AHORA
Distraída como una colegiala, volví a casa pensando en Ben. Desde que tenía siete años me venían imágenes en las que siempre aparecía él en la misma casa embrujada: Ben, con el pelo negro, la expresión calmada, sus manos aferrando el mango de un hacha, cargando contra Debby por el pasillo, emitiendo un murmullo con los labios apretados. El rostro de Ben salpicado de sangre, aullando, con la escopeta apoyada en el hombro. Había olvidado que alguna vez había sido sólo Ben, tímido y serio, con aquellas inquietantes explosiones de humor. Sólo Ben, mi hermano, que no podía haber hecho lo que decían. Lo que yo dije. En el semáforo, sofocada, rebusqué en el asiento de atrás y agarré el sobre de una vieja multa. Contra la ventana, escribí: «Sospechosos». Después: «Runner». Luego me detuve. «¿Alguien que sintiera rencor contra Runner?», escribí. «¿Alguien a quien Runner debía dinero?». Runnerrunnerrunner Todo volvía a Runner Aquella voz masculina, gritando en nuestra casa por la noche, podía haber sido la de Runner, o la de un enemigo de Runner, tan fácilmente como la de Ben. Necesitaba que eso fuera cierto, y probable. Sentí una ola de pánico: no puedo vivir con esto, Ben en la cárcel, esa culpabilidad con final abierto. Necesitaba que acabara. Y necesitaba saber. Yo, yo. Seguía tan previsiblemente egoísta.
Al pasar por el desvío hacia la granja, me negué a mirar.
Me paré en un 7-Eleven en las afueras de Kansas City, llené el depósito de gasolina, compré una barra de queso Velveeta, unas coca-colas, pan blanco y algo de pienso para mi viejo gato famélico. Después continué hacia casa, hacia Al Otro Lado del Camino, subí la colina, bajé del coche y me detuve a observar a un par de señoras mayores que estaban al otro lado de la calle y que nunca me habían mirado. Estaban sentadas en el porche, como siempre, a pesar del frío, con la cabeza tiesa, como si yo les tapara la vista. Allí estaba yo, con las manos enjarras, en lo alto de mi colina, esperando, hasta que una de ellas cedió por fin. Entonces las saludé a lo grande, una especie de saludo al estilo del Lejano Oeste. Las viejecitas asintieron con la cabeza, y yo entré en la casa y le di de comer al pobre Buck, sintiéndome en una especie de burbuja triunfal.
Mientras tuve fuerzas, seguí untando mostaza amarilla en mi pan blanco, poniendo gruesos trozos de queso Velveeta encima y comiéndome el bocadillo mientras negociaba con tres operadoras telefónicas diferentes, pero igualmente aburridas, en busca del Albergue Social para Hombres Bert Nolan. Ésa es otra cosa que añadir a mi lista de ocupaciones potenciales para el viejo Jim Jeffreys: operadora. De pequeñas, era una de las cosas que querían ser las niñas de mayores, operadoras, pero no podía recordar por qué.
Mientras una fina capa de pan se me pegaba al paladar, conseguí por fin escuchar una voz procedente del Albergue Bert Nolan, y me sorprendió enterarme de que era el propio Bert Nolan en persona. Yo estaba convencida de que cualquier persona con una casa que llevara su nombre debía de estar muerta. Le dije que estaba intentando encontrar a Runner Day, y él hizo una pausa.
—Bueno, va y viene, el mes pasado apenas paró aquí, pero me encantará darle su mensaje —dijo Bert Nolan con una voz que parecía un viejo claxon de coche.
Le dije mi nombre completo —no pareció reparar en la coincidencia de apellidos— y, cuando empecé a darle mi número de teléfono, me interrumpió.
—Oh, él no puede hacer llamadas de larga distancia, eso puedo asegurárselo. A los hombres de aquí les gusta escribir. Cartas de correo, ¿entiende? Por apenas cincuenta centavos para un sello no tienen que preocuparse de esperar al teléfono. ¿Quiere darme su dirección?
No quería. Me estremecía la idea de ver a Runner subiendo los escalones de mi casa con aquellas botas remendadas, las manos sucias en jarras en su pequeña cintura, sonriendo de oreja a oreja como si me hubiera ganado por paliza en un juego.
