20. Ben Day

2 DE ENERO DE 1985

5:58 P.M.

Diondra tenía una barriguita que a Ben le asustaba. Ya hacía algunas semanas que ella hablaba de la «animación». La animación había ocurrido, el bebé se movía, era un momento muy importante, especial, así que Ben tenía que ponerle la mano en el vientre todo el tiempo y sentir las pataditas del bebé. Estaba orgulloso de haberle hecho la barriga, orgulloso de haber hecho al bebé, al menos de la idea de haberlo hecho, pero no le gustaba tocar esa zona, y tampoco mirarla. La carne estaba rara, dura pero un poco blanda al mismo tiempo, como si fuera jamón pasado, y le daba vergüenza tocarla. Ella llevaba semanas cogiéndole de la mano y apretándosela allí, buscando alguna reacción en su cara, y se enfadaba cuando él no sentía nada. Durante un tiempo, de hecho, él había pensado que tal vez el embarazo era una de las bromas de Diondra para burlarse de él: permanecía sentado, con la mano sudorosa sobre ese asqueroso montón de piel, y pensaba: ese ruido sordo, ¿qué sería, el bebé, o una simple indigestión? Estaba preocupado. Le preocupaba que si no sentía nada —y aún no había sentido nada desde la animación— Diondra le gritara: «Está aquí mismo, es como un cañón disparándome en el útero, ¿cómo es posible que no lo notes?». Pero también le preocupaba que, si finalmente decía que sí, ella estallara en aquellas risotadas, aquellas carcajadas que la hacían doblarse por la mitad como si le hubieran pegado un tiro, la risa desternillante que provocaba que su pelo engominado se agitara como un árbol en una tormenta de nieve, porque, claro, no estaba embarazada, sólo estaba tomándole el pelo, ¿es que era tonto?

De hecho había buscado señales de que pudiera estarle mintiendo: aquellas grandes y sangrientas compresas que su madre enrollaba en la basura y que siempre acababan desplegándose. Aparte de eso, no sabía qué más indicios buscar, y no se atrevía a preguntarle si el bebé era suyo. Ella decía que lo era, y probablemente él no tendría más certeza que ésa.

En cualquier caso, durante el último mes había quedado claro que estaba embarazada, al menos si se la veía desnuda. Seguía yendo a la escuela con aquellos gigantescos jerséis, y llevaba los vaqueros desabrochados y con la cremallera un poco bajada, y el bulto se fue haciendo más grande. Diondra lo masajeaba con las manos como si fuera una bola de cristal que le mostrara su jodido futuro, hasta que un día le cogió de la mano y él lo sintió, sin duda: esa cosa estaba pegando patadas, y de repente vio el golpe de un piececito que se movía bajo la superficie de la piel de Diondra, suave y rápidamente.

—¿Qué demonios te pasa? ¿Acaso no ayudas a las vacas a parir en la granja? Sólo es un bebé —dijo Diondra, apartándole la mano. Se la acercó de nuevo y la mantuvo allí, la palma sobre esa cosa que se movía dentro de ella, y pensó: Ayudar a un animal a parir es condenadamente diferente a tener tu propio bebé, y después: Suéltame, suéltame, suéltame, como si la cosa fuera a agarrarlo y a arrastrarlo a su interior, como en una película de miedo. Es así como se lo imaginaba: una cosa. No un bebé.

Tal vez hubiera ayudado si hubieran hablado más sobre ello. Después de la animación, ella no le habló para nada durante un par de días, y resultó que él tenía que darle algo por la animación, que se les da regalos a las mujeres embarazadas para celebrar la animación, y que sus padres le habían regalado una pulsera de oro cuando le había venido la primera regla y que esto era lo mismo. Así que, en lugar de un regalo, ella le obligó a que se lo comiera diez veces, ése era el trato, que él pensaba que ella había elegido porque a él realmente no le gustaba hacerlo, el olor le mareaba, especialmente ahora, que toda esa zona parecía usada. Tampoco parecía gustarle a ella, por eso pensó que era como un castigo, ella gritándole sobre dedos y presión y más arriba, más arriba, y finalmente suspiraba y le agarraba de la cabeza con fuerza, por las orejas, y lo llevaba al lugar que quería y él pensaba puta zorra y se limpiaba la boca cuando había terminado. Ocho más, puta zorra. «¿Quieres un vaso de agua, amor mío?», le ofrecía él. Y ella contestaba: «No, pero tú sí: hueles a coño», y se reía.

