2 DE ENERO DE 1985
12:51 P.M.
Cogió una cartulina del casillero de Krissi, la dobló en dos y escribió: «Son vacaciones de Navidad y pienso en ti. ¿A que no adivinas quién soy?». Y escribió una «B» al final. Eso la volvería loca. Ben pensó en coger algunas cosas del casillero de Krissi y pasarlas al de Libby, pero decidió no hacerlo. Si veían a Libby con algo bonito, suscitaría sospechas. Pensó que el hecho de que él y sus hermanas fueran a la escuela era como una broma. Entre las tres niñas tenían un armario y medio, Michelle iba siempre con jerséis viejos, Debby vestía lo que le gorroneaba a Michelle, y Libby se ponía lo que quedaba: vaqueros de chico remendados, sudaderas de béisbol llenas de manchas, vestidos baratos de punto que la tripa de Debby había ensanchado. Esa era la diferencia con Krissi. Toda la ropa de Krissi era perfecta. Y también la de Diondra, con sus vaqueros perfectos. Si Diondra llevaba vaqueros gastados era porque estaban de moda, y si tenían salpicaduras de lejía era porque los había comprado con salpicaduras de lejía. Diondra tenía una buena asignación semanal, lo había llevado de compras varias veces, le probaba ropa como si fuera un crío y le pedía que sonriera. Le decía que debía adelgazar un poco y le guiñaba el ojo. Él no estaba seguro de si los chicos debían dejar que las chicas les compraran la ropa, no estaba seguro de si eso era guay o no. El señor O’Malley, su tutor, siempre bromeaba sobre las camisas que le hacía ponerse su esposa, pero el señor O’Malley estaba casado. En fin. A Diondra le gustaba que él fuera vestido de negro y él no tenía dinero para comprarse nada. La puñetera Diondra podía hacer lo que le diera la gana, como siempre.
Ésa era otra razón por la que era genial estar con Krissi: ella había asumido que él era guay porque tenía quince años, y para ella tener quince años era ser extremadamente maduro. Ella no era como Diondra, que se reía de él en los momentos más insospechados. Él le preguntaba: «¿Qué es lo que te parece tan divertido?», y ella se reía entre dientes y soltaba: «Nada. Eres tan mono…». La primera vez que habían intentado tener relaciones sexuales, había sido tan torpe con el condón que ella se había echado a reír y a él se le había bajado la erección. La segunda vez, ella cogió el condón, lo lanzó lejos y dijo: «A la mierda», se la agarró y se la metió dentro.
Ahora tuvo una erección, sólo de pensar en ello. Dejó la nota en la casilla de Krissi, su polla dura a más no poder, y entonces entró la señora Darksilver, la profesora de segundo curso de primaria.
—Hola, Ben, ¿qué haces aquí? —sonrió ella. Llevaba vaqueros, jersey y mocasines, y caminaba hacia él cargando un tablón de anuncios y un rollo de cinta de cuadros.
Él se apartó de ella y se dirigió hacia la puerta que comunicaba con el instituto.
—No, nada, sólo quería dejar algo en la casilla de mi hermana.
—Bueno, pero no huyas, ven a darme un abrazo al menos. Ahora te veré poco.
Ella fue hacia él, sus mocasines sonaban amortiguados sobre el suelo de hormigón, tenía una gran sonrisa rosa en el rostro, el flequillo cortado recto. De crío, él estaba colado por ella, por aquel flequillo de pelo moreno. Intentó alcanzar la puerta, la polla presionándole contra la pernera del pantalón. Estaba convencido de que ella se había percatado de lo que le pasaba: la sonrisa de la profesora había desaparecido y una mueca de disgusto y vergüenza le cubrió la cara. No dijo nada más, por eso él supo que se había dado cuenta. Ella estaba mirando la casilla frente a la que él se había detenido: era la de Krissi Cates, no la de su hermana.
