17. Libby Day

AHORA

Lyle estaba rígido y silencioso mientras nos dirigíamos a casa de Magda. Me pregunté si me estaba juzgando, a mí y al paquete de notas que iba a vender. Había decidido no desprenderme de nada que fuese especialmente interesante: cinco tarjetas de cumpleaños que mi madre había dado a Michelle y a Debby a lo largo de los años, con alegres notas garabateadas, y otra que había escrito a Ben y con la que pensaba ganar una suma decente. Me sentía culpable por ello, no me gustaba, pero menos me gustaba quedarme sin dinero, sin un centavo, y eso iba antes que ser una buena persona. La nota dirigida a Ben, escrita para su duodécimo cumpleaños, decía: «Creces a ojos vistas, ¡antes de que me dé cuenta estarás conduciendo!». Cuando la leí, tuve que darle la vuelta y alejarme, porque mi madre había muerto antes de que Ben aprendiera a conducir. Y Ben estaba en la cárcel, por lo que de todos modos no había aprendido a conducir. De todos modos. Cruzamos el río Missouri y el agua ni siquiera se molestó en brillar bajo el sol vespertino. Lo que no me apetecía nada era ver a esa gente leyendo las notas. Esas notas pertenecían a mi intimidad. Tal vez pudiera marcharme mientras las estudiaban como si fueran viejos candelabros de mercadillo.

Avanzábamos por barrios de clase media, y Lyle me iba indicando el camino. En algunas casas ondeaba la bandera del Día de San Patricio, con brillantes tréboles y duendes que hacía ya tiempo que se habían quedado anticuados. Lyle, nervioso como siempre, golpeó con la rodilla la palanca de cambios, y casi cambia la marcha.

—Bien —dijo.

—Bien.

—La reunión en casa de Magda, como suele suceder, se ha convertido en algo un poco distinto de lo que habíamos planeado.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ya sabes que ella está en la Asociación por la Liberación de Day. Pues bien, al parecer ha invitado a unas cuantas de esas… mujeres.

—Oh, no —protesté. Detuve el coche.

—Escucha, dijiste que querías hablar con Runner, ¿no? Bien, pues ésta es tu oportunidad. Nos van a pagar, te van a pagar, para encontrarle, para hacerle algunas preguntas, de padre a hija.

—O de hija a padre.

—Bueno, sí. Mira, Libby, yo me estoy quedando sin dinero y ellas pueden pagarte.

—Así que debo aguantar sus impertinentes comentarios, como la última vez…

—No, ellas te pondrán al día de cómo va su investigación sobre Runner Te proporcionarán información útil. Supongo que ya estás convencida de que Ben es inocente, ¿no?

Me vino a la cabeza un día en que Ben estaba viendo la tele. Mi madre pasó a su lado, con la colada apoyada en la cadera, y le revolvió el pelo con la mano libre. El sonrió sin volverse y, en cuanto ella desapareció, volvió a colocarse el pelo en su lugar.

—No he llegado tan lejos. —Las llaves del coche se balanceaban en el contacto. Arranqué justo en el momento en que ponían una canción de Billy Joel en la radio. Cambié la emisora—. Bien, vámonos.

Seguimos unas cuantas manzanas más. El barrio de Magda era tan cutre como el mío, aunque más agradable. Se notaba que las casas habían sido construidas de cualquier modo, pero los propietarios habían logrado reunir la suficiente dignidad como para darles una capa de pintura de vez en cuando, colgar una bandera y plantar algunas flores. Aquellos edificios me recordaban a esas chicas feas pero llenas de esperanza que van los viernes por la noche de bar en bar vestidas con sus tops de lentejuelas; en principio, alguna tendría que ser guapa, pero ninguna lo era ni lo sería nunca. Y allí estaba la casa de Magda, la chica más fea y con más adornos, colocados sin ton ni son. El jardín delantero estaba sembrado de ellos: gnomos en precario equilibrio sobre piernas de alambre, flamencos sobre resortes, patos con alas de plástico que se movían en círculo cuando soplaba el viento y un reno de cartón olvidado desde las Navidades pasadas. La mayor parte del suelo era barro, salvo unos pequeños islotes de hierba, rala como el pelo de un bebé. Apagué el motor y nos quedamos mirando el jardín y sus saltarines inquilinos.

