18. Patty Day

2 DE ENERO DE 1985

03:10 P.M.

Patty se abalanzó al asiento del conductor del coche de Diane posando los ojos sobre las llaves que colgaban del contacto. «Sal de aquí ahora mismo, lárgate». Diane saltó al asiento del copiloto mientras Patty ponía en marcha el motor. Las ruedas chirriaron cuando el coche se alejó, dando bandazos, de la casa de los Muehler. Todos los cachivaches que había en el maletero de Diane —pelotas de béisbol, herramientas de jardinería y las muñecas de las niñas— rodaban y chocaban contra las paredes del coche como si fueran pasajeros dando vueltas de campana en el interior de un vehículo. Diane y ella iban dando tumbos en la carretera de grava, el polvo volaba hacia los árboles que había a la izquierda, para luego cambiar de dirección y caer en la cuneta de la derecha. Por fin, la fuerte mano de Diane se posó en el volante con suavidad.

—Despacio.

Patty siguió conduciendo frenéticamente hasta que salió de la propiedad de los Muehler, giró bruscamente a la izquierda, detuvo el coche a un lado de la carretera y se echó a llorar, con las manos aferradas al volante y dejando caer la cabeza sobre el claxon, provocando un bocinazo.

—¡Qué coño está pasando! —chilló. Era el grito de una niña pequeña, húmedo, enfurecido y perplejo.

—Algo muy raro —respondió Diane, dándole palmaditas en la espalda—. Vamos a casa.

—No quiero ir a casa. Tengo que encontrar a mi hijo.

La palabra «hijo» volvió a provocarle el llanto, y se dejó ir: los sollozos estrangulados, así como sus pensamientos, le pinchaban como agujas. Necesitaría un abogado. No tenían dinero para un abogado. Le asignarían a algún funcionario desencantado. Perderían. Lo mandarían a la cárcel. ¿Qué les diría a las niñas? ¿Cuánto tiempo encerraban a alguien por algo así? ¿Cinco años? ¿Diez? En su cabeza veía el enorme aparcamiento de una cárcel, las verjas que se abrían y su Ben saliendo al exterior con lentitud, ya tendría veinticinco años, le darían miedo los espacios abiertos, entornaría los ojos para acostumbrarse a la luz. Se acercaría a ella, que tendría los brazos abiertos, y le escupiría por no haber sido capaz de salvarle. ¿Cómo se puede vivir cuando no has sido capaz de salvar a tu hijo? ¿Debería mandarle lejos, ayudarle a huir, convertirle en un fugitivo? ¿Cuánto dinero podría darle? En diciembre, aturdida por el cansancio, había vendido la 45 automática militar de su padre a Linda Boyler. Podía imaginarse a Dave Boyler, que nunca le había caído bien, abriendo en la mañana de Navidad el paquete que contenía esa pistola que no se había ganado. Así que ahora mismo Patty tenía casi trescientos dólares escondidos en la casa. Se los debía a otras personas, había planeado hacer sus rondas de primero de mes esa misma tarde, pero eso ya no ocurriría. De todas formas, trescientos dólares sólo mantendrían a Ben unos cuantos meses.

—Ben volverá a casa cuando se haya calmado —razonó Diane—. ¿Hasta dónde podría llegar en bicicleta en el mes de enero?

—¿Y si ellos lo encuentran antes?

—Querida, no le persigue ninguna turba. Ya lo has oído, los chicos Muehler ni siquiera sabían lo de… la acusación. Estaban hablando de otros rumores absurdos. Tenemos que hablar con Ben para aclarar las cosas, a lo mejor hasta está en casa ahora mismo.

—¿Quién ha dicho que él ha hecho una cosa así?

—No lo sé.

—Tú puedes averiguarlo. No pueden decir ese tipo de cosas y esperar que nos quedemos quietos y nos lo traguemos todo, ¿verdad? Tú puedes averiguarlo. Tenemos derecho a saber quién lo ha dicho. Ben tiene derecho a hacer frente a su acusador Yo tengo derecho.

—Vale, volvamos a casa, veamos qué tal están las niñas y yo haré unas llamadas. Deja que conduzca yo, anda.

