AHORA
El tramo de la I-70 entre Kansas City y Saint Louis eran horas y horas de conducción aburrida. El paisaje era plano, monótono y lleno de carteles: un feto acurrucado como un gatito («El aborto detiene el latido de un corazón»); una sala de estar teñida de rojo por la luz de las sirenas de una ambulancia («Especialistas en limpiar escenas de crímenes»); una mujer realmente fea poniéndoles ojitos de «fóllame» a los conductores («El club para caballeros Jimmy el Caliente»). Los carteles que lanzaban mensajes agoreros sobre el amor de Jesús competían con los que anunciaban establecimientos de porno, y los anuncios de los restaurantes locales tenían todos palabras escritas entre comillas sin una razón aparente: «El hostal de carretera de Herb: la “mejor” comida de la ciudad»; «Asador de Jolene: ven a probar nuestras “deliciosas” costillas a la brasa». Lyle iba en el asiento del pasajero. Había valorado los pros y los contras de acompañarme (quizá yo podría obtener más información si veía a Krissi a solas, ambas éramos mujeres; pero, por otro lado, él conocía esta parte del caso mejor que yo; aunque él podía mostrarse demasiado alterado, hacerle demasiadas preguntas, y entonces se maldeciría a sí mismo, porque a veces se excedía, si cometía un error era porque a veces se pasaba tres pueblos; sin embargo, quinientos dólares era mucho dinero, y se sentía como si eso le diera cierto derecho, sin ánimo de ofender, a venir conmigo). Por último me espetó por teléfono que pasara por el pub de Sarah en treinta minutos y que, si estaba allí, es que venía. Clic. Ahora estaba a mi lado, inquieto, subiendo y bajando el seguro de la puerta, jugando con la radio, leyendo todos los carteles en voz alta, como tratando de tranquilizarse a sí mismo o algo así. Dejamos atrás un almacén de fuegos artificiales del tamaño de una catedral y al menos tres marcas de accidentes mortales: pequeñas cruces blancas rodeadas de flores de plástico acumulando polvo en la cuneta de la carretera. Las gasolineras se anunciaban con señales más altas que las desvencijadas veletas de las granjas cercanas.
En la cresta de una colina había un cartel con una cara familiar: Liste Stephens, con una sonrisa alegre, y un teléfono debajo para llamar en caso de tener datos sobre su desaparición. Me pregunté cuánto tardarían en quitarlo, por haber perdido las esperanzas o por falta de dinero.
—Oh, Dios, ella —dijo Lyle cuando pasamos al lado de Liste. Eso me irritó un poco, pero mis sentimientos eran parecidos a los suyos. Después de todo, era casi grosero preguntarte si te preocupabas por alguien que estaba evidentemente muerto. A menos que fuera mi familia.
—Bueno, Lyle, ¿puedo preguntarte por qué estás tan obsesionado con el… con este caso? —Mientras decía esto, el cielo se oscureció tanto como para que se encendieran las farolas de la carretera, todas en fila hacia el horizonte, parpadeando blancas, como si mi pregunta las hubiera intrigado.
Lyle se miró la pierna, y me escuchó de lado, como siempre. Tenía la costumbre de poner la oreja a quien le estuviera hablando, y después esperó unos segundos, como si estuviera traduciendo a otro idioma lo que le decía.
—Es como una novela policiaca clásica, con muchas teorías viables, y eso me interesa —dijo él sin mirarme—. Y estas tú. Y Krissi. Niñas que… están implicadas de algún modo. Me interesa eso.
—¿Qué haya niñas implicadas?
—Hay algo más, algo más grande que ellas, algo que tiene consecuencias más graves e imprevisibles. Una onda expansiva. Eso es lo que me interesa.
—¿Por qué?
Hizo una pausa.
—Simplemente me interesa.
Éramos las dos personas menos indicadas para sacarle información a nadie. Seres humanos atrofiados que nos sentimos incómodos cada vez que tratamos de expresarnos. En realidad no me importaba mucho si no conseguíamos nada de Krissi. Cuanto más pensaba en la teoría de Lyle, más estúpida me parecía.
