2 DE ENERO DE 1985
10:18 A.M.
Desde la granja hasta Kinnakee había una buena hora de paseo en bicicleta. Al menos una hora, a buen ritmo, cuando el frío no te hacía arder los pulmones y la sangre no te caía por la mejilla. Ben iba a trabajar a la escuela los días que había menos gente: nunca iba en sábado, porque ese día entrenaba el equipo de lucha libre. Le daba vergüenza empuñar la fregona mientras todos aquellos tipos robustos y musculosos estaban por allí, escupiendo en el suelo que acababa de fregar y mirándolo después, medio culpables, medio desafiándole a que dijera algo. Aquel día era miércoles, pero aún estaban en las vacaciones de Navidad, así que no debía de haber mucha gente: bueno, la sala de pesas siempre estaba llena, resonando rítmicamente, como un corazón de metal. Pero era temprano. El mejor momento. Normalmente iba desde las ocho hasta el mediodía, fregaba y secaba, pasaba la mopa y abrillantaba como el último mono que era, y acababa con toda aquella mierda antes de que lo viera nadie. A veces se sentía como un elfo de cuento de hadas que lo dejaba todo impecable sin que nadie se diera cuenta. A los chicos de la escuela les importaba una mierda dejar las cosas limpias: lanzaban los envases de cartón medio llenos a las papeleras, y ellos se limitaban a encogerse de hombros mientras veían el líquido chorrear por el suelo. Dejaban también trozos de hamburguesas en las sillas de la cafetería, pues ya habría quien se ocupara de limpiarlos. Ben también lo hacía, sencillamente porque todos lo hacían. Si se le caía un poco de bocadillo de atún al suelo, ponía los ojos en blanco como si la cosa no fuera con él, cuando era él quien tendría que limpiarlo al día siguiente. Era de lo más estúpido, porque en realidad estaba abusando de sí mismo.
Así que tenía que ocuparse de aquella mierda en algún momento, y era peor hacerlo cuando estaba rodeado de otros chicos, que fingían no verlo. Ese día, sin embargo, se arriesgaría, seguiría adelante y se las arreglaría solo. Diondra se había ido con el coche a Salina por la mañana, de compras. La chica tenía al menos veinte pares de pantalones vaqueros, que a Ben le parecían todos iguales, pero necesitaba más, de alguna marca especial. Los llevaba anchos, con el dobladillo vuelto hacia arriba unas cuantas veces y sujeto a la altura de los tobillos por gruesos calcetines. El nunca olvidaba felicitarla por sus nuevos vaqueros, y Diondra replicaba inmediatamente: «¿Y qué me dices de los calcetineeeeeees?». Era una broma, pero no del todo. Diondra sólo usaba calcetines Ralph Lauren: costaban como veinte dólares el par, cosa que a Ben le revolvía el estómago. Tenía un armario entero lleno de calcetines: de rombos, lunares y rayas, todos con el jugador de polo a medio swing en la parte de arriba. Ben había hecho cuentas: debía de haber cuatrocientos dólares de calcetines en aquel armario, perfectamente apilados; la mitad de lo que la madre de Ben debía de ganar en un mes. Bueno, los ricos necesitan comprar cosas, y los calcetines eran probablemente tan buenos como cualquier otra cosa. Diondra era una rica rara, no realmente una pija. Era demasiado llamativa y salvaje para encajar en ese grupo, aunque no lo bastante para encajar entre los heavies, aunque escuchara a Iron Maiden, le encantara el cuero y fumara toneladas de cigarrillos. Diondra no pertenecía a ninguna camarilla, simplemente era la Chica Nueva. Todo el mundo la conocía, aunque nadie sabía nada de ella. Había vivido en muchos lugares, la mayoría de Texas, y su frase típica cuando hacía algo que parecía raro, era: «Así es como lo hacen en Texas». No importaba lo que hiciera, todo estaba bien, porque así era como lo hacían en Texas.