* * *

—En casa reinaba el caos. Michelle estaba intentando freír tiras de salami en la sartén mientras le gritaba a Debby que se marchara. Libby tenía pequeñas quemaduras rojas en un brazo y en una mejilla, donde el aceite la había alcanzado, y estaba sentada en el suelo, con la boca abierta, llorando de la misma forma que lo había hecho Patty en el coche: como si no hubiese ningún tipo de solución, y, si existía, ella no estuviera a la altura de un desafío de esas características.

Patty y Diane se movieron como las figuras de esos relojes alemanes que bailan hacia dentro y hacia fuera. Diane se dirigió a la cocina a grandes zancadas, apartó bruscamente a Michelle del fogón, la arrastró por un brazo como si fuera una muñeca hasta la sala de estar y la dejó en el sofá con un azote en el trasero. Patty pasó por delante de ellas y cogió a Libby en brazos, que se abrazó a su madre como un mono y siguió llorando contra su cuello.

Patty se volvió hacia Michelle, que lloraba en silencio, dejando escapar unos gruesos lagrimones.

—Te lo he dicho mil veces: sólo puedes utilizar los fuegos para calentar sopa. Podías haber incendiado la casa.

Michelle echó un vistazo a la cocina y la sala de estar, preguntándose si realmente eso sería una gran pérdida.

—Teníamos hambre —masculló—. Habéis estado fuera muchísimo tiempo.

—¿Y eso justifica que te hagas un bocadillo de salami frito cuando tu madre te lo tiene prohibido? —le regañó Diane, que acabó de freír el embutido y lo depositó con brusquedad en un plato—. En estos momentos tu madre necesita que seáis buenas chicas.

—Siempre necesita que seamos buenas chicas —comentó Debby entre dientes, presionando la cara contra un oso panda rosa de peluche que Ben había ganado hacía años en la feria de Cloud County. En aquella época comenzaban a notársele los músculos preadolescentes, y había conseguido derribar un montón de botellas de leche. Las niñas lo habían celebrado como si hubiera ganado una medalla de Honor. Los Day nunca habían ganado nada. Siempre lo comentaban cuando, maravillados, tenían un poco de buena suerte: «¡Pero si nunca ganamos nada!». Se trataba del lema familiar.

—¿Y es tan difícil portarse bien? —Diane pellizcó la barbilla de Debby con cariño, y ésta bajó la vista aún más, pero esbozando una sonrisa.

—Supongo que no.

Diane dijo que haría las llamadas. Cogió el teléfono de la cocina, tiró del cable hacia el pasillo, lo más lejos que pudo, y le dijo a Patty que diera de comer a sus malditas niñas. Patty se sintió ofendida. ¡Ni que no les diera de comer! Hacía sopa de tomate con kétchup y leche en polvo. Tostaba pan duro y le añadía un chorrito de mostaza. A eso lo llamaba sándwich. Eso en los peores días. Pero nunca se olvidaba. Sus hijos estaban en el programa de comidas gratuitas del colegio, así que al menos allí siempre les daban de comer. Al pensar en eso, se sintió peor. Porque Patty había ido al mismo colegio cuando era pequeña y nunca había comido a mitad de precio ni gratis. Se le hizo un nudo en el estómago al recordar las paternalistas sonrisas que dirigían a los niños del programa de comidas gratuitas cuando presentaban sus carnés sobados, Y él modo en que las señoras de la cafetería gritaban desde el mostrador empañado: «¡Comida gratis!». Y el chico que estaba al lado de ella, un chaval con el pelo de punta y muy seguro de sí mismo, le susurraba con sarcasmo: «No existe la comida gratis». Ella sentía compasión por esos niños, pero no una compasión que la impulsara a ayudarlos, sino a no querer volver a mirarlos.

Libby todavía hipaba y lloraba en sus brazos; a Patty le sudaba el cuello a causa de la respiración caliente de su hija. Tras pedirle dos veces a Libby que la mirase, la niña por fin parpadeó y volvió la cara hacia su madre.

—Me he quemaaaaaadoooo —empezó a llorar otra vez.

