16. Ben Day

2 DE ENERO DE 1985

03:10 A.M.

La camioneta de Trey olía a hierba, a calcetines deportivos y al dulce tinto espumoso que probablemente había derramado Diondra. Diondra tenía la costumbre de desmayarse con la botella en la mano, era su manera favorita de beber, hacerlo hasta perder el sentido, con el último trago a su alcance, por si las moscas. La camioneta estaba llena de viejos envases de comida rápida, anzuelos, un Penthouse y, sobre la sucia alfombrilla a los pies de Ben, una caja de paquetes con una etiqueta que decía «Frijoles saltarines mexicanos». Todos ellos mostraban el dibujo de un pequeño frijol tocado con sombrero y unas líneas onduladas en los pies para crear el efecto de que estaba saltando.

—Prueba uno —dijo Trey señalando la caja.

—Ni loco, ¿no se supone que son una especie de bichos?

—Sí, son como larvas de escarabajo —respondió Trey, soltando una de sus carcajadas entrecortadas.

—Genial, gracias, qué guay.

—Joder, tío, que es broma, relájate.

Pararon en un 7-Eleven, Trey saludó al chico mexicano que estaba en el mostrador —«Ahí tienes a un verdadero frijol»—, cargó a Ben con una caja de Beast, unos nachos de microondas que a Diondra la volvían loca y un puñado de tiras de cecina que Trey llevaba en la mano como si se tratara de un ramo de flores.

El muchacho sonrió a Trey y emitió un grito de guerra indio. Trey cruzó los brazos delante del pecho e hizo como si bailara la danza del sombrero.

—Llámame José. —El chico no dijo nada más y Trey le dejó el cambio, ni más ni menos que tres dólares.

Ben seguía pensando en eso camino de casa de Diondra. En que la mayor parte de su mundo lo componían personas como Trey, gente que dejaba tres dólares de propina como si tal cosa. Como Diondra. Pocos meses atrás, cuando un septiembre especialmente caluroso llegaba a su fin, Diondra tuvo que cuidar a dos de sus primos o medio primos o algo por el estilo, por lo que Ben y ella los llevaron en coche a un parque acuático cercano a la frontera de Nebraska. Hacía un mes que conducía el Mustang de su madre (su propio coche le aburría) y el asiento de atrás estaba lleno de las cosas que habían llevado, cosas que a Ben ni se le había pasado por la cabeza tener alguna vez: tres tipos de protectores solares, toallas de playa, botellas de plástico, colchonetas hinchables, flotadores, balones de playa y cubos. Los críos eran pequeños, de unos seis o siete años, e iban apretujados entre toda aquella mierda, las colchonetas hinchables hacían un ruido que sonaba algo así como ris-ris cada vez que se movían, y en algún momento, cerca de Lebanon, los niños bajaron la ventanilla entre risitas, las colchonetas hacían cada vez más ruido, como si estuviesen alcanzando el orgasmo mediante una especie de ritual de colchones de aire, y Ben se percató de qué era lo que hacía reír a los niños. Aquellos mocosos estaban recogiendo monedas del suelo, de los huecos de los asientos —Diondra solía arrojar allí la calderilla de los cambios—, y las tiraban a puñados por la ventanilla para verlas dispersarse como si fuesen chispas. No lo hacían sólo con monedas de un centavo, también las había de veinticinco. Ben pensó que ése era el modo en que uno podía diferenciar a la mayoría de las personas. No se trataba de «prefiero los perros o prefiero los gatos, o soy fan de los Chiefs o soy más de los Broncos». Tenía que ver con si dabas importancia a las monedas de veinticinco centavos. Para él, cuatro de ellas componían un dólar Y con unas cuantas podías comprar el almuerzo. Con la cantidad de monedas de veinticinco centavos que esas pequeñas mierdecillas arrojaron por la ventana se podía haber comprado unos vaqueros. Pidió una y otra vez a los niños que pararan, que era peligroso, ilegal, que les podían poner una multa, que debían sentarse bien y mirar hacia delante. Los críos se partían de risa y Diondra gritó: «Ben se va a quedar sin su paga esta semana si seguís quitándole las monedas», por lo que Ben comprendió que le había descubierto. Su mano no era tan rápida como pensaba: ella sabía que iba por detrás recogiendo las monedas que le sobraban. Ben se sintió como una niña cuya falda ha levantado el viento. Y se preguntó cómo interpretar el hecho de que ella no hubiera dicho nada al respecto. ¿Era un gesto amable, o mezquino?

