AHORA
Me habían encargado encontrar a Runner, pero toda mi actividad febril y ambiciosa de la semana pasada estaba derramada por el suelo junto a mi cama, como si fuera un camisón sucio. No fui capaz de levantarme, ni siquiera cuando oí a los niños pasar por delante de mi casa con su caminar torpe y adormilado. Me los imaginé con grandes botas de goma, andando con pesadez y dejando huellas redondeadas sobre el barro de marzo, y aun así no pude moverme. Me había despertado tras un sueño deprimente, de esos que te dices a ti misma una y otra vez que no significan nada, que no deberías preocuparte, porque tan sólo ha sido un sueño, tan sólo un sueño. Había empezado en la granja, pero no era la granja de verdad, porque era un lugar demasiado luminoso, demasiado ordenado para ser la granja, pero lo era, y en la distancia, contra el horizonte naranja, Runner galopaba hacia ella, gritando como un cowboy del Lejano Oeste. A medida que se acercaba —descendiendo la colina, atravesando la verja—, me fui dando cuenta de que su galope era en realidad un movimiento débil y lento porque su caballo tenía ruedas. La parte superior era de carne y hueso, pero la inferior era de metal, alargada, como la camilla de un hospital. El caballo relinchó al verme, asustado, su cuello musculoso trataba de separarse del metal que tenía debajo. Runner descendió del caballo y la criatura se fue rodando, con una rueda pinchada, un animal irritante que parecía un carrito de supermercado. Se detuvo cerca del tocón de un árbol, con los ojos en blanco, luchando por continuar la marcha.
—No te preocupes. —Runner sonrió al caballo—. Lo he comprado.
—Pues me parece que te han timado —opiné. Runner tensó la mandíbula y se quedó de pie a mi lado.
—A tu madre le gusta —murmuró.
¡Qué bien, eso quiere decir que mi madre está viva!, pensé. Sentí que esa idea era algo sólido, como un guijarro en un bolsillo. Mi madre estaba viva, qué tonta había sido todos estos años por pensar lo contrario.
—Será mejor que primero te arregles la mano —me recomendó Runner, señalando mi inexistente dedo anular—. Te he traído éstos. Espero que te gusten más que el caballo. —Sujetaba una bolsa blanda de terciopelo como las que se usan en el Scrabble. La agitó.
—Oh, me encanta el caballo —dije, intentando dejar a un lado mi maldad. El caballo se había desgarrado la grupa a causa del metal y estaba sangrando un espeso aceite rojo.
Runner extrajo ocho o nueve dedos de su bolsa. Cada vez que escogía uno que parecía el mío, me daba cuenta de que se trataba de un meñique, de un dedo de hombre o de un dedo de un color o tamaño incorrectos.
Runner fruncía los labios.
—Coge uno cualquiera, ¿vale? No es tan importante. —Escogí uno que se parecía vagamente al que había perdido y Runner me lo cosió a la mano, el caballo desgarrado gritaba detrás de nosotros con un chillido de mujer, aterrorizado y enfadado. Runner le lanzó una pala y se rompió en dos, jadeando en el suelo, incapaz de moverse—. Ya lo tienes —anunció chasqueando los labios—. Como nuevo.
Entre mis dos dedos de niña se entrometía un protuberante dedo de pie de gran tamaño que había sido cosido con puntadas torpes y gruesas, y de pronto Peggy, la novia de Runner, estaba allí, y dijo:
—Cariño, su madre no está aquí, ¿te acuerdas? La matamos.
Runner se dio una palmada en la cabeza, como quien se ha olvidado de comprar la leche, y asintió:
—Es verdad. Es verdad. Maté a todas las chicas menos a Libby. —Los tres nos quedamos allí, mirándonos. El aire empezó a enrarecerse. Entonces Runner se acercó al caballo y recogió la pala, que se había convertido en un hacha.