—Calla, bonita, sólo son unas pequeñas pupas. No te preocupes, se irán. Dentro de una semana, ni te acordarás de ellas.

—¡Va a pasar algo malo!

Libby vivía siempre preocupada; salió preocupada de su vientre y se quedó así para siempre. Era la niña de las pesadillas, la que siempre estaba inquieta. Fue un embarazo no deseado; ni Patty ni Runner se alegraron por ello. Ni se molestaron en celebrar una fiesta de bienvenida para el bebé; sus familias estaban hartas de que siguieran procreando, y el embarazo fue motivo de vergüenza, así que Libby debió de absorber toda la preocupación y los nervios de su madre. Enseñarla a ir al baño fue surrealista: gritó cuando vio lo que se le venía encima y se escapó, desnuda e histérica. Cada vez que la dejaba en el colegio, era como si la abandonara, su hija con sus enormes y húmedos ojos, la cara contra el cristal de la ventana, mientras la profesora de educación infantil intentaba calmarla. El verano pasado se había negado a comer durante una semana, la cara pálida y con expresión de angustia, hasta que por fin (por fin, por fin) le dejó ver a Patty una ristra de verrugas que le habían salido en una rodilla. Con la vista gacha y en lentas frases que Patty le estuvo sonsacando durante una hora entera, Libby le explicó que pensaba que las verrugas eran como la hiedra venenosa, que con el tiempo le cubrirían el cuerpo entero y (¡snif!) nadie podría verle la cara nunca más. Y cuando Patty quiso saber por qué, por qué diablos no le había contado esas preocupaciones antes, Libby la miró como si estuviera loca.

Siempre que tenía la oportunidad, Libby profetizaba fatalidades. Patty lo sabía, pero aun así sus palabras le hicieron dar un respingo. Ya había ocurrido algo malo. Pero las cosas empeorarían.

Se sentó con la niña en el sofá, la peinó y le dio palmaditas en la espalda. Debby y Michelle merodeaban por allí, llevándole a su hermanita pañuelos de papel y prestándole la atención que le habían negado hacía un rato. Debby hizo que el oso panda hablara con Libby y le dijera que no le pasaba nada, que estaba bien, pero ella lo apartó con la mano y volvió la cabeza. Michelle preguntó si podía hacer sopa para todos. En invierno, todos los días tomaban sopa, Patty almacenaba enormes tinajas en el congelador del garaje. Se les solía acabar en febrero. Febrero era el peor mes.

Michelle estaba echando verduras y un gran pedazo de carne congelada, rompiendo el hielo y sin hacer caso del plato de salami, cuando Diane regresó, con la boca convertida en una mueca. Encendió un cigarrillo —«créeme, lo necesito»— y se sentó en el sofá, elevando con su peso a Patty y a Libby como si estuvieran en una cama elástica. Mandó a las niñas a la cocina con Michelle y éstas no protestaron: con los nervios se habían vuelto obedientes.

—Bien. Pues los que han difundido el rumor son una familia que se apellida Cates. Viven cerca de Salina, pero traen a su hija al colegio de Kinnakee porque aún no han terminado las obras de la escuela que están construyendo en su zona. La cosa comenzó en la clase extraescolar de arte. Al parecer, Ben se ofreció voluntario para ayudar a la profesora con los niños. ¿Tú sabías eso?

Patty negó con la cabeza.

—¿Voluntario?

Diane hizo una mueca: tampoco ella lo entendía.

—Bueno, el caso es que la niña de los Cates va a esa clase, y sus padres dicen que algo malo ocurrió entre ella y Ben. Y también lo dicen otras familias. Los Hinkel, los Putch y los Cahill.

—¿Cómo?

—Están comparando las diferentes versiones y han hablado con la dirección del colegio. Al parecer, la policía está investigando, y vendrá hoy un agente para hablar con Ben y contigo. En fin, así están las cosas. No todo el mundo en el colegio lo sabe; por suerte esto ha sucedido durante las vacaciones de Navidad, pero ya se acaban. Imagino que el colegio está hablando con los padres de todos los chavales que iban a esa clase. Es decir, unas diez familias.

