejara en paz. Mi madre nunca me perdonó. Yo llegaba a casa y le contaba algo que había pasado en la escuela y… y ella sólo decía: «¿De veras?». Como si yo mintiera, dijera lo que dijera. Podía decirle que había comido puré de patatas a mediodía, y ella decía: «¿De veras?». Y luego dejó de hablar. Cuando llegaba de la escuela, se iba a la cocina y abría una botella de vino, y se llenaba una y otra vez el vaso, deambulando por la casa, sin hablan Constantemente moviéndola cabeza en un gesto de negación. Recuerdo que una vez le dije que ojalá no la hubiera puesto tan triste, y ella dijo: «Pues lo hiciste».

Krissi lloraba ahora, acariciando al gato rítmicamente.

—Y se acabó. Antes de que acabara el año mi madre se había ido. Llegué un día de la escuela, y había vaciado su habitación. —Entonces dejó caer la cabeza hasta las rodillas, un gesto infantil, dramático, el pelo tirado sobre la cabeza. Yo sabía que ella quería una caricia, que la tranquilizara, pero me limité a esperar y finalmente me miró, desde abajo.

—Nadie me perdona nunca nada —gimió, la barbilla le temblaba. Quería decirle que yo sí la perdonaba, pero no lo hice. En vez de eso, le serví otro vaso.