Me desperté agitada, tirando al suelo con el brazo la lámpara de la mesilla de noche. Apenas había amanecido cuando me di la vuelta para observar la lámpara encendida tumbada de lado, preguntándome si la bombilla haría una quemadura en la moqueta y la agujerearía. Ahora ya era por la mañana y seguía sin ser capaz de moverme.
Pero la luz estaba encendida en la habitación de Ben. Mi primer pensamiento real. Aquella noche la luz estaba encendida en la habitación de Ben y había alguien hablando. Quise dejar de pensar en ello, pero era algo que siempre me venía a la mente. ¿Por qué iría un asesino enloquecido a la habitación de Ben, cerraría la puerta, encendería la luz y se pondría a charlar?
La luz estaba encendida en la habitación de Ben. Olvídate de las otras cosas: un vengativo Lou Cates, un Runner asediado por las deudas, un grupo de matones que querían darle una lección a Runner asesinando a su familia. Olvídate de los bramidos que escuchaste, y que —afortunadamente, supongo— no me pareció que provinieran de Ben. Pero no estaba en casa cuando nos fuimos a la cama, y cuando me desperté la luz estaba encendida. Recuerdo haber sentido un ramalazo de alivio al saber que Ben estaba en casa, puesto que su luz estaba encendida, lo cual significaba que la pelea entre mi madre y él había terminado, al menos por ese día, pues la luz estaba encendida y hablaba tras la puerta, quizás estaba utilizando su teléfono nuevo, o hablaba solo, pero la luz estaba encendida. ¿Y quién era Diondra?
Eché la manta a un lado para levantarme. Las sábanas olían a humedad y mi cuerpo las había vuelto grises. Me pregunté cuánto tiempo hacía que no las cambiaba y luego me pregunté cada cuánto tiempo se suponía que había que cambiarlas. Ese era el tipo de cosas que una no aprendía. Yo cambiaba las sábanas después de haber tenido sexo, cosa que había empezado a hacer desde que vi una película que dieron por televisión: un thriller en el que sale Glenn Close, que acaba de acostarse con alguien y está cambiando las sábanas, ya no recuerdo el resto, porque todo lo que pensé fue: Vaya, supongo que la gente cambia las sábanas después del sexo. Tenía sentido, pero nunca lo había pensado. Me criaron de una forma asilvestrada, y en líneas generales he continuado viviendo de la misma manera.
Salí de la cama, volví a colocar la lámpara en la mesilla de noche y caminé en círculos por el salón, acercándome sigilosamente al contestador automático sin permitirle descubrir mi interés por saber si tenía un mensaje. Me hubiera dado igual ponerme a silbar, pues los pies se adelantaban al resto de mi cuerpo. Nada fuera de lo común, simplemente estoy paseando. Ni rastro de Diane. Cuatro días y ni rastro de Diane.
Bueno, no pasaba nada, tenía otra familia.
* * *
Esta vez Ben me estaba esperando cuando llegué, deslizándose ante mi vista antes de que estuviera preparada. Se sentó con rigidez en la silla que había tras el cristal, con los ojos desenfocados, como un maniquí vestido con un mono. Quise pedirle que no me hiciera eso a mí, que me daba escalofríos, pero no dije nada porque no había motivo para que me dieran escalofríos a no ser que no creyera al cien por cien en su inocencia.
Cosa que era cierta, supongo.
Me senté. La silla todavía estaba húmeda de otra persona y el calor del plástico daba una sensación terriblemente íntima en aquel lugar. Apreté mis nalgas a un lado y a otro, haciéndola mía, tratando de no parecer asqueada, pero cuando cogí el teléfono, aún sudado por la persona anterior a mí, debí de poner una cara que hizo que Ben frunciera el ceño.
—¿Estás bien? —me preguntó. Asentí una vez. Sí, claro, totalmente bien—. Así que has vuelto —dijo. Entonces sonrió. Cauto, como siempre. En una fiesta familiar que celebramos el último día de escuela, recuerdo que tenía ese mismo aspecto, el de un chico que se pasa la vida en la biblioteca esperando a que le manden callar.
