9. Libby Day

AHORA

Así que me iba a encontrar con mi hermano, ambos ya adultos. Después de la cerveza con Lyle, me fui a casa y le eché un vistazo al ejemplar de Barb Eichel de Tu familia en prisión: ¡traspasa los barrotes! Tras leer unos pocos capítulos confusos sobre el sistema penitenciario del estado de Florida, pasé las páginas manchadas hasta encontrar el copyright. 1985. No me era ni remotamente útil. Me preocupaba recibir más paquetes inútiles de Barb: panfletos sobre parques acuáticos de Alabama desaparecidos, folletos sobre hoteles de Las Vegas que habían sido derribados, advertencias sobre el virus Y2K. Acabé haciendo que Lyle se encargara de todo. Le dije que no podía comunicarme con la persona adecuada, que me veía abrumada, pero la realidad era que no quería. No tengo la suficiente resistencia: encontrar el número, esperar, hablar, volver a esperar, después mostrarme encantadora con alguna mujer encabronada y con tres hijos y el propósito de volver al instituto y acabar los estudios, una mujer que se dedica a marearte con la esperanza de que le proporciones una excusa para cancelar tu petición. Ella es una zorra, muy bien, pero tú no puedes llamarla eso o de repente ahí estás, de vuelta a la primera casilla del juego, al principio. Y sabiendo que tendrás que ser aún más encantadora cuando vuelvas a llamar. Dejé que Lyle se ocupara de eso.

La prisión de Ben está a las afueras de Kinnakee y fue construida en 1997, tras una nueva oleada de fusión de granjas. Kinnakee se encuentra casi en el centro de Kansas, no demasiado lejos de la frontera con Nebraska, y una vez reclamaron ser el centro geográfico de los cuarenta y ocho estados contiguos de Estados Unidos. El corazón de América. Fue una gran cosa en los años ochenta, cuando todos éramos tan patriotas. Otras ciudades de Kansas lucharon por el título, pero los habitantes de Kinnakee las ignoraron, obstinada, orgullosamente. Era el único punto de interés de la ciudad. La Cámara de Comercio vendió posters y camisetas con el nombre de la ciudad escrito dentro de un corazón. La tía Diane nos compraba todos los años una camiseta nueva a las niñas de la familia, en parte porque nos gustaba cualquier cosa en forma de corazón, y en parte porque Kinnakee es una antigua palabra india que significa mujercita mágica. Diane siempre trataba de convertirnos en feministas. Mi madre bromeaba con que la tía Diane no se depilaba a menudo y que eso ya era un comienzo. No la recuerdo diciendo eso, pero recuerdo a Diane, expansiva y enfadada, como siempre tras los asesinatos, fumando un cigarrillo en su caravana, bebiendo té helado en un vaso de plástico con su nombre escrito con letra de palo, contándome la historia.

Resulta que después de todo estábamos equivocados. Lebanon, Kansas, es el centro oficial de Estados Unidos. Kinnakee estaba trabajando con una información equivocada.

* * *

Pensaba que tardaría meses en conseguir el permiso para ver a Ben, pero parece que la Penitenciaría del estado de Kinnakee, Kansas, es rápida concediendo pases a los visitantes. («Creemos que la interacción de las familias y amigos es beneficiosa para los reclusos y les ayuda a mantenerse socializados y conectados»). Después de los papeleos y más tonterías de ésas, me pasé unos cuantos días repasando los archivos de Lyle, leyendo la transcripción del juicio de Ben, algo para lo que antes nunca había reunido el valor suficiente.

Me hizo sudar. Mi declaración era un laberinto de confusos recuerdos de niña («Creo que Ben trajo una bruja a casa y ella nos mató», dije yo. A lo que el fiscal respondió: «Mmmm, ahora hablemos de lo que pasó realmente»), y luego demasiado diálogo dirigido («Vi a Ben desde la puerta de la habitación de mi mamá, él la amenazaba con la escopeta»). En cuanto al abogado defensor de Ben, bien podía haberme envuelto en un pañuelo de papel y tumbado en una cama de plumas, tan delicado fue conmigo. («Puede que estés un poco confusa sobre lo que viste, Libby. ¿Estás segura, segura, de que fue tu hermano, Libby? Quizá nos estás diciendo lo que queremos oír». A lo que respondí: «No, sí, no»). Al final de la sesión, respondía «supongo» a todas las preguntas que me hacían; era mi manera de decir que estaba agotada.