Las mujeres embarazadas tenían constantes cambios de humor Eso lo sabía. Pero, aparte de eso, Diondra no actuaba como si estuviera embarazada. Seguía fumando y bebiendo, algo que se suponía que no debía hacer si estaba embarazada, pero ella decía que sólo los fanáticos de la salud dejaban todas esas cosas. Otra de las cosas que no hizo: planificar. Diondra no hablaba mucho de lo que harían cuando naciera, cuando ella naciera. Diondra nunca había ido al médico, pero estaba segura de que era una niña, porque las niñas te hacían vomitar más, y ella había vomitado muchísimo el primer mes. Pero no decía mucho más, nada que tuviera que ver con la realidad, con el hecho de que había una niña real que saldría de su interior Al principio él se había preguntado si abortaría. En una ocasión él había dicho «si tienes el bebé», en lugar de «cuando tengas el bebé», y ella se había encabronado, y Diondra encabronada de verdad era algo que nunca más quería volver a ver Ya era duro cuando estaba tranquila, pero esto era como presenciar un desastre natural: las uñas, los sollozos, los golpes, y ella gritando que eso era lo peor que le había dicho nadie jamás, y «es de tu sangre también, ¿qué demonios te pasa, pedazo de mierda?».

Pero, aparte de eso, no habían planeado nada, o no podían planear nada, ya que el padre de Diondra la mataría, literalmente, si se enteraba de que se había quedado encinta sin estar casada, la mataría. Los padres de Diondra solamente tenían una regla, una sola, y era que ella nunca jamás debía dejar que un chico la tocase allí a menos que fuera su marido. Cuando cumplió los dieciséis, el padre de Diondra le dio un anillo de compromiso, un anillo de oro con una gran piedra roja que parecía una alianza y que ella llevaba en el dedo como promesa, a él y a ella misma, de que permanecería virgen hasta el matrimonio. Todo este asunto sobrepasaba a Ben: ¿no era como si estuviera casada con su padre? Diondra le dijo que era una cuestión de control, fundamentalmente. Era la única exigencia de su padre, lo único que le había pedido, y, maldita sea, le convenía hacerlo. Así él se sentía más tranquilo cuando la dejaba sola, sin más protección que los perros, durante meses enteros. Era su único detalle paternal: puede que mi hija beba o tome drogas, pero es virgen y, por lo tanto, no puede ser tan jodido como parece.

Todo esto se lo contó con lágrimas en los ojos, borracha, al borde de la inconsciencia. Su padre le había dicho que, si alguna vez descubría que había roto su promesa, la sacaría de la casa y le pegaría un tiro en la cabeza. Su padre había estado en Vietnam, y hablaba de ese modo, y Diondra se lo había tomado en serio, así que no planeó nada con respecto al bebé. Ben hizo listas de cosas que tal vez pudieran necesitar y compró ropa de bebé de segunda mano en un rastrillo de Delphos. Le daba vergüenza, y le compró el montón entero a la mujer por ocho dólares. Allí había camisetas y ropa interior para un montón de edades diferentes, muchas bragas con volantes —las mujeres los llamaban pololos—, cosa que iría muy bien, porque los bebés necesitan ropa interior. Ben guardó la ropa debajo de su cama y se alegró de tener el cerrojo. Podía imaginarse a las niñas encontrándola y robando lo que les quedara bien. Era cierto, no pensaba mucho en la criatura, ni en lo que pasaría, pero parecía que Diondra aún pensaba menos.

