7. Libby Day

AHORA

Después de que la cabeza de mi madre saliera volando, su cuerpo partido en dos, la gente de Kinnakee empezó a preguntarse si era una puta. Al principio se lo preguntaron, luego lo asumieron y después se convirtió en una cantinela. Se veían coches en la casa a altas horas de la noche, decía la gente, y miraba a los hombres como lo hacen las putas. Vern Evelee comentaba que ella debería haber vendido su sembradora en el 83, como si eso fuera una prueba de que se prostituía.

Culpar a la víctima, naturalmente. Pero los rumores se volvieron más jugosos: todo el mundo tenía un amigo que tenía un primo que tenía otro amigo que se había follado a mi madre. Todo el mundo podía aportar alguna prueba: un lunar en el interior de su muslo, una cicatriz en la nalga derecha. No creo que aquellas historias fueran ciertas, pero, como de muchas otras cosas de mi infancia, no puedo estar segura. ¿De cuántas cosas de la infancia se acuerda uno? Las fotos de mi madre no revelan a una mujer libertina. De adolescente, los cabellos le caían en una larga cola de caballo como si fueran fuegos artificiales, ella era la imagen de lo agradable, el tipo de persona que te recuerda a aquella vecina o a aquella canguro que siempre te gustó. A los veinte años, con uno, dos, o los cuatro críos alrededor de ella, su sonrisa era más amplia, aunque un poco hastiada, siempre quitándose de encima a alguno de nosotros. Me la imagino constantemente asediada por sus hijos. El enorme peso de sus criaturas. A los treinta ya casi no se hacía fotos. En las pocas que existen, sonríe con gesto obediente, una de esas sonrisas que desaparecen de inmediato después del disparo. No había mirado las fotos en años. Yo solía manosearlas obsesivamente, estudiando sus vestidos, su expresión, todos los detalles. En busca de pistas: ¿de quién es esa mano en su hombro? ¿Dónde está sacada la foto? ¿En qué época se hizo? Cuando aún era adolescente las guardé, con todo lo demás.

Ahora miraba las cajas debajo de las escaleras, arrepentida. Estaba preparada para reencontrarme con mi familia. Había llevado la nota de Michelle al Kill Club porque no podía soportar tener que abrir aquellas cajas. Sin embargo, había metido la mano por una esquina rota de la tapa de cartón, y eso fue lo primero que saqué, un patético juego de carnaval. Si realmente iba a cuestionar todo aquello, si realmente iba a pensar en los asesinatos después de tantos años, tenía que hacer justo lo contrario, necesitaba ser capaz de mirar las cosas de mi familia sin sentir pánico: nuestra vieja batidora de metal, que sonaba como si fueran cascabeles cuando la ponías a la máxima potencia, cuchillos y tenedores que habían estado dentro de las bocas de mi familia, un par de cuadernos para colorear, con los bordes pintados si era de Michelle, con aburridas rayas horizontales si era mío. Al mirarlos, no dejaban de ser simples objetos.

Así que tenía que decidir qué vendía.

Los objetos más deseados de la casa de los Day no estaban disponibles para los tarados del Kill Club. La escopeta calibre 10 que había matado a mi madre —su escopeta para patos— estaba en alguna caja de pruebas incriminatorias, junto al hacha de la caseta de herramientas. (Ésa era otra razón por la que Ben fue condenado: esas armas eran de nuestra familia. Ningún asesino entra en una casa por la noche con las manos vacías, esperando encontrar las armas adecuadas para matar a alguien). A veces intentaba imaginarme todas aquellas cosas: el hacha, la escopeta, la sábana sobre la que murió Michelle. ¿Dónde estaban todas aquellas cosas ensangrentadas, humeantes, pegajosas? ¿Conspirando dentro de alguna caja? ¿Las habrían limpiado? Al abrir la caja, ¿cómo olería? Recuerdo aquel olor a rancio y a tierra podrida unas pocas horas después de los asesinatos, ¿sería peor ahora, después de décadas de descomposición?