Lyle se volvió hacia mí con los dedos extendidos como si fuera un entrenador explicando una jugada complicada:

—Bien, no te preocupes. Lo único que tienes que hacer es ser muy cuidadosa cuando hables de Ben. Son muy susceptibles con ese tema.

—¿Cómo de susceptibles?

—¿Vas a la iglesia?

—Iba de niña.

—Pues para ellos es como si alguien entra en tu iglesia y dice que odia a Dios.

* * *

La verdad es que parecía una iglesia. O tal vez un velatorio.

Había mucho café, gente vestida con ropa de lana oscura que hablaban en murmullos, y sonrisas apesadumbradas. El aire estaba cargado a causa del humo de los cigarrillos. Pensé en lo poco frecuente que era ver algo así ya, tras haber crecido en la nebulosa caravana de Diane. Respiré hondo.

Llamamos varias veces a la puerta, que estaba abierta, y como nadie respondió, optamos por entrar. Lyle y yo permanecimos unos segundos ahí de pie, con nuestro aspecto gótico norteamericano, hasta que las conversaciones comenzaron a apagarse y la gente empezó a mirarnos. Una mujer mayor con el pelo como un estropajo, recogido con pasadores, parpadeó como si me estuviera transmitiendo un código secreto, con la sonrisa congelada en su rostro. Una chica morena de veintipocos años, sorprendentemente bella, dejó de introducir pedazos de melocotón en la boca de un bebé para alzar la vista y brindarme también una sonrisa expectante. Una llamativa anciana, con el tipo de un muñeco de nieve, apretó los labios y acarició el crucifijo que colgaba de su cuello, pero era evidente que el resto de las allí presentes estaban siguiendo órdenes: sed amables.

Todas eran mujeres, más de una docena, y todas blancas. La mayor parte parecían preocupadas, pero unas cuantas tenían el lustroso aspecto de quien se ha pasado una hora entera delante del espejo, algo que sólo se pueden permitir los de clase alta. Es eso lo que las diferencia: no la ropa, ni los coches, sino esos toques extra: un broche antiguo (las mujeres ricas siempre lucen broches antiguos) o un perfilador de labios a juego con algo. Probablemente habían venido en coche desde Mission Hills y se sentían magnánimas por haber puesto el pie al norte del río.

No había un solo hombre. De haber estado allí, Diane hubiera dicho que aquella reunión parecía una despedida de soltera (emitiendo un sonido de desaprobación). Me pregunté cómo se sentían con respecto a Ben, atrapado en la cárcel como estaba, y qué atracción ejercía éste sobre ellas. ¿Se acostaban por la noche en sus camas, con sus blandos maridos roncando junto a ellas, y soñaban despiertas con una vida junto a Ben, una vez que le hubieran puesto en libertad? ¿O lo consideraban un pobre chico necesitado de su altruismo, que podían cultivar entre partidos de tenis?

Magda salió de la cocina, decidida, con su metro ochenta de altura y su cabello encrespado casi tan voluminoso como su figura. No reconocí en ella a la mujer de la reunión del Kill Club, ya que las caras de todos los miembros han desaparecido de mi memoria, como si fuera una polaroid extraída de la cámara demasiado pronto. Magda llevaba un peto de tela vaquera sobre un jersey de cuello alto y una cantidad de joyas dignas de mejor causa: pendientes de oro que se balanceaban cuando se movía, una gruesa cadena de oro y anillos en todos los dedos, excepto en el anular. Todos aquellos anillos me inquietaban, como si fueran percebes que crecían donde no correspondía. No obstante, estreché la mano que Magda me tendía. Era cálida y seca. Emitió un gemido que sonaba algo así como «¡mmmaaahhh!», y me estrechó entre sus brazos; sus grandes pechos se separaban y me envolvían como una ola. Me puse tensa y me aparté, pero ella me agarró la mano.