Ben se sintió como un animal que huye herido, como un ciervo herido a punto de ser cazado. Al que ya sólo hay que disparar. A veces se imaginaba imágenes en las que veía armas de fuego, un cañón contra su sien. En uno de sus cuadernos había anotado una cita que había encontrado en el Bartlett’s mientras esperaba a que salieran del edificio los del equipo de fútbol para poder limpiar:
Siempre es consolador pensar en el suicidio:
ayuda a sobrellevar más de una mala noche.
En verdad él nunca se suicidaría. No quería ser el chico trágico y rarito al que las niñas llorarían en los telediarios aunque nunca hubieran hablado con él en la vida real. Parecería que su vida habría sido aún más patética de lo que realmente era. Sin embargo, de noche, cuando las cosas estaban muy mal y se sentía el ser más atrapado y castrado del mundo, fantaseaba con abrir el armero de su madre (combinación 5-12-69, fecha del aniversario de bodas de sus padres, ahora una broma pesada), sostener aquel agradable peso metálico entre las manos, deslizar unas cuantas balas en el cargador como quien pone dentífrico en el cepillo de dientes, presionar el arma contra la sien y disparar Tenías que disparar enseguida, el arma contra la sien y el dedo en el gatillo, o podías arrepentirte. Tenía que ser un solo movimiento y después, simplemente, caías al suelo como un traje que se desliza de una percha. Sólo… desplomarte. En el suelo. Y entonces te convertías en el problema de otro, para variar.
Él no pensaba hacer nada de eso, pero cuando necesitaba desahogarse un poco y no podía masturbarse, o cuando ya se había masturbado y necesitaba más desahogo, solía pensar en ello. En el suelo, caído de costado, como si su cuerpo fuera un montón de ropa a la espera de ser recogida.
* * *
Atravesó la puerta y se le bajó la erección, como si el simple hecho de entrar en la escuela secundaria lo castrara. Cogió el cubo y lo hizo rodar de nuevo hacia el armario y se lavó las manos con una de esas pastillas de jabón grandes y duras.
Bajó las escaleras y se dirigió hacia la puerta de atrás. Un grupo de alumnos de cursos superiores pasó junto a él hacia el aparcamiento. Notaba la cabeza caliente bajo su pelo negro, imaginaba lo que ellos estarían pensando de él —bicho raro, lo mismo que había pensado el entrenador—, pero no dijeron nada, ni siquiera lo miraron. Treinta segundos después cruzaba la puerta abierta, el sol se reflejaba en el blanco resplandeciente de la nieve. Si fuera un videoclip, ahora entraría con fuerza el sonido de la guitarra eléctrica… ¡Raaannnggg!
Allí fuera, los chicos pegaban acelerones y frenazos, dando bandazos con una camioneta sobre el suelo de tierra del aparcamiento. Le quitó el candado a la bicicleta, la cabeza le palpitaba y todavía le sangraba la frente. Se limpió con la yema del dedo y, sin pensarlo, se metió el dedo en la boca, como si fuera un pedacito de gelatina.
Necesitaba relajarse. Una cerveza y quizás un canuto, olvidarse de sí mismo un poco. El único sitio donde podía ir era al garito de Trey. Bueno, no es que fuera suyo. Ni siquiera sabía si tenía casa. Pero, cuando no estaba en casa de Diondra, solía estar en el Almacén, al que se llegaba por un camino de tierra junto a la autopista 41 flanqueado de manzanos silvestres. En medio de un claro lleno de arbustos, se elevaba una construcción de un material duro, tipo latón, que temblaba con el viento. En invierno, un generador zumbaba dentro, lo justo para hacer funcionar unos cuantos calefactores y un televisor que se veía fatal. Docenas de alfombras gastadas y apestosas y unos cuantos sofás horribles que alguien le había regalado cubrían el sucio suelo. La gente se reunía a fumar alrededor de los calefactores como si se tratara de hogueras. Todo el mundo bebía cerveza —sólo tenían que coger las latas de la nevera que estaba fuera, junto a la puerta— y todo el mundo fumaba canutos. Habitualmente iban haciendo viajes a un 7-Eleven, y volvían con algunas docenas de burritos, unos recalentados en el microondas, otros aún congelados. Si había mucha gente, se los comían fuera, en la nieve, junto a la nevera de las cervezas.