—Creo que deberíamos irnos del pueblo —dijo Diondra de pronto; el pelo le tapaba media cara y tenía la mano de Ben pegada a la barriga. El bebé se movía en su interior como si estuviera excavando túneles. Diondra se volvió ligeramente hacia Ben, con una teta caída sobre el brazo de él—. No puedo esconder esto mucho más tiempo. Mis padres llegarán cualquier día de éstos. ¿Estás seguro de que Michelle no lo sabe?

Ben había guardado una nota de Diondra en la que ésta le hablaba de lo caliente que estaba y de las ganas de sexo que tenía, y la puta cotilla de Michelle la había encontrado rebuscando en los bolsillos de su chaqueta. La muy zorra lo había chantajeado —diez dólares por no decírselo a mamá— y, cuando Ben se lo contó a Diondra, ella se enfadó muchísimo. «Tu puta hermanita se podría chivar en cualquier momento. Tú la has cagado, así que lo arreglas tú». Diondra estaba paranoica con la idea de que Michelle descubriera que estaba preñada. No quería ni pensar en que los pillaran por culpa de una puta niña de once años.

—No, no ha vuelto a mencionar el tema.

Era mentira, justamente el día anterior Michelle se había plantado delante de él y, contoneando las caderas, le había dicho: «Eh, Beee-ennn, ¿cómo va tu vida sexuaaaal?». Vaya mierda de niña. Le había chantajeado con otras cosas: tareas que dejaba sin hacer, comida extra que cogía de la nevera. Cosas pequeñas. Nimiedades. Parecía que ella estuviera allí sólo para recordarle lo jodida que era su vida. Ella se gastaba el dinero en donuts rellenos.

Trey hizo un ruido de gargajo en la otra habitación, y después una especie de ¡jjjppppff! que sonaba a escupitajo. Ben podía imaginarse la flema amarilla resbalando por la puerta de cristal y a los perros lamiéndola. Eso era algo que Trey y Diondra hacían: lanzaban escupitajos a las cosas. A veces Trey los escupía directamente al aire, y los perros los pillaban con sus bocas babosas. («Sólo son cosas de un cuerpo entrando en otro cuerpo —solía decir Diondra—. Tú también me metes cosas de tu cuerpo dentro del mío, y no parece molestarte»).

Mientras Trey subía aún más el volumen de la tele en el estudio —«Parad ya, vosotros dos, que estoy condenadamente aburrido»—, Ben intentó pensar en lo que debía decir. A veces pensaba que nunca hablaba de verdad con Diondra, todo eran codazos y empujones verbales, intentando eludir su constante irritación, diciendo lo que ella quería escuchar. Pero él la quería, y ése era el papel de los hombres, les decían lo que ellas querían escuchar y se callaban. Había dejado preñada a Diondra y ahora él le pertenecía, y tenía que portarse bien con ella. Tendría que dejar la escuela y encontrar un trabajo a tiempo completo, un chaval que conocía había dejado los estudios el año pasado y trabajaba cerca de Abilene, en la fábrica de ladrillos; ganaba doce mil dólares al año. Ben no podía ni imaginar en qué podría gastarse todo aquel dinero. Así que dejaría la escuela, cosa que le convenía, sobre todo teniendo en cuenta lo que Diondra había oído acerca de Krissi Cates.

Era extraño, al principio eso le había puesto muy nervioso, los rumores sobre él y Krissi Cates, pero después empezó a sentir una especie de orgullo. Aunque era una niña, era una de las niñas más guay. Incluso algunos chavales del instituto la conocían, las chicas más mayores se interesaban por ella, esa niña guapa, bien criada, así que era guay que ella estuviera prendada de él, aunque fuera una niña, y estaba seguro de que lo que Diondra le acababa de decir era una de sus exageraciones habituales. A veces era una histérica.

—¡Eh!, ¿hola? No te despistes. He dicho que creo que deberíamos irnos de la ciudad.

—Pues nos iremos de la ciudad. —Intentó besarla y ella lo apartó de un empujón.

—¿De veras? ¿Así de fácil? ¿Y adónde vamos? ¿Cómo nos mantendrás? Ya no recibiré mi paga. Tendrás que conseguir un trabajo.