Después de conducir otros cuarenta minutos, empezamos a ver clubs de striptease: deprimentes bloques de cemento achatados, la mayoría sin siquiera un nombre real, sólo carteles de neón que parpadeaban: «¡Chicas en vivo! ¡Chicas en vivo!». Un argumento de venta mejor, supongo, que «chicas muertas». Me imaginé a Krissi Cates llegando al aparcamiento de grava, preparándose para desnudarse en un club nocturno completamente anónimo. Había algo inquietante en el hecho de no molestarse siquiera en ponerle un nombre. Cada vez que oigo nuevas historias de hijos que han matado a sus padres, pienso: Pero ¿cómo puede ser? Se preocuparon lo suficiente como para darle un nombre a su hijo, dedicaron un momento a pensar entre todas las posibilidades y escoger un nombre específico para su hijo, decidieron cómo llamarían a su bebé. ¿Cómo puedes matar a alguien que se ha preocupado por ti lo suficiente como para darte un nombre?
—Este será mi primer club de striptease —dijo Lyle, y sonrió con descaro.
Salí de la carretera, giré a la izquierda, como me había dicho la madre de Krissi —cuando telefoneé al único club que había en el listín, un tipo baboso me dijo que pensaba que Krissi estaba «por allí»— y me metí en un aparcamiento del tamaño de un prado que compartían tres locales de striptease, colocados en fila. Una gasolinera y un aparcamiento para camiones se veían a lo lejos, al final: bajo un resplandor blanco, vi siluetas de mujeres como gatos entre las cabinas de los camiones, puertas que se abrían y se cerraban, piernas desnudas mientras salían de un camión para meterse en el siguiente. Supuse que la mayoría de las strippers acababan trabajando en el aparcamiento de camiones en cuanto los clubs las habían exprimido del todo.
Me bajé del coche y busqué las notas que me había dado Lyle, una impecable lista de preguntas numeradas para hacer a Krissi, si es que la encontrábamos. «Número uno: ¿sigues manteniendo que Ben Day abusó sexualmente de ti cuando eras una niña? Si es así, entonces explícanoslo, por favor». Empezaba a repasar el resto de las preguntas cuando un movimiento a mi derecha captó mi atención. A lo lejos, en el aparcamiento de camiones, una pequeña sombra se deslizó de la cabina de un camión y empezó a caminar hacia mí en perfecta línea recta, el tipo de recta que tratas de seguir cuando andas perdido e intentas disimularlo. La silueta tenía los hombros inclinados hacia delante, como si aquella chica no tuviera otra opción que venir hacía mí una vez puesta en marcha. Y era una niña, la vi cuando alcanzó el otro lado de mi coche. Tenía un rostro amplio, de muñeca, que brillaba bajo la luz blanca de la farola, un pelo castaño claro atado en una cola de caballo y la frente abombada.
—Hola, ¿tienes un cigarrillo? —dijo ella, mientras la cabeza le temblaba como a una enferma de Parkinson.
—¿Estás bien? —Intenté fijarme mejor en ella y me pregunté qué edad tendría. Quince, dieciséis. Temblaba debajo de una sudadera muy delgada, una minifalda y unas botas que se suponía que debían resultar sexys pero que aún la hacían parecer más pequeña, una niña de guardería disfrazada de vaquera.
—¿Tienes un pitillo? —repitió ella con los ojos húmedos, brillando bajo la luz. Dio un rápido saltito sobre sus tacones, mirándome primero a mí y luego a Lyle, que tenía los ojos fijos en el suelo.
Yo tenía un paquete en algún lugar del asiento trasero, así que me volví y rebusqué entre envoltorios de comida rápida, un surtido de bolsitas de té que había robado en un restaurante (otra cosa que nadie debería comprar nunca: bolsitas de té) y un montón de cucharillas de metal baratas (ídem). Al paquete le quedaban tres cigarrillos, uno de ellos roto. Saqué los otros dos, le tendí el mechero, la niña se inclinó medio de lado, y finalmente encendió: «Lo siento, casi no veo sin las gafas». Yo encendí mi cigarrillo y dejé que mi cabeza se inclinara hacia atrás en ese cálido vaivén después de la primera oleada de nicotina.
—Me llamo Colleen —dijo ella dando una calada al cigarrillo. La temperatura había bajado rápidamente con la puesta de sol, estábamos unos frente a otros dando saltitos para mantenernos calientes.