El abogado defensor de Ben había hecho hincapié en lo de la pequeña mancha de sangre en la colcha de Michelle y la misteriosa huella de zapato, pero no pudo llegar a una teoría alternativa convincente. Quizás alguien más había estado allí, pero no había huellas de pisadas ni de neumáticos fuera de la casa que lo probaran. La mañana del 3 de enero amaneció con un aumento de temperatura de veinte grados, fundiendo la nieve y todas las huellas en una papilla primaveral.

Además de mi declaración, Ben tenía más cosas en su contra: arañazos en la cara que no pudo explicar, una historia sobre un hombre muy peludo al que al principio acusó de los asesinatos —una historia que rápidamente cambió por «estuve fuera toda la noche, no sé nada»—, un gran mechón del cabello de Michelle encontrado en el suelo de su habitación y su loco comportamiento de aquel día. Se había teñido el pelo de negro, algo que todos consideraron sospechoso. Había sido visto rondando «a hurtadillas» por la escuela, testificaron varios profesores. Se preguntaron si quizás estaba intentando recuperar algunos restos de animales que había guardado en su casillero (¿restos de animales?) o si estaba reuniendo objetos personales de otros estudiantes para una misa satánica. Más tarde parece que había ido a un garito a fumar hierba y se había jactado de ofrecerle sacrificios al diablo.

Ben no se ayudó a sí mismo: no tenía coartada; tenía una llave de la puerta de la casa, que no habían forzado para entrar; había tenido una trifulca con mi madre aquella mañana. Y también se comportó como una especie de idiota. Cuando el fiscal proclamó que Ben era un asesino adorador de Satanás, éste respondió con un discurso entusiasta sobre los rituales de adoración al diablo, sobre unas canciones que le gustaban especialmente y que le traían a la mente los infiernos, y sobre el gran poder del culto satánico. («Te anima a que te sientas bien, porque somos básicamente animales»). En un momento dado, el fiscal le pidió:

—Deja de jugar con tu pelo y tómate esto en serio. ¿Comprendes que esto es muy serio?

—Comprendo que usted cree que es muy serio —replicó él.

Aquello no me sonaba al Ben que yo recordaba, mi tranquilo y tímido hermano. Lyle había incluido unas cuantas fotos del juicio: Ben, con su pelo negro recogido en una cola de caballo (¿por qué sus abogados no le dijeron que se lo cortara?), embutido en un traje asimétrico, siempre sonriendo o bien completamente indiferente.

Así que Ben no se ayudó a sí mismo, pero la transcripción del juicio hizo que me ruborizara. Pero, después de analizarlo todo en su conjunto, me sentí un poco mejor. No toda la culpa de que Ben estuviera en la cárcel era mía (si era verdaderamente inocente, si es que realmente lo era). No, todo el mundo tenía una parte de culpa.

* * *

Una semana después de haber aceptado encontrarme con él, me reuní con Ben. Me dirigía en coche a mi pueblo natal, en el que no había estado desde hacía por lo menos veinte años y que se había convertido en una ciudad carcelaria sin mi permiso. Todo había sucedido demasiado rápido, me producía un vuelco emocional. La única manera de seguir adelante era tranquilizarme diciéndome a mí misma que no entraría en Kinnakee propiamente y que no recorrería aquel sucio camino que llevaba a mi casa, no, no lo haría. Ya no era mi hogar: alguien había comprado la propiedad años atrás y había demolido la casa de inmediato, destruyendo las paredes que mi madre había decorado con posters baratos, rompiendo las ventanas en las que yo aspiraba el aire mientras miraba quién venía por el camino, convirtiendo en astillas el marco de la puerta donde mi madre había señalado con un lápiz el proceso de crecimiento de Ben y de mis hermanas. (Cuando tuvo que hacerlo conmigo, ya estaba demasiado cansada. Yo sólo tenía una anotación: Libby, 92 cm).

