14. Patty Day

2 DE ENERO DE 1985

1:50 P.M.

Patty se preguntó cuántas horas habrían pasado ella y Diane dando vueltas con el coche juntas: ¿mil?, ¿dos mil? Puede que sí, si las sumabas todas, la suma total de dos años, como hacían los fabricantes de colchones: pasamos un tercio de nuestra vida durmiendo, entonces, ¿por qué no hacerlo en un modelo Comfort Cush? Ocho años haciendo colas, dicen. Seis años meando. Vista así, la vida era penosa. Dos años en la sala de espera del médico, pero sólo un total de tres horas viendo a Debby reírse en el desayuno hasta que la leche le empezaba a gotear por la barbilla. Dos semanas comiendo las tortitas que sus hijas hacían para ella, poco hechas por dentro. Sólo una hora mirando con asombro cómo Ben, inconscientemente, se echaba la gorra de béisbol hacia atrás, con un gesto calcado de su abuelo, y su abuelo había muerto cuando Ben sólo era un bebé. Seis años transportando estiércol, y tres eludiendo las llamadas de los acreedores. Puede que un mes teniendo sexo, quizá un día teniendo buen sexo. Se había acostado con tres hombres en toda su vida. Su dulce novio del instituto; Runner, el personaje que la arrebató de los brazos de su dulce novio del instituto y la abandonó con cuatro (maravillosos) hijos; y un tipo con el que salió unos meses en algún momento después de que Runner se fuera. Se habían acostado tres veces, con los niños en la casa. Siempre acababan torpemente. Ben, malhumorado y posesivo a la edad de once años, se quedaba en la cocina para poder verlos cuando salían del dormitorio de ella por la mañana, Patty preocupada porque llevaba semen de él en la piel, ese olor tan específico y embarazoso cuando tus hijos aún llevan puestos los pijamas. Era obvio que aquello no podía funcionar, y ella nunca había tenido el coraje de darse otra oportunidad. Libby se graduaría en el instituto dentro de once años; quizás entonces podría probar de nuevo. Ella tendría cuarenta y tres, justo cuando las mujeres estaban en su apogeo sexual. O algo así. ¿O quizás eso sucedía cuando te venía la menopausia?

—¿Nos acercamos a la escuela? —preguntó Diane, y Patty emergió de sus tres segundos de trance para recordar su horrible cometido, su misión: encontrar a su hijo, y entonces, ¿qué? ¿Ocultarlo hasta que se aclarara todo el embrollo? ¿Llevarlo a casa de la niña y arreglarlo todo? En las películas de tema familiar, la madre siempre pilla al hijo robando, y vuelven a la tienda y hace que abra la mano temblorosa que contiene el caramelo, y le obliga a pedir perdón. Sabía que Ben había robado algunas veces en tiendas. Antes de que él cerrara con candado su puerta, ella había encontrado extraños artículos de tamaño bolsillo en su habitación. Una vela, pilas, un paquete de soldaditos de juguete. Ella nunca le había dicho nada, cosa que era horrible. Una parte de ella se resistía a afrontar aquello: ir hasta el pueblo, entrar en la tienda y hablar con algún empleado que cobraría el salario mínimo y al que además le importaría un bledo. Y la otra parte (aún peor) pensaba: «¿Y por qué diablos no debe hacerlo?». El pobrecito tenía tan pocas cosas… ¿Por qué no seguir fingiendo que aquellas cosas se las había dado un amigo? Deja que se quede sus chucherías robadas, una mota de polvo en el gran esquema de las cosas.

—No, no creo que haya ido a la escuela. Sólo va a trabajar allí los domingos.

—Entonces, ¿dónde lo buscamos?

Llegaron a un semáforo, que se balanceaba de un cable como si fuera ropa tendida. La carretera acababa en los terrenos de una familia rica que vivía en Colorado. Si giraban a la derecha volvían a Kinnakee: el pueblo, la escuela. Si giraban a la izquierda se adentrarían en Kansas, donde todo eran granjas, donde vivían dos amigos de Ben, esos tímidos Futuros Granjeros de América incapaces de preguntar por Ben cuando contestaba ella al teléfono.

—Gira a la izquierda, vamos a ver a los Muehler.

—¿Todavía va con ellos? Eso está bien. Esos chicos son incapaces de hacer nada… extraño.

—Oh, ¿es que Ben sí es capaz?

Diane suspiró y giró a la izquierda.