—Lo pasado, pasado está. Bienvenidos a mi casa —nos saludó.

—Bienvenidos —dijeron las mujeres que había detrás de ella, casi al unísono.

—Sois bienvenidos aquí —reiteró Magda.

Bueno, eso es una obviedad, puesto que he sido invitada, quise decir.

—Atención todo el mundo, ésta es Libby Day, la hermana pequeña de Ben.

—La única hermana de Ben —aclaré.

Las mujeres asintieron con solemnidad.

—Y es uno de los motivos por los que estamos hoy aquí —añadió ella, dirigiéndose a toda la sala—. Para contribuir a poner un poco de sentido común en todo este asunto. Y para ayudar. A traer. A Ben. ¡A casa!

Miré a Lyle, que arrugó la nariz varias veces. Al otro lado del salón, un muchacho de unos quince años, regordete, descendió las escaleras alfombradas de una forma menos autoritaria que su madre. Llevaba unos pantalones caquis y una camisa con botones hasta el cuello, y barrió la sala con la mirada sin establecer contacto visual con nadie, jugueteando con el pulgar en el cinturón.

Magda no nos lo presentó. En lugar de eso, dijo:

—Ned, ve a la cocina y haz más café.

El chico atravesó el círculo de mujeres sin mover los hombros, mirando un punto en la pared que nadie más era capaz de ver.

Magda tiró de mí hacia el interior de la sala. Fingí un acceso de tos para liberarme de su mano. Me sentó en medio del sofá, con una mujer a cada lado. No me gusta sentarme en el medio, donde los brazos y las piernas me rozan. Apoyé ligeramente una nalga, y luego la otra, para no hundirme en el cojín, pero soy tan pequeña que aun así terminé pareciendo una niña de dibujos animados sentada en una silla demasiado mullida.

—Libby, soy Katryn. Lamento mucho tu pérdida —dijo una de las ricas damas sentadas a mi lado, mirándome a la cara; su perfume invadió mis fosas nasales.

—Hola, Katherine. —Me pregunté cuándo dejarían de expresar el pésame por la muerte de personas que no conocían. Supongo que nunca.

—Es Ka-tryn. —Me corrigió con dulzura, su broche en forma de flor dorada se balanceaba en su cierre. Hay otra forma de descubrir qué mujeres son ricas: inmediatamente te corrigen el modo en que pronuncias su nombre. A-lee-see-a, y no Al-eesh-a; Deb-or-ah, no Debra. No dije nada. Lyle conversaba íntimamente con una mujer mayor que él al otro lado de la sala, contándole su vida. Imaginé su aliento cálido abriéndose paso por su pequeña oreja de caracol. Todo el mundo hablaba y me miraba, susurraba y me miraba.

—Bueno, ¿queréis que empiece el espectáculo? —pregunté, dando una palmada. Fui un poco maleducada, pero yo no necesitaba el suspense.

—Bueno, Libby… Ned, ¿puedes traer el café? —comenzó Magda—. Estamos aquí para hablar contigo acerca de tu padre, el principal sospechoso de los asesinatos por los que tu hermano ha sido injustamente condenado.

—Cierto. Los asesinatos de mi familia.

Magda dejó escapar un suspiro impaciente, molesta por mi puntualización.

—Pero antes de entrar en tema —continuó Magda—, queremos compartir contigo algunas de nuestras historias sobre tu hermano, a quien todas queremos mucho.

Una mujer esbelta de cincuenta y tantos años y con peinado de secretaria se puso en pie.

