10. Patty Day

2 DE ENERO DE 1985

11:31 A.M.

Ella se había metido en el baño después de que Len se fuera con aquella sonrisa repugnante que le ofrecía algo desagradable, un tipo de ayuda que no quería. Las niñas habían salido en tromba de su habitación en cuanto oyeron que la puerta de la calle se cerraba y, después de un rápido comité de cuchicheos en la puerta del lavabo, habían decidido dejarla en paz y volver a ver la tele. Patty se acarició la tripa, el sudor se volvió frío. Le quitarían la granja de sus padres. Notó la punzada de culpabilidad en el estómago que siempre la hacía sentirse una buena niña, el miedo constante a decepcionar a los suyos, por favor, por favor, Dios, no permitas que lo descubran. Sus padres le habían confiado aquel lugar, y ella había fracasado. Se los imaginó en una nube del cielo, el brazo de su padre rodeaba los hombros de su madre mientras la miraban, sacudiendo ambos la cabeza. «¿Qué es lo que te ha llevado a hacer una cosa así?». El reproche favorito de su madre. Tendrían que irse a una ciudad completamente distinta. En Kinnakee no había apartamentos, y tendrían que meterse en un apartamento mientras ella encontraba un trabajo en alguna oficina, si es que lo encontraba. Siempre había sentido pena por la gente que vivía en apartamentos, oyendo eructar y discutir a sus vecinos. Le fallaron las piernas y de repente se vio sentada en el suelo. No tendría suficiente energía para abandonar la granja, nunca. Había gastado todas sus fuerzas durante estos últimos años. Algunas mañanas no podía levantarse de la cama, físicamente no podía sacar las piernas de debajo de las mantas, las niñas tenían que ayudarla, tirando de ella por los talones y, mientras preparaba el desayuno y las arreglaba para ir a la escuela, fantaseaba con la muerte. Algo rápido, un ataque al corazón durante la noche, o un accidente de circulación. Madre de cuatro hijos arrollada por un autobús. Diane los adoptaría, no los dejaría ir por ahí en pijama todo el día, los llevaría al médico cuando estuvieran enfermos y los felicitaría cuando acabaran de hacer los deberes. Ella era un fracaso de mujer, vacilante y débil. Se animaba enseguida pero se deshinchaba aún con mayor rapidez. Era Diane quien debería haber heredado la granja. Pero ella no quiso saber nada de eso, se fue cuando cumplió los dieciocho, empezó un alegre periplo que la llevó de un lado a otro hasta acabar como recepcionista en la consulta de un médico a cincuenta y pocos pero cruciales kilómetros de distancia, en Schieberton.

Sus padres se tomaron su marcha con estoicismo, como si siempre hubiera formado parte del plan. Patty recordó la época de la escuela, cuando sus padres fueron a verla hacer sus numeritos de animadora una húmeda noche de octubre. Era un trayecto de tres horas en coche, hacia el interior de Kansas, casi en Colorado, y llovió ligeramente pero sin parar durante todo el partido. Cuando acabó (perdió Kinnakee), en el campo estaban su padres, ya canosos, y su hermana, tres óvalos sólidos, envueltos en gruesos abrigos de lana, corriendo hacia ella, riendo con tal orgullo y gratitud que cualquiera habría pensado que se había curado de un cáncer, sus ojos arrugados detrás de tres pares de gafas mojadas por la lluvia.

Ed y Ann Day ya estaban muertos, habían muerto pronto pero no de forma inesperada, y Diane era ahora secretaria en la misma consulta del médico, y vivía en una caravana, en un camping bordeado de flores.

—Me gusta la vida que llevo —decía siempre—. No me imagino haciendo otra cosa.

Así era Diane. Capaz. Era la que recordaba las pequeñas cosas que les gustaban a las niñas, nunca se olvidaba de traerles cada año la camiseta de Kinnakee: «Kinnakee, ¡el corazón de América!». Fue ella quien les hizo creer el cuento de que Kinnakee significaba mujercita mágica en la lengua de los indios, y les gustó tanto que Patty nunca pudo decirles que sólo significaba roca o cuervo, o algo así.

* * *

El claxon del coche de Diane interrumpió sus pensamientos con su festivo ¡pipipipiiiiiiii! de siempre.

