15. Libby Day

AHORA

De vuelta en el coche, Lyle sólo dijo dos palabras: «Qué pesadilla». Y yo dije: «Mmmm», por toda respuesta. Krissi me recordaba a mí. Avariciosa y ansiosa, siempre manipulando para sacar tajada. La bolsa de patatas. A los gorrones nos gustan los paquetes de comida pequeños, porque la gente nos los da sin muchas complicaciones.

Lyle y yo estuvimos veinte minutos sin decir gran cosa, hasta que por fin él dijo, impostando con su voz de locutor:

—Está claro que miente acerca de que Ben abusara de ella. Y creo que también le mintió a su padre. Creo que Lou Cates se volvió loco, mató a tu familia y después descubrió que su hija le había mentido. Mató a una familia inocente por nada. A consecuencia de ello, su propia familia se desintegra. Lou Cates desaparece y empieza a beber.

—Interesante deducción —corté.

—Es una teoría sólida. ¿No crees?

—Lo único que creo es que no deberías acompañarme a ninguna entrevista más. Es bastante embarazoso.

—Libby, yo financio todo esto.

—Sí, pero no eres de gran ayuda.

—Lo siento —se disculpó, y dejamos de hablar. Cuando las luces de Kansas City tiñeron el horizonte de un naranja enfermizo, Lyle dijo, sin mirarme—: Creo que es una teoría sólida.

—Todo son teorías. Lo que quiere decir que ¡estamos ante un misterio!—lo imité—. Un gran misterio. ¿Quién mató a los Day? —proclamé alegremente. Un rato después, admití a regañadientes—: Creo que es una buena teoría, y creo también que tendríamos que ir a ver a Runner.

—Por mí, vale. Aunque sigo queriendo localizar a Lou Cates.

—Por supuesto.

De vuelta, lo dejé en el Sarah’s, no le ofrecí llevarlo a casa. Lyle se quedó en la acera como un niño confundido cuyos padres lo hubieran olvidado en el campamento de verano. Llegué a casa tarde y de mal humor, y ansiosa por contar mi dinero. Hasta ahora había recibido del Kill Club mil dólares, más otros quinientos que Lyle me debía por haber conseguido hablar con Krissi, a pesar de que no le había sonsacado gran cosa. Pero no, no era cierto. Ninguno de esos inadaptados del Kill Club podría haber hecho lo que yo. Krissi había hablado conmigo porque las dos tenemos la misma química en la sangre: vergüenza, ira, codicia. Nostalgia injustificada.

Me había ganado aquel dinero, pensé, resentida sin razón alguna. Lyle parecía dispuesto a pagarme. Repasé mentalmente la situación: estaba irritada, a la defensiva, imaginando cosas que todavía no habían pasado. Todavía.

Me había ganado aquel dinero (ahora ya estaba más calmada), y si encontraba a Runner, si hablaba con Runner, ganaría mucho más, y eso me serviría para tirar unos meses. Apretándome el cinturón.

Cuando llegué a casa, Lyle ya me había dejado un mensaje diciéndome que algunos tarados del club querían reunirse conmigo, comprar recuerdos de mi familia. Magda haría de anfitriona, si me parecía bien. Magda, aquel trol de caverna que había pintado cuernos de demonio en mi foto. Sí, Magda, me encantaría que me invitaras a tu casa, ¿dónde guardas la cubertería de plata?

Desconecté el contestador automático, que le había robado a una compañera de piso hacía dos traslados. Pensé en Krissi e imaginé que en su casa probablemente también habría cosas de otra gente. Yo tenía un contestador automático robado, un vajilla barata de restaurante casi completa y media docena de saleros y pimenteros, incluido el par nuevo del Tim-Clark’s, que aún no había podido llevar de la mesa de la sala a la cocina. En un rincón de la sala de estar, en el viejo mueble del televisor, hay una caja con más de cien botellitas de loción birladas. Las tengo ahí porque me gusta verlas todas juntas, rosas y púrpuras y verdes. Sé que le parecería una locura a cualquiera que viniera a mi casa, pero nunca viene nadie, y me gustan demasiado como para deshacerme de ellas. Las manos de mi madre siempre estaban ásperas y secas. Se las hidrataba constantemente, sin ningún resultado. Una de nuestras maneras favoritas de tomarle el pelo era: «¡Oh, mamá, no me toques, pareces un caimán!». En la iglesia, a la que apenas íbamos, había una loción en la zona de las mujeres que ella decía que olía a rosas: todas nosotras salíamos de allí frotándonos y oliéndonos las manos, congratulándonos por nuestro olor a dama.