—Mi nombre es Gladys, conocí a Ben hace tres años, a través de una organización benéfica para la que trabajo —explicó—. Él cambió mi vida. Escribo cartas a muchos presos. —En este punto sonreí burlonamente, y la mujer se dio cuenta—. Escribo cartas a presos porque para mí es el acto cristiano supremo, amar a aquellos a quienes normalmente nadie ama. Estoy segura de que muchas de vosotras habéis visto Pena de muerte. Pero, enseguida de empezar a cartearme con Ben, comprobé que la pureza brillaba en sus cartas. Es la luz en la oscuridad, y me encanta que sea capaz de hacerme reír, él a mí, cuando se supone que soy yo la que debería ayudarle a él, teniendo en cuenta las terribles condiciones que soporta.

Todo el mundo aportó entonces su comentario personal: «Es un tipo tan divertido…, sí…, es increíble». Ned apareció con la cafetera y comenzó a rellenar la docena de tazas de plástico. Las damas le indicaban con la mano cuándo dejar de echar café sin ni siquiera mirarle.

Una mujer más joven se puso de pie. Tendría la edad de Lyle y estaba temblando.

—Soy Alison. Conocí a Ben a través de mi madre, que no puede estar aquí hoy…

—Quimioterapia, cáncer de ovarios —me susurró Katryn.

—… pero ambas sentimos lo mismo, que no habremos cumplido nuestra misión en esta tierra hasta que Ben no sea un hombre libre. —Tras estas palabras, hubo algún que otro aplauso—. Es que… es que… —aquí los temblores de la chica se convirtieron en sollozos— ¡es tan buena persona! Y el mundo es tan… Sencillamente, no puedo creer que vivamos en un mundo en el que alguien tan bueno como Ben se encuentra… se encuentra en una jaula, ¡sin motivo alguno!

Me quedé boquiabierta. La cosa iba de mal en peor.

—Creo que debes arreglar las cosas —escupió la muñeca de nieve que llevaba el crucifijo, la que parecía menos amable de todas. No se molestó en ponerse de pie, se limitó a inclinarse hacia algunas mujeres—. Debes enmendar tus errores, como cualquier persona. Lamento de verdad las pérdidas que tu familia ha sufrido, lamento todo lo que habéis tenido que pasar, pero ahora debes madurar y arreglarlo.

No vi a nadie asentir ante su pequeño discurso, pero la sala rezumaba una contundente aprobación que parecía incluso tener sonido, un mmm cuyo origen no lograba ubicar. Como el zumbido en la vía cuando el tren aún está lejos. Miré a Lyle, que puso los ojos en blanco disimuladamente.

Magda se colocó en el centro de la puerta, creciéndose como un orador de nariz roja en plena campaña electoral.

—Libby, te hemos perdonado tu parte de culpa en todo este fiasco. Creemos que fue tu padre el que cometió aquellos crímenes tan terribles. Tenemos un móvil del crimen, tenemos una falsa coartada, tenemos… muchos datos relevantes —dijo, incapaz de seguir empleando más jerga legal—. El motivo: dos semanas antes de los asesinatos, tu madre, Patricia Day, puso una demanda contra tu padre para que le pagase la pensión que le correspondía. Por vez primera, Ronald Runner Day iba a estar legalmente atado a su familia. Asimismo, debía varios miles de dólares por deudas de juego. Eliminar a tu familia del mapa ayudaría a su economía, pues él daba por sentado que aún figuraba en el testamento de tu madre cuando se presentó en la casa aquella noche. Luego resultó que Ben no estaba allí cuando llegó y que tú lograste escapar. Asesinó a todos los demás.

Imaginé a Runner respirando con dificultad y caminando por la casa a grandes zancadas con aquella escopeta, su mugriento sombrero de cowboy ladeado, mientras miraba a mi madre a través del arma de calibre 10. Se reprodujo en mi cabeza el ruido que siempre oía cuando recordaba aquella noche e intenté que saliera de la boca de Runner.

—Se hallaron fibras de vuestra casa en su cabaña, aunque esta prueba ha sido siempre descartada porque había estado todo aquel verano entrando y saliendo de allí. No obstante, continúa siendo un elemento revisable. No se halló sangre ni tejido de las víctimas en la ropa de Ben, pese a que la acusación se empeñó en que había sangre del chico en la casa.

—Como si uno no pudiera cortarse cuando se afeita, vamos —dijo la airada mujer del crucifijo.