—Pues conseguiré un trabajo. ¿Y tu tío, o primo, o quien sea que tienes en Wichita?

Lo miró como si estuviera loco.

—El de la tienda de deportes —insistió él.

—No puedes trabajar allí, tienes quince años. De hecho, creo que no puedes conseguir un trabajo de verdad sin el permiso de tu madre. ¿Cuándo cumples los dieciséis?

—El 13 de julio —contestó él, sintiéndose como si le acabara de decir que se había meado.

Entonces ella se echó a llorar.

—Madre mía, madre mía, ¿qué vamos a hacer?

—¿Tu primo no puede ayudarnos?

—Mi tío se lo contará a mis padres, ¿cómo puede ayudarnos eso?

Diondra se levantó y caminó desnuda, con el estómago tan caído que asustaba. Ben deseaba meter la mano allí abajo, y pensaba en lo grande que se iba a poner. Diondra se fue a la ducha, a pesar de que Trey podría verla desde el sofá. Oyó el ronroneo del grifo de la ducha. Conversación terminada. Ben se limpió con una toalla pringosa que había al lado de la cesta de Diondra, se volvió a poner sus pantalones de cuero y su camiseta de rayas y se sentó al borde de la cama, intentando adivinar qué comentario de sabelotodo les iba a hacer Trey cuando salieran de nuevo al estudio.

Al cabo de unos minutos Diondra entró tan campante en la habitación, envuelta en una toalla roja, con el pelo mojado, sin mirarlo, y se sentó ante el espejo del tocador Se echó un chorro de gel en la palma de la mano, como una mierda de perro gigante, se lo puso en el pelo y dirigió el secador a la zona donde se había aplicado el gel: chorrito, aplique, secador, chorrito, aplique, secador.

No sabía si debía irse o quedarse, así que se quedó, sentado aún en la cama, intentando llamar su atención. Ella se puso base de maquillaje oscura en la palma de la mano, como un artista pondría la pintura en la paleta, y se la aplicó en círculos. Algunas chicas la llamaban «base», él las había oído, pero a él le gustaba su aspecto, bronceado y suave, aunque a veces se le veía el cuello más blanco, como un helado de vainilla bañado en caramelo. Se puso tres capas: ella siempre decía que necesitaba tres, una para oscurecer, otra para espesar y otra para dar el toque definitivo. Luego siguió con el pintalabios: primera capa, segunda capa, brillo. Lo pilló mirando y se detuvo, secándose los labios ligeramente con unos triangulitos de espuma, dejando pegajosas marcas de besos de color púrpura.

—Tienes que pedirle dinero a Runner —dijo mirándolo a través del espejo.

—¿A mi padre?

—Sí, tiene dinero, ¿no? Trey siempre le compra hierba. —Soltó la toalla, fue al cajón de la ropa interior, un revoltijo brillante de encaje y satén, y revolvió hasta sacar unas bragas y un sujetador rosa chillón con ribetes de encaje negro, como los de las chicas de salón de las películas del Oeste.

—¿Estás segura de que estamos hablando del mismo hombre? —dijo—. Mi padre hace, ya sabes, de manitas. Trabajo. Trabaja en granjas y esas cosas.

Diondra puso los ojos en blanco, estirándose el sujetador por detrás. Las tetas le salían por todas partes: por encima de la copa, por debajo de los cierres, incontrolables, como dos enormes huevos.

Al final se lo desabrochó y lo tiró al otro lado de la habitación —«¡Joder, necesito un puto sujetador que me vaya bien!»—. Permaneció allí, fulminándolo con la mirada, y entonces las bragas empezaron a enrollarse estómago abajo y a metérsele en el culo. No le cabía ni una de esas prendas de ropa interior sexy. Ben pensó: Gordita, y después se corrigió: Embarazada.

—¿Lo dices en serio? ¿No conoces los trapicheos de tu propio padre? —Tiró las bragas, se puso otro sujetador, uno sencillo y feo, y unos vaqueros nuevos, maldiciendo porque le venían pequeños.