Antes de Diondra, Ben simplemente vivía: un chico de campo, pobre y tranquilo, que se juntaba con otros chicos de campo en un rincón apartado de la escuela. No eran tan gilipollas como para ser odiados: no se molestaban en meterse con ellos. Eran el ruido de fondo de la escuela, lo que era peor que ser humillados. Bueno, había cosas peores. Estaba aquel chico de las gafas bifocales, a quien Ben conocía desde la guardería y que siempre había sido raro. El muchacho se cagó en los pantalones la primera semana del instituto; había varias versiones sobre el asunto: una de ellas decía que le empezaron a caer pedazos de mierda de los pantalones cortos mientras subía la cuerda en el gimnasio; otra, que había perdido el cargamento en medio de la clase, y había una tercera, una cuarta y una quinta. El caso es que desde entonces lo llamaron Culo Cagado. Entre clase y clase mantenía la cabeza gacha, con aquellas gafas de culo de vaso apuntando al suelo y soportando las collejas que le daban en la nuca: «¡Eh, Culo Cagado!». Él se limitaba a esbozar una sonrisa amarga, fingiendo que les seguía la broma. Así que había cosas peores que ser ignorado, pero a Ben no le gustaba, no quería seguir siendo el mismo Buen Chico Pelirrojo y Tranquilo que había sido durante toda la etapa de primaria. Sin pelotas y aburrido.
Así que, joder, muchas gracias a Diondra por fijarse en él, al menos en privado. Ella lo había atropellado con el coche, así es como se conocieron. Fue en verano: cursillo de orientación para estudiantes de primer año y alumnos nuevos. Fue un tostón de tres horas, y después, mientras caminaba por el aparcamiento de la escuela, ella lo embistió y Ben cayó encima del capó. Diondra salió del coche gritándole: «¿Por qué coño no miras por dónde vas?». El aliento de ella olía a vino gasificado, las botellas tintineaban en el suelo de su CRX. Cuando Ben se disculpó —él le pidió disculpas a ella— y Diondra se dio cuenta de que no estaba enfadado con ella, se puso realmente dulce y se ofreció a llevarlo a casa. Pero, en cambio, dieron una vuelta por las afueras del pueblo, detuvieron el coche y bebieron más vino gasificado. Diondra le dijo que su nombre era Alexis, pero al poco rato le confesó que le había mentido. Era Diondra. Ben le dijo que no tenía por qué mentir, teniendo un nombre tan bonito como aquél, y eso la hizo feliz. Y al cabo de otro rato, ella dijo: «¿Sabes qué? Eres realmente guapo», y segundos después: «¿Quieres timarme o qué?», y segundos después estaban magreándose a tope, cosa que no era la primera vez que hacían ninguno de los dos, aunque sólo era la segunda para Ben. Una hora después, Diondra tenía que irse, pero le dijo que era una persona que sabía escuchar muy bien, que era realmente increíble lo bien que sabía escuchar. Y que, después de todo, no tenía tiempo de llevarlo a casa. Lo dejó en el mismo lugar donde lo había atropellado.
Así que empezaron a salir juntos. En realidad, Ben no conocía a sus amigos, y nunca se juntaba con ella en la escuela. Entre semana, Diondra entraba y salía de la escuela como un colibrí, a veces iba, a veces no. Era suficiente con verla los fines de semana, en su propio espacio, donde la escuela no importaba nada. Estar con ella le había contagiado, y él quería más de aquello.
Cuando Ben llegó a Kinnakee en su bicicleta, había un grupo de camionetas y coches deportivos destartalados aparcados en el parking de la escuela. Así que estaban los jugadores de baloncesto y los que hacían lucha libre. Sabía de quién era cada coche. Pensó en pasar de trabajar, pero Diondra no volvería a casa durante horas, y él no tenía dinero suficiente para pasarse el rato en la hamburguesería. El dueño era un tipo con la cara colorada, ansioso por que los chicos se largaran del local nada más hacer el pedido. Además, sentarse solo en un bar en Navidad era peor que trabajar. Que se jodiera su madre por provocarle semejante estrés. El padre y la madre de Diondra no se preocupaban demasiado por ella: se pasaban la mitad del tiempo fuera del pueblo, en su casa de Texas. Incluso cuando Diondra fue amonestada por saltarse dos semanas enteras de escuela el mes anterior, su madre se había limitado a reír: «Cuando el gato no está, bailan los ratones, ¿no es así, cariño? Al menos intenta hacer una parte de tus tareas».