Las mujeres emitieron unas tímidas risitas.

—Por último, el factor que me llena de esperanza, Libby, es el de la coartada. Como sabes, tu padre fue encubierto por una novia que tenía en aquella época, la señorita Peggy Bannion, aquí presente. ¿Lo ves? Hay gente a la que no le da vergüenza corregir sus errores. Peggy está a punto de retractarse de su declaración. A pesar de que podrían condenarla a cinco años de cárcel.

—Bueno, pero no lo harán —las alentó Katryn—. No dejaremos que eso suceda.

Las demás aplaudieron mientras una mujer larguirucha que vestía unos vaqueros elásticos se ponía en pie. Llevaba el pelo corto, con permanente y mechas, y sus ojos eran pequeños y anodinos, como las monedas de diez centavos que llevan en la cartera de alguien demasiado tiempo. Me miró y luego apartó la vista. Jugueteó con la enorme piedra azul que colgaba de una cadena y que hacía juego con la raya azul de su sudadera. Me la imaginé en su casa, delante de un espejo salpicado de gotas, muy satisfecha por haber conseguido combinar el collar con la sudadera.

Miré fijamente a la novia de mi padre —la invitada especial de Magda— e intenté no parpadear.

—Quiero daros las gracias a todas por vuestro apoyo en estos últimos meses —comenzó, con voz aguda—. Runner Day me utilizó como hizo con todo el mundo. Estoy segura de que sabes lo que quiero decir —Tardé unos segundos en darme cuenta de que me hablaba a mí. Asentí, y de inmediato deseé no haberlo hecho.

—Comparte tu historia con nosotras, Peggy, por favor —le pidió Magda. Me di cuenta de que Magda veía el programa de Oprah, había conseguido la cadencia de la presentadora, pero no su calidez.

—En la noche del 2 de enero le serví la cena a Runner en su cabaña. Chop suey con arroz y, claro, como siempre, mucha cerveza. Bebía esas cervezas que él llamaba «Los Grandes Bigotes de Mickey», esas que hay que tirar de la lengüeta para abrirlas. Unas lengüetas demasiado afiladas, como pinzas de cangrejo, por lo que él siempre se cortaba. ¿Te acuerdas de eso, Libby? Siempre estaba sangrando por ese motivo.

—¿Qué ocurrió después de cenar? —la interrumpió Lyle. Supuse que me miraría para que le dedicase una sonrisa de agradecimiento, pero no lo hizo.

—Pues, esto…, mantuvimos relaciones. Entonces se acabó la cerveza y Runner salió a comprar más. Creo que esto sucedió a eso de las ocho de la noche, porque yo estaba viendo Profesión: Peligro, que por cierto era un capítulo repetido, cosa que me molestó.

—Estaba viendo Profesión: Peligro —comentó Magda—. Qué irónico, ¿verdad?

Peggy la miró inexpresivamente.

—El caso es que Runner tardaba en volver, ya sabéis, y era invierno, por lo que me acosté temprano. Me desperté cuando él llegó a casa, pero yo no tenía un reloj a mano, y no sé qué hora era. En todo caso era bastante tarde, porque me desperté varias veces en el intervalo de unas pocas horas, y cuando me levanté para hacer pis, ya estaba amaneciendo.

Cuando esta mujer estaba meando, buscando papel higiénico y probablemente no encontrándolo, volviendo después hasta su cama por entre los motores, las aspas y los intestinos de los televisores en los que Runner siempre fingía estar trabajando, tal vez golpeándose el dedo, yo, enfurruñada, avanzaba a duras penas entre la nieve en dirección a mi sangrienta casa, donde toda mi familia yacía asesinada. En mi fuero interno, se lo recriminé.

La policía vino por la mañana y le preguntó a Runner dónde había estado entre las doce y las cinco de la madrugada, y luego a mí. Él no paraba de repetir: «Llegué temprano a casa, antes de medianoche». Yo estaba segura de que no era cierto, pero le seguí la corriente. Me limité a seguirle la corriente.