Conduje tres horas por Kansas, subiendo y bajando las colinas Flint, luego por la llanura, con carteles que me invitaban a visitar la avenida de la Fama de Greyhound, el Museo de la Telefonía, la Mayor Bola de Bramante del Mundo. De nuevo otra explosión de lealtad: debería haber ido a todos aquellos lugares, aunque sólo fuera para abofetear a esos viajeros irónicos que los visitan para reírse de ellos. Finalmente salí de la autopista, continué hacia el norte, el oeste, y el norte y el oeste otra vez, por un laberinto de carreteras, campos de cultivo salpicados de verde, amarillo y marrón, puntillismo bucólico. Me apoyé en el volante, cambié de emisora de radio una y otra vez, canciones plañideras de country, y rock cristiano, y guitarras estridentes. El lánguido sol de marzo consiguió calentar el coche, haciendo destellar el grotesco nacimiento de mis cabellos pelirrojos. El calor y el color me hicieron volver a pensar en la sangre. En el asiento del pasajero llevaba una botella de vodka de esas de avión, que había decidido beberme de un trago en cuanto llegara a la prisión, una dosis de aturdimiento que yo misma me había prescrito. Necesité una inusual fuerza de voluntad para no bebérmela mientras conducía, con una mano en el volante y la garganta inclinada hacia atrás.

Como un truco de magia, mientras pensaba ya falta poco, una pequeña señal apareció en el horizonte ancho y llano. Sabía exactamente lo que pondría: «Bienvenidos a Kinnakee: ¡el corazón de América!», en letra cursiva de los años cincuenta. Lo ponía, pero yo sólo veía la lluvia de agujeros de bala en la esquina inferior izquierda, donde Runner había disparado desde su camioneta décadas atrás. Sin embargo, cuando estuve más cerca me di cuenta de que me había imaginado los agujeros de bala. Aquélla era una señal nueva y estaba intacta, aunque con el mismo viejo texto: «Bienvenidos a Kinnakee: ¡El corazón de América!». Se mantenían fieles a su mentira, me gustó. Inmediatamente después de esa señal, otra: «Penitenciaría del estado de Kinnakee, Kansas», la próxima a la izquierda. Seguí la dirección, conduciendo al oeste de las tierras que una vez fueron la granja de los Evelee. Ja, os está bien empleado, Evelee, pensé, pero no pude recordar por qué eran malos los Evelee. Sólo recordaba que vivían allí.

Empecé a ir más despacio a medida que recorría aquella carretera nueva que rodeaba la ciudad. Kinnakee nunca había sido un lugar próspero, sólo había granjas ruinosas y optimistas mansiones de madera contrachapada levantadas durante un auge del petróleo absurdamente breve. Ahora era peor. El negocio de la prisión no había salvado a la ciudad. Las calles estaban llenas de casas de empeño y edificios endebles de apenas una década de antigüedad, pero que ya se caían a trozos. Niños aturdidos en patios llenos de suciedad. Basura por todas partes: envases de productos alimenticios, pajitas de refrescos, colillas de cigarrillos. Una caja de porexpan de comida para llevar, un tenedor de plástico y un vaso de cartón descansaban en un bordillo, todo abandonado por quienquiera que se lo hubiera comido. Había un montón de patatas fritas con kétchup esparcidas junto a una alcantarilla. Hasta los árboles eran deprimentes: raquíticos, enanos y obstinadamente reacios a florecer. Al final de la manzana, una pareja joven y regordeta estaba sentada a la fresca en el banco de la puerta de un Dairy Queen, viendo pasar el tráfico como si estuvieran frente al televisor.

En un poste de teléfonos ondeaba una fotocopia con la imagen de una adolescente de expresión seria desaparecida en octubre de 2007. Dos manzanas más allá, lo que pensaba que era otra fotocopia de la chica se convirtió en el de una nueva niña desaparecida, ésta en junio de 2008. Ambas niñas iban desarregladas y mostraban una expresión hosca, lo que explicaba por qué no habían recibido la misma atención que Liste Stephens. Tomé nota mental de hacerme una foto mostrando una bonita sonrisa, por si alguna vez desaparecía.

Unos minutos después apareció la prisión en un claro quemado por el sol.