Colleen. Era un nombre demasiado dulce para una puta. Alguien tuvo alguna vez otros planes para esa niña.
—¿Qué edad tienes, Colleen?
Miró hacia atrás, al aparcamiento de camiones, y sonrió, bajando los hombros.
—Oh, no te preocupes, no trabajo aquí. Trabajo ahí. —Señaló el club de en medio con el dedo corazón—. Soy legal. No necesito… —Hizo un gesto con la cabeza señalando a su espalda, a la línea de camiones, inmóviles a pesar de lo que ocurría en su interior—. Queremos echar un vistazo a las chicas que trabajan aquí fuera. Cosas de la asociación de mujeres. ¿Eres nueva?
Yo llevaba un top escotado, pensé que así Krissi se sentiría más cómoda cuando la encontrara, como para demostrarle que yo no era una mojigata. Ahora Colleen me miraba el escote con ojos de joyero, intentando encajar mis tetas en el club correcto.
—Oh, no. Buscamos a una amiga. Krissi Cates. ¿La conoces?
—Puede que ahora tenga otro apellido —dijo Lyle, y luego se puso a mirar hacia la carretera.
—Conozco a una Krissi. ¿Es mayor?
—Treinta y pico. —A Colleen le temblaba todo el cuerpo. Supuse que iba de anfetas. O quizá sólo tenía frío.
—Vale —dijo ella acabándose el cigarrillo con una calada compulsiva—. A veces se saca alguna propina en el local de Mike. —Señaló el club más ancho, cuyo neón decía sólo «G.R.S» (Girls).
—Eso no suena bien.
—No. Pero en algún momento tienes que retirarte, ¿no? Es un palo para ella, porque supongo que se gastó mucha pasta en operarse las tetas, pero Mike opina que ya no vale para el turno de la hora punta. Aunque al menos la operación de tetas desgrava impuestos.
Colleen hablaba con la alegre crueldad de la adolescente que sabe que aún tienen que pasar décadas antes de que sea ella la víctima de esas humillaciones.
—Entonces, ¿debemos volver durante el turno de día? —preguntó Lyle.
—Mmm. Podéis esperar aquí —dijo ella con voz de niña—. No tardará en venir —Hizo un gesto hacia la fila de los camiones—. Yo tengo que prepararme para el trabajo, gracias por el cigarrillo.
Se fue trotando hacia el oscuro edificio de en medio, abrió la puerta y desapareció dentro.
—Creo que debemos irnos, esto suena a callejón sin salida —dijo Lyle. Iba a darle un cachete por cobardica y decirle que me esperara en el coche cuando otra sombra salió de un camión bastante alejado y empezó a caminar hacia el aparcamiento de los clubs. En aquel sitio todas las mujeres caminaban como si estuvieran empujando contra un viento tempestuoso. El estómago me dio un vuelco ante la idea de verme atrapada en un lugar como aquél. No era algo descabellado para una mujer sin familia, sin dinero y sin recursos. Una mujer con un cierto pragmatismo malsano. Me había abierto de piernas a hombres agradables porque sabía que me proporcionaría unos cuantos meses de comida gratis. Lo había hecho y nunca me sentí culpable, así que ¿cuánto tardaría en verme en un sitio así? Sentí un nudo en la garganta durante un segundo, y enseguida me relajé. Ahora tenía dinero, y tendría aún más.
La figura se movía entre las sombras: pude ver sus cabellos maltratados en una especie de halo, el dobladillo deshilachado de unos pantalones cortos, muy cortos, un bolso de gran tamaño, y unas piernas gruesas y musculosas. Salió de la oscuridad para revelar una cara morena con unos ojos demasiado juntos. Guapa pero con un aspecto un poco perruno. Lyle me dio un codazo y me lanzó una mirada intencionada, preguntándome si la reconocía. No me sonaba, pero por si acaso le hice un gesto rápido y ella se detuvo de golpe. Le pregunté si era Krissi Cates.
—Sí, soy yo —dijo ella, su cara zorruna sorprendentemente ansiosa, servicial, como si pensara que estaba a punto de pasarle algo bueno. Era una expresión extraña, considerando de dónde venía.
—Queria hablar contigo.