—Si quiere, puedo anotar el mensaje que usted quiera enviarle y usted me da la dirección de manera privada —dijo Nolan, razonable—. Y, cuando Runner le escriba, puedo mandarle yo la carta, y él nunca sabrá ni siquiera el código postal de usted. Muchos familiares lo hacen así. Es un poco triste, pero necesario. —Se oyó el ruido de una lata al caer en una máquina de refrescos, y alguien le preguntó a Nolan si quería una. Él dijo: «No, gracias, estoy tratando de beber menos», con el tono amable de un médico de pueblo—. ¿Quiere hacer eso, señorita? De otro modo será difícil contactar con él. Como le he dicho, no es de los que se sientan a esperar a que lo llamen.
—¿No tienen e-mail?
Nolan gruñó.
—No, no tenemos e-mail, lo siento.
No sabía que Runner hubiera sido nunca aficionado a escribir cartas, aunque escribía más que telefoneaba, así que supuse que lo mejor sería ir allí y esperarlo sentada en uno de los catres de Nolan.
—¿Podría decirle que necesito hablar con él sobre Ben y aquella noche? Puedo ir a verlo si él me dice qué día le va bien.
—Como usted quiera… ¿Ha dicho «Ben y aquella noche»?
—Sí, eso he dicho.
* * *
Sabía que Lyle diría alguna inconveniencia sobre mi cambio de opinión —semiposible, potencial cambio de opinión— sobre Ben. Podía imaginármelo contándoles, con una de sus extrañas chaquetas ceñidas, a los fans del Kill Club cómo me había convencido para que fuera a ver a Ben. «Al principio se negaba, supongo que asustada de lo que podía descubrir acerca de Ben… y acerca de sí misma». Y todos mirándolo, contentos de lo que había conseguido. Me irritó.
Con quien yo quería hablar era con la tía Diane. La Diane que había cuidado de mí durante siete de mis once años de huérfana menor de edad. Ella fue la primera que se ocupó de mí, llevándome a su caravana, junto con la maleta que contenía mis pertenencias. Ropa, mi libro favorito, pero ningún juguete. Michelle acaparaba todas las muñecas cada noche, llamaba a eso su fiesta de pijamas, y se meó encima de ellas cuando la estrangularon. Aún recuerdo el álbum de pegatinas que nos trajo Diane el día de los asesinatos —flores, unicornios y gatitos— y siempre me he preguntado si estaba entre aquel montón echado a perder.
Diane no podía permitirse un lugar nuevo. Todo el dinero del seguro de vida de mi madre fue para contratar un buen abogado para Ben. Diane dijo que mi madre lo habría querido así, pero lo dijo con una expresión demacrada, parecía que, de haber podido hacerlo, le habría leído la cartilla a mi madre. Así que no había dinero para nosotras. Como yo era tan menuda, podía dormir en una especie de armario que había donde debería haber estado la lavadora secadora. Diane hasta lo pintó para mí. Hacía horas extras, me llevaba a Topeka para la terapia, intentaba ser cariñosa conmigo, aunque me daba cuenta de que le dolía abrazarme; yo le recordaba a su hermana asesinada. Sus brazos me rodeaban como un hula hoop, como si aquello fuera un juego en el que tenía que rodearme pero tocarme lo menos posible. No obstante, todas las mañanas me decía que me quería.
Durante los siguientes años, le abollé el coche dos veces, le rompí la nariz dos veces, le robé y vendí sus tarjetas de crédito, y le maté a la perra. Fue lo de la perra lo que finalmente pudo con ella. Un día llegó con Grade, una perrilla peluda, no mucho después de los asesinatos. No paraba de ladrar y era del tamaño del antebrazo de Diane, y a Diane le gustaba mucho más la perra que yo, o eso me parecía a mí. Durante años estuve celosa de aquella perra, viendo cómo Diane cepillaba a Grade con sus manos masculinas empuñando un cepillo de plástico rosa, viendo cómo quitaba después con cuidado las bolas de pelo de Grade, viendo cómo sacaba de su cartera una foto de Grade, en vez de una mía. La perra estaba obsesionada con mi pie, el malo, el que sólo tiene dos dedos, el segundo y el meñique, delgados y retorcidos. Grade siempre me los olisqueaba, como si supiera que había algo anormal en ellos. Eso no le granjeaba mi cariño.