Era menos imponente de lo que me había imaginado, las pocas veces que me la había imaginado. Tenía el aspecto de cualquier edificio de las afueras, podía confundirse con las oficinas de alguna empresa de refrigeración, o con la sede general de una compañía de telecomunicaciones, si no fuera por la alambrada que se retorcía en lo alto de los muros. Aquel alambre en espiral me recordó al cable del teléfono por el que Ben y mi madre discutían, con el que siempre tropezaban. Por culpa de aquel maldito cable del teléfono, Debby se hizo una quemadura en la muñeca que le dejó una cicatriz en forma de estrella. Tosí fuerte, sólo para escuchar algo. Entré en el aparcamiento, una superficie de alquitrán maravillosamente lisa después de una hora de baches. Aparqué y me quedé allí mirando, el coche crujía por el esfuerzo de tantas horas de viaje. Desde el interior de los muros llegaba el murmullo y los gritos de los presos, en su rato de recreo. El vodka me bajó por la garganta con una punzada medicinal. Mastiqué un trozo endurecido de chicle de menta, dos, después los escupí en el envoltorio de un bocadillo, notando cómo se me calentaban las orejas por el alcohol. Entonces me desabroché el sujetador debajo del jersey y sentí que mis pechos caían, grandes y sobados, con el ruido de fondo de los presos que jugaban al baloncesto. Era algo que Lyle me había advertido, tartamudeando y eligiendo las palabras: «Sólo tendrás una oportunidad para cruzar el detector de metales. No es como en los aeropuertos: no tienen uno de esos detectores manuales. Así que tienes que dejar en el coche todos los objetos de metal. Esto…, incluido, humm…, en el caso de las mujeres… ¿No llevan alambres algunos sujetadores? Eso podría ser… un problema».

De acuerdo. Metí el sostén en la guantera y dejé mis pechos libres.

En el interior de la prisión, los guardias se mostraban educados, como si hubieran visto muchos vídeos con instrucciones para ser amables: sí, señora; por aquí, señora. Su mirada estaba vacía, mi imagen les rebotaba, patata caliente. Registros, preguntas, sí señora, y un montón de esperas. Las puertas se abrían y cerraban, se abrían y cerraban a medida que las iba cruzando, cada una de tamaño distinto, como en un País de las Maravillas de metal. El suelo apestaba a lejía y el aire olía a sudor y a humedad. En algún lugar cercano debía de estar el comedor. Sufrí una nauseabunda ola de nostalgia, acordándome de nosotros, los niños de los Day, y nuestras comidas escolares subvencionadas: aquella mujer pechugona y sudorosa gritando «¡Comida gratis!» a la de la caja registradora cuando nosotros pasábamos por delante con una basura de carne picada y unos vasos de leche a temperatura ambiente.

Ben había tenido mucha suerte, pensé; en aquella época, el estado de Kansas se debatía entre pena de muerte sí, pena de muerte no, y los asesinatos se cometieron antes de que volviera a implantarse (aquí me detuve ante mi discordante nueva manera de pensar: «Los asesinatos se cometieron», en contraposición a «cuando Ben las mató a todas»). Había sido condenado a cadena perpetua. Al menos no hice que lo mataran. Ahora estaba aguardando fuera de la puerta de metal, como las de los submarinos, de la sala de visitas, y aún tuve que esperar bastante más. No tengo más remedio, no tengo más remedio. El mantra de Diane. Necesitaba dejar de pensar en mi familia. El guardia que me acompañaba, un hombre rubio y fuerte con el que había cruzado unas pocas palabras, abrió la puerta y me siguió después de un «usted primero».

Cinco cabinas en fila, una ocupada por una india corpulenta que hablaba con su hijo preso. Los negros cabellos de la mujer le caían sobre los hombros, tenía un aspecto fiero. Le murmuraba al muchacho, y el chico asentía dando cabezazos, con el teléfono pegado a la oreja y la mirada baja.