—¿Qué debo hacer? —Patty puso la cabeza entre las rodillas. Un acceso de risa le subía por el estómago. Todo aquello era ridículo. Creo que estoy a punto de sufrir una crisis nerviosa —pensó—. No estaría mal, así no tendría que hablar con nadie. Una segura y confortable habitación blanca y ella conducida, como si fuera una niña, del desayuno a la comida y de la comida a la cena por personas que le hablaban en suaves susurros. Patty arrastrándose como un moribundo.

—Supongo que todo el mundo está en casa de los Cates, hablando con ellos —dijo Diane—. He conseguido la dirección. —Patty se limitó a mirarla fijamente—. Creo que deberíamos pasarnos por allí.

—¿Pasarnos por allí? Pensé que habías dicho que alguien se pasaría por aquí.

—El teléfono ha estado sonando un buen rato —anunció Michelle, que había estado en la cocina y no debería haber escuchado nada de lo que estaban diciendo.

Patty y Diane miraron el aparato, como esperando que sonara.

—¿Por qué no has respondido, como te pedimos, Michelle? —le preguntó Diane.

Michelle se encogió de hombros.

—Se me ha olvidado si debía hacerlo o no.

—Tal vez deberíamos esperar aquí —sugirió Patty.

—Patty, esas familias están echando… mierda sobre tu hijo. Aún no sabemos cuánto hay de verdad en lo que dicen, pero ¿no quieres ir para hablar en su nombre? ¿No quieres oír lo que están diciendo, hacer que te lo digan a la cara?

No, no quería. Quería que las habladurías desapareciesen en un visto y no visto, que se arrastraran sigilosamente hacia el olvido. No quería oír lo que la gente de su pueblo —Maggie Hinkel había ido al instituto con ella. Dios santo— estaba diciendo sobre Ben. Y tenía miedo de desmoronarse al ver todos esos rostros furiosos mirándola. Lloraría, les rogaría que le perdonaran. Eso era lo que quería ya, su perdón, aunque no hubiera hecho nada malo.

—Deja que me arregle un poco.

* * *

Encontró un jersey sin agujeros en las axilas y un par de pantalones color caqui. Se peinó, y cambió sus aretes dorados por unas perlas falsas y un collar a juego. La verdad es que no se notaba nada que eran de mentira, incluso pesaban bastante.

Cuando Diane y ella se dirigían a la puerta —tras advertirles a las niñas que no encendieran la cocina y que apagaran la tele e hicieran sus tareas—, Libby comenzó a lloriquear de nuevo y echó a correr hacia ellas con los brazos abiertos. Michelle cruzó los brazos sobre su sudadera manchada y dio un pisotón contra el suelo.

—No puedo con ella cuando se pone así —dijo imitando a Patty a la perfección—. Es demasiado. Esto es demasiado para mí.

Patty respiró profundamente, pensó en negociar con Michelle, incluso en recurrir a su autoridad materna, pero Libby berreaba como un animal, cada vez con más fuerza: «Quieroircontigoquieroircontigo». Michelle arqueó una ceja. Patty temía que llegara la policía en su ausencia y se encontrara con una niña con la cara quemada llorando desconsoladamente en el suelo. ¿Debía llevárselas a las tres con ella? Pero alguien debía quedarse en casa para responder al teléfono, y probablemente era mejor que se quedaran las dos, Michelle y Debby, antes que…

—Libby, ve a ponerte las botas —le ordenó Diane—. Michelle, te dejamos al cargo. Responde al teléfono y no le abras la puerta a nadie. Si es Ben, tiene llave. ¿Michelle?

—¿Qué?

—Pórtate bien. ¿Michelle?

—De acuerdo.

—Vale —dijo Diane. Y ésa fue, literalmente, la última palabra.

Patty aguardaba en el vestíbulo, observando cómo Libby se ponía las botas y un par de manoplas embarradas. Cogió una de sus lanudas manos y la condujo hacia el coche. Bien pensado, podía irles bien que la gente recordara que Ben tenía tres hermanas que le querían.