El verano entre segundo y tercer curso me había castigado por algo, y mientras ella trabajaba, yo estaba sentada en aquella calurosa caravana, cada vez más enfadada con la perra, y la perra cada vez más impertinente. Me negué a sacarla a pasear, así que no paraba de correr, en un frenético bucle, del sofá a la cocina, de la cocina al lavabo y del lavabo al sofá, ladrando todo el rato y mordisqueándome los pies. Mientras yo seguía alimentando mi furia, fingiendo mirar un culebrón pero permitiéndole a mí cerebro ponerse al rojo vivo. Grade hizo una pausa en uno de sus bucles y me mordió el meñique de mi pie malo, clavó los colmillos y sacudió la cabeza. Recuerdo que pensé: Como me arranque uno de mis últimos dedos…, y entonces me enfurecí aún más por lo ridícula que era: en mi mano izquierda había un trozo de carne donde un hombre nunca pondría un anillo de bodas, y mi tullido pie derecho me provocaba al caminar un permanente vaivén de marinero en un pueblo sin costa. En la escuela, las niñas llamaban a mi dedo «muñón». Sonaba grotesco y pintoresco a la vez, un motivo de risa para ellas. Un médico me dijo hace poco que probablemente las amputaciones no habrían sido necesarias, que había sido cosa de «un médico de pueblo excesivamente ambicioso». Agarré a Grade, notando su caja torácica, con ese tembleque de animal pequeño, y el tembleque sólo consiguió irritarme más. De repente la arranqué de mi dedo —un trozo de carne se fue con ella— y la lancé tan fuerte como pude contra la cocina. Se golpeó contra el borde afilado de la encimera y cayó al suelo entre convulsiones y desangrándose encima del linóleo.
Yo no tenía intención de matarla, pero se murió, no tan rápido como hubiera querido, sino tras unos diez minutos, mientras yo iba de un lado a otro de la caravana pensando qué hacer. Cuando Diane volvió a casa, con una oferta de pollo frito, Grade estaba tendida en el suelo, y todo lo que pude decirle fue: «Me mordió».
Intenté explicarle que no había sido culpa mía, pero Diane simplemente agitó un dedo: «No digas nada más». Llamó a su mejor amiga, Valerie, una mujer tan delicada y maternal como Diane corpulenta y tosca. Inclinada sobre el fregadero, Diane miró a través de la ventana cómo Valerie envolvía a Grade en un manta. Luego se reunieron en el dormitorio, con la puerta cerrada, y al rato salieron, Valerie en silencio, al lado de Diane, llorosa y abatida. Diane me dijo que empaquetara mis cosas. Viéndolo con perspectiva, imagino que Valerie debía de ser la novia de Diane: cada noche, Diane se metía en la cama y hablaba con ella por teléfono hasta que se quedaba dormida. Se lo consultaban todo y hasta llevaban exactamente el mismo corte de pelo, muy corto. En aquella época no me importaba que ella estuviera con Diane.
Durante los dos últimos años de instituto viví con una pareja muy amable en Abilene, unos parientes lejanos, a los que yo sólo aterrorizaba un poco. Cada pocos meses, Diane telefoneaba. Yo hablaba con ella, entre un montón de interferencias en la línea, mientras Diane expulsaba el humo del cigarrillo. Me la imaginaba con la boca abierta, con la pelusa de melocotón de su mentón y aquel lunar cerca del labio inferior, un disco del mismo color que la carne. Una vez me dijo, riéndose, que me concedería deseos si se lo frotaba. Oía crujidos de fondo, y sabía que Diane estaba abriendo el armario central de la cocina de la caravana. Conocía aquel lugar mejor que la granja. Diane y yo hacíamos ruidos innecesarios, fingiendo estornudar o toser, y después ella decía: «Un momento, Libby», algo sin sentido porque ninguna de las dos estábamos hablando. Valerie estaba allí como siempre, cuchicheando con ella, la voz de Valerie persuasiva, la de Diane, un gruñido. Luego Diane me concedía unos veinticinco segundos más de conversación y ponía una excusa para colgar.