Me metí dos cabinas más allá, y en cuanto me senté, tomando aire, Ben cruzó la puerta como un gato que saltara al exterior. Era bajo, quizás uno setenta, y el pelo se le había vuelto rojo oscuro. Lo llevaba largo, hasta los hombros, remetido por detrás de las orejas, como el de una niña. Con aquellas gafas de montura metálica y el mono de color naranja parecía un mecánico estudioso. La habitación era pequeña, así que llegó hasta mí en sólo tres pasos, sonriendo en silencio. Radiante. Se sentó, puso una mano contra el cristal y me hizo un gesto para que yo hiciera lo mismo. No podía hacerlo, no podía presionar la palma de mi mano contra la suya, húmeda como el jamón tras el cristal. En cambio, le sonreí con calma y cogí el teléfono. Al otro lado del cristal, Ben levantó el auricular con la mano y se aclaró la garganta; luego bajó la mirada, empezó a decir algo, y se detuvo. Me quedé mirando su coronilla durante al menos un minuto. Cuando levantó el rostro, estaba llorando, dos lágrimas le resbalaban por las mejillas. Se las secó con el dorso de la mano y luego sonrió, sus labios temblaban.

—Dios, te pareces mucho a mamá —dijo de corrido, y se puso a toser y a secarse más lágrimas—. No me lo esperaba. —Sus ojos parpadeaban e iban de mi rostro a sus manos—. Oh, Dios, Libby, ¿cómo estás?

Yo también me aclaré la garganta y dije:

—Supongo que bien. Simplemente he pensado que era el momento de venir a verte. —Sí, me parezco a mamá —pensé—. Es cierto. Y luego pensé: Mi hermano mayor, y sentí el mismo orgullo de familia que cuando era pequeña. Él tenía el mismo aspecto, la cara pálida, aquel bulto por nariz, tan propio de los Day. No había crecido mucho tras los asesinatos. A los dos se nos había atrofiado el crecimiento aquella misma noche. Era mi hermano mayor, y estaba contento de verme. Él sabe cómo jugar contigo, me advertí a mí misma. Pero enseguida aparté de mi cabeza ese pensamiento.

—Me alegro, me alegro —dijo, con la mirada aún puesta en el dorso de su mano—. He pensado mucho en ti durante todos estos años, me preguntaba qué harías. Es lo que se hace aquí dentro…: pensar y preguntarse cosas. De vez en cuando alguien me escribe y me cuenta cosas de ti. Pero no es lo mismo.

—No, no es lo mismo. —Estuve de acuerdo—. ¿Te tratan bien? —pregunté estúpidamente, con los ojos vidriosos, y de repente me eché a llorar y lo único que quería decir era losientolosientolosiento. En cambio no dije nada, simplemente me puse a mirar la constelación de cicatrices de acné que Ben tenía en una de las comisuras de la boca.

—Estoy bien, Libby, mírame. —Lo miré a los ojos—. Estoy bien, de verdad. Estoy bien. Me he sacado la secundaria aquí dentro, que es más de lo que habría conseguido nunca ahí fuera, y estoy estudiando una carrera universitaria. Inglés. Leo al puto Shakespeare. —Emitió aquel sonido gutural que siempre intentaba hacer pasar por una risa—. En verdad te lo digo, maldito sodomita.

No sabía a qué venía esto último, pero sonreí porque era lo que él esperaba de mí.

—Joder, Libby, no dejo de pensar en ti. No sabes lo que me alegra verte. Mierda, lo siento. Eres clavada a mamá, ¿no te lo dice la gente todo el tiempo?

—¿Quién iba a decírmelo? No queda nadie. Runner se fue no sé adónde, y Diane y yo no nos hablamos. —Quería darle pena, que se metiera en mi gran charco vacío de compasión. Allí estábamos, los últimos Day. Si él sentía pena por mí, le resultaría más difícil culparme. Las lágrimas seguían llegando, y ahora me limitaba a dejarlas salir. Dos sillas más allá, la mujer india se estaba despidiendo, su llanto era tan profundo como su voz.

—Estás sola, ¿eh? Eso no es bueno. Deberían haber cuidado de ti.

—Y tú, ¿qué? ¿Has vuelto a nacer? —pregunté con la cara bañada en lágrimas. Ben frunció el ceño, sin comprender—. ¿Es eso? ¿Me estás perdonando? No tienes por qué mostrarte amable conmigo. —Pero yo lo deseaba, sentía que necesitaba ayuda, tanto como una comida caliente.