Ben nunca había ido allí sin Diondra, era su gente, pero ¿adónde cono más podía ir? Si Trey le veía la herida, seguro que le daría una lata de Beast, aunque fuera de mala gana. Él podía no ser amable —nunca era exactamente amigable—, pero tenía un código interno que le impedía rechazar a nadie. Ben solía ser el más joven de los que iban allí, excepto una vez que fue una pareja con su hijo pequeño, desnudo a excepción de un par de vaqueros. Mientras todo el mundo fumaba y se colocaba, el niño se chupaba el dedo en el sofá, mirando a Ben. La mayoría tenían veinte años, veintiuno, veintidós, edad de estar en la universidad, pero todos habían abandonado los estudios en secundaria. Se pasaría por allí, y quizá sería bien recibido, y Diondra dejaría de llamarlo Lamy (abreviatura de Lameculos) cada vez que lo llevara allí. Al menos le dejarían sentarse en un rincón y beber cerveza durante un rato.
Quizás era más inteligente irse a casa…, pero que les dieran por culo.
En el Almacén había un ruido infernal cuando Ben llegó en su bici, las paredes de latón vibraban con el solo de guitarra que se oía dentro. A veces alguno se traía el amplificador y aporreaba la guitarra hasta reventarle los oídos a la gente. El que estaba tocando ahora era bueno: era una canción de Venom, perfecta para su estado de ánimo. ¡Raanngdum-dumraanngg! Estruendo de jinetes cabalgando al galope, saqueadores listos para incendiar la aldea. El sonido del caos.
Dejó caer la bici en la nieve, sacudió las manos y se desbloqueó el cuello. Le dolía la cabeza, una especie de punzadas más molestas que un simple dolor de cabeza. Tenía un hambre del demonio. Había ido por la carretera demorándose expresamente, intentando encontrar una buena excusa para justificar su presencia allí. Necesitaba una buena historia para explicar la herida, algo que no provocara comentarios de mierda del tipo: «Ohhh, el nene se ha caído de la bicicleta». Ahora fantaseaba con que Diondra o Trey se adelantaban, lo acompañaban adentro, sin aspavientos, y que al cruzar la puerta todo eran sonrisas y alcohol.
Pero tendría que entrar solo. Barrió con la mirada la llanura nevada. No venía ningún coche. Empujó la puerta de hojas pivotantes con la bota y entró. La guitarra retumbaba contra las paredes como un animal acorralado. Ben había visto alguna vez al tipo que estaba tocando. Él presumía de haber trabajado montando y desmontando escenarios en una gira con Van Halen, pero no había dado muchos más detalles de la vida de los que trabajan en la carretera de verdad. Miró a Ben, pero no lo reconoció, sus ojos vagaban entre su público imaginario. Cuatro chicos y una chica, todos con los pelos revueltos, todos mayores, se pasaban un canuto tirados en las alfombras. Apenas le prestaron atención. El más feo de ellos agarraba a la chica por las caderas, que se apretaba contra él como un gato. Ella tenía la nariz raquítica y la cara roja por el acné y parecía totalmente colocada. Ben avanzó hacia ellos, había un buen trecho entre la puerta y las alfombras, y se sentó en una muy delgada de color verde a unos metros de distancia del grupo, los miró de soslayo y los saludó con la cabeza. Nadie comía, no había nada que gorronear Si hubiera estado Trey, habría sacudido la cabeza y habría dicho: «Guardadme algo de eso, ¿vale?», y al menos habría fumado con ellos.