—¡Diane! —gritó Debby, y Patty oyó a las tres niñas corriendo hacia la puerta, se imaginó el batiburrillo de coletas y culitos mullidos a la carrera, directas hacia el coche, y a Diane llevándoselas a dar una vuelta, dejándola a ella en la casa, donde seguiría haciendo sus tareas en silencio.

Se levantó del suelo con esfuerzo y se secó la cara con una toallita que olía a rancio. Siempre tenía el rostro y los ojos enrojecidos, por lo que era imposible saber si había estado llorando, ésa era la única ventaja de parecerse a una rata desollada. Cuando abrió la puerta, su hermana ya estaba vaciando tres bolsas llenas de latas de conservas y mandando a las niñas al coche para que fueran a buscar el resto. Patty había llegado a asociar el olor de las bolsas de papel marrón a Diane, que en esta ocasión les había traído comida para bastante tiempo. Era el colmo de la precariedad: vivían en una granja, pero nunca tenían suficiente comida.

—También os traigo uno de esos álbumes de pegatinas —dijo Diane, lanzándolo sobre la mesa.

—Oh, las mimas demasiado, Diane.

—Bueno, sólo he traído uno, así que tendrán que compartirlo. Eso es bueno, ¿verdad? —Se rió y se puso a hacer café—. ¿Te importa?

—Claro que no, debería haber hecho un poco. —Patty fue al armario a buscar la taza de su hermana. A ella le gustaba una pesada taza del tamaño de su cabeza que había sido de su padre. Patty oyó el previsible ruido chirriante de la cafetera. Fue al fogón, la cogió y le dio un golpe: siempre se atascaba cuando había subido un tercio del café.

Las niñas regresaron con varías bolsas, que dejaron sobre la mesa de la cocina. Diane les ordenó que las vaciaran.

—¿Dónde está Ben? —preguntó Diane.

—Mmmm —murmuró Patty mientras echaba tres cucharadas de azúcar en la taza de su hermana. Les hizo un gesto a las niñas, que ya habían vaciado las bolsas y miraban hacia lugares distintos fingiendo indiferencia.

—Tiene problemas —estalló Michelle regocijándose—. Otra vez.

—Cuéntaselo —le dijo Debby a su hermana, dándole un codazo.

Diane se volvió hacia Patty con una mueca de aprensión, esperando oír una historia sobre algún percance genital o alguna mutilación.

—Niñas, tía Diane os ha traído un álbum de pegatinas…

—Id a jugar a vuestro cuarto mientras hablo con vuestra madre. —Diane siempre les hablaba a las niñas con mayor rudeza que Patty, imitando al abuelo, que las reñía exageradamente, de modo que ellas sabían que era en broma. Patty le lanzó una mirada suplicante a Michelle.

—¡Un álbum de pegatinas! —exclamó Michelle con un entusiasmo desmedido. A Michelle le encantaba ser cómplice en cualquier asunto de adultos. Y en cuanto ella fingía querer algo, Libby era toda dientes apretados y manos ansiosas por arrebatárselo. Libby había nacido el día de Navidad, lo que significaba que tenía un regalo menos al año. Patty apartaba un regalo a un lado y todos gritaban: «¡Feliz cumpleaños, Libby!», pero todos sabían la verdad, que a Libby la timaban. Aunque ella raramente se sentía timada.

Patty sabía esas cosas de sus hijas, aunque siempre se olvidaba. ¿Qué ocurría para que esos detalles de la personalidad de sus hijos siempre la sorprendieran?

—¿Vamos al garaje? —preguntó Diane metiéndose el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la blusa.

—Oh —fue la respuesta de Patty. Diane dejaba de fumar y volvía a engancharse al menos dos veces al año desde que había cumplido los treinta. Ahora tenía treinta y siete (y su aspecto era mucho peor que el de Patty: tenía la piel de la cara cuarteada como la de una serpiente), y Patty había aprendido hacía tiempo que la mejor manera de ayudarla con lo del tabaco era sentarse con ella en el garaje sin decir nada. Como hacía su madre con su padre. Por supuesto, él había muerto de cáncer de pulmón no mucho después de los cincuenta.