Libby no hablaba mucho, era como si Michelle y Debby monopolizaran todas las palabras. Hacía declaraciones. «Me gustan los ponis». «Odio los espaguetis». «Te odio». Igual que su madre, no podía ocultar lo que sentía ni en su cara ni en su ánimo. Todo estaba a la vista. Cuando no estaba enfadada ni triste, no decía gran cosa. Ahora, sentada en la parte de atrás del coche, con el cinturón puesto, habiendo conseguido lo que quería, permanecía en silencio, con su cara sonrosada vuelta hacia la ventana, un dedo contra el cristal, calcando las copas de los árboles que había afuera.

Tampoco Patty o Diane hablaban, y la radio estaba apagada. Patty intentó imaginar la visita (¿la visita? ¿Se podía calificar de visita algo tan repulsivo como aquello?), pero lo único que veía era a ella misma gritando: «¡Dejad en paz a mi hijo!». Maggie Hinkel y ella nunca habían sido amigas, aunque charlaban cuando se encontraban en el supermercado, y a los Putch los conocía de la iglesia. No eran malas personas, no se ensañarían con ella. En cuanto a los padres de la primera niña, Krissi Cates, no tenía ni idea. Se los imaginaba muy rubios y pijos, con toda la ropa a juego y una casa inmaculada que olía a flores secas. Se preguntó si la señora Cates se daría cuenta de que sus perlas eran falsas.

Diane abandonó la autopista y entró en el barrio, después de dejar atrás un gran cartel azul que se vanagloriaba de las casas nuevas de Elkwood Park. Hasta el momento, sólo se veían bloques y más bloques de esqueletos de madera. Cada uno de ellos permitía ver el contorno del siguiente. Una adolescente fumaba un cigarrillo sentada en el segundo piso de uno de los esqueletos. Parecía la Mujer Maravilla en su avión invisible, sentada en el contorno de un dormitorio. Cuando daba golpecitos al cigarrillo, las cenizas descendían flotando hasta el comedor.

Todas aquellas precasas ponían de los nervios a Patty. Resultaban familiares, pero al mismo tiempo extrañas, como una palabra cotidiana que no podías recordar en el momento más necesario.

—Bonito, ¿verdad? —comentó Diane señalando el barrio. Dos giros después habían llegado. Se trataba de una manzana de casas ordenadas, casas reales, varios coches apiñados delante de una de ellas—. Parece una fiesta —dijo desdeñosamente. Bajó la ventanilla y escupió fuera. En el coche reinó el silencio durante un momento, exceptuando los ruidos guturales de Diane—. Solidaridad —añadió—. No te preocupes, lo peor que pueden hacer es chillarnos.

—Tal vez debieras quedarte aquí con Libby —sugirió Patty—. No quiero que la gente grite delante de ella.

—No —dijo Diane—. Nadie se quedará en el coche. Podemos hacerlo. ¿Verdad, Libby? Eres una niñita fuerte, ¿verdad? —Diane se volvió hacia el asiento trasero, y su chaqueta emitió un frufrú. Después volvió a dirigirse a Patty—. Será bueno que la vean, que sepan que Ben tiene una hermanita que le quiere. —Patty se sintió esperanzada, pues ella había pensado lo mismo.

Diane salió del coche, abrió la puerta de atrás, espabiló a Libby y las tres echaron a andar por la acera. Patty se sintió inmediatamente enferma. Su úlcera llevaba un tiempo portándose bien, pero ahora el estómago le ardía. Tuvo que aflojar la mandíbula y dejarla suelta. Se detuvieron ante la puerta de la casa, Patty y Diane delante, y Libby detrás, mirando a un lado y a otro. Patty pensó que cualquiera que las viera allí pensaría que eran amigas que se unían a la celebración. Todavía colgaba de la puerta una corona de Navidad. Patty pensó: Han tenido unas bonitas y felices Navidades y ahora todo se ha estropeado. Apuesto a que no están acostumbrados a que les sucedan cosas malas. La casa parecía salida de un catálogo y había dos BMW en la entrada.

—No quiero hacer esto, no creo que debamos hacer esto —soltó.