El guitarrista, Alex, tocaba bien de verdad. A Ben le hubiera gustado tener una guitarra, una Floyd Rose Tremolo. Una vez, en Kansas City, había hecho el gilipollas cuando Diondra y él entraron en una tienda de guitarras, se había sentido bien, como si realmente fuera a comprar una. Al menos aprendería lo suficiente como para tocar unas cuantas buenas canciones, ir al Almacén y hacer que se sacudiera con su música. Todo el mundo al que conocía era bueno en algo, aunque sólo fuera gastando dinero, como Diondra. Cada vez que le decía que quería aprender, hacer cosas, ella se reía y luego le decía que lo que necesitaba era conseguir un sueldo decente.
—La comida cuesta dinero, la electricidad cuesta dinero, y tú ni siquiera pareces entenderlo —le decía ella.
Diondra pagaba un montón de facturas de su casa mientras sus padres estaban fuera, eso era verdad, pero las pagaba con el dinero de sus padres, que estaban forrados. Ben no estaba seguro de que ser capaz de firmar un cheque fuera algo tan increíble. Se preguntó qué hora sería, deseaba haberse largado a casa. Ahora tendría que quedarse allí una hora más o menos, para que no pensaran que se largaba porque nadie le hacía ni caso. Aún llevaba los pantalones húmedos del agua del cubo, y la camiseta le olía a atún podrido.
—Eh, tú —lo llamó la chica. Él la miró, el pelo negro le tapaba un ojo—. ¿No deberías estar en la escuela? —Sus palabras salieron a trompicones, torpes—. ¿Qué haces aquí?
—Son vacaciones.
—Dice que son vacaciones —le dijo ella a su novio.
El tipo, sarnoso y con las mejillas enrojecidas por el sol, con un bigote apenas perceptible, lo miró con ojos de miope.
—¿Conoces a alguien aquí? —le preguntó a Ben.
Ben hizo un gesto hacia Alex.
—A él.
—Alex, ¿conoces a este crío?
Alex dejó de tocar, se plantó con las piernas abiertas en una pose de rockero y miró a Ben, sentado en el suelo. Sacudió la cabeza.
—No, tío. Yo no me junto con escolares.
Esa era la clase de mierda que siempre le decían. Ben pensaba que su nuevo pelo negro le ayudaría, le haría parecer menos joven. Pero los chicos sólo querían joderle, o ignorarle. Era algo en su físico, o en la manera de caminar, o en su sangre. Siempre era de los últimos en ser elegido cuando se formaban los equipos. Flirteaban con Diondra delante de sus propias narices, y también sabían que se acojonaba cuando entraba en algún sitio. Bueno, que les dieran por culo, ya estaba harto de todo eso.
—Chúpamela —gruñó Ben.
—¡Guauuu! ¡El nene está cabreado!
—Parece que se haya peleado —dijo la chica.
—Chico, chico, ¿te has peleado con alguien? —La música se había detenido por completo. Alex había apoyado la guitarra contra la pared helada y estaba fumando con los demás, sonriendo y sacudiendo la cabeza. Sus voces retumbaban contra el techo, como fuegos artificiales.
Ben asintió.
—¿Sí? ¿Con quién te has peleado?
—Nadie que conozcas.
—Oh, conozco a mucha gente. Ponme a prueba. ¿Quién era él? ¿Tu hermanito pequeño? ¿Te has pegado con tu hermanito pequeño?
—Trey Teepano.
—Mientes —dijo Alex—. Él te habría pateado el culo.
—¿Te has pegado con ese indio chalado? ¿No es medio indio? —dijo el novio, ahora ignorando a Alex.
—¿Y eso qué cono tiene que ver con nada, Mike? —preguntó uno. Aspiró la colilla de un canuto sujeto con una pinza metálica, el brillo incandescente flotó en el frío. La chica remató lo que quedaba del canuto y se puso la pinza en los cabellos. Un rizo de su pelo de rata le quedó colgando, atrapado en la pinza.
—He oído que está metido en una de esas mierdas donde conjuran al diablo —dijo Mike.