Trey no tardó en llegar a casa de Diondra, una caja gigante de color beige rodeada por una cerca de alambre que evitaba que sus pit bulls mataran al cartero. Tenía tres perros, uno de ellos un saco blanco de músculos con unas pelotas gigantes y una mirada loca que Ben odiaba. Ella los dejaba entrar en la casa cuando sus padres no estaban. Entonces se ponían a saltar sobre las mesas y a cagarse por todas partes. Diondra no lo limpiaba, simplemente pulverizaba con ambientador todas las enredadas y sucias hebras de las alfombras. Aquella bonita alfombrilla azul del estudio —Diondra describía su color como violeta grisáceo— estaba ahora llena de porquería. Ben intentaba que no le afectara. No era asunto suyo, tal y como Diondra se encargaba de recordarle.

La puerta trasera estaba abierta, aunque hacía un frío que pelaba, y los pit bulls entraban y salían al galope, como si se tratara de un truco de magia: no hay ningún pit bull, un pit bull, ¡dos pit bulls en el patio! ¡Tres! Tres pit bulls en el patio, trotando en círculos irregulares y volviendo a entrar a toda mecha. Parecían pájaros en pleno vuelo, jugueteando y mordisqueándose los unos a los otros en formación.

—Odio a esos putos perros —refunfuñó Trey mientras aparcaba.

—Los malcría.

Los perros lanzaron una andanada de ladridos de ataque mientras Ben y Trey se dirigían a la parte delantera de la casa, seguidos obsesivamente por los animales, hocicos y patas que salían por los agujeros de la cerca, ladrando, ladrando, ladrando.

La puerta principal también estaba abierta, por lo que el calor de la calefacción se escapaba por allí. Atravesaron la entrada empapelada de rosa —Ben no pudo resistirse a cerrar la puerta tras de sí con el fin de ahorrar un poco de energía— y bajaron al piso que pertenecía a Diondra. Ella estaba en el estudio, bailando medio desnuda, con unos calcetines rosas que le quedaban grandes, sin pantalones y con un jersey de rayas gigante en el que cabían dos personas y que a Ben le recordaba a la ropa de los pescadores, no a la de una chica. Aunque todas las chicas del instituto llevaban camisas que les quedaban grandes. Las llamaban «camisas de novio» o «jerséis de papá». Diondra, por supuesto, tenía que llevarlas supergrandes y con un montón de capas por debajo: una camiseta que le sobresalía por la cintura, otra sin mangas y una camisa de rayas con cuello, de colores chillones. Una vez, Ben quiso regalarle uno de sus grandes jerséis negros, a modo de «camisa de novio», puesto que él era su novio, pero ella había arrugado la nariz, declarando:

—Ese no vale. Además, tiene un agujero.

Como si un agujero en una prenda de vestir fuera peor que el hecho de que hubiera mierda de perro por toda la moqueta. Ben nunca estaba seguro de si Diondra se guiaba secretamente por ciertas reglas y protocolos privados o si sólo inventaba todas esas gilipolleces para hacerle sentir como un capullo.

Botaba al son de Highway to Hell mientras la chimenea disparaba llamas detrás de ella y sostenía un cigarrillo lejos de su ropa nueva. Tenía unos doce artículos envueltos en plástico o colgados en perchas o en bolsas relucientes con papel de seda que asomaba por encima. También había un par de cajas de zapatos y esas cajas pequeñitas que él sabía que sólo podían ser joyas. Cuando ella levantó la vista y vio su pelo oscuro, le dedicó una gran sonrisa de felicidad y levantó el pulgar.