Una vez estuve en un museo de Chicago, viendo los objetos relacionados con el asesinato de Lincoln: mechones de su cabello, fragmentos de bala, la ligera camilla donde había muerto, con el colchón hundido en el medio, como si preservara su última huella. Fui corriendo al lavabo y apreté la cara contra la fría puerta del urinario para no desmayarme. ¿Cómo sería el museo de la muerte de los Day, si reuniéramos todas las reliquias, y quién vendría a verlas? ¿Cuántos mechones de pelo ensangrentados de mi madre habría en las vitrinas? ¿Qué pasó con las paredes, garabateadas con aquellas palabras de odio, cuando nuestra casa fue derribada? ¿Se podría reunir un manojo de aquellas cañas congeladas donde permanecí escondida durante tantas horas? ¿O exponer la falange de mi dedo congelado? ¿Los dedos de los pies que me amputaron?

Me alejé de las cajas, no estaba lista para aquel reto, y me senté en el escritorio que utilizaba como mesa de comedor. Me había llegado por correo un paquete de cosas extrañas de Barb Eichel. Una cinta de vídeo de 1984 titulada Amenaza a la inocencia: satanismo en América; unos recortes de periódicos, sujetos con un clip, que dieron la noticia de los asesinatos; unas cuantas polaroids de Barb en los pasillos de los juzgados mientras se celebraba el juicio de Ben; un libro con las esquinas de las páginas dobladas titulado Tu familia en prisión: ¡traspasa los barrotes!

Quité el clip y lo puse en mi portaclips de la cocina (nadie debería comprar nunca clips, ni bolígrafos, ni ningún artículo de oficina). Luego introduje la cinta de vídeo en mi viejísimo reproductor de VHS. Clic, zumbido, gruñido. En la pantalla aparecieron imágenes de pentagramas y seres medio hombre, medio cabra, de bandas de rock que daban alaridos y gente muerta. Un hombre con uno de esos cortes de pelo tan bonitos, corto por delante y a los lados, y largo por detrás, caminaba a lo largo de una pared llena de pintadas, explicando que «este vídeo les ayudará a identificar a los adoradores de Satanás e incluso a ver las señales que les permitirán descubrir que sus seres queridos están coqueteando con este peligro tan real». El tipo entrevistaba a predicadores, policías y a algún «adorador de Satanás real». Los dos adoradores satánicos más poderosos llevaban una raya pintada en los ojos, vestían capas negras y lucían collares de tachuelas con pentagramas alrededor del cuello. Estaban sentados en su sala de estar, en sillones de terciopelo barato, y hasta se podía ver el interior de la cocina, a la derecha, donde había una nevera amarilla y el suelo era de un alegre y colorido linóleo. Podía imaginármelos después de la entrevista, hurgando en la nevera en busca de un poco de ensalada de atún y una coca-cola, después de haber dejado por ahí sus capas. Apagué el vídeo en el momento en que el presentador alertaba a los padres de que debían rebuscar en las habitaciones de sus niños en busca de muñecos de He-Man y tablas Ouija.

Los recortes eran simplemente inútiles, y yo no tenía ni idea de qué pretendía Barb que hiciera con sus fotos. Me senté, frustrada. Y perezosa. Podría haber ido a la biblioteca para buscar material yo misma. Podría haberme preocupado de contratar una conexión de Internet, hace tres años, cuando dije que iba a hacerlo. Aunque ahora, precisamente, ya no me parecía una buena idea —me cansaba con mucha facilidad—, así que llamé a Lyle. Cogió el teléfono al primer tono.

—Heeyyyy, Libby —dijo él—. Pensaba llamarte para pedirte disculpas por lo de la semana pasada. Debiste sentirte acosada, y no era eso lo que se suponía que tenía que pasar. —Bonito discurso.

—Sí, fue una verdadera mierda.

—Supongo que no pensé en que todos nosotros teníamos nuestras propias teorías y que ninguna de ellas contemplaba la culpabilidad de Ben. No pensé en ello. No caí en la cuenta. Sé que todo esto es real para ti. Todos lo sabemos, pero, al mismo tiempo, no lo sabemos. Realmente nunca lo sabremos. No creo. No lo conseguiremos. Has malgastado mucho tiempo discutiendo sobre si… Pero… Bueno. Lo siento.