Por lo que sabía Ben, Trey era pura pose. Le había hablado de unas reuniones muy especiales a medianoche en Wichita donde se hacían rituales en los que se derramaba sangre. Había aparecido una noche de octubre en casa de Diondra, colocado, sin camisa y manchado de sangre. Juró que él y algunos amigos habían matado unas reses en las afueras de Lawrence. Dijo que habían pensado ir a la escuela, secuestrar a algún chaval y sacrificarlo también, pero que no lo habían conseguido. Puede que fuera verdad: al día siguiente salió en las noticias que alguien había sacrificado cuatro vacas a machetazos y se había llevado las entrañas. Ben había visto las fotos: todas en el suelo, de costado, un montón de grandes cuerpos y patas huesudas. Era jodidamente difícil matar a una vaca, atravesarle la piel, ésa era una de las razones por las que daban un cuero excelente. Por supuesto, Trey dedicaba unas cuantas horas al día a escuchar rock duro, a fanfarronear y a exprimir a la gente y a maldecir, Ben lo había visto. Trey era un fanfarrón, un saco curtido de músculos, y probablemente podría matar a una vaca a machetazos, y probablemente estaba tan jodidamente loco como para poder hacerlo también a patadas. Pero lo de Satanás… Ben pensaba que el diablo querría algo más útil que las entrañas de una vaca. Oro. Quizás un niño. Para probar la lealtad, como cuando las bandas obligan al neófito a dispararle a alguien.
—Sí, está en eso —dijo Ben—. Estamos metidos en esas mierdas.
—Creía que acababas de decir que te habías peleado con él —dijo Mike, y por fin, por fin, rebuscó detrás de él en una nevera de porexpán y le tendió a Ben una Olympia Gold helada. Ben la sopló y se la pasó de una mano a otra; estaba sorprendido de tener una segunda cerveza, en vez de un montón de mierda.
—Nos hemos peleado. Cuando haces el tipo de cosas que hacemos, acabas peleándote. —Sonó de un modo tan vago como las historias de carretera de Alex.
—¿Eres uno de los que mataron a las vacas? —preguntó la chica.
Ben asintió.
—Tuvimos que hacerlo. Fue una orden.
—Una orden bien rara, tío —dijo el tipo tranquilo del rincón—. Eran mis hamburguesas.
Se rieron, todos lo hicieron, y Ben trató de parecer relajado pero duro. Se sacudió el pelo de la cara y sintió el frío de la cerveza. Dos cervezas rápidas en un estómago vacío y ya estaba en plena ebullición, pero no quería quedar como un pelele.
—Entonces, ¿por qué matasteis a las vacas? —preguntó la chica.
—Para sentirnos bien, para cumplir ciertos requisitos. No puedes limitarte a estar en el club, tienes que hacer cosas de verdad.
Ben había ido a cazar muchas veces. Su padre lo había llevado una vez, y luego su madre siempre le insistía en que fuera con ella. Para afianzar lazos. Ella no se percataba de lo vergonzoso que era para un chico ir a cazar con su madre. Pero fue ella quien le enseñó a disparar como es debido, a controlar el retroceso del arma, cuándo apretar el gatillo, cómo esperar y tener paciencia escondidos durante horas. Ben había disparado y matado docenas de animales, desde conejos a ciervos.
Ahora pensaba en los ratones, en cómo el gato del granero había destrozado un nido y en cómo se había tragado dos ratones recién nacidos, aún pegajosos, antes de que otra media docena cayera por las escaleras de atrás. Runner había dicho —por segunda vez— que acabar con sus míseras vidas era cosa de Ben. Se movían en silencio, retorciéndose como anguilas rosas, con los ojos aún pegados, y en el tiempo en que había ido y vuelto de la granja al granero, intentando imaginarse qué tenía que hacer, las hormigas ya pululaban por encima de ellos. Finalmente cogió una pala, y los aplastó contra el suelo, trozos de carne le salpicaron los brazos, enfureciéndolo, y a cada golpe de pala se enfurecía más y más. ¿Crees que soy una especie de gato, Runner, crees que soy un puto gato? Cuando acabó, sólo quedaba una mancha pegajosa en el suelo. Estaba sudado. Levantó la mirada, y vio a su madre en la puerta. Aquella noche, estuvo muy callada durante la cena, con expresión preocupada y los ojos tristes. Él quería mirarla a los ojos y decirle: «A veces sienta bien joder a alguien. En vez de que siempre lo jodan a uno».