La puerta trasera de la escuela estaba cerrada con candado, así que tuvo que entrar por los vestuarios. El olor a sudor y a aerosol para los pies lo golpeó nada más entrar. El ruido en la cancha de baloncesto y los sonidos metálicos en la sala de las pesas indicaban que al menos el vestuario estaría vació. En el pasillo se oyó un grito prolongado —«¡Coooooper! ¡Levántateeeee!»— resonando contra el suelo de mármol como un grito de guerra. Había zapatillas de tenis esparcidas por el suelo, una puerta de metal se abrió en algún lado, y después todo volvió a una relativa tranquilidad. Sólo se oían los ruidos propios de un gimnasio: tunc-tunc, clanc, tunc.
Los deportistas de la escuela eran tan confiados, un claro signo del trabajo en equipo, que nunca cerraban sus taquillas con candado. En vez de eso, anudaban cordones de zapatillas en el agujero del cerrojo donde debería haber estado el candado. Al menos doce cordones blancos colgaban de las taquillas y Ben, como de costumbre, dudó si mirar dentro de una. ¿Qué demonios tendrían allí dentro aquellos tipos? Si en las taquillas de la escuela metían libros, ¿qué meterían allí? ¿Habría desodorantes, lociones, alguna prenda de ropa interior olvidada? ¿Usarían todos el mismo tipo de suspensorio? Tunc, tunc, clanc, tunc. Uno de los cordones colgaba suelto, un simple tirón y abriría la taquilla. Antes de que pudiera decirse a sí mismo que se largara de allí, quitó el cordón suavemente y abrió con calma el cerrojo. Dentro de la taquilla no había nada de interés: un par de pantalones cortos de gimnasio arrugados al fondo, una revista deportiva enrollada y una bolsa de deporte colgando triste de una percha. Parecía que la bolsa contenía algunos objetos, así que Ben la inclinó hacia él y abrió la cremallera.
—¡Eh!
Se dio la vuelta, la bolsa se balanceó violentamente en la percha y cayó al suelo de la taquilla. El señor Gruger, el entrenador de lucha libre, estaba allí con un periódico en la mano, su cara áspera torcida en una mueca.
—¿Qué demonios haces en esa taquilla?
—Yo, eh…, estaba abierta.
—¿Qué?
—Estaba… He visto que estaba abierta —dijo Ben. Lo dijo lo más tranquilamente que pudo. Por favor, joderjoderjoder, que nadie del equipo entre ahora, pensó. Pudo imaginarse todas sus caras mirándolo enfadadas, poniéndole un motón de motes.
—¿Estaba abierta? ¿Y por qué rebuscabas dentro? —Gruger dejó la cuestión en el aire, no se movió, no dio señal alguna de lo que iba a hacer, la cosa estaba seria. Ben miró al suelo, esperando ser castigado.
—Te he preguntado qué estabas haciendo en esa taquilla.
—Gruger golpeó el periódico contra su enorme mano.
—No lo sé.
El viejo permaneció allí inmóvil, mientras Ben no paraba de pensar: Me echo a llorar y a ver si me libro.
—¿Ibas a coger algo?
—No.
—Entonces, ¿por qué estabas hurgando dentro?
—Yo sólo estaba… —Ben se interrumpió de nuevo—. Me ha parecido ver algo.
—¿Te ha parecido ver algo? ¿El qué?
El cerebro de Ben pensó en cosas prohibidas: mascotas, drogas, revistas de tías desnudas. Se imaginó petardos, y por un segundo pensó en decir que la taquilla estaba ardiendo, convertirse en un héroe.
—Cerillas.
—¿Te ha parecido ver cerillas? —La sangre en la cara de Gruger se había desplazado desde las mejillas hasta la zona de carne justo por debajo de su corte de pelo al cero.