—Yo estoy de tu lado, Patty.

En Halloween, los hermanos Muehler siempre se disfrazaban de granjeros, sus padres los traían a Kinnakee en la parte de atrás de la camioneta y los dejaban en la avenida Bulhardt para que hicieran el tradicional «truco o trato», con sus pequeñas gorras de béisbol con publicidad de John Deere y vestidos con un mono, mientras sus padres tomaban café en el bar. Los hermanos Muehler, como sus padres, hablaban sólo de alfalfa, de trigo y del clima, e iban a la iglesia los domingos, donde rezaban por cosas probablemente relacionadas con las cosechas. Los Muehler eran buenas personas sin imaginación, demasiado arraigadas a la tierra, hasta el punto de que su piel parecía reproducir las crestas y los surcos de Kansas.

—Lo sé. —Patty puso la mano encima de la de Diane justo cuando ésta estaba cambiando de marcha, así que su mano hizo los mismos movimientos que la de su hermana.

—¡Maldito capullo! —le soltó Diane al conductor del coche que iba delante de ella a treinta kilómetros por hora, y que ralentizó la marcha deliberadamente, hasta que casi le tocó el parachoques. Lo adelantó, Patty miraba rígida hacia delante, pero sintió la mirada del conductor clavada en ella, una luna turbia en su periferia. ¿Quién era aquel hombre? ¿Habría oído las noticias? ¿Por eso la miraba? ¿No la estaba incluso señalando? «Ésa es la mujer que ha criado a ese chico». Ben Day. Si Diane había oído lo de Ben la tarde anterior, a estas horas estarían sonando un centenar de teléfonos. En casa, las tres niñas probablemente estarían sentadas frente al televisor, viendo dibujos animados y pendientes del estridente teléfono, que tenían que coger en caso de que llamara Ben. No estaba segura de que siguieran sus instrucciones: imaginaba lo que podría ocurrir Si alguien pasaba por la casa, encontraría a tres niñas llorosas y desatendidas, acurrucadas en el suelo del salón, sollozando en medio del ruido.

—Quizás una de nosotras debería haberse quedado en casa… por si acaso —dijo Patty.

—Tú no irás a ninguna parte sola, y yo no sé adónde ir Esto es lo correcto. Michelle ya es mayorcita. Yo ya te hacía caso cuando aún no tenías su edad.

Pero aquéllos eran otros tiempos, pensó Patty. Cuando la gente salía por la noche dejando a los niños solos en casa y a nadie le parecía mal. En los años cincuenta y sesenta, en estas tranquilas praderas, cuando no pasaba nada. Ahora se suponía que las niñas no debían ir solas en bicicleta, ni en grupos de menos de tres. Patty había asistido a una fiesta organizada por un compañero de trabajo de Diane, como una fiesta del Tupperware pero con silbatos antivioladores y aerosoles de defensa personal, en lugar de saludables envases de plástico. Ella había comentado en broma que qué clase de lunático iba a ir hasta Kinnakee para atacar a nadie. Una mujer rubia a la que acababa de conocer la miró mientras aferraba su spray de pimienta y dijo: «Una amiga mía fue violada una vez». Sintiéndose culpable, Patty había comprado unos cuantos aerosoles de gas.

—La gente cree que soy una mala madre, por eso está pasando esto.

—Nadie piensa que seas una mala madre. Por lo que a mí respecta, eres una superwoman: mantienes la granja, llevas a tus cuatro hijos a la escuela cada día, y no te bebes cuatro litros de bourbon para poder hacerlo.

Patty recordó la fría mañana de hacía dos semanas, cuando estuvo a punto de echarse a llorar de puro agotamiento. Vestirse y llevar a las niñas a la escuela se le hizo un mundo, y dejó que se quedaran en casa y vieran con ella diez horas de culebrones y concursos en la tele. A Ben lo había obligado a ir en la bicicleta, con la promesa de que pediría que, a partir del próximo año, el autobús escolar pasara a buscarlos.

—No soy una buena madre.

—¡Chsss!

* * *

Los Muehler vivían en una hacienda bastante decente, de al menos ciento sesenta hectáreas de tierra. La casa era pequeña y parecía un ranúnculo, una mancha amarilla en la verde extensión de trigo invernal y nieve. El viento soplaba aún con más fuerza que antes; en los partes meteorológicos habían anunciado que nevaría por la noche y que a la mañana siguiente tendrían temperaturas primaverales. Había grabado esa predicción en su cerebro: temperaturas primaverales.