—¿Como qué? —le incitó la chica.
—Como…, bueno, a veces hay que matar. Tenemos que matar. Igual que Jesús hacía sacrificios, pues bien, también los hace Satanás.
Satanás. Lo dijo como si fuera el nombre de algún conocido. No se sentía un farsante y no tenía miedo. Se sentía normal, como si de verdad supiera de qué estaba hablando. Satanás. Hasta podía imaginárselo, con aquella cara larga y los cuernos, con aquellos ojos de cabra tan abiertos.
—Tú te crees toda esa mierda de verdad, ¿no? ¿Cómo dices que te llamas, chico?
—Ben Day.
—¿Ben Gay?
—¡Vaya eso es nuevo!
Ben cogió otra cerveza de la nevera, esta vez sin preguntar. Se había acercado unos metros desde que había empezado a hablar y, como el alcohol le había dado un puntillo de euforia, todo lo que decía, toda la mierda que salía de su boca, parecía irrefutable. Podía convertirse en un tipo incuestionable, podía verlo, incluso después del último comentario socarrón, porque estaba seguro de que aquel capullo sabía que su bromita se iba a quedar en nada.
Ellos se encendieron otro canuto, la chica se quitó la pinza del pelo otra vez y el estúpido rizo volvió a su lugar habitual. No parecía tan simpática sin él. Ben le pegó una buena calada, pero —no tosas, no tosas— no lo suficiente como para notar la garganta rasposa. Era hierba casera, de la que te da mal rollo. Te vuelve paranoico y te hace hablar por los codos, en lugar de relajarte. Ben tenía la teoría de que todos los productos químicos que echaban a la tierra en las granjas eran absorbidos por esas plantas ávidas de sustancia. Las infectaban: todos aquellos insecticidas y fertilizantes pasaban a tus pulmones y a tu cerebro.
La chica lo estaba mirando con el mismo aturdimiento que tenía Debby después de ver mucha televisión, como si quisiera decir algo pero tuviera demasiada pereza para abrir la boca. Ben necesitaba comer algo.
El diablo nunca está hambriento. Eso es lo que estaba pensando, la idea le había llegado de la nada, las palabras estaban en su cerebro como una oración.
Alex enchufó su guitarra de nuevo, algo de Van Halen, algo de AC/DC, una canción de los Beatles, y de pronto estaba tocando O Little Town of Bethlehem; aquellos acordes hicieron que a Ben le doliera la cabeza aún más.
—Eh, no toques canciones de Navidad, no creo que a Ben le gusten —gritó Mike.
—¡Joder, está sangrando! —dijo la chica.
El corte de la frente se le había abierto y le caía sangre en la cara y en los pantalones. La chica le tendió una servilleta de papel, pero él la rechazó, pasándose la mano por la cara y esparciendo la sangre como si se maquillara con pinturas de guerra.
Alex había dejado de tocar la canción, y ahora todos miraban a Ben, sonriendo incómodos y con los hombros rígidos, apartándose ligeramente de él. Mike le tendió el canuto como si fuera una ofrenda, con la punta de los dedos para evitar el contacto. Ben no quería más, pero le pegó una calada intensa, el humo amargo quemó más tejido pulmonar.
En ese momento, la puerta se abrió con un vaivén y entró Trey. Se plantó allí, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, barrió todo el interior de una mirada y echó la cabeza hacia atrás, como si Ben oliera a pescado podrido.
—¿Qué haces aquí? ¿Está Diondra?
—Está en Salina. He pasado un momento por aquí, para matar el rato. Ellos me han dado conversación.
—Hemos oído que os habéis peleado —dijo la chica con media sonrisa, sus delgados labios como medias lunas—. Y otras cosas peores.