—Impresionante. —Ben se sintió un poco mejor, no tan estúpido—. Te dije que te quedaría bien, Benji. —Eso fue todo.

—¿Qué has comprado. Dio? —quiso saber Trey, hurgando en las bolsas y dando al mismo tiempo una calada al cigarrillo que ella sostenía entre los dedos. Diondra, al ver que Ben no paraba de mirarle las piernas desnudas, se levantó el jersey dejando ver unos calzoncillos que no eran de él.

—Vamos, no seas tonto. —Se acercó y le besó, inundándole y calmándole con su olor a cigarrillos y a laca con aroma de uvas. Ben la agarró con delicadeza, como solía hacer últimamente, con los brazos flojos, y cuando sintió que la lengua de ella chocaba con la suya se sobresaltó—. Por Dios, supera ya esta fase de «Diondra es intocable», por favor —dijo ella con brusquedad—. A no ser que te parezca demasiado mayor para ti.

Ben se rió.

—Tienes diecisiete años.

—Si hubieras oído lo que he oído yo… —canturreó Diondra con tono de villancico. Sonaba enfadada, sonaba francamente cabreada.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que a lo mejor diecisiete años te resultan demasiados.

Ben no sabía qué hacer. Intentar hablar con Diondra cuando estaba de un humor tan huidizo sólo provocaba que dijera una y otra vez: «No, no es nada» o «Luego te lo cuento» o «No te preocupes, puedo arreglármelas sola». Se echó el cabello hacia atrás y bailó para ellos. Detrás de una de las cajas de zapatos había un vaso con algún tipo de bebida. Su cuello estaba cubierto por los chupetones que él le había hecho el domingo, succionándole la carne como si fuera un vampiro mientras ella pedía más.

—Más fuerte, más fuerte, no me dejarás ninguna marca si lo haces tan flojo, no aprietes los labios, sin lengua, no, más fuerte… ¡Hazlo! ¡Más! ¡Fuerte! ¿Cómo es posible que ni siquiera sepas hacer un chupetón? —con una expresión furiosa cogió a Ben de la cabeza, la puso de lado y le chupeteó el cuello como si fuera un pez moribundo, la carne arriba-abajo-arriba-abajo a un ritmo frenético. Luego se separó de él—. ¡Ahí lo tienes! —Le hizo mirarse en el espejo—. Házmelo así.

El resultado fue un ejército de sanguijuelas que bajaban por su garganta, marrones y azules y embarazosas para Ben, hasta que vio cómo las miraba Trey.

—Oh, no, cariño, estás herido. —Diondra hizo una mueca, dándose cuenta por fin de su herida—. ¿Te ha pegado alguien?

—El niño se ha caído de la bici —sonrió Trey. Ben no le había contado que se había caído de la bicicleta, por lo que sintió una oleada de furia hacia él por bromear con algo que era cierto.

—Que te jodan, Trey.

—Oyeee —exclamó Trey levantando las manos y poniendo los ojos en blanco.

—¿Te ha empujado alguien de la bicicleta, cariño? ¿Alguien ha querido hacerte daño? —Diondra le acarició.

—¿Le has comprado algo al bueno de Benny para que no pase otro mes llevando esos sucios vaqueros? —quiso saber Trey.

—Claro que sí —sonrió olvidándose de la herida de Ben, que esperaba más atención por parte de ella. Dio un salto y extrajo de una enorme bolsa roja un par de pantalones negros de cuero, gruesos como la piel de una vaca, una camiseta de rayas y una cazadora vaquera de color negro con tachuelas brillantes.

—Vaya, pantalones de cuero, ¿con quién crees que estás saliendo, con David Lee Roth? —se rió Trey.

—Le quedarán bien. Pruébatelos. —Cuando Ben se acercó a Diondra, ella arrugó la nariz—. ¿Sabes lo que es una ducha, Ben? Hueles a cafetería. —Le puso la ropa en las manos y lo arrastró hacia el dormitorio—. Es un regalo, Ben —gritó—. Cuando te apetezca me das las gracias.