—Quería un cigarrillo.
—Eres el chico de la limpieza, ¿verdad? ¿Uno de los Day?
Gruger hizo que el nombre sonara tonto, afeminado. Los ojos del entrenador examinaron el corte en la frente de Ben, luego subieron hasta llegar al pelo.
—Te has teñido el cabello.
Ben se quedó quieto, con su negra mata de pelo, y sintió que estaba siendo clasificado y descartado, puesto en la sección de los perdedores, drogotas, peleles, maricones. Estaba seguro de oír aquellas palabras resonando en el interior de la cabeza del entrenador. Gruger torció el labio.
—Fuera de aquí. Vete a limpiar a otro lado. Y no vuelvas por aquí hasta que nos hayamos ido. No eres bien recibido. ¿Lo entiendes?
Ben asintió.
—¿Por qué no lo dices bien alto, para asegurarme de que te ha quedado claro?
—No soy bien recibido aquí —murmuró Ben.
—Ahora vete. —Se lo dijo como si Ben fuera un niño de cinco años al que enviaba con su madre.
Fue al armario de la limpieza, que estaba en el hueco de las escaleras. Una gota de sudor le resbaló por la espalda. No podía respirar. Se olvidaba de hacerlo cuando estaba enfadado. Sacó el cubo de tamaño industrial y lo sacudió en el fregadero, lo llenó de agua caliente, vertió dentro el detergente, del color de los orines, y el vapor del amoniaco le quemó en los ojos. Después lo colocó de nuevo sobre el carrito de ruedas. Había llenado el cubo demasiado. Lo levantó, lo apoyó en el borde del fregadero para vaciarlo un poco y derramó dos litros de agua en el suelo. La entrepierna le quedó empapada. Parecía que se hubiera meado encima. Los vaqueros se le pegaron a las piernas y se volvieron rígidos. Iba a pasar tres horas de trabajo duro con la entrepierna mojada y los vaqueros acartonados.
—Jodete, cabrón —masculló en voz baja. Le dio una patada a la pared con la bota de trabajo, haciendo saltar el yeso, y golpeó la pared con la mano—. ¡Jodeeeer! —gritó al final. Esperó en el cuartucho como un cobarde, temiendo que Gruger lo hubiera oído y decidiera joderle un poco más.
No pasó nada. A nadie le interesaba ir a ver lo que estaba pasando en el cuarto de la limpieza.
* * *
Se suponía que debía haber limpiado la semana anterior, pero Diondra había protestado diciendo que eran las vacaciones oficiales de Navidad, y no había ido. Así que la papelera de la cafetería estaba repleta de latas chorreando almíbar, envoltorios de bocadillos pringados de ensalada de pollo y raciones mohosas del almuerzo 1984, la especialidad de la casa, una cazuela de hamburguesa con salsa de tomate dulce. Todo podrido. Se manchó el jersey y los pantalones con un poco de todo aquello, así que además de a amoniaco y a sudor, olía a comida en mal estado. No podía ir a buscar a Diondra con esa pinta, era un idiota por haber ido a limpiar antes. Tendría que volver a casa en bicicleta, enfrentarse a su madre —que le soltaría un discurso de media hora—, ducharse y volver de nuevo en bicicleta hasta la casa de Diondra. Si su madre no lo machacaba. Joder, aún podía conseguirlo. Era su cuerpo, su cabello. Su puto pelo negro de maricón.
Fregó los suelos y vació las papeleras de los despachos de los profesores, su tarea favorita, porque sonaba a algo importante pero se limitaba a un montón de papeles arrugados, ligeros como las hojas de los árboles. Lo último que hacía era limpiar el pasillo que conectaba la escuela de secundaria con la de primaria (en la que era el avergonzado alumno-chico de la limpieza). En el lado más próximo al instituto, las paredes estaban empapeladas con chillones carteles de fútbol, de competiciones de atletismo y avisos del club de teatro; luego, a medida que se llegaba a la zona de los pequeños, esos carteles se veían sustituidos por letras del abecedario y reseñas de libros sobre George Washington. Unas puertas de color azul brillante delimitaban la entrada de la escuela de secundaria, pero eran más bien simbólicas: nunca estaban cerradas. Pasó la mopa desde institutolandia hasta niñerilandia, luego la tiró dentro del cubo y le dio una patada. El cubo rodó lentamente por el suelo de hormigón hasta chocar suavemente contra la pared.