Dejó de cogerme el teléfono cuando salió publicado mi libro. Sus últimas palabras fueron: «¿Qué te ha dado para hacer algo así?», que para ella era un comentario de lo más normal, pero que a mí me dolió mucho más que tres docenas de «que te jodan».
Estaba segura de que Diane tenía el mismo número, que no se había mudado: estaba unida a la caravana como un molusco a su concha. Pasé veinte minutos rebuscando por los montones de trastos de mi casa, tratando de encontrar mi vieja agenda telefónica, la única que había tenido desde la escuela primaria, con una pelirroja con coleta en la cubierta que alguien debió de pensar que se parecía a mí. Excepto por la sonrisa. El número de Diane estaba en la T, de «tía Diane», su nombre escrito con rotulador púrpura con mi letra inclinada y redonda, como esos globitos con forma de animales.
¿Qué tono adoptar, y qué excusa poner para llamarla? En parte, sólo quería oír su resuello en el teléfono, su voz de entrenador de fútbol gritando en mi oreja: «¿Por qué has tardado tanto en llamarme?». Y en parte quería saber qué pensaba ella de Ben realmente. Conmigo nunca había arremetido contra Ben, siempre se había mostrado comedida cuando hablaba de él, otro motivo de agradecimiento retrospectivo por mi parte.
Marqué el número, los hombros encogidos hasta rozarme las orejas, la garganta bloqueada, aguantando la respiración sin darme cuenta hasta que sonó el tercer tono y saltó el contestador automático y expulsé el aire.
Era la voz de Valerie pidiéndome que dejara un mensaje para ella o para Diane.
—Hola, chicas. Soy Libby. Sólo quería deciros hola y haceros saber que aún estoy viva y… —Colgué. Volví a marcar—. Por favor, olvida el mensaje anterior Soy Libby. Llamo para decir que lo siento por… Oh, por un montón de cosas. Y que me gustaría hablar contigo… —Esperé un poco por si alguien descolgaba, luego dejé mi número, colgué y me senté en el borde de la cama, en equilibrio, a punto de levantarme, pero sin tener ninguna razón para hacerlo.
Me levanté. Había hecho más durante aquel día que en todo el año anterior. Como aún tenía el teléfono en la mano, me obligué a llamar a Lyle, esperando oír el contestador y, como siempre, me contestó él. Antes de que pudiera irritarme, le dije que la visita a Ben había ido bien y que estaba lista para oír quién creía él que era el asesino. Se lo dije en un tono conciso, como si le estuviera suministrando la información con una cucharilla de medir.
—Sabía que cambiarías tu opinión sobre él, sabía que te convencería —graznó, y una vez más hice un esfuerzo por no colgar.
—No he dicho eso, Lyle, he dicho que estaba lista para otra tarea, si tú quieres.
De nuevo nos vimos en el Tim-Clark’s Grille, aquel lugar donde la grasa flotaba en el aire. Otra camarera vieja, o quizá la misma pero con una peluca roja, iba y venía, enfundada en unas mullidas zapatillas de tenis; su minifalda ondeaba a su alrededor Parecía una profesora de tenis de otra época. En lugar del gordo admirando su jarra recién comprada, una mesa de tipos con pantalones de cintura baja se enseñaban cartas de una baraja de los años setenta con mujeres desnudas en el reverso y se reían de sus pubis peludos. Lyle estaba sentado en la mesa contigua, su silla ostensiblemente apartada. Me senté con él y me tomé la cerveza de su jarra.
—¿Así que se comportó como esperabas? ¿Qué te dijo? —empezó Lyle. La pierna volvía a temblarle.
Se lo conté todo, excepto la parte del conejito de porcelana.
—Entonces, ¿lo viste como decía Magda, como si ya no tuviera esperanzas?
Sí, lo vi así.
—Creo que ha asumido su sentencia —dije. Compartí la confidencia con él sólo porque me había dado trescientos dólares y yo quería más—. Él cree que es el castigo que merece por no estar allí para protegernos o algo así. No lo sé. Yo pensaba, cuando le hablé de mí declaración, que había sido… exagerada, que iba a rebatirla, pero… nada, ni una palabra.