Patty siguió a Diane, haciendo acopio de valor para decirle que les iban a embargar la granja, y preguntándose si su hermana le largaría un sermón sobre la manera de despilfarrar de Runner —y ella de consentirlo—, o si, por el contrario, se limitaría a asentir en silencio.

—Bien, ¿qué pasa con Ben? —dijo Diane acomodándose en la silla de jardín, que no dejaba de chirriar y de la que colgaban dos tiras rotas. Se encendió un cigarrillo, dio una calada y echó el humo lejos de Patty.

—Oh, nada, nada especial. Sólo que… se ha teñido el pelo de negro. ¿Qué crees que puede significar eso?

Esperaba que Diane se riera de ella socarronamente, pero Diane se quedó en silencio.

—¿Cómo está Ben, Patty? En general, ¿cómo lo ves?

—Oh, no lo sé. De mal humor.

—Siempre ha tenido mal humor. Hasta de bebé era como un gato. De pronto era todo mimos, y al minuto siguiente te miraba como si no te conociera de nada.

Era verdad, a los dos años Ben era algo asombroso. Reclamaba amor absoluto, agarrado al pecho o a un brazo, pero tan pronto como conseguía el afecto, y eso ocurría enseguida, se quedaba inerte, como muerto. Lo había llevado al médico, y Ben se había sentado allí, rígido y con los labios apretados, un niño estoico con el cuello como el de una tortuga y una enojosa habilidad para aguantar en esa postura. Hasta el médico parecía asustado, le dio una piruleta y le dijo a Patty que volvieran a los seis meses si seguía igual. Siempre siguió igual.

—Bueno, el mal humor no es un crimen —dijo Patty—. Runner tenía mal humor.

—Runner es un capullo, no es lo mismo. Ben es muy diferente a él.

—Bueno, tiene quince años —empezó Patty, y se calló. Miró hacia un tarro con clavos viejos que había en el estante, un tarro que no se había movido de allí desde los tiempos de su padre. Escrito de su puño y letra en un trozo de cinta adhesiva se leía «Clavos».

El suelo del garaje, de cemento y salpicado de manchas de aceite, era más frío que el aire que entraba. En un rincón, había una vieja cuba de agua con las juntas reventadas a causa de las heladas. El aliento de Patty era tan denso como el humo del cigarrillo de Diane. Sin embargo, allí se sentía extrañamente contenta, entre aquellas herramientas viejas que imaginaba en manos de su padre: rastrillos de dientes curvados, hachas de todos los tamaños, estantes repletos de tarros llenos de clavos, tornillos y arandelas. También estaba la vieja cubitera de metal, salpicada de óxido, donde su padre mantenía la cerveza fresca mientras escuchaba los partidos en la radio.

Le ponía nerviosa que su hermana hablara tan poco, porque a Diane le encantaba dar su opinión sobre todo, incluso cuando no tenía opinión. Pero más nerviosa le ponía su inmovilidad. No había encontrado nada que hacer, algo que arreglar o reorganizar, porque Diane era la hacedora, y no se conformaba con sentarse y hablar.

—Patty, tengo que comentarte algo que he oído. En principio, pensé no decirte nada, porque está claro que no es verdad. Pero eres madre, y deberías saberlo, y… demonios, no sé, simplemente deberías saberlo.

—Está bien.

—¿Ben ha jugado alguna vez con las niñas de un modo que pudiera resultar confuso? —Patty la miró fijamente, Diane continuó—: ¿De una manera que pudiera interpretarse… de una manera sexual?

Patty casi se atragantó.

—¡Ben odia a las niñas! —Se sorprendió del alivio que sentía—. Las evita todo lo posible.

Diane encendió otro cigarrillo y asintió con la cabeza.

—Bien, perfecto. Pero hay algo más. Un amigo mío me dijo que corría el rumor de que se habían quejado de Ben en la escuela, que algunas niñas pequeñas, de la edad de Michelle o así, decían que las había besado y que quizá las había… toqueteado. Quizás algo peor. Lo que oí era peor.

—¿Ben? Eso es una locura. —Patty se levantó, no sabía qué hacer con los brazos, ni con las piernas. Se volvió hacia la izquierda, después hacia la derecha, muy rápido, como un perro desorientado, y se sentó de nuevo. Una tira de la silla se rompió.