Había ido a la Escuela de Kinnakee desde el jardín de infancia hasta octavo, y obviamente tenía más conexión con ese lado del edificio que con el del instituto, donde estaba ahora, con todos aquellos restos de basura pegados a su ropa.
Pensó en abrir la puerta y dar una vuelta por los silenciosos pasillos del otro lado; cuando se dio cuenta, ya lo estaba haciendo. Sólo quería decirle hola a aquel viejo lugar. Ben oyó la puerta cerrarse a su espalda, y se sintió más relajado. Las paredes aquí eran de color amarillo limón, y más decoradas. Kinnakee era lo suficientemente pequeño como para que sólo hubiera una clase por curso. El instituto era el doble de grande porque acogía a chicos de otros pueblos. Pero la escuela de primaria siempre había sido agradable y acogedora. Vio un emoticono sonriente en la pared, «Michelle D., Edad 10», escrito en un lado. Y un poco más allá había un dibujo de un gato con chaleco y zapatos de hebilla, o quizás eran de tacón alto; de todos modos sonreía y le daba un regalo a un ratón que sostenía una tarta de cumpleaños. «Libby D., 1.er Grado». Miró, pero no vio nada de Debby. No creía que ella fuera capaz de pintar, ni siquiera de pensar en ello. Una vez Debby intentó ayudar a su madre a hacer galletas, y acabó estropeando la receta y comiéndose más de lo que había cocinado. Debby no era el tipo de niña que tuviera nada que colgar de la pared.
A lo largo del pasillo había filas de casillas amarillas donde los estudiantes podían meter sus objetos personales. El nombre de cada niño estaba escrito en una etiqueta adhesiva pegada a la casilla que le pertenecía. Miró en la de Libby y encontró un caramelo de menta chupado y un clip. Debby tenía una fiambrera marrón que apestaba a salchichas ahumadas; Michelle, un paquete de rotuladores. Miró en algunas otras, sólo por diversión, y se dio cuenta de que tenían muchas más cosas. Cajas de sesenta y cuatro lápices de colores, coches teledirigidos y muñecas, gruesos cuadernos de papel para dibujar, llaveros, álbumes de adhesivos y bolsas de dulces. Qué triste. Eso es lo que pasa cuando tienes más hijos de los que puedes mantener, pensó. Eso era lo que siempre decía Diondra cuando él le hablaba de la mala racha que estaban pasando en casa: «Bueno, entonces tu madre no debería haber tenido tantos hijos». Diondra era hija única.
Ben volvió a la zona del instituto, y se sorprendió a sí mismo mirando los casilleros de quinto curso. Allí estaba la casilla de ella, la pequeña Krissi, colada por él. La chica había escrito el nombre de él en brillantes letras verdes y había dibujado una margarita al lado. Qué mona. Krissi era la definición de mona, como esas niñas que salen en los anuncios de cereales: pelo rubio, ojos azules, con un aspecto impecable. A diferencia de sus hermanas, los vaqueros siempre le quedaban bien y estaban limpios y planchados; las camisetas, a juego con el color de los calcetines, con la cinta para el pelo o con cualquier cosa que llevara puesta. A ella no le olía el aliento a comida como a Debby ni llevaba las manos arañadas como Libby. Como todas sus hermanas. Las uñas las llevaba siempre pintadas de un rosa brillante. Era obvio que se las pintaba su madre. No le cabía ninguna duda de que su casilla estaba llena de muñequitas caras que olían bien.