No había llamadas telefónicas de Diane. Ya habría oído mi mensaje, pero no me había llamado. Eso parecía extraño. Disculpar a Diane siempre era algo fácil. Incluso después del último periodo de silencio, seis años. Supongo que debe de tener mi libro autografiado.

Me dirigí al otro montón de cajas, las de debajo de la escalera, que ahora, cuanto más pensaba en los asesinatos, más ominosas me parecían. Sólo son cosas —me dije—. No pueden hacerte daño.

Cuando tenía catorce años pensaba a menudo en suicidarme: aún ahora es un hobby, pero a los catorce era una vocación. Una mañana de septiembre, justo antes de empezar la escuela, cogí el revólver Magnum 44 de Diane y lo sostuve en mi regazo como si fuera un bebé, durante horas. Qué alivio sería volarme los sesos, todos mis mezquinos fantasmas desaparecerían con la explosión de un tiro, sería como soplar un diente de león. Pero pensé en Diane, entrando en casa y encontrándose mi pequeño cadáver y la pared manchada de rojo, y no pude hacerlo. Probablemente por eso me comportaba de una manera tan odiosa con ella, ella me mantenía alejada de lo que yo más deseaba. Simplemente no podía hacerle eso, así que hice un pacto conmigo misma: si seguía sintiéndome tan mal el 1 de febrero, me suicidaría. Y me sentí igual de mal el 1 de febrero, pero volví a hacer un pacto: si seguía así el 1 de mayo, lo haría. Y así seguí. Y aún estoy aquí.

Miré las cajas y establecí una especie de pacto silencioso: si no aguantaba haciendo aquello durante veinte minutos, las quemaría todas.

La primera caja se abrió con gran facilidad, uno de los lados se rompió tan pronto como le quité la tapa. Dentro, encima del montón, había un camiseta de un concierto de The Police que era de mi madre, con manchas de comida y muy sobada.

Dieciocho minutos.

Debajo encontré un montón de cuadernos de Debby. Hojeé unas pocas páginas al azar:

Harry S. Truman fue el presidente

norteamericano número 33,

y era de Missouri.

El corazón es el motor del cuerpo y hace que la sangre

circule por todo el cuerpo.

Debajo, había una pila de notas, de Michelle para mí, mías para Debby, de Debby para Michelle. Hurgando entre ellas encontré una tarjeta de cumpleaños con la imagen de un helado de crema en la parte frontal; la guinda estaba hecha de lentejuelas. En ella, mi madre había escrito con su letra apretada:

Querida Debby:

Tenemos mucha suerte de tener una niña tan dulce, buena y educada en nuestra familia.

¡Eres mi guinda!

Mamá

Ella nunca escribía «Mami», creo, y nosotros nunca la llamábamos así. Nunca decíamos: «Quiero a mi mami», creo. Decíamos: «Quiero a mi mamá». Sentí que algo se deshacía en mí, algo que no debería. Como si se me hubiera soltado un punto de sutura. Catorce minutos.

Seguí revolviendo notas, separando las aburridas y las tontas para el Kill Club. Eché de menos a mis hermanas, me reí con lo que habíamos escrito, las extrañas preocupaciones que teníamos, los mensajes codificados, los dibujos primitivos, las listas de personas que nos gustaban y que no. Había olvidado lo unidas que estábamos las Day. Quizás entonces no hubiera podido expresarlo, pero ahora, estudiando nuestros mensajes como una antropóloga solterona, me di cuenta de que era verdad.

Once minutos. Ahí estaban los diarios de Michelle, envueltos en un trozo de cuero de imitación y sujetos con una goma elástica. Cada año por Navidad recibía dos: necesitaba el doble que una niña normal. Siempre empezaba el nuevo cuando aún estábamos junto al árbol de Navidad, anotaba todos los regalos que recibía cada uno de nosotros, como si fuera una competición.