—¡Gracias! —exclamó él.

—Date una ducha antes de vestirte, por Dios.

Así que lo decía en serio, apestaba. Él era consciente de que olía mal, pero esperaba que nadie más se diera cuenta. Se dirigió al cuarto de baño que había al otro lado de la habitación —Diondra tenía un maldito cuarto de baño propio y sus padres también, ellos uno enorme con dos lavabos—, se quitó su ropa sucia y la tiró, hecha una pelota, sobre la moqueta rosa. Todavía tenía la entrepierna mojada por el cubo que se había derramado en el instituto y su polla estaba marchita y húmeda. La ducha le sentó bien, le relajó. Diondra y él habían hecho el amor muchas veces en esa ducha, enjabonados y con los cuerpos calientes. Allí siempre había gel, nunca tenías que lavarte con champú para bebés porque tu madre no era capaz siquiera de pasarse por una jodida tienda.

Se secó y volvió a ponerse los calzoncillos, que también le había comprado Diondra. La primera vez que se desnudaron, ella se rió hasta casi atragantarse por culpa de sus slips. Intentó alisar los calzoncillos bajo el tenso cuero lleno de broches, cremalleras y ganchos y se retorció para subírselos por el culo, que según Diondra era la parte más bonita de su cuerpo. El problema era que los calzoncillos formaban bultos donde no debía haberlos. Tiró de los pantalones para quitárselos y lanzó los calzoncillos al montón de ropa vieja, enfureciéndose cada vez más al escuchar a Trey y a Diondra susurrar y reírse a carcajadas en la otra habitación. Se puso los pantalones sin nada debajo y se le pegaron a la piel como si se tratara de un correoso traje de buzo. Qué calor. Ya le sudaba el culo.

—Ven a desfilar para nosotros, tío bueno —le llamó Diondra.

Se puso la camiseta y se miró en el espejo del dormitorio. Los cantantes de rock duro que Diondra adoraba le miraban desde los posters de las paredes, los había incluso en el techo, encima de la cama; largas melenas cardadas y cuerpos embutidos en cuero con hebillas y cinturones que parecían picaportes alienígenas. Pensó que no le quedaban mal. Parecía ir por el buen camino. Cuando regresó al salón, Diondra gritó, se dirigió a él y saltó a sus brazos.

—Lo sabía. Lo sabía. Estás buenísimo. —Le echó hacia atrás el pelo, que se le pegaba a las mejillas de una forma poco elegante—. Tienes que dejarlo crecer, pero, por lo demás, estás buenísimo.

Ben miró a Trey, que se encogió de hombros.

—Yo no soy el que te va a follar esta noche, a mí no me mires.

Había un montón de basura por el suelo, envoltorios alargados de tiras de cecina y un plástico con restos de queso y migas de nachos.

—¿Ya os lo habéis comido todo? —preguntó Ben.

—Ahora te toca a ti, Teep —anunció Diondra usando un diminutivo de Teepano.

Trey sostenía una camisa con tachuelas que Diondra le había comprado (¿Por qué tiene que comprarle algo a Trey?pensaba Ben) y se escabulló hacia el dormitorio para llevar a cabo su parte del desfile de moda. Hubo un silencio en el pasillo, luego el sonido de una lata de cerveza que se abría y finalmente risas, de esas en las que uno llora y se tira por los suelos.

—¡Diondra, ven aquí!

Diondra fue riéndose a donde estaba Trey, dejando plantado a Ben, que sudaba dentro de sus pantalones nuevos. Ella no tardó en desternillarse también y ambos salieron con los rostros encendidos, Trey descamisado y con los calzoncillos de Ben en la mano.