Subieron por el estrecho e inhóspito camino que llevaba a la casa, pasando junto a una cosechadora colocada frente al granero como si fuera un animal. Sus dientes curvaos emergiendo de la tierra como garras sombrías. Diane carraspeó; como siempre que se sentía incómoda por algo, se aclaraba la garganta intentando llenar el silencio. Ninguna de ellas miró a la otra mientras salían del coche. Negros cuervos posados en las copas de los árboles graznaban ruidosamente. Uno de ellos pasó volando; un trozo de guirnalda de Navidad ondeaba en su pico. Aparte de eso, todo era quietud y silencio, no se oían motores ni críos, ni puertas movidas por el viento, ni el sonido del televisor dentro de la casa, sólo el silencio de la tierra bajo la nieve.

—No veo la bicicleta de Ben —dijo Diane mientras levantaba la aldaba de la puerta.

—Puede que esté en la parte de atrás.

Ed salió a abrir. Jim y Ed iban al mismo curso que Ben, pero no eran gemelos, uno de ellos había repetido curso al menos una vez, puede que dos. Ella creía que era Ed. El niño la miró con los ojos desorbitados durante un segundo. Era un chico bajito, de un metro cuarenta o así, pero con la complexión de un hombre. Se metió las manos en los bolsillos y miró hacia atrás.

—Hola, señora Day.

—Hola, Ed. Siento molestaros.

—No, ningún problema.

—Estoy buscando a Ben. ¿Está aquí? ¿Lo has visto?

—¿A Be-en? —dijo él en dos sílabas, como si el nombre le picara en la garganta—. No, no lo hemos visto desde…, bueno, creo que no lo hemos visto desde que empezó el curso. Fuera de la escuela, quiero decir Ahora va con otra gente.

—¿Con qué gente? —preguntó Diane, y Ed la miró por primera vez.

—Bueno…

Vio la silueta de Jim aproximándose a la puerta, iluminada por el ventanal de la cocina. Se acercaba a paso lento, era un poco más alto que su hermano y aún más robusto.

—¿En qué podemos ayudarla, señora Day? —dijo, asomando la cara, luego el torso, y desplazando lentamente a su hermano a un lado. Entre los dos bloqueaban la puerta. Eso hizo que Patty deseara estirar el cuello para mirar dentro.

—Sólo quería saber si habíais visto a Ben, y Ed me ha dicho que no lo habéis visto en todo el curso.

—Mmm, no. Podría haber llamado por teléfono, señora Day, se habría ahorrado tiempo.

—Necesitamos encontrarlo. ¿Tienes idea de dónde podemos buscarlo? Es una especie de emergencia familiar —interrumpió Diane.

—Mmm, no —dijo Jim de nuevo—. Ojalá pudiéramos ayudarles.

—¿No puedes decirnos con quién suele estar? Seguro que lo sabes.

Ed se había metido dentro de la casa, así que habló desde las sombras de la sala de estar.

—¡Dile que llame al teléfono 1-800-Somos-el-Diablo! —se rió.

—¿Qué?

—No, nada. —Jim miró el pomo que agarraba con la mano, dudando si cerrar la puerta.

—Jim, ¿puedes ayudarnos, por favor? —dijo Patty—. Por favor.

El chico frunció el ceño y dio unos golpecitos en el suelo con la punta de su bota vaquera, como una bailarina.

—Ahora se junta con los del grupito del diablo —dijo, sin levantar la mirada.

—¿Qué significa eso?

—Son unos chicos mayores, no sé cómo se llaman. Toman drogas, peyote o algo así, y matan vacas y mierd… cosas de ésas. Eso es lo que he oído. Ninguno de ellos viene a nuestra escuela. Excepto Ben, creo.

—Pero sabrás el nombre de alguno… —insistió Patty.

—No, señora Day. Nosotros nos mantenemos alejados de eso. Lo siento, hemos intentado seguir siendo amigos de Ben, pero… nosotros vamos a la iglesia, mis padres son muy estrictos. Lo siento de veras.

Bajó la cabeza. Patty no sabía qué más preguntarle.

—Está bien, Jim, gracias.

El chico cerró la puerta y, cuando ellas se daban la vuelta para irse, desde dentro de la casa oyeron la voz de Ed: «Capullo, ¡por qué le has contado eso!», seguido de un fuerte golpe contra la pared.