Diane tocó el timbre y le dirigió una mirada igual que las que les lanzaba su padre cuando se negaban a hacer algo. Después dijo exactamente lo que su padre siempre decía tras lanzar una mirada de ésas:

—No hay más remedio que hacerlo.

La señora Cates abrió la puerta. Era rubia y de cara redonda. Tenía los ojos rojos de llorar y sostenía un pañuelo de papel en la mano.

—Hola. ¿En qué puedo ayudarles?

—Yo… ¿Es usted la madre de Krissi Cates? —empezó a hablar Patty. Y rompió a llorar.

—Lo soy —dijo la mujer, mirando por turnos a Patty, a Diane y finalmente a Libby—. Ah, también su pequeña… ¿También ha hecho daño a su pequeña?

—No —respondió Patty—. Soy la madre de Ben. La madre de Ben Day. —Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y después con la manga del jersey.

—Dios, Dios, Dios, Louuuu, sal. Date prisa. —La voz de la señora Cates subió de volumen y se volvió temblorosa, como un avión a punto de estrellarse. Varios rostros que Patty no reconoció se asomaron por el salón. Un hombre salió de la cocina con una bandeja de refrescos. Una niña se acercó al vestíbulo, una preciosa niña rubia con unos vaqueros floreados.

—¿Quiénes son? —gorjeó.

—Ve a llamar a tu padre. —La señora Cates se movió para cubrir la entrada, casi empujándolas físicamente fuera del umbral—. Louuuu… —volvió a llamar hacia dentro de la casa. Un hombre apareció tras ella, un mastodonte de al menos dos metros, macizo, con esa forma de alzar la barbilla de la gente que siempre consigue lo que quiere, pensó Patty.

—Es ella, la madre de Ben Day —dijo la mujer con tal repugnancia que las entrañas de Patty se estremecieron.

—Será mejor que pasen —dijo el hombre. Y, cuando Patty y Diane se miraron, él insistió con brusquedad—. Vamos, vamos —les dijo, como si fueran mascotas que se hubieran portado mal.

Fueron conducidas a un salón que estaba en un nivel inferior, y observaron una escena que se asemejaba a una fiesta de cumpleaños infantil. Cuatro niñas estaban en distintas fases de un juego. Llevaban estrellas plateadas en la cara y en las manos, como las que los maestros utilizan para distinguir a los alumnos aplicados. Otras estaban con sus padres comiendo pastel, ellas con expresión glotona y sus padres con el pánico reflejado en los rostros. Krissi Cates se sentó en el suelo y se puso a jugar con unos muñecos junto a un joven alto de cabellos oscuros que se había sentado con las piernas cruzadas, intentando congraciarse con la niña. Se trataba de esos muñecos esponjosos y feos que Patty había visto en Movie of the Week, con Meredith Baxter Birney o Patty Duke Astin en el papel de resueltas madres o abogadas. Unos muñecos que ahora utilizaban para que los niños mostraran cómo abusaban de ellos. Krissi les había quitado la ropa a dos y había colocado el muñeco sobre la muñeca. Lo sacudía hacia arriba y hacia abajo, canturreando palabras sin sentido. Una niña morena lo miraba todo desde el regazo de su madre mientras se comía el glaseado que había quedado atrapado entre sus uñas. Parecía demasiado mayor para estar en el regazo de su madre.

—Así —terminó Krissi, aburrida o enfadada, y lanzó el muñeco a un lado. El joven, un psicólogo, un trabajador social de los que llevaban siempre jerséis de lana Shetiand y camisas de cuadros escoceses debajo y que iban a la universidad, volvió a recoger el muñeco e intentó recuperar la atención de Krissi.

—Krissi, vamos… —dijo cogiendo con cuidado al muñeco por una rodilla, su pene mustio contra el suelo.

—¿Quién es ella? —preguntó Krissi, señalando a Patty.

Patty atravesó la sala ignorando a todos los padres, quienes empezaron a levantarse, tambaleándose como alambres rotos.

—¿Krissi? —dijo, sentándose en cuclillas—. Me llamo Patty, soy la mamá de Ben Day.