Yo no pretendía gustarle a Lyle Wirth, ya había decidido que era un capullo. Pero aprecié aquella disculpa sincera del mismo modo en que alguien duro de oído disfruta de una buena pieza musical. Yo no puedo hacerlo, pero aplaudo que lo hagan otros.

—Bueno —dije.

—Aún hay miembros que desean adquirir algunos…, ya sabes…, recuerdos que quieras vender. Si es ése el motivo de tu llamada.

—Oh, no. He estado pensando mucho sobre el caso, y me preguntaba… —Podría haber dicho también «puntos suspensivos» en voz alta.

* * *

Nos reunimos en un bar, no lejos de mi casa, llamado Sarah’s. Siempre me había parecido un nombre extraño para un bar, pero era un lugar tranquilo, y muy amplio. No me gusta tener a la gente encima de mí. Lyle se levantó al verme llegar y me abrazó, para lo cual tuvo que agacharse y contorsionar su largo cuerpo. Al hacerlo, me dio un golpecito en la mejilla con la montura de las gafas. Llevaba otra chaqueta de los ochenta, esta vez sintética y cubierta de insignias y pins. «Si bebes no conduzcas», «Practica la bondad por doquier», «Rock the Vote». Las insignias tintinearon cuando volvió a sentarse. Lyle era unos diez años más joven que yo, calculé, y no sabía si su aspecto era intencionadamente irónico-retro o era simplemente un memo.

Empezó pidiéndome disculpas de nuevo, pero yo no quería más de lo mismo. Ya estaba un poco harta, gracias.

—Escucha, no es que esté entusiasmada con la idea de que Ben sea inocente, ni con la posibilidad de descubrir que tal vez cometí algunos errores en mi declaración.

Abrió la boca para decir algo, pero la cerró de golpe.

—Pero si voy a investigar este asunto, ¿el club estará dispuesto a financiarme? A pagar mi tiempo, quiero decir.

—Guau, Libby, es una gran noticia que estés interesada en investigar el caso —dijo Lyle.

Odiaba el tono de ese chico. No parecía darse cuenta de que estaba hablando con una persona mayor que él. Era de esos que, al final de la clase, cuando la maestra pregunta a los alumnos, impacientes por irse: «¿Alguna duda?», siempre tienen alguna duda.

—Todos tenemos nuestra teoría sobre el caso, pero a ti se te abrirán muchas más puertas que a nosotros —dijo Lyle, a quien la pierna le temblaba debajo de la mesa—. Quiero decir, la gente querrá hablar contigo.

—Bien. —Señalé la jarra de cerveza de Lyle, y me echó un poco en un vaso de plástico, casi todo espuma. Después se secó la nariz con los dedos, olfateó la espuma sumergiendo la nariz, y me sirvió más.

—Entonces, ¿en qué tipo de compensación has pensado? —Me pasó el vaso, y yo lo dejé frente a mí, debatiéndome entre bebérmelo o no.

—Creo que habría que analizarlo caso por caso —dije fingiendo que pensaba en ello por primera vez—. Dependiendo de lo difícil que sea encontrar a la persona y de las preguntas que deba hacerle.

—Bien, creo que tenemos una larga lista de gente con la que queremos que hables. ¿Realmente no mantienes ningún contacto con Runner? Él encabeza la mayoría de las listas.

¡Otra vez el puto chalado de Runner! Sólo me había llamado una vez en los tres últimos años, murmurando al teléfono como un loco, lloriqueando, gimoteando y pidiéndome dinero. Y, desde entonces, ni una llamada más.

Pero, bueno, tampoco es que se hubiera molestado gran cosa antes de aquello. Había aparecido esporádicamente en el juicio de Ben, un par de veces con una corbata vieja y una chaqueta, y el resto con la ropa que llevaba el día anterior, antes de caerse borracho sobre la cama. Al final, el abogado de Ben le dijo que no se acercara más por allí. Que daba una mala imagen.