—Vale —dijo encogiendo los hombros—. ¿Sobre qué? —No podía imaginarse quién era yo: no era policía, no era trabajadora social, no era stripper, no era la maestra de sus hijos, suponiendo que los tuviera. Ella sólo miraba a Lyle, mientras éste daba vueltas alrededor de ella, acercándose y alejándose—. ¿Sobre este trabajo? ¿Sois periodistas?
—Bueno, para ser francos, es sobre Ben Day.
—Oh. Vale. Podemos entrar en el garito de Mike. ¿Me invitáis a una copa?
—¿Estás casada? ¿Sigues apellidándote Cates? —le espetó Lyle.
Krissi frunció el ceño, y luego me miró a mí en busca de una explicación. Abrí los ojos, sonriendo: esa mirada con la que una mujer le dice a otra que se avergüenza del hombre que está con ella.
—Estuve casada una vez —dijo ella—. Mi apellido ahora es Quanto. Me da pereza volver a cambiármelo. ¿Sabes lo pesados que son esos trámites?
Le sonreí como si lo supiera, y de repente estaba siguiéndola a través del aparcamiento, intentando mantenerme apartada del camino de su gigantesco bolso de piel, que se bamboleaba contra su cadera, y haciéndole señas a Lyle para que viniera con nosotras. Poco antes de llegar a la puerta, se desvió unos metros y murmuró: «¿Os importa?», y sacó una papelina de papel de aluminio del bolsillo. Luego me dio la espalda por completo y sorbió por la nariz de un modo en que tuvo que dolerle la garganta.
Krissi se dio la vuelta con una amplia sonrisa.
—Lo que sea para aguantar la noche… —canturreó, sacudiendo la papelina, pero antes de acabar el verso de la canción pareció olvidarse de la melodía. Se sorbió otra vez la nariz, tan compacta que me recordó a uno de esos ombligos salidos hacia fuera, como los de las embarazadas—. Mike es un nazi con este tipo de mierdas —dijo, y abrió la puerta.
Yo había estado antes en clubs de striptease, en los años noventa, cuando eran considerados como algo fresco y divertido, cuando las mujeres éramos lo bastante idiotas como para pensar que era algo sexy, fingiendo ponernos cachondas porque los hombres pensaban que era muy sexy que otras mujeres nos pusieran cachondas. De todos modos, supongo que nunca había estado en uno tan cutre como éste. Era pequeño y desangelado, las paredes y los suelos parecían tener una capa de cera extra. Una chica joven bailaba sin ninguna gracia en una tarima baja. En realidad parecía que estuviera desfilando, meneaba la cintura dentro de un vestidito dos tallas menor del que necesitaba, con las tetas reventando dentro, los pezones apuntando afuera y la mirada perdida. Cada pocos meneos se volvía de espaldas a los hombres y se agachaba y los miraba por entre las piernas abiertas, bocabajo, con la cara enrojecida por el exceso de riego sanguíneo. En respuesta, los hombres —sólo había tres, vestidos con camisas de franela, encorvados sobre sus cervezas y en mesas separadas— gruñían o asentían con la cabeza. Un gorila enorme se estudiaba el rostro en un espejo, aburrido. Nos sentamos, los tres en fila, en la barra, yo en medio. Lyle había cruzado los brazos, las manos en los sobacos, tratando de no tocar nada, simulando que miraba a la bailarina sin mirarla realmente. Me aparté un poco de la tarima, arrugando la nariz.
—Ya lo sé —dijo Krissi—. Este sitio es un tugurio. A esta invitas tú, ¿vale? Yo no llevo suelto. —Antes de que yo asintiera, pidió un vodka con grosella, y yo pedí lo mismo. A Lyle le pidieron la documentación, y mientras le enseñaba al camarero el carné de identidad, empezó a hacer una desagradable especie de imitación, puso aún más voz de pato y una extraña sonrisa, falsa, como pegada en la cara. Lo hizo como para sí mismo, sin mirar a nadie, y no dio ninguna pista reveladora de a quién estaba imitando. El camarero lo miró, y Lyle le dijo: «El graduado. ¿La ha visto?». Y el tipo se limitó a darse la vuelta.
Y también yo.