—No, no soy tan bueno —dijo él—. Tengo mucha rabia contra un montón de gente, pero tú no eres una de ellos.

—Pero… —Ahogué un sollozo, como una niña pequeña—. Mi declaración… Puede que yo, no lo sé, no lo sé… —Tuvo que haber sido él, por fuerza, me advertí a mí misma.

—Ah, es eso —dijo él, como si fuera un pequeño inconveniente, un contratiempo en unas vacaciones de verano que era mejor olvidar—. No has leído mis cartas, ¿verdad?

Traté de explicarme con un inadecuado encogimiento de hombros.

—Bueno. Con respecto a tu declaración…, lo que me sorprendió es que la gente te creyera. No me sorprendió lo que dijiste. Estabas en una situación absolutamente extrema. Y siempre fuiste una pequeña mentirosa. —Se rió otra vez, y yo con él, teníamos la misma risa rápida, como también la misma tos—. No, en serio, el hecho de que te creyeran significaba que me querían ver aquí, entre rejas. Eso lo prueba. Tenías siete putos añitos, demasiado pequeña… —Sus ojos se volvieron a la derecha, soñaba despierto. Luego se inclinó hacia atrás—. ¿Sabes de qué me acordé el otro día, no sé por qué? De aquel maldito conejito de porcelana, el que mamá nos hacía poner en el inodoro.

Sacudí la cabeza, no tenía ni idea de qué estaba hablando.

—¿No te acuerdas del conejito? El inodoro no funcionaba bien, si lo usábamos dos veces en menos de una hora dejaba de salir agua. Así que si uno de nosotros cagaba cuando no funcionaba, se suponía que teníamos que poner el conejito encima de la tapa, para que nadie la abriera y se encontrara con la taza llena de mierda. Porque, si no, vosotras gritabais. No puedo creer que no te acuerdes. Era algo tan estúpido que me volvía loco. Me volvía loco tener que compartir el cuarto de baño con todas vosotras, me volvía loco vivir en una casa con un lavabo que nunca funcionaba, y el conejito me volvía loco. ¡El conejito!… —estalló en aquella risa contenida—. Creo que el conejito me resultaba humillante, o algo así. Me lo tomaba como algo personal. Tal vez habría sido más apropiado que mamá me hubiera dado una pistolita o un coche de juguete para ponerlo en el inodoro. Aquello me cabreaba mucho. Cuando estaba en el inodoro, pensaba: No pienso poner el conejito, y cuando me disponía a salir: ¡Maldita sea, o pongo el conejito o una de ellas entrará y se pondrá a chillar —erais unas gritonas—, y no tengo ganas de discutir por el puñetero conejito en el puñetero inodoro! —Se rió otra vez, pero el recuerdo le había pasado cuentas, tenía el rostro enrojecido y la nariz húmeda—. Este es el tipo de cosas que piensas aquí dentro. Cosas raras.

Intenté encontrar ese conejito en mi memoria, intenté recorrer el lavabo y hacer una lista de las cosas que había en él, pero salí sin nada en las manos, con sólo un puñado de agua.

—Lo siento, Libby, es algo demasiado raro como para que lo recuerdes.

Puse la punta del dedo en la parte inferior de cristal y dije:

—Está bien.

* * *

Permanecimos quietos durante un momento, fingiendo escuchar un ruido que no había. Acabábamos de empezar, pero la visita casi se estaba terminando.

—Ben, ¿puedo preguntarte algo?

—Creo que sí. —Su cara se quedó en blanco, se preparó.

—¿No quieres salir de aquí?

—Claro que quiero.

—¿Por qué no le diste a la policía una coartada de verdad para aquella noche? Era imposible que hubieras dormido en un granero.

—Sencillamente porque no tenía una buena coartada, Libby. No la tenía. Esas cosas pasan.

—Porque estábamos como a cero grados de temperatura. Lo recuerdo muy bien. —Me froté el medio dedo de la mano por debajo del mostrador y moví los únicos dos dedos de mi pie derecho.