—Tío, ¿llevas esos pantalones tan ajustados sin nada debajo? —le preguntó Trey entre carcajadas, con los ojos como platos—. ¿Eres consciente de la cantidad de tíos que habrán puesto su sucio culo ahí antes que tú? Ahora mismo llevas pegado el sudor de los cojones de ocho tipos distintos. Tu ojete está contra el ojete de otro tío. —Volvieron a echarse a reír y Diondra hizo ese sonido de pobrecito Ben: «Ooohhhaaa».

—Creo que éstos también tienen palominos, Diondra —comentó Trey echando un vistazo al interior de los calzoncillos—. Será mejor que te ocupes de esto, mujercita.

Diondra los agarró con dos dedos, atravesó el salón y los lanzó a la chimenea, donde chisporrotearon pero no llegaron a arder.

—Ni siquiera el fuego puede destruir esa cosa —resolló Trey—. ¿De qué son, Ben, de poliéster? —Se dejaron caer en el sofá, Diondra acurrucada en un lado para terminar de reírse, la cabeza de Trey sobre sus caderas. Se reía con los ojos cerrados, hasta que, aún recostada, abrió uno de sus ojos de un intenso azul y lo observó. Él estaba a punto de regresar al cuarto de baño para volverse a poner los vaqueros, pero Diondra se levantó de un salto y lo cogió de la mano.

—Mi amor, no te enfades. Estás guapísimo. De verdad. No nos hagas caso.

—Molan, tío. Y puede que rebozarte en los jugos de otro tío sea lo que necesites para que te crezcan, ¿no? —Empezó a reírse otra vez, pero, cuando Diondra no le siguió, se dirigió a la nevera y cogió otra cerveza.

Trey aún no se había puesto la camisa nueva, parecía que le gustaba caminar con el pecho desnudo, mostrando su vello negro y sus pezones oscuros del tamaño de monedas de cincuenta centavos, todo músculos y con esa línea de pelo desde el pecho hasta el ombligo que Ben nunca tendría. Ben, de piel muy blanca, escuálido y pelirrojo, nunca tendría ese aspecto, ni dentro de cinco años ni de diez. Miró de soslayo a Trey. Deseaba observarle detenidamente, pero sabía que no era una buena idea.

—Venga Ben, no nos peleemos —le pidió Diondra, tirando de él para que se sentara en el sofá—. Después de toda la basura que he oído sobre ti, la que debería estar enfadada soy yo.

—¿Se puede saber qué quieres decir? —preguntó Ben—. Es como si hablaras en clave. ¡He tenido un día de mierda y no estoy de humor para esto, maldita sea!

Ese era el estilo de Diondra, te provocaba, pellizcos y mordiscos por aquí y por allá, hasta que te volvías medio loco. Después te preguntaba: «¿Por qué estás tan disgustado?».

—Eh —le susurró al oído— no nos peleemos ahora. Vamos a mi dormitorio para hacer las paces. —El aliento le olía a cerveza y sus largas uñas descansaban en su entrepierna. Tiró de él para que se levantase.

—Trey está aquí.

—A Trey no le importará —dijo. Y añadió en voz más alta—: Mira un rato la televisión por cable, Trey.

Trey respondió con un «mmmm», sin mirarlos siquiera, y se dejó caer en el sofá pesadamente, provocando que la cerveza saltara de su lata como una fuente.

Ahora Ben estaba enfadado, como parecía que le gustaba a Diondra. Deseaba embestirla, hacerla gemir Así que tan pronto como cerraron la puerta, esa puerta de contrachapado a través de la cual estaba seguro de que Trey podía oírlo todo —pues vale—, Ben la agarró y Diondra se dio la vuelta y le arañó la cara con fuerza hasta hacerla sangrar.