—He vuelto.
Tenía un rostro agradable. No era guapo, pero sí agradable, con cara de buen tipo. Me sorprendió examinándole y sus ojos se posaron rápidamente en sus manos. Ahora eran grandes, más grandes que su pequeña constitución, manos de pianista, aunque nunca llegamos a tocar el piano. Tenían cicatrices, nada demasiado llamativo, manchas de confeti oscuras causadas por pellizcos y cortes. Levantó una mano y señaló el corte profundo en un dedo:
—Un accidente jugando al polo. —Me reí porque me di cuenta de que ya se estaba arrepintiendo de su broma—. No, en serio, ¿sabes cómo me lo hice? —dijo Ben—. Fue por aquel toro. Amarillo 5, ¿te acuerdas de aquel pequeño bastardo?
Teníamos una granja pequeña, pero nunca poníamos nombre a las reses, no era buena idea, incluso de niña no tenía ningún interés en coger cariño a Bossy, a Hank o a Sweet Belle, porque serian enviadas al matadero tan pronto como fueran lo suficientemente grandes. Dieciséis meses, eso me vino a la cabeza. Una vez que tenían un año, empezabas a acercarte a ellas con cautela y empezabas a mirarlas de soslayo con asco y vergüenza, como a un invitado que se acaba de tirar un pedo. Así que, en lugar de eso, cada año las etiquetábamos por colores durante la época de partos, poniendo el mismo color a las vacas y a sus terneros. Verde 1, Rojo 3, Azul 2, que se escapaban de sus madres para dirigirse al sucio suelo del establo, pataleando, intentando hacerse con algo del cubo de la comida. La gente cree que el ganado es dócil, bobo, pero ¿y los terneros? Son tan curiosos como gatitos juguetones, y por ese motivo nunca se me permitió entrar mucho a verlos, me limitaba a mirarlos a través de los listones del corral, pero recuerdo que Ben, con las botas de goma puestas, intentaba escabullirse, moviéndose lenta y deliberadamente, como un astronauta, y entonces llegaba junto a ellos, pero era como intentar coger un pez con la mano. Recuerdo a Amarillo 5, al menos su nombre, el famoso becerro que se negaba a ser castrado. Pobres Ben y mamá: día tras día intentando atraparlo para poder rajarle el escroto y cortarle los huevos, regresando a la mesa cada día como dos fracasados. Amarillo 5 les ganó la partida. Era la broma que contamos la primera noche en la mesa cuando comíamos carne picada, todo el mundo hablaba con su filete fingiendo que era Amarillo 5: «Lo lamentarás. Amarillo 5». El segundo día era motivo de risa amarga, y el quinto teníamos el semblante serio y estábamos en silencio. Se trataba de un recordatorio para Ben y para mi madre de que no eran lo suficientemente buenos: eran débiles, pequeños, lentos, deficientes.
Nunca habría vuelto a pensar en Amarillo 5 si Ben no me lo hubiera recordado. Quería pedirle que hiciera una lista de cosas que recordar, de recuerdos que yo era incapaz de extraer de mi cerebro.
—¿Qué pasó? ¿Te mordió?
—No, no fue tan grave, me empujó contra la valla cuando pensaba que lo tenía bien sujeto, me dio una coz y me caí hundiendo el dorso de la mano derecha en un clavo. Era una barandilla que mamá ya me había pedido unas cinco veces que arreglara. Así que, ya lo sabes, fue culpa mía. —Intenté pensar qué decir, algo inteligente, compasivo, pero aún no sabía el tipo de reacciones que deseaba Ben. No obstante, él interrumpió mis pensamientos—. No, a la mierda eso, fue la puta culpa de Amarillo 5. —Sonrió levemente y dejó caer sus hombros de nuevo—. Recuerdo que Debby decoró mi corte, me puso una tirita y encima una de sus pegatinas, esas pegatinas brillantes con corazones y cosas así.
—Le encantaban las pegatinas —asentí.