—Entonces, ¿qué queréis saber? —sonrió Krissi inclinándose hacia mí. Dudé si decirle quién era yo, pero se la veía tan despreocupada que decidí ahorrarme problemas. Allí había una mujer que sólo quería compañía. Le miré los pechos, más grandes que los míos, apretados y bien sujetos pero casi afuera. Me los imagine allí debajo, lustrosos y globulares como un pollo envuelto en celofán.
—¿Te gustan? —chirrió Krissi haciéndolas botar—. Son seminuevas. Bueno, ahora ya tienen casi un año. Me gustaría hacerles una fiesta de cumpleaños. No es que me hayan ayudado mucho aquí. El puto Mike me sigue jodiendo con los turnos. Pero es igual, porque siempre quise unas tetas más grandes. Y ahora las tengo. Si pudiera deshacerme de esto… —se agarró un michelín minúsculo, fingiendo que era mucho mayor de lo que era. Justo por debajo del michelín apareció la línea blanca de una cicatriz de cesárea—. Así que sobre Ben Day —continuó ella—. Aquel bastardo pelirrojo. Me jodió la vida de verdad.
—Entonces, ¿mantienes que abusó sexualmente de ti? —le preguntó Lyle apareciendo por detrás de mí como una ardilla.
Me volví para fulminarlo con la mirada, pero a Krissi no pareció molestarle. Tenía la falta de curiosidad de los colocados. Siguió hablándome sólo a mí.
—Sí. Sí. Todo formaba parte de sus cosas satánicas. Creo que quería sacrificarme, creo que ése era el plan. Me hubiera sacrificado si no lo llegan a arrestar Ya sabes, como hizo con su familia.
La gente siempre quiere su trozo de pastel en un asesinato. Del mismo modo que todo el mundo en Kinnakee conocía a alguien que se había follado a mi madre, todos habían vivido alguna escena escabrosa con Ben: que los había amenazado con matarlos, que había apaleado a sus perros, que un día los había mirado mal, que sangraba cuando oía un villancico, que les había enseñado la marca de Satanás, escondida tras una oreja, y que les pedía que se unieran a su culto. Krissi tenía esa avidez, ese tragar aire antes de empezar a hablar.
—Pero ¿qué pasó exactamente? —le pregunté.
—¿Quieres la versión para mayores de dieciocho o la de menores acompañados? —Pidió otra ronda de vodka con grosella y después pidió tres chupitos de Pezones Escurridizos. El camarero los sirvió, ya mezclados, de una jarra de plástico, me miró arqueando una ceja y me preguntó si queríamos abrir una cuenta.
—Está bien, Kevin, mis amigos ya tienen una abierta —dijo Krissi, y se rió—. ¿Cómo te llamas, por cierto?
Evité responder preguntándole al camarero cuánto le debía y lo pagué con un billete de veinte que saqué de un fajo, así Krissi sabría que yo llevaba más dinero. Nada mejor que un gorrón para atrapar a otro gorrón.
—Te encantará, es como beberse una galleta —comentó ella—. ¡Salud! —Se lo bebió de un trago, haciendo uno de esos gestos de «jódete» hacia una ventana oscura que había al fondo del club, detrás de la cual, imaginé, debía de estar Mike. Bebimos, el chupito me raspó la garganta, Lyle soltó un «¡guauu!», como si aquello fuera whisky.
Después de unos cuantos tragos, Krissi se recolocó una teta y tragó aire de nuevo.
—Pues sí. Yo tenía once años, Ben quince. Empezó rondándome cuando salíamos de la escuela, siempre me echaba miraditas. Quiero decir, soy como soy, y siempre he sido así. Siempre he sido una niña guapa, no me estoy pavoneando, simplemente lo era. Y en mi casa teníamos mucho dinero. Mi padre —en ese momento le pillé un atisbo de dolor, un rápido temblor en el labio que dejó entrever un diente— era un hombre que se hizo a sí mismo. Se metió en la industria de las cintas de vídeo cuando empezaba, era el mayor vendedor de cintas de vídeo de todo el Medio Oeste.
—¿Vendía películas?
—No, cintas vírgenes, para que la gente grabara sus cosas en ellas. ¿Recuerdas? Probablemente eras demasiado joven.
No, no lo era.