—Bueno, ¡eso ya pertenece al pasado, mujer! —exclamó la morena que tenía un bebé.

—Hace más de un año que no sé nada de él.

—Bueno, hace menos tiempo que yo —dije, arrepintiéndome automáticamente de haber hablado. Me preguntaba si esa mujer habría dicho nada en el caso de que Runner hubiera mantenido el contacto con ella, si la hubiera llamado cada tres meses, en lugar de cada ocho.

—Y tal y como os conté —continuó Peggy—, tenía varios rasguños en las manos, aunque no sé si se los había hecho con las lengüetas de las cervezas. No logro recordar si se rasguñó antes de salir de casa o si se lo hizo después.

—Tan solo una víctima, Michelle Day, resultó tener piel bajo las uñas —intervino Lyle—, lo cual tiene sentido, puesto que fue estrangulada y mantuvo contacto físico con el asesino. —Guardamos silencio durante un segundo en que los balbuceos del bebé se oyeron más altos, convertidos casi en chillidos—. Lamentablemente, aquel trozo de piel se perdió en alguna parte antes de llegar al laboratorio.

Imaginé a Runner, con su aspecto receloso y los ojos muy abiertos, echándose encima de Michelle, empujándola sobre el colchón con todo su peso, y a Michelle tratando a duras penas de respirar, intentando apartarle las manos, arañándole bien fuerte, un garabato en el dorso de sus pequeñas manos manchadas de aceite, que apretaban con fuerza el cuello…

—Y ésa es mi historia —dijo Peggy abriendo las manos y encogiéndose de hombros al mismo tiempo, en un gesto que parecía decir «qué le vamos a hacer».

—¡Es hora del postre! —exclamó Magda dirigiéndose a la cocina. Ned salió de allí precipitadamente, los hombros a la altura de las orejas, con migas en los labios, sosteniendo en las manos un mermado plato de galletas decoradas con un centro de caramelo—. Por Dios, Ned, ¡deja de comerte mis cosas! —le regañó Magda mirando la bandeja con el ceño fruncido.

—Si sólo me he comido dos.

—Y una mierda te has comido dos. —Magda encendió un cigarrillo que había sacado de un paquete a medias—. Ve a la tienda, necesito tabaco. Y más galletas.

—Jenna se ha llevado el coche.

—Pues ve andando, te vendrá bien.

Estaba claro que las mujeres pretendían quedarse allí hasta las mil, pero yo no iba a hacerlo. Estaba sentada cerca de la puerta y miraba un cuenco de caramelos de cloisonné que parecía demasiado elegante para Magda. Me lo metí en el bolsillo mientras observaba a Lyle hacer negocios y a Magda preguntar: «¿Lo hará? ¿Ha estado con él? ¿De verdad lo cree?», mientras agitaba su chequera.

Cada vez que parpadeaba, veía que Peggy se había acercado más a mí, como si estuviéramos jugando una grotesca partida de ajedrez. Antes de que pudiera tomarme un respiro para ir al baño, la tenía pegada a mí.

—No te pareces a Runner en absoluto —me dijo, entornando los ojos—. Tal vez en la nariz.

—Me parezco a mi madre. —Peggy pareció afligirse—. ¿Estuviste mucho tiempo con él? —le pregunté.

—De vez en cuando, supongo. Sí. Por supuesto, he salido con otros hombres entre medias. Pero siempre que regresaba te hacía sentir como si sus ausencias hubieran sido acordadas entre los dos. Como si hubiéramos hablado de que él desaparecería para volver luego y que todo seguiría igual que antes. No sé. Ojalá hubiera conocido a un contable, o algo así. Nunca sé adónde ir para conocer a hombres agradables. Nunca lo he sabido… ¿Adónde vas tú?

Parecía estar preguntándome por un lugar geográfico, como si hubiera un pueblo especial donde residieran todos los contables y administrativos.

—¿Sigues en Kinnakee?

Asintió.

—Para empezar, yo me largaría de allí.