Ben nunca había comprado drogas. Fumaba mucho con Trey y Diondra y con los de su grupo, y a veces contribuía con un dólar o dos, pero, cuando se imaginaba a un traficante, se imaginaba a alguien con una mata de espeso pelo negro y joyas, no a su padre, con la vieja gorra de béisbol de los Royals, las botas vaqueras de tacones enormes y aquellas camisas ajadas. Su padre no, definitivamente no. ¿Y no se suponía que los traficantes tenían dinero? No era el caso de su padre. Y si era traficante, y tenía dinero, a él no le daría un solo centavo. Se reiría de él por pedírselo, tal vez agitaría un billete de veinte delante de sus narices y después se reiría y se lo volvería a meter en el bolsillo. Runner nunca llevaba cartera, llevaba billetes arrugados en los bolsillos de los vaqueros. ¿No era eso señal suficiente de que no tenía pasta?

—¡Trey! —gritó Diondra desde el pasillo. Se puso un jersey nuevo con un estampado que parecía un experimento geométrico, arrancó las etiquetas y salió estrepitosamente de la habitación. Ben se quedó mirando los posters de rock y de astrología (Diondra era Escorpio, y se lo tomaba muy en serio) y los cristales y libros de numerología. Había ramilletes disecados y decrépitos grapados en el marco del espejo, de bailes a los que no la había llevado Ben, casi todos de un estudiante del último curso de Hiawatha llamado Gary, que incluso Trey decía que era un gilipollas. Trey, por supuesto, lo conocía. Los ramilletes inquietaban a Ben, parecían órganos, con sus pliegues y ondas, de color rosa y violeta. Le recordaban a esos apestosos pedazos de carne que estaban en su taquilla en ese mismo instante, un regalo horrible que le había dejado Diondra —¡sorpresa!—, las partes femeninas de algún animal, y Diondra se negaba a decirle de dónde venían. Le insinuó que eran de un sacrificio de sangre que había llevado a cabo con Trey; Ben supuso que eran los restos de un experimento de biología. A ella le gustaba acojonarlo. Cuando en su clase diseccionaron cerditos, ella le llevó una cola enroscada, pensó que era graciosísimo. No lo era, era simplemente asqueroso. Se levantó y fue al estudio.

—Tú, triste saco de mierda —le llamó Trey desde el sofá, donde acababa de encenderse un canuto, sin apartar los ojos del videoclip—. ¿No sabes lo de tu padre? —El estómago de Trey era casi cóncavo, pero marcado, perfecto, bronceado. Todo lo opuesto a la barriga de ratón de Ben, blanda y pálida. Trey había hecho una pelota con la camiseta que Diondra le había dado y la estaba usando de almohada.

—Ten, pedazo de mierda. —Le pasó el canuto a Ben, que le pegó una buena calada, sintiendo cómo se le dormía la parte de atrás de la cabeza—. Eh, Ben, ¿cuántos bebés harían falta para pintar una casa?

Aniquilación.

Ya estaba otra vez esa palabra. Ben se imaginó hordas de bárbaros entrando a través de la gran chimenea de piedra y cortándole la cabeza a Trey con un hacha, justo en medio de uno de sus putos chistes de bebés muertos, y la cabeza rodando sobre la mierda de perro hasta pararse junto a uno de los zapatos negros de hebilla de Diondra. Y, tal vez, después mataran a Diondra. A la mierda con todo. Ben le dio otra calada, sintiendo su mente en perfecto estado, y se lo devolvió a Trey. El perro más grande de Diondra, el blanco, se acercó a él y le miró descaradamente a los ojos.

—Depende de lo fuerte que los lances —dijo Trey—. ¿Por qué se mete un bebé de pie en una licuadora?

—En serio, Trey —dijo Diondra, siguiendo una conversación de la que Ben no estaba al tanto—. Se cree que su padre no trafica.