—Bueno, yo era una niña, y supongo que era un objetivo fácil. No es que fuera una de esas niñas que vuelven de la escuela y se pasan las horas solas en casa, pero mi madre no estaba encima de mí a todas horas, supongo. —Esta vez fue una evidente mirada llena de amargura—. Un momento, dime otra vez por qué habéis venido a verme.
—Estoy investigando el caso.
Torció la boca hacia abajo.
—Oh. Por un momento he pensado que te había enviado mi madre. Ella sabe que estoy aquí.
Tamborileó con sus largas uñas sintéticas en la barra y yo escondí mi mano izquierda, con mi dedo medio amputado, debajo del vaso de chupito. Sabía que tenía que prestar atención a la vida familiar de Krissi, pero no lo estaba haciendo. No me importaba lo suficiente como para decirle que su madre nunca enviaría a nadie para ver cómo estaba su hija.
Uno de los clientes que estaba sentado en una de aquellas mesas de plástico nos iba lanzando miraditas por encima del hombro con ojos de borracho. Yo quería salir de allí, dejar atrás a Krissi y sus problemas.
—Bueno —Krissi empezó de nuevo—, pues Ben era muy marrullero conmigo. Era como… ¿Quieres unas patatas fritas? Las de aquí son realmente buenas.
Las bolsas de patatas colgaban detrás de la barra. «Las de aquí son realmente buenas». Pensé que yo debía de caerle bien a aquella mujer, a juzgar por la cuerda que me estaba dando. Asentí y al momento Krissi estaba hurgando dentro de una bolsa. A pesar de mi prejuicio inicial sobre aquellas patatas, al captar el olor agrio de la salsa de cebolleta se me hizo la boca agua. La salsa amarilla se pegó al pintalabios rosa chicle de Krissi.
—Así que Ben se ganó mi confianza y empezó a abusar de mí.
—¿Cómo se ganó tu confianza?
—Ya sabes: chicles, caramelos, diciéndome cosas bonitas.
—¿Y cómo abusó de ti?
—Me metió en el cuartucho donde guardaba las cosas de la limpieza, él era el chico que limpiaba la escuela, recuerdo que siempre olía horrible, como a lejía sucia. Me metió allí a la salida de la escuela y me obligó a practicarle sexo oral, y luego él me practicó sexo oral a mí y me hizo jurarle lealtad a Satanás. Yo estaba muy, muy asustada. Me había dicho, ya sabes, que les haría daño a mis padres si se lo decía.
—¿Cómo consiguió llevarte hasta el cuarto de la limpieza? —preguntó Lyle.
Krissi torció el cuello ante la pregunta, el mismo gesto de irritación que yo hacía siempre cuando alguien cuestionaba mi declaración sobre Ben.
—Pues, ya sabes, amenazándome. Él tenía un altar allí dentro, lo había montado allí, con una cruz al revés. Y creo que también había algunos animales muertos que él mismo había matado. Sacrificios. Por eso es por lo que creo que estaba tramando matarme. Pero en cambio acabó matando a su familia. La familia entera estaba metida en ese rollo, eso es lo que oí. Que toda la familia eran adoradores del diablo y mierdas de ésas. —Se chupó una astilla de una de sus gruesas uñas de plástico.
—Lo dudo —murmuré.
—¿Y cómo lo sabes tú? —espetó Krissi—. Yo viví todo aquello, ¿de acuerdo?
Esperé un poco, para darle tiempo a que se imaginara quién era yo, para que mi cara —no tan diferente de la de Ben— flotara en sus recuerdos, para que se fijara en las raíces rojas de mi pelo surgiendo de mi cabeza.
—Entonces, ¿cuántas veces abusó Ben de ti?
—Incontables. Incontables —cabeceó ella sombría.
—¿Cómo reaccionó tu padre cuando le contaste lo que te había hecho Ben? —le preguntó Lyle.
—Oh, Dios mío, él era muy protector conmigo, le dio un ataque, se puso hecho una furia. Se pasó el día dando vueltas con el coche por el pueblo, el día de los asesinatos, buscando a Ben. Siempre he pensado que si lo hubiera encontrado lo habría matado, y ahora la familia de Ben estaría viva. ¿No es triste?
Al oír eso se me hizo un nudo en el estómago, después creció mi ira de nuevo.
—La familia de Ben, ¿adoradores del diablo?