Trey, con su largo pelo negro y su rostro cincelado, tenía una expresión indescifrable. Miró al grupo del suelo y a Ben, en cuclillas con ellos, y por un instante pareció no saber cómo afrontar la situación.
—¿Sí? ¿Qué os ha contado? —Miró a Ben y le quitó la cerveza a la chica sin siquiera mirarla. Ben se preguntó si se habrían acostado juntos, Trey mostraba el mismo desdén que Ben le había visto una vez en presencia de una ex novia: «No estoy enfadado ni triste ni feliz de verte. Me importas una mierda».
—Una de esas mierdas sobre el diablo y las cosas que habéis hecho… para complacerle —dijo ella. Trey sonrió y se sentó frente a Ben. Éste evitó su mirada.
—Eh, Trey —dijo Alex—. Tú eres indio, ¿verdad?
—Sí. ¿Quieres que te corte la cabellera?
—Pero no del todo, ¿no? —exclamó la chica.
—Mi madre es blanca. Y no salgo con chicas indias.
—¿Por qué no? —preguntó ella, quitándose y poniéndose la pinza en el pelo; los dientes de metal se le enredaban en los rizos.
—Porque Satanás quiere coñitos blancos. —Sonrió y la señaló con la cabeza, y ella se echó a reír, pero él mantenía la misma expresión y ella se puso seria, y su feo novio le pasó un brazo por la cadera.
Les había gustado el discursito de Ben, pero Trey daba mucho más miedo. Se sentó con las piernas medio cruzadas, mirándolos de un modo que parecía amigable, pero sin un ápice de calidez. Y, mientras su cuerpo se inclinaba de una manera que podría parecer casual, cada músculo se movía tenso, rígido. Había algo profundamente desagradable en él. Nadie se ofreció a pasar el canuto otra vez.
Permanecieron sentados en silencio unos minutos, el humor de Trey desconcertaba a todo el mundo. Normalmente era un tipo llamativo, sabelotodo, bebedor y follonero, pero cuando estaba alterado era como si tuviera cientos de dedos invisibles e insistentes que empujaban a todo el mundo por el hombro. Pudiendo con todos ellos.
—Entonces, ¿te vienes conmigo? —le preguntó a Ben de repente—. He venido con la camioneta. Tengo las llaves de Diondra. Podemos esperarla en su casa, tiene tele por cable. Es mejor que helarse el culo en este agujero.
Ben asintió, les hizo un gesto nervioso con la cabeza a los demás y siguió a Trey, que ya estaba fuera y lanzaba su lata de cerveza contra la nieve. Ben estaba alterado. Las palabras se le atascaban en el fondo de la garganta, y mientras se metía en la GMC intentó balbucear a Trey alguna excusa, ya que acababa de salvarle el culo por razones poco claras. ¿Por qué tenía él las llaves de Diondra? Probablemente porque se las habría pedido. Ben no pensaba preguntarle nada.
—Espero que, cuando llegue el momento, seas capaz de explicar toda esa mierda que les has contado ahí dentro —dijo Trey, metiendo la marcha atrás. La GMG era un tanque, y Trey la conducía como un loco, aplastando las cañas de maíz y los canales de riego, obligando a Ben a agarrarse al reposabrazos para no morderse la lengua. Trey le lanzó una mirada interrogativa.
—Sí, claro.
—Quizás esta noche te conviertas en un hombre. Quizá. Trey conectó el reproductor de casetes. Iron Maiden a todo volumen, a mitad de una canción:
El ritual ha empezado
La obra de Satanás ha acabado
666 es el número de la bestia
El sacrificio será esta noche
La canción estalló en la cabeza de Ben, su cerebro chirriaba, estaba enfadado, frenético, como le pasaba siempre con el rock duro, la guitarra que nunca acaba, cada vez más intensa y más intensa, y él agitando la cabeza arriba y abajo, el sonido de la batería subiéndole por la columna vertebral, toda esa furia frenética que no le dejaba pensar con claridad, que lo mantenía en una especie de convulsión continua. Sentía que su cuerpo entero era como un puño apretado, listo para ser lanzado.