—Sí, las pegaba por todas partes.
Suspiré, dudando de si cambiar a un tema inofensivo, el tiempo o algo así, pero no lo hice.
—Oye, Ben, ¿puedo hacerte una pregunta?
Apretó los ojos y volví a ver de nuevo al presidiario, un tipo acostumbrado a que le hagan pregunta tras pregunta y al que miran mal cuando formula las suyas. Me percaté de lo decadente que era negarse a responder una pregunta. «No, gracias, no quiero hablar de eso», y lo único que consigues es que piensen que eres un maleducado.
—¿Recuerdas aquella noche? —Abrió mucho los ojos. Claro que recordaba aquella noche—. Puede que estuviese confundida acerca de lo que sucedió realmente… —Él se reclinó hacia delante con los brazos estirados, aferrándose al teléfono como si fuera una llamada de emergencia en mitad de la noche—. Pero hay una cosa de la que sí me acuerdo, una cosa que apostaría mi vida a que sucedió… Tu luz estaba encendida. En tu dormitorio. Lo vi por la rendija de la puerta. Y alguien estaba hablando. Dentro de la habitación.
Mi voz se fue apagando, esperando que él me salvara. Me dejó flotar unos segundos, como cuando resbalas y tienes el tiempo suficiente para pensar: Vaya, me la voy a dar.
—Esa es nueva —dijo por fin.
—¿A qué te refieres?
—Una pregunta nueva. No pensé que todavía habría preguntas nuevas. Enhorabuena.
Descubrí que ambos adoptábamos la misma postura al sentarnos, aferrando el borde de la mesa con las manos, como si estuviéramos a punto de levantarnos ante un almuerzo a base de restos de comida. La postura de Runner, lo recuerdo de la última vez que le vi, hacía ya veinticinco o veintiséis años, una vez que necesitaba dinero, intentando primero camelarme con una voz dulce —«¿Crees que puedes ayudar a tu viejo, Libby querida?»— y yo diciéndole que no directamente, abriendo una brecha entre nosotros, sorprendiéndole, humillándole. «Vaya, ¿y se puede saber por qué?», me preguntó con brusquedad, los hombros de nuevo hacia arriba, los brazos cruzados, las manos sobre mi mesa, y yo pensando: ¿Por qué le he dejado sentarse?, y calculando el tiempo que tardaría en conseguir que se largara.
—Aquella noche me fui de casa —dijo Ben—. Mamá y yo volvimos a pelearnos.
—¿Por lo de Krissi Cates?
Mi pregunta le sorprendió, pero aceptó responderla.
—Por lo de Krissi Cates. Pero ella me creyó, estaba totalmente de mi lado, eso era lo maravilloso de mamá, incluso cuando estaba cabreada como nunca contigo estaba a tu lado, y eso se notaba. Muy dentro. Me creyó. Pero estaba enfadada, asustada, más bien. La tuve dieciséis horas sin saber nada de mí, yo ni siquiera sabía lo que había pasado. Por aquel entonces no existían los móviles, y podías pasarte un día entero sin hablar, no como hoy día, por lo que he oído.
—Entonces…
—Bien, nos peleamos, no recuerdo exactamente si fue por Krissi Cates o si empezamos por ahí y tocamos más temas, ojalá pudiera recordarlo, pero, en fin, el caso es que me manda a mi habitación y yo me quedo allí y una hora después vuelvo a estar jodido y me voy de casa. Dejé la radio y las luces encendidas para que pensase que estaba allí. Ya sabes cómo dormía ella, no iba a hacer todo el camino hasta mi habitación para ver si estaba. Una vez que se dormía, no había quien la despertara.