—Diondra, ¿qué coño haces? —Ahora tenía otro rasguño en la cara, pero no importaba. Vamos, llena de cicatrices estas grandes mejillas de bebé, hazlo. Diondra abrió la boca, lo empujó y cayeron sobre la cama, los peluches rebotaron y cayeron al suelo como si fueran lemmings suicidas. Volvió a arañarle en el cuello y él ansió follarla de una vez, lo veía todo literalmente rojo, como en los dibujos animados, y ella le ayudó a quitarse los pantalones, tirando de ellos como si fuera piel quemada por el sol, la polla de Ben completamente empalmada, más dura que nunca. Le quitó el jersey, sus tetas eran enormes, de un blanco azulado y suaves, y le arrancó las bragas. Cuando miró su vientre, ella le dio la espalda y le gritó: «¿Eso es todo? ¿Es todo lo que tienes para mí? Puedes follarme con más fuerza», y él la embistió hasta que le dolieron los huevos y se quedó ciego y entonces todo terminó y estaba tumbado preguntándose si le estaba dando un ataque al corazón. Respiraba agitadamente, intentando deshacerse de esa depresión que siempre le invadía y le ahogaba tras hacer el amor con ella, de esa tristeza del eso es todo.

Ben ya había practicado el sexo veintidós veces, contando con ésta, llevaba la cuenta, todas habían sido con Diondra, y había visto suficiente televisión como para saber que los hombres suelen quedarse pacíficamente dormidos nada más terminar. A él eso nunca le pasaba. Al contrario, se ponía más nervioso, como si hubiera tomado demasiada cafeína, irascible y borde. Se suponía que el sexo te relajaba, y durante el acto todo era genial, la parte en la que te corrías era fabulosa. Pero después, durante unos minutos, te entraban ganas de llorar. ¿Eso era todo? La cosa más grande de la vida, por la que matan los hombres…, y eso era todo, se acaba en unos pocos minutos, dejándote hecho polvo y deprimido. Nunca estaba seguro de si a Diondra le gustaba. Gruñía y gritaba, pero después nunca parecía contenta. Ahora estaba tumbada junto a él, con el vientre hacia arriba, sin tocarle y apenas respirando.

—Pues hoy me he encontrado a unas chicas en el centro comercial —le comentó Diondra, tumbada a su lado—. Dicen que te estás tirando a niñas pequeñas del colegio. Niñas de diez años.

—¿Qué? ¿Cómo dices? —preguntó Ben, aún aturdido.

—¿Conoces a una niña que se llama Krissi Cates?

Ben trató de contenerse para no dar un respingo. Pasó un brazo por detrás de su cabeza, lo volvió a poner junto a su costado y finalmente lo cruzó sobre su pecho.

—Eh, sí, la conozco. De la clase de arte extraescolar voy de vez en cuando a ayudar a la profesora.

—Nunca me has hablado de esa clase de arte —dijo Diondra.

—No hay nada que contar, sólo lo he hecho unas cuantas veces.

—¿Qué has hecho unas cuantas veces?

—Lo de la clase de arte —respondió Ben—. Ayudar a los críos. Me lo pidió la señorita Nagel, una de mis antiguas profesoras.

—Dicen que la policía quiere hablar contigo. Que hiciste cosas malas con algunas de esas niñas, niñas que tienen la edad de tu hermana. Que las toqueteaste. Todo el mundo te considera un pervertido.

Se incorporó y tuvo una visión de los del equipo de baloncesto burlándose de su pelo oscuro, de su perversión, atrapado en el vestuario, jodiéndolo hasta que se aburrían para luego marcharse en sus enormes camionetas.

—¿Tú piensas que soy un pervertido?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? ¿Por qué te acabas de acostar conmigo si piensas que soy un pervertido?

—Quería comprobar si todavía te pongo. Si aún podrías tener un buen orgasmo. —Se apartó de él otra vez, encogiendo las piernas hasta el pecho.

—Eso es jodidamente sucio, Diondra. —Ella no dijo nada—. Quieres oírmelo decir, ¿no? Pues bien: no he hecho nada con ninguna niña. No he hecho nada con nadie que no seas tú desde que empezamos a salir Te quiero. No quiero follar con ninguna niña pequeña. ¿Vale? —Silencio—. ¿Vale?

Diondra se volvió de perfil hacia él y le miró sin emoción alguna con uno de sus ojos azules.

—Chsss. El bebé está dándome pataditas.