—Legalmente quizá no sea muy útil después de tanto tiempo —dijo Lyle—. Magda te dijo que, si querías ayudar a Ben, tendríamos que reunir más pruebas, y no puedes retractarte de tu declaración cuando presentemos el recurso de habeas corpus: eso sería poco menos que no hacer nada. En este momento, la cosa es más política que propiamente judicial. Un montón de gente hizo grandes carreras con este caso.
—Magda parece saber mucho.
—Lidera ese grupo llamado Asociación por la Liberación de Day, cuyo propósito es sacar a Ben de la cárcel. Yo voy a veces, pero parece más bien algo para… fans. Cosa de mujeres.
—¿Sabes si Ben tuvo alguna vez una novia en serio? ¿Una de esas mujeres de la Liberación de Day que se llame Molly o Sally o Polly? Ben lleva un tatuaje con un nombre parecido.
—No hay ninguna Sally. Polly parece el nombre de una mascota, mi primo tiene un perro que se llama Polly. Hay una Molly, pero tiene setenta años o así.
Un plato de patatas fritas apareció delante de él. Definitivamente, no era la misma camarera de la otra vez, era igual de vieja pero mucho más amable. Me gustan las camareras que me llaman «cariño» o «cielo», y ella lo hizo.
Lyle comió patatas durante un rato, exprimiendo sobrecitos de kétchup a un lado del plato, echándole luego sal y pimienta, y untando después las patatas una a una y metiéndoselas en la boca con la delicadeza de una niña.
—Bueno, dime quién crees que lo hizo —le dije por fin.
—¿Quién hizo qué?
Miré al techo y me cogí la cabeza con las manos, como si aquello fuera demasiado para mí, y casi lo era.
—Oh, vale. Creo que lo hizo Lou Cates, el padre de Krissi Cates. —Se arrellanó en la silla satisfecho, como si hubiera ganado una partida de Cluedo.
Krissi Cates, el nombre me sonaba. Intenté fingir que sabía de qué estaba hablando, pero no funcionó.
—Sabes quién es Krissi Cates, ¿verdad? —Al ver que yo no decía nada, continuó. Su tono de voz era claro y condescendiente—. Krissi Cates era una niña de quinto curso de tu escuela, de la escuela de Ben. El día en que mataron a tu familia, la policía buscaba a Ben para hacerle unas preguntas. Krissi lo había acusado de abusar de ella sexualmente.
—¿Qué?
—Sí.
Nos miramos con una de esas miradas de «¿estás loco?».
Lyle me señaló con la cabeza.
—Cuando dices que la gente no te ha hablado de ese asunto, lo dices en serio, ¿no?
—Pero ella no testificó contra Ben… —empecé.
—No, no. Es lo único inteligente que hizo la defensa de Ben, conseguir que no se vincularan ambas cosas, los abusos sexuales y los asesinatos. Pero seguro que eso puso al jurado en su contra. Todo el mundo en la zona había oído la historia de que Ben había abusado sexualmente de aquella preciosa niña de aquella agradable familia, y eso fue lo que probablemente condujo a sus «asesinatos satánicos». Ya sabes cómo funcionan los rumores.
—Entonces, ¿el asunto de Krissi Cates llegó a juicio? —le pregunté—. ¿Probaron que Ben le había hecho algo malo?
—Aquello nunca salió adelante. La policía no presentó cargos —comentó Lyle—. La familia Cates llegó a un rápido acuerdo con la dirección de la escuela y se mudaron. Pero ¿sabes lo que pienso? Creo que Lou Cates fue a tu casa aquella noche para interrogar a Ben. Creo que Lou Cates, que era un tipo muy corpulento, fue a tu casa a por algunas respuestas, y entonces…
—¿Se puso tan furioso como para matar a toda mi familia? Eso no tiene sentido.
—Aquel tipo estuvo a la sombra durante tres años por homicidio cuando era más joven, eso es lo que he averiguado. Le arrojó una bola de billar con todas sus fuerzas a un chico, y lo mató. Tenía un carácter violento. Si Lou Cates creyó que habían abusado sexualmente de su hija, puedo imaginar su furia. Después pintó todos aquellos pentáculos para librarse de las sospechas.