Hojeé uno de 1983 y recordé lo muy entrometida que ya era Michelle con nueve años de edad. La anotación del día explicaba cómo había espiado a su profesora favorita, la señorita Berdall, mientras ésta le decía marranadas a un hombre por el teléfono de la sala de profesores: y la señorita Berdall no estaba casada. Michelle pensaba que, si le decía que la había oído decir aquello, quizá la señorita Berdall le traería algo bueno para el almuerzo. (Al parecer, la señorita Berdall le había dado una vez a Michelle medio donut, cosa que había hecho que Michelle estuviera permanentemente obsesionada con la señorita Berdall y sus bolsas de papel marrón. Los profesores, generalmente, te daban medio bocadillo o una pieza de fruta si te estabas suficiente rato mirándolos. No podías hacerlo muchas veces o mandaban una nota a tu casa y tu madre acababa llorando). Los diarios de Michelle estaban llenos de dramas e insinuaciones de un nivel más alto que el propio de su curso: «En el recreo, el señor McNany estaba fumando en la puerta del vestidor de los chicos, y luego usó un spray bucal (“spray bucal” subrayado muchas veces) para que nadie se diera cuenta». «La señora Joekep, la de la iglesia, estaba bebiendo en su coche… y, cuando le pregunté si tenía la gripe o algo así, la señora Joekep se rió y me dio veinte dólares para galletas Girl Scouts, aunque yo no era una girl scout».

Diablos, hasta escribía cosas sobre mí: ella sabía, por ejemplo, que yo le había mentido a mamá sobre mi pelea con Jessica O’Donnell. Era verdad, le puse un ojo morado a la pobre chica, pero le juré a mi madre que se había caído de un columpio. «Libby me dijo que el diablo la obligó a hacerlo —había escrito Michelle—. ¿Debería decírselo a mamá?».

Cerré el libro de 1983, y hojeé el de 1982 y el de 1984. Leí con atención el diario de la segunda mitad de 1984, por si Michelle había apuntado algo sobre Ben. No había demasiado, excepto acusaciones repetidas de que era un perfecto capullo que no le caía bien a nadie. Me pregunté si los polis pensaron lo mismo de él. Me imaginé a un pobre novato comiendo un plato de comida china a medianoche mientras leía cómo le había llegado el periodo a la mejor amiga de Michelle.

Nueve minutos. Más postales de Navidad y cartas, y entonces desenterré una nota que estaba doblada con mucho más cuidado que el resto, una suerte de ejercicio de papiroflexia casi fálico, que supuse, era la intención, porque llevaba escrita la palabra semental. La abrí y leí el texto, escrito con una letra redonda e infantil:

11/5/84.

Querido Semental,

estoy en biología y me estoy tocando con el dedo por debajo del pupitre, me he puesto muy caliente pensando en ti. ¿Puedes imaginarte mi coño? Está caliente y rojo para ti. Ven a mi casa hoy después de la escuela, ¿vale? ¡¡¡Quiero darte un buen revolcón!!! Estoy muy caliente, incluso ahora. Desearía que vinieras a vivir conmigo cada vez que mis padres estén fuera. ¡Tu madre ni se enterará, siempre está en Babia! ¿¡Por qué te quedas en tu casa pudiendo estar conmigo!? Échale pelotas y dile a tu madre que se vaya al infierno. Me supo muy mal que vinieras a visitarme y yo no estuviera. ¡Joder! Oh, quiero correrme muchas veces. Ven a mi coche después de la escuela, aparcaré en la calle Passel.

Hasta pronto.

Diondra

Ben nunca había tenido una novia, no. Nadie, incluido Ben, había hablado de ello nunca. El nombre no me sonaba familiar. En el fondo de la caja había un montón de anuarios escolares nuestros, desde 1975, cuando Ben empezó la escuela, hasta 1990, cuando Diane se me llevó por primera vez.

Abrí el anuario de 1984-1985 y busqué la clase de Ben. No había ninguna Diondra, pero sí una foto de Ben, dolorosa de ver: hombros caídos, el pelo largo por detrás y corto por delante, y una camisa Oxford que sólo se ponía para las ocasiones especiales. Me lo imaginé, en casa, poniéndosela para el día de la foto, practicando delante del espejo cómo tenía que sonreír. En septiembre de 1984 aún llevaba las camisas que le compraba mi madre, y en enero ya era un chico resentido, con el pelo negro, acusado de asesinato. Miré la lista de los alumnos de la clase de Ben, sobresaltándome ocasionalmente cuando encontraba Dianes y Dinas, pero no había ninguna Diondra. Luego las de la clase anterior Estaba a punto de renunciar cuando de repente apareció: Diondra Wertzner Qué nombre tan feo. Busqué su foto, esperando encontrar una tía gorda y con bigote, como las que reparten el rancho en el comedor, pero no; era una chica guapa, de mejillas regordetas y melena morena y rizada. Tenía pequeños defectos, que disimulaba con abundante maquillaje, pero, incluso así, su foto sobresalía de entre todas las demás. Aquellos ojos un poco hundidos tenían algo, atrevimiento, y los labios entreabiertos mostraban unos dientes afilados de cachorro.

Abrí el anuario del año anterior, y ella no estaba. Abrí el del año siguiente, y tampoco estaba.