Ahora era aún peor, con todos aquellos tipos del Kill Club convencidos de que el asesino era él. Al parecer, había estado en la cárcel tres veces antes de los asesinatos, pero eran simples rumores de aquel pueblo de mierda. De todos modos, siempre había tenido deudas de juego. Runner apostaba a todo: deportes, carreras de perros, bingo, clima. Y le debía a mi madre la manutención de sus hijos. Matarnos a todos sería una buena manera de librarse de esa obligación.

Pero no podía imaginarme a Runner saliéndose con la suya, no era tan listo, y definitivamente no era lo bastante ambicioso. Ni siquiera podía ejercer de padre con su única hija superviviente. Después de los asesinatos había vivido por los alrededores de Kinnakee durante unos cuantos años, yendo y viniendo. De vez en cuando me enviaba cajas precintadas desde Idaho, Alabama o Winner, Dakota del Sur. Dentro solía haber figuritas de esas que tienen en las gasolineras, niñas de ojos grandes que sostenían sombrillas o gatitos que siempre se rompían por el camino. Yo sabía que estaba de vuelta en el pueblo no porque viniera a verme, sino porque veía el humo saliendo por la chimenea de la apestosa cabaña de la colina. Diane cantaba Poor Judd is Dead cuando lo veía por el pueblo, con la cara tiznada de humo. Había algo triste y a la vez alarmante en él.

Que decidiera evitarme fue posiblemente una bendición. Cuando volvió a vivir con nosotros durante aquel último verano antes del final, no paraba de burlarse de mí. Al principio me miraba con lascivia, o me hacía jueguecitos del tipo te he robado la nariz, pero luego era todo pura maldad. Un día llegó a casa después de ir a pescar, recorrió el pasillo con sus pesadas batas de agua y golpeo la puerta del lavabo —yo estaba bañándome—, sólo para joderme. «¡Vamos, abre, tengo una sorpresa para ti!». Al final abrió la puerta de un golpe, apestaba a cerveza. Sostenía algo entre los brazos, que dejó caer en la bañera, conmigo dentro. Era un siluro vivo. Fue lo absurdo de la situación lo que me asustó. Traté de sacarlo del agua, las escamas pegajosas del pez me rozaban la piel, sus mandíbulas prehistóricas abiertas, boqueando. Podría haber metido un pie en aquella boca y el pez habría caminado conmigo, sujeto como una bota.

Salté fuera de la bañera y me quedé jadeando en la alfombra. Runner me gritaba que dejara de llorar como una maldita niña. «Todos mis hijos son unos miedosos de mierda».

Nadie pudo ducharse durante tres días, porque Runner estaba demasiado cansado para matar a aquella cosa. Creo que de él he heredado la pereza.

—No sé dónde para Runner. Lo último que oí es que estaba en algún lugar de Arkansas. Pero de eso hace un año. Al menos.

—Deberíamos tratar de localizarlo. Hay varias personas interesadas en que hables con él, aunque supongo que a él no le apetecerá —comentó Lyle—. Quizá por ahí podríamos obtener alguna información interesante: deudas, historial de violencia.

—Locura.

—Locura. —Lyle sonrió con malicia—. Runner no parece lo bastante listo como para salirse con la suya. No te ofendas.

—No me ofendo en absoluto. Entonces, ¿cuál es tu teoría?

—Aún no estoy listo para compartirla en este momento. —Acarició una pila de carpetas a su lado—. Primero me gustaría que leyeras los hechos pertinentes del caso.

—¡Oh, por el amor de Dios! —dije. Me di cuenta, mientras apretaba los labios para pronunciar la pe, que aquélla era una frase de mi madre. «Por el amor de Dios, salgamos pitando, ¿dónde están mis malditas llaves?»—. Entonces, si Ben es realmente inocente, ¿por qué no ha hecho nada por salir de la cárcel? —pregunté. Mi voz sonó alta, urgente al final de la frase, como la queja de una niña: «¿Por qué me castigáis sin postre?». Comprendí que en el fondo esperaba que Ben fuera inocente: él volvería a mí como el Ben al que conocía, antes de tenerle miedo. En alguna ocasión lo había imaginado fuera de la cárcel, caminando hacia mi casa, con las manos en los bolsillos (me llegó otro recuerdo, ahora, que me permitía pensar en ello de nuevo: Ben con las manos siempre enterradas en los bolsillos, perpetuamente avergonzado). Ben sentado en mi mesa de comedor, si tuviera una mesa de comedor, feliz, perdonándome, sin que le hubiera hecho daño. Si era inocente.