Hasta su nombre estaba bien: Krissi Cates era un nombre guay. En el instituto seria cheerleader, luciría una larga melena rubia y probablemente se olvidaría de que alguna vez estuvo loca por aquel chico mayor que ella llamado Ben. ¿Cuántos años tendría él entonces? ¿Veinte? Tal vez llegaría en coche con Diondra desde Wichita para jugar un partido y ella lo vería por casualidad y lo miraría con una gran sonrisa resplandeciente, haciendo alguno de aquellos movimientos excitantes de cheerleader, y Diondra soltaría una de sus risas estridentes y diría: «¿No es suficiente con que la mitad de las mujeres de Wichita estén enamoradas de ti, que también tienes que ligar con las niñitas de secundaria?».
Ben no habría conocido a Krissi —ella iba un curso por encima de Michelle— si la señorita Nagel, que siempre había sentido simpada por él, no lo hubiera llamado un día a principio de curso para que la ayudara en la clase extraescolar de arte. Su ayudante habitual no se había presentado. En principio, debía volver a casa, pero seguro que su madre no se enfadaría con él por ayudar a los más pequeños —ella siempre le insistía para que echara una mano a sus hermanas en casa—, y mezclar pinturas era un infierno mucho más atractivo que cargar estiércol. Krissi, que era una de las alumnas, no parecía interesada en la pintura. Simplemente movía el pincel de un lado a otro hasta que todo se volvía de un color marrón como la mierda.
—¿Sabes qué parece eso? —dijo él.
—Caca —respondió ella, y se echó a reír.
Era coqueta, aunque aún fuera una niña; ella sabía que era guapa y simplemente asumía que gustaba a la gente. Desde luego, a él le gustaba. Hablaron entre largos ratos de silencio.
—¿Y dónde vives?
Mojaba, deslizaba, emborronaba. Aclaraba el pincel en el agua y repetía el proceso.
—Cerca de Salina.
—¿Y vienes desde allí todos los días?
—Aún no han terminado de construir mi escuela. El año que viene iré cerca de casa.
—Es un largo camino hasta aquí.
Una silla que cruje, un hombro que se encoge.
—Sí. Es una pesadez. Tengo que esperar durante horas hasta que viene a buscarme mi padre.
—Bueno, la clase de arte está bien.
—Supongo que sí. Pero me gusta más el ballet, es lo que hago los fines de semana.
¡Ballet los fines de semana! Probablemente era una de esas niñas con piscina en el jardín y, si no, una cama elástica. Pensó en decirle que él tenía vacas en casa —tenía pinta de que le gustaran los animales—, pero sentía que estaba demasiado ansioso por ella. Era una niña, era ella quien tenía que tratar de impresionarlo.
Se ofreció voluntario para acudir a todas las clases de arte de aquel mes. Bromeaba con Krissi sobre sus dibujos («¿Qué se supone que es eso, una tortuga?»), y dejaba que le explicara cosas sobre el ballet («¡No, tonto, es el BMW de mi papá!»). Un día se coló, toda decidida, en el instituto y lo esperó frente a su taquilla, con sus vaqueros con mariposas de lentejuelas en los bolsillos y una camisa rosa en la que despuntaban los bultos firmes que iban a ser sus pechos. Nadie la molestó, a excepción de una niña con sentimientos maternales que intentó, como haría una madre, devolverla al lado correcto del edificio.
—No te preocupes —le dijo a la chica, ahuecándose el pelo. Después, volviéndose hacia Ben, añadió—: Sólo quería darte esto.
Le entregó una nota, doblada en forma de triángulo, con su nombre escrito en letras con forma de globitos, y se fue dando saltitos. Medía la mitad que la mayoría de los chicos que había a su alrededor, pero no parecía darse cuenta.
Una vez estaba en clase de arte
y a un chico llamado Ben conocí.
En ese instante nació algo en mí,
algo que casi mi corazón parte.
Tiene el pelo rojo, y una bonita piel,
y unos labios que sabrán a miel.
Al final había una gran L, con «—abio —una —uego» escrito al lado. Había visto a amigos de amigos con notas como aquélla, pero él nunca había recibido una. El febrero pasado había recibido tres tarjetas de San Valentín, una de la profesora, porque tenía que hacerlo, otra de una chica encantadora que se las enviaba a todo el mundo, y otra de una niña gorda que siempre parecía al borde del llanto.