—Mmmm, no tiene sentido. —En realidad deseaba que lo tuviera.
—Lo que no tiene sentido es que lo hiciera tu hermano. Es un crimen demencial, completamente demencial, no hay por dónde cogerlo. Por eso toda esta gente está obsesionada con esos asesinatos. Si tuvieran algún sentido, no serían misterios, ¿entiendes?
No dije nada. Era verdad. Empecé a jugar con el salero y el pimentero, que eran sorprendentemente fáciles de robar.
—¿No crees que vale la pena investigarlo? —me presionó Lyle—. ¡Esa terrible acusación que estalla el mismo día en que tu familia es asesinada!
—Supongo. Tú eres el jefe.
—Entonces, mientras encuentras a Runner, intenta hablar con alguien de la familia Cates. Quinientos dólares si es Krissi o Lou. Sólo quiero saber si mantienen la misma historia sobre Ben. Si pueden vivir con ello, ¿entiendes? Quiero decir: tiene que ser mentira. ¿No?
Me sentí débil otra vez. No necesitaba poner a prueba mi fe en ese momento. Sin embargo, me aferré a algo de lo que estaba segura: Ben nunca había abusado de mí. Si era un abusador de menores, ¿no habría empezado con una niña pequeña en su propia casa?
—Vale.
—Vale —repitió Lyle.
—Pero no creo que yo vaya a tener más suerte de la que tendrías tú. Al fin y al cabo, soy la hermana del chico que dicen que abusó de ella.
—Yo lo intenté y no conseguí nada —dijo Lyle encogiendo los hombros—. No se me dan bien esa clase de cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—La diplomacia.
—Ah, ya. A mí, sin embargo, se me da muy bien.
—Excelente. Y, si eres capaz de concertar una cita, me gustaría ir contigo.
Encogí los hombros en silencio, me levanté, pensando en dejar que pagara él la cuenta, pero me llamó antes de que diera tres pasos.
—Libby, ¿sabes que llevas el salero y el pimentero en el bolsillo?
Me detuve un segundo, dudando si fingir sorpresa: «Oh, dios mío, qué distraída soy». En cambio, asentí con la cabeza y salí por la puerta. Los necesitaba.
* * *
Lyle había seguido el rastro de la madre de Krissi Cates hasta dar con ella en Emporia, Kansas, donde vivía con su segundo marido, con el que había tenido una segunda hija casi veinte años después de tener a Krissi. Lyle le había dejado bastantes mensajes en el móvil durante el año anterior, pero ella nunca le había devuelto las llamadas. Eso era todo lo que había conseguido.
Nunca hay que dejar mensajes a la persona con quien quieres contactar. No, hay que llamar y llamar hasta que coja el teléfono —por cansancio, curiosidad o miedo—, y entonces ir directamente al grano, para que no pueda reaccionar.
Llamé a la madre de Krissi doce veces antes de que cogiera el teléfono, y le dije rápidamente:
—Soy Libby Day, la hermana pequeña de Ben Day. ¿Recuerda a Ben Day?
Oí cómo unos labios húmedos se abrían emitiendo un sonido como el de un beso, y después un hilo de voz murmuró:
—Sí, me acuerdo de Ben Day. ¿Qué quiere, por favor? —como si fuera una teleoperadora.
—Quiero hablar con usted o con alguien de la familia sobre las acusaciones que su hija Krissi hizo contra Ben.
—En mi casa no hablamos de ese tema. ¿Cuál era su nombre? ¿Lizzy? Me casé de nuevo, y mantengo muy poco contacto con mi anterior familia.
—¿Sabe cómo puedo encontrar a Lou o a Krissi Cates?
Dejó escapar un suspiro, como expulsando el humo de un cigarrillo.
—Lou debe de estar en algún bar en alguna parte del estado de Kansas, supongo. En cuanto a Krissi… Vaya hacia el oeste por la I-70, justo después de pasar Columbia. Gire a la izquierda y párese en cualquiera de los clubs de striptease. No vuelva a llamar.