—Bueno, quizás he exagerado un poco en eso. —Krissi inclinó la cabeza de esa manera con que los adultos intentan aplacar a un niño—. Estoy segura de que eran buenos cristianos. Sólo pensaba…, si mi padre hubiera encontrado a Ben…
Piensa también que puede que tu padre no encontrara a Ben y sí en cambio a mi familia. Y que encontró una escopeta, un hacha, y nos exterminó. O casi nos exterminó.
—¿Volvió tu padre a casa aquella noche? —preguntó Lyle—. ¿Lo viste después de medianoche?
Krissi inclinó la barbilla de nuevo, levantando las cejas hacia mí, y yo añadí, menos agresiva: «¿Cómo sabes que él nunca mantuvo contacto con ninguno de los Day?».
—En serio, les habría hecho algo muy grave. Yo era la niña de sus ojos. Lo que me había pasado lo había dejado hecho polvo. Hecho polvo.
—¿Él sigue viniendo por aquí? —Lyle la estaba cabreando, su insistencia era como un láser.
—Oh, perdimos el contacto —dijo ella, ya mirando por todo el bar en busca de su próximo objetivo—. Creo que aquello fue demasiado para él.
—Tu familia demandó a la escuela, ¿verdad? —dijo Lyle presionándola, ansioso. Moví mi taburete para interponerme un poco, esperando que él captara la idea.
—Joder, sí. Había que demandarlos por dejar que alguien así trabajara allí, por dejar que abusaran de una niñita en sus propias narices. Yo vengo de una buena familia. Lyle la cortó.
—Permíteme la pregunta. Con la indemnización que recibisteis…, ¿cómo es que acabaste aquí? —Ahora el cliente de la mesa se había vuelto completamente en su silla, nos miraba, beligerante.
—Mi familia sufrió algunos reveses económicos. El dinero se acabó hace mucho tiempo. No es que sea nada malo trabajar aquí. La gente siempre piensa eso. Pero no es así, es energético, es divertido, hace feliz a la gente. ¿Cuánta gente puede decir eso de sus trabajos? No soy una puta.
Fruncí el ceño, dijera lo que dijera no podía cambiar las cosas. Miré en dirección al aparcamiento de camiones.
—No, no es lo que piensas —dijo Krissi—. Estaba comprando un poquito de eso para esta noche. No estaba… Oh, Dios, no. Algunas chicas lo hacen, pero yo no. Hay una pobre niña, de dieciséis años, que trabaja con su madre. Trato de cuidar de ella. Colleen. A veces pienso que debería llamar a los servicios sociales. ¿A quién hay que llamar para algo así? —Krissi lo preguntó con toda la preocupación de quien tiene que encontrar un nuevo ginecólogo.
—¿Puedes darnos la dirección de tu padre? —preguntó Lyle.
Krissi se puso de pie, algo que quería hacer yo desde hacía veinte minutos.
—Ya os lo he dicho, no mantengo contacto con él.
Lyle iba a decir algo cuando yo me volví hacia él, le puse un dedo en el pecho y articulé con los labios: «¡Cállate!». Él abrió la boca, la cerró, miró a la chica del escenario, que ahora hacía como si se follara el suelo, y se dirigió a la puerta. A pesar de que ya era muy tarde, Krissi dijo que tenía que ir a ver a alguien. Mientras yo pagaba otra vez al camarero, ella me preguntó si podía prestarle veinte dólares.
—Quiero comprarle a Colleen algo de comer —mintió. Entonces cambió rápidamente a cincuenta—. Es que aún no he cobrado mi cheque. Te lo devolveré todo. —Hizo una elaborada pantomima para conseguir bolígrafo y papel, me pidió que le escribiera mi dirección y me dijo que me enviaría todo, todo el dinero.
Mentalmente puse en la cuenta de Lyle aquel dinero, desviado hacia Krissi, quien ahora lo contaba delante de mí por si le había escatimado algún billete. Abrió las grandes fauces de su bolso y una taza infantil, de esas con tapa y un agujero para sorber, rodó por el suelo.
—Déjala —me dijo cuando hice ademán de recogerla, así que la dejé.
Cogí el trozo de papel grasiento y escribí mi dirección y mi nombre. Libby Day. Mi nombre es Libby Day, puta mentirosa.