Diondra le escribía algunas veces, pero sus notas no eran bonitas, eran obscenas o de enfado, cosas que garabateaba cuando estaba castigada. Ninguna chica le había escrito un poema, y eso era aún más bonito, porque parecía no darse cuenta de que él era demasiado mayor para ella. Era un poema de amor de una niña que no sabía nada de sexo, ni siquiera de magreos. (¿O sí? ¿Cuándo empiezan a darse el lote los niños normales?).
Al día siguiente lo esperó después de la clase de arte y le pidió que se sentara con ella en las escaleras, y él dijo que vale pero sólo un segundo, y bromearon durante una hora entera en aquellas escaleras sombrías. En un momento dado ella lo agarró por el brazo y se inclinó hacia él, y él supo que tenía que decirle que no, pero ella era tan dulce, no como Diondra, que le arañaba y gritaba cuando hacían el sexo, y tampoco como sus hermanas, que montaban un jaleo terrible cuando jugaban, sino que era dulce, como tienen que ser las chicas. Llevaba un pintalabios que olía a chicle, y como Ben nunca tenía dinero para chicles —qué jodido era eso— se le hacía la boca agua.
La cosa siguió así durante varios meses, esperaban a su padre sentados en las escaleras. Nunca hablaban durante el fin de semana, y a veces a ella incluso se le olvidaba esperarlo, y él se pasaba el rato allí en las escaleras, como un capullo, con un paquete de caramelos Skittles que había encontrado mientras limpiaba la cafetería. Krissi adoraba los dulces. Las hermanas de Ben también, comían azúcar a escondidas como si fueran pequeñas cucarachas. En más de una ocasión, cuando volvía a casa, había pillado a Libby comiendo mermelada directamente del frasco.
Diondra nunca se enteró de su asunto con Krissi. Al finalizar las clases, Diondra salía pitando, y a las tres y cuarto ya estaba en su casa viendo culebrones de Donahue en la tele. (Normalmente comiéndose la masa de los pasteles antes de hornearlos. ¿Qué pasaba con las chicas y el azúcar?). Y aunque Diondra se enterara, ¿qué podía pasar? Él era para Krissi como una especie de consejero. Un chico mayor que ayudaba a una niña a hacer sus deberes escolares. Tal vez debería estudiar psicología, o ser profesor Su padre era cinco años mayor que su madre.
La única situación dudosa entre Krissi y él ocurrió justo antes de Navidad, y no volvería a suceder. Estaban sentados en las escaleras, chupando caramelos de manzana Jolly Rancher y empujándose el uno al otro, y de repente ella se acercó más de lo habitual y le rozó el brazo suavemente con un pezón. Su cuello olía a manzana, se agarró a él, sin decir nada, sólo respiraba, y él sentía los latidos de su corazón en el bíceps. Los dedos de la niña subieron hasta llegarle casi a las axilas y de repente sus labios estaban en la oreja de Ben, y él sintió su aliento húmedo y caliente, las encías contraídas por la acidez del caramelo, y aquellos labios se deslizaron hasta su mejilla, provocándole un escalofrío en los brazos, y ninguno sabía lo que estaba pasando. Luego lo miró de frente y posó aquellos labios pequeños contra los suyos, sin moverlos, y sus corazones palpitaron al mismo ritmo, ya con todo el cuerpo de ella metido entre sus piernas y las rígidas manos de él llenas de sudor a sus costados, y luego ella movió levemente los labios, abrió la boca sólo un poco y allí estaba su lengua, pegajosa y dulce, y ambos sintieron el sabor a manzana verde y a él se le puso la polla tan dura que pensó que le iba a explotar en los pantalones, y la agarró por la cintura, la sujetó un segundo y la apartó, y bajó las escaleras corriendo hacia el lavabo de chicos —gritando «lo siento, lo siento» a su espalda— y se masturbó dentro de uno de los cubículos justo a tiempo, corriéndose dos veces, pringándose las manos.