Ben hizo que sonara como un viaje increíble, aquellos treinta y tantos pasos, pero era verdad, mi madre se convertía en un ser realmente inútil una vez dormida. Apenas se movía. Me recuerdo a mí misma, sujetando una vela encima de su cuerpo, convencida de que había muerto, mirándola hasta que mis ojos empezaban a derramar lágrimas, intentando respirar, intentando reprimir un gemido. Si la zarandeabas suavemente, se removía y volvía a tomar la misma posición. Todos teníamos anécdotas, como la de entrar en el baño por la noche y encontrarla haciendo pis, la bata entre las piernas, mirándonos como si fuésemos transparentes. «El sorgo no me convence mucho», decía, o «¿Ya ha brotado esa semilla?». Y después pasaba por delante de nosotros camino de su dormitorio.
—¿Le contaste eso a la policía?
—Vamos, Libby. Olvida eso.
—¿Se lo contaste?
—No, no lo hice. ¿De qué hubiera servido? Ya sabían que nos habíamos peleado. ¿Qué tenía que haberles dicho, que nos peleamos dos veces? Ésa no es… la cuestión. Estuve allí alrededor de una hora, y ya no ocurrió nada más. Es algo intrascendente.
Nos miramos el uno al otro.
—¿Quién es Diondra? —pregunté de pronto, y vi que se ponía tenso. Estaba segura de que de un momento a otro iba a mentirme. El nombre de Diondra le sonaba, pude ver cómo se le contraían los huesos. Giró levemente la cabeza hacia la derecha, como diciendo: «Es curioso que me preguntes eso», y se contuvo.
—¿Diondra? —Estaba ganando tiempo, intentando averiguar qué era lo que yo sabía. Le miré sin expresión alguna—. Era una chica del instituto. ¿Cómo te has enterado de la existencia de Diondra?
—Encontré una nota que te había escrito, al parecer era algo más que «una chica del instituto».
—Eh, bueno, era una chica bastante alocada. Le gustaba dar esa imagen.
—Yo no me enteré de que tenías novia.
—No era mi novia. Joder, Libby, que me escribiera una nota no implica que fuera mi novia. ¿Qué te ha hecho pensar eso?
—Lo que decía en la nota. —Me puse tensa, consciente de que iba a sufrir una decepción.
—En fin, no sé cómo explicarlo. Ojalá pudiera decir que era mi novia. Estaba completamente fuera de mi alcance. Ni siquiera recuerdo que me escribiera una nota. ¿Estás segura de que esa nota iba dirigida a mí? ¿Y de dónde la has sacado?
—No importa —respondí, apartando el teléfono de mi oreja, en ademán de marcharme.
—Libby, espera, espera.
—No, si piensas seguir tratándome como si yo fuera una cualquiera.
—Libby, espera un puto momento. Siento no poder darte la respuesta que deseas.
—Simplemente quiero la verdad.
—Quiero contarte la verdad, pero es como si estuvieras esperando que te contara… una historia. Yo sólo, quiero decir…, joder, resulta que viene mi hermanita después de todos estos años y yo pienso, bueno, de esto puede salir algo bueno. Está claro que hace veinticuatro putos años tú no podías ayudar en nada, pero, bueno, eso ya lo he superado, hasta el punto de que viéndote aquí lo único que siento es felicidad. Quiero decir, estoy aquí, en esta puta jaula para animales, esperándote, tan nervioso como si fuera a una cita amorosa, y te veo y, joder, me hago ilusiones de que tal vez esto pueda salir bien. Por fin tengo a mi lado a una persona de mi familia. Así no me sentiré tan jodidamente solo, porque, quiero decir, sé que has estado hablando con Magda, y he oído todo tipo de cosas sobre vuestro encuentro, así que, sí, hay gente que me visita y me cuida, pero no son tú, son personas que sólo conocen una parte de mí…, y precisamente estaba pensando que iba a ser genial charlar con mi hermana, que me conoce, que conoce a nuestra familia y sabe que somos normales, y con quien me puedo reír de las putas vacas. Y eso es lo único que pido. Algo tan insignificante como eso. Así que ojalá pudiera contarte algo que no hiciera que… me odiases de nuevo. —Bajó la vista y miró el reflejo de su pecho en el cristal—. Pero no puedo.