Krissi abrió mucho los ojos, sus labios temblaron y se alejó de Patty a toda velocidad. Por un segundo, en el que Patty y ella se miraron fijamente, reinó el silencio, como si se tratara de un choque reproducido a cámara lenta. Después, Krissi inclinó la cabeza hacia atrás y gritó:

—¡No quiero que esté aquí! —Su voz hizo eco en el tragaluz—. ¡No quiero que esté aquí! ¡Lo dijisteis! ¡Dijisteis que no tendría que hacerlo!

Se revolcó en el suelo y empezó a tirarse de los cabellos. La niña morena corrió hacia ella, la abrazó y gimió:

—¡No me siento segura!

Patty se levantó y miró alrededor, viendo a los asustados padres con expresiones de repulsa, viendo cómo Diane empujaba a Libby en dirección a la salida.

—Hemos oído hablar de usted —dijo la madre de Krissi Cates, su dulce y agotado rostro totalmente crispado. Señaló a Maggie Hinkel, la antigua compañera de clase de Patty, que se sonrojó—. Tiene cuatro hijos en casa —continuó con la voz tensa y los ojos húmedos—, cuando no puede mantener ni siquiera a uno. El padre es un borracho. Usted vive de la asistencia social. Deja a sus niñitas solas con ese… chacal. Deja que su hijo acose a las niñas. Jesús, ¡usted ha permitido que su hijo hiciera… eso! ¡Dios sabe cómo acabará esto!

En ese momento, la niña de los Putch se levantó y se puso a gritar, las lágrimas se deslizaban por las brillantes estrellas de sus mejillas. Se unió al grupo del centro, a quienes el joven murmuraba palabras tranquilizadoras intentando mantener el contacto visual con ellas.

—¡No quiero que estén aquí! —volvió a exclamar Krissi.

—¿Dónde está Ben, Patty? —le preguntó Maggie Hinkel. Su hija, de cara chata, estaba sentada a su lado sin expresión alguna—. La policía necesita hablar con él urgentemente. Espero que no le estés escondiendo.

—¿Yo? Llevo todo el día intentando encontrarle. Estoy intentando arreglar las cosas. Por favor.

Por favor, ayúdenme, por favor, perdónenme, por favor, dejen de gritar.

La hija de Maggie Hinkel, que seguía callada, tiró de pronto de la manga de su madre.

—Mamá, quiero irme. —Las otras niñas seguían llorando, mirándose las unas a las otras. Patty estaba de pie, mirando a Krissi y al terapeuta, que aún acunaba al muñeco desnudo que se suponía que era Ben. El estómago se le revolvió y la garganta se le lleno de un sabor ácido.

—Creo que debería marcharse —dijo la señora Cates con brusquedad, cogiendo a su hija en brazos como si fuera un bebé; las piernas de la pequeña casi daban contra el suelo y la señora Cates se tambaleaba por el peso.

El joven psicólogo se levantó y se puso entre Patty y la señora Cates. Estuvo a punto de posar una mano sobre Patty, pero en lugar de eso la puso sobre la señora Cates. Diane llamaba a su hermana desde la puerta. Patty esperaba que de un momento a otro todos se abalanzasen sobre ella y le sacaran los ojos.

—Lo siento, lo siento —gritaba Patty, desesperada y con sensación de mareo—. Todo esto es un error, lo siento.

Entonces Lou Cates se plantó ante ella, la sujetó del brazo y la empujó hacia la salida, animado por las cuatro niñas que había detrás de ella. Había madres y padres por todas partes, adultos que cuidaban de sus hijos, y Patty se sintió estúpida. No tonta, ni avergonzada. Imperdonablemente estúpida. Oyó cómo los padres arrullaban a sus hijas: «Buena chica, no pasa nada, no pasa nada, ya se va, estás segura, vamos a arreglar todo esto, cálmate, cálmate, mi vida».

Antes de que Lou Cates la empujara al exterior, Patty se volvió para ver a Krissi Cates en los brazos de su madre; sus cabellos rubios ocultaban uno de sus ojos. La niña la miró y dijo simple y llanamente:

—Ben va a ir al infierno.