«Si todos los “y si” y todos los “pero” fueran caramelos y nueces, tendríamos de verdad una Feliz Navidad», oigo a mi tía Diane, cuyas palabras me retumbaban en la cabeza. Esas palabras han sido la pesadilla de mi infancia, un recordatorio continuo de que nada salía bien, no sólo a mí, sino a nadie. Por eso alguien inventó un dicho como ése. Todos sabemos que nunca tendremos lo que necesitamos. Porque —«recuerda, recuerda, recuerda, pequeña Day»— Ben estaba en casa aquella noche. Cuando me levanté de la cama para ir a la habitación de mi madre, vi luz por la rendija de su puerta cerrada. Murmurando dentro. Él estaba allí.

—Quizá puedas preguntarle a él, hacer tu primera parada allí, visitar a Ben.

Ben en la cárcel. Me había pasado los últimos veintitantos años negándome a imaginar aquel lugar Ahora me imaginaba a mi hermano allí dentro, detrás de la alambrada, detrás del hormigón, caminando por un pasillo de pizarra gris, dentro de una celda. ¿Tendría fotos de la familia en algún sitio? ¿Se permitiría algo así? De nuevo me percaté de que no sabía nada de la vida de Ben. Yo no sabía ni cómo era una celda, aparte de las que había visto en las películas.

—No, Ben no. Aún no.

—¿Es cuestión de dinero? Te pagaremos.

—Es cuestión de muchas cosas —refunfuñé.

Okeeeeeey. Entonces, ¿quieres empezar por Runner? ¿O… qué?

Nos quedamos en silencio. Ninguno de los dos sabíamos qué hacer con las manos; no podíamos mantenernos la mirada. Cuando era niña, me enviaban continuamente a citas concertadas para jugar con otros niños: los psiquiatras insistían en que debía interactuar con mis semejantes. Mi reunión con Lyle era como aquellas citas: aquellos primeros diez minutos horribles, cuando los adultos se han ido y ningún crío sabe lo que quiere el otro, así que te quedas allí parado, cerca de la tele que te han dicho que no enciendas, jugueteando con la antena.

Piqué de un cuenco unos cacahuetes con unas cascaras frágiles y etéreas como el caparazón de una cucaracha. Dejé caer unos pocos en mi cerveza para que soltaran la sal. Les di unos golpecitos. Se menearon. Mi plan parecía muy infantil. ¿Iba a hablar con las personas que puede que hubieran matado a mi familia? ¿Iba realmente a tratar de resolver algo? ¿Podía hacerme ilusiones de que Ben era inocente? Y si lo era, ¿no me convertía eso en la mayor malnacida de la historia? Experimenté esa emoción abrumadora que siento cuando estoy a punto de renunciar a un plan, esa urgencia de aire que me sobreviene cuando advierto que mi plan tiene fallos, y que no tengo ni el cerebro ni la energía para modificarlo.

Irme a la cama y olvidarme de todo el asunto no era una opción. Me habían subido el alquiler, y pronto necesitaría dinero para poder comer. Podía ir a la asistencia social, pero eso significaría encontrar la manera de conseguir que me admitieran, y probablemente preferiría pasar hambre antes que ponerme a hacer todo el papeleo.

—Iré a hablar con Ben —murmuré—. Debo empezar por ahí. Pero necesito trescientos dólares.

Lo dije pensando que no me los daría, pero Lyle metió la mano en una cartera de nailon, sacó un fajo sujeto con una goma y contó trescientos dólares. No parecía descontento.

—¿De dónde sale todo este dinero, Lyle?

Al oír eso pareció reanimarse un poco. Se irguió en la silla.

—Soy el tesorero del Kill Club: dispongo de cierta cantidad de fondos discrecionales. Este es el proyecto para el que he decidido usarlos. —Las orejitas de Lyle se sonrojaron, como fetos enfadados.

—Estás malversando fondos. —De repente me gustaba más.