—Para poder ver qué cara pone. Sí, colega, estás fumando la mierda de tu padre —comentó Trey, volviéndose, por fin, para mirarlo—. Es una mierda. Potente, pero una mierda. Por eso sabemos que tu padre tiene dinero. Nos la cobra cara, pero últimamente resulta difícil encontrar Creo que dijo que la trajo de Texas. ¿Ha estado en Texas últimamente?

Runner había desaparecido de la vida de Ben después de que Patty le diera la patada. Sí, era posible que hubiera estado en Texas. Además, era una paliza, pero se podía ir y volver en un día, así que ¿por qué no?

—Esto está pagado —dijo Trey, con voz de fumeta—. De todas maneras, me debe dinero, como todo el mundo en este pueblo. Les encanta apostar, pero luego no quieren pagar la deuda.

—Eh, no me lo habéis pasado —dijo Diondra haciendo un mohín. Se volvió y empezó a escudriñar por los armarios. El estudio también tenía una minicocina, imagínate, una cocina para comida basura. Abrió la puerta de la nevera, que emitió un chirrido, y cogió una cerveza, sin preguntarle a Ben si quería una. Ben miró el interior de la nevera, llena de comida hacía unas semanas, y en la que ahora sólo se veían cervezas y un tarro con un solo pepinillo que flotaba como un zurullo.

—¿Me pasas una birra, Diondra? —le dijo Ben, medio pedo.

Ladeó la cabeza hacia él, le pasó la suya y volvió a la nevera a por otra.

—Pues vamos a buscar a Runner, conseguimos algo de hierba y dinero y luego nos largamos a cualquier sitio —dijo Diondra, sentándose junto a él en la silla.

Ben miró ese ojo azul, azul oscuro —parecía como si Diondra lo mirara siempre de lado, nunca veía los dos ojos a la vez—, y por primera vez se sintió muerto de miedo. No podía dejar la escuela antes de los dieciséis sin el permiso de su madre. Y mucho menos conseguir un trabajo en la fábrica de ladrillos ni en ningún otro sitio que le diera bastante dinero como para que Diondra no lo odiara, para que no suspirara cuando él volviera a casa por la noche, y ahora era eso lo que veía, ni siquiera ese apartamentito en Wichita, sino alguna fábrica cerca de la frontera, cerca de Oklahoma, donde se trabajaba por nada, dieciséis horas al día, incluidos los fines de semana, y Diondra estaría con el bebé y lo odiaría. No tenía instinto maternal alguno, dormiría aunque el bebé llorara, se olvidaría de alimentarlo, saldría de copas con los tíos que conociera —siempre conocía a tíos, en el centro comercial, o en la gasolinera, o en el cine— y dejaría allí a la criatura. «Qué le puede pasar, es un bebé, ¡no se va a ir a ningún lado!». Era como si lo pudiera oír, y él sería el malo. El pobre idiota que no las puede mantener.

—Muy bien —dijo, convencido de que en cuanto salieran de allí se olvidarían del tema. Él prácticamente lo había hecho ya. Se le estaba espesando el cerebro. Quería irse a casa.

Trey se levantó como una flecha, haciendo tintinear las llaves del coche —«sé dónde encontrarlo»—, y de repente estaban fuera, en el frío, caminando a trompicones por la nieve y el hielo. Diondra exigía a Ben que la sujetara del brazo para no caerse, Ben pensaba: ¿y qué si se cayera? ¿Y qué si se cayera y se muriera, o perdiera el bebé? Había oído decir a las chicas del colegio que si te comías un limón al día abortabas, y había pensado meterle limón a escondidas a las colas light de Diondra, pero después había recapacitado: no, eso no estaba bien, hacerlo sin que ella lo supiera, pero ¿y si se cayera? Pero no se cayó, ya estaban en la camioneta de Trey, con la calefacción a tope, y Ben en el asiento trasero, como siempre —era medio asiento trasero, allí sólo cabía un niño pequeño, de modo que tenía las rodillas dobladas de lado contra el pecho—, y, cuando vio un resto seco de patata frita junto a él, se lo metió en la boca y, en lugar de mirar a ver si alguien le había visto, buscó más, lo que significaba que estaba muy fumado y muy hambriento.