—Lo sé, lo sé. No te lo puedes imaginar… —Volvió la cara—. No puedes imaginarte cuántas semanas, años, he pasado aquí dentro deseando haberlo hecho todo de un modo diferente. Mamá, Michelle y Debby puede que no hubieran muerto si yo… hubiera sido un hombre. No un chico mudo, escondido en un granero, enfadado con mamá. —Una lágrima salpicó contra el auricular del teléfono, me pareció oírla, ¡plic!—. Merezco ser castigado por aquella noche.

—No acabo de entenderlo. ¿Por qué no fuiste más claro con la policía?

Ben encogió los hombros, y su cara de nuevo era una máscara de muerte.

—Oh, Dios. Yo sólo… Yo era un chico inseguro. Tenía quince años, Libby. Quince. No sabía lo que era ser un hombre. Runner no me enseñó a ser alguien útil, nunca me enseñó nada. Yo era un niño en el que nadie se fijaba mucho, y de repente todos me trataban como si yo les asustara a ellos. De pronto, como por arte de magia, yo era un tipo importante.

—Un tipo importante que había asesinado a su familia.

—Estás pensando que soy un maldito estúpido, ¿no? Dilo, por favor, adelante. Para mí era muy simple: dije desde el principio que yo no lo había hecho, y luego, no sé, quizás fue un mecanismo de defensa, no me lo tomé tan en serio como hubiera debido. Si hubiera reaccionado como se esperaba de mí, probablemente no estaría aquí. Por las noches lloraba contra la almohada, pero luego me hacía el gallito delante de la gente. Es jodido, créeme, lo sé muy bien. Pero no se puede subir a un crío de quince años al estrado con un montón de gente a la que conoce y que espera ver un mar de lágrimas. Por supuesto, yo pensaba que iba a ser absuelto, y que luego despertaría admiración en la escuela por el lío que había montado. Soñaba despierto con aquella mierda. Nunca pensé ni por un momento que estaba en peligro de… acabar como he acabado. —Ahora estaba llorando, mojándose las mejillas de nuevo—. Lo que está claro es que he superado que la gente me vea llorar.

—Tenemos que arreglar esto —dije por fin.

—Esto no hay quien lo arregle, Libby, a menos que encuentren al que lo hizo.

—Necesitas nuevos abogados que reabran el caso —razoné—. Ahora existen muchas cosas nuevas, las pruebas de ADN… —El ADN era para mí algo mágico, una especie de porquería resplandeciente que siempre sacaba a la gente de la cárcel.

Ben se rió con los labios cerrados, como hacía cuando éramos críos, sin dejar que tú disfrutaras de ello.

—Me recuerdas a Runner —comentó él—. Cada dos años más o menos recibo una carta suya: «¡ADN! Tenemos que conseguir un poco de ese ADN». Como si yo tuviera un armario lleno y no quisiera compartirlo. «¡A-D-N!» —repitió, imitando la mirada loca de Runner y sacudiendo la cabeza como él.

—¿Sabes dónde está ahora?

—Envió la última carta desde el Albergue Social para Hombres Bert Nolan, en algún lugar de Oklahoma. Me pidió que le enviara quinientos pavos para continuar su investigación sobre mi caso. Ese tal Bert Nolan debe de estar maldiciendo el día en que dejó entrar a Runner en su albergue. —Se rascó el brazo, levantándose la manga lo suficiente como para que yo pudiera ver un nombre de mujer tatuado. Acababa en «—olly» o «—ally». Me aseguré de que notara que yo lo había visto.

—¿Ah, esto? Un viejo amor. Pensé que la quería, incluso que iba a casarme con ella, pero al parecer ella no estaba dispuesta a cargar con un tipo que iba a pasarse el resto de su vida en la cárcel. Me hubiera gustado que me lo hubiera dicho antes de hacerme el tatuaje.

—Debió de dolerte.

—No me hizo cosquillas.

—Me refiero a la ruptura.

—Oh, eso también me jodió. El guardia nos hizo la señal de que nos quedaban tres minutos y Ben entornó los ojos:

—Es difícil decidir qué decir en tres minutos. En dos minutos puedes empezar a hacer planes para otra visita. En cinco minutos puedes acabar la conversación. Pero ¿en tres minutos? —Apretó los labios y soltó una pedorreta—. Me gustaría mucho que volvieras a verme, Libby. Había olvidado lo mucho que os echo de menos. Eres clavada a ella.