—Ya sé que es una locura. O un malentendido.

Esa era la peor palabra que podía haber dicho Diane. Tan pronto como la dijo, Patty se temió lo peor, supo que había una posibilidad de que aquello —el malentendido— se convirtiera en algo. Una palmadita en la cabeza que podía ser una caricia en la espalda, que podía ser un beso en los labios, podía hacer que el techo se viniera abajo.

—¿Malentendido? Ben no malinterpretaría un beso. O una caricia. No con una niña pequeña. No es un pervertido. Es un chico raro, pero no es un enfermo. No está loco. —Patty se había pasado la vida jurando que Ben no era raro, que era sólo un niño como los demás. Pero ahora se conformaba con que fuera raro. La constatación llegó de repente, una sacudida salvaje, como cuando el pelo te tapa la cara mientras conduces.

—Les habrás dicho que él nunca haría algo así, supongo. —Patty estalló en llanto, y en un segundo tenía las mejillas empapadas.

—Puedo decírselo a todo el mundo en Kinnakee, puedo decirles a todos los habitantes del estado de Kansas que él nunca haría algo así, y podría no servir de nada. No lo sé. No lo sé. Me enteré ayer por la tarde, pero la cosa parecía ir… a más. Estuve a punto de venir aquí. Me he pasado la noche convenciéndome a mí misma de que no era nada. Pero esta mañana, al levantarme, he comprendido que sí pasaba algo.

Patty conocía esa sensación, la resaca de un sueño, como cuando se despertaba aterrorizada a las dos de la madrugada y se decía a sí misma que la granja iba bien, que ese año levantarían cabeza, y sentía un nudo en el estómago cuando pocas horas después sonaba el despertador, un nudo que unía el sentido de culpabilidad a la sensación de ser la víctima de un engaño. Era sorprendente que uno pudiera pasar horas en medio de la noche fingiendo que las cosas iban bien, y luego, en los primeros treinta segundos de luz solar, constatar que no era así.

—Así que vienes aquí con víveres y un álbum de pegatinas, como si no pasara nada, y desde el principio tenías esa historia de Ben para contarme.

—Y te la he contado… —Diane se encogió de hombros y extendió los dedos de las manos, excepto los que sostenían el cigarrillo, como buscando comprensión.

—Bueno, y ahora, ¿qué hacemos? ¿Sabes los nombres de esas niñas? ¿Se supone que me llamará alguien para hablar conmigo o con Ben? Tengo que encontrarlo.

—¿Dónde está?

—No lo sé. Hemos discutido. Por culpa de su pelo. Se ha ido en la bicicleta.

—Pero ¿qué es esa historia de su pelo?

—¡No lo sé, Diane! En nombre de Dios, ¿qué está pasando?

Pero Patty sabía lo que ocurría. Ahora todo sería interpretado a la luz de esa sospecha.

—Bueno, no creo que sea para tanto —dijo Diane con calma—. No creo que haya que traerlo a casa inmediatamente, a menos que tú quieras.

—¡Sí, quiero que venga ya!

—Vale, pues empecemos a telefonear a gente. ¿Tienes una lista de sus amigos?

—No sé quiénes son sus amigos —dijo Patty—. Ha llamado a alguien esta mañana, pero no sé a quién, nunca me dice nada.

—Probemos a hacer rellamadas.

Diane gruñó, aplastó el cigarrillo con la bota, tiró de su hermana para levantarla de la silla y se la llevó a la casa. Luego les gritó a las niñas que se quedaran donde estaban cuando oyó que abrían la puerta del dormitorio, y se dirigió al teléfono, dispuesta a apretar la tecla de «rellamada» con un dedo del tamaño de una salchicha. Los tonos del número sonaron en el auricular —bipBipBIPbipbipbupBiP— y Diane colgó.

—Es mi número.

—Ah, sí. Te he llamado después del desayuno para saber cuándo vendrías.

Las dos hermanas se sentaron a la mesa y Diane llenó un par de tazas más de café. Desde la cocina, la nieve parecía iluminada por una luz estroboscópica.

—Tenemos que encontrar a Ben —dijo.