2 DE ENERO DE 1985
9:42 A.M.
El lavabo estaba teñido del color púrpura fangoso del tinte de pelo de Ben. Así que en algún momento de la noche se había encerrado en el baño, se había sentado en la taza del váter y había leído las instrucciones de la caja de tinte para el pelo que Patty encontró a la mañana siguiente en la basura. En la caja se veía la imagen de una mujer con labios brillantes le color rosa y pelo moreno, peinado a lo paje. Se preguntó si la habría robado. No podía imaginarse a Ben, su cabizbajo Ben, comprando tinte para el pelo en el supermercado. Así que lo habría robado. Luego, en medio de la noche, su hijo había medido y mezclado el tinte que se había puesto. Se había sentado, con su pelo pelirrojo lleno de aquella mezcla química y había esperado. La idea de que, en aquella casa de mujeres, su hijo se tiñera el pelo él solo en medio de la noche la puso increíblemente triste. Obviamente era una tontería pensar que podría haberla llamado para que lo ayudara, pero hacer algo así, sin un cómplice, resultaba muy triste. La hermana mayor de Patty, Diane, le había hecho a ella los agujeros de las orejas en ese mismo lavabo dos décadas atrás. Patty calentó un alfiler con un mechero barato y Diane cortó una patata por la mitad y la puso, fría y húmeda, en la parte de tras de la oreja de su hermana. Le anestesió el lóbulo con un cubito de hielo y —«quédate quieta, quédate quietaaaaa»— clavó el alfiler en la carne. ¿Por qué usaron la patata? Para no pincharla en el cuello o algo así. Patty se había acobardado después de la primera oreja y se había dejado caer junto a la bañera; la cabeza del alfiler aún sobresalía del lóbulo. Diane, vestida con un camisón de lana, se acercó a ella, muy seria, con otro alfiler caliente.
—Tienes que dejarte hacer el segundo, no puedes ir por ahí con uno solo.
Diane, la hacedora. Los trabajos no debían dejarse a medias, ni por el mal tiempo, ni por pereza, ni por una oreja palpitante, ni porque se hubiera derretido el hielo, ni por culpa de una hermanita pequeña miedosa.
Patty se tocó sus pendientes de oro. El de la izquierda estaba descentrado: culpa suya, por moverse en el último segundo. Sin embargo, allí estaban, dos señales del atrevimiento adolescente, y lo había hecho con su hermana, igual que la primera vez que se pintó los labios o se puso una compresa, del tamaño de un pañal, en el año 1965, más o menos. Algunas cosas no había que hacerlas solo.
Echó desengrasante en el fregadero y empezó a frotar, el agua se tiñó de verde oscuro. Diane llegaría pronto. Siempre se dejaba caer algún día entre semana, si ese día «tenía que coger el coche», que era su manera de hacer que las treinta millas que había hasta la granja parecieran parte de sus recados diarios. Diane se burlaría de la última historia de Ben. Cuando Patty estaba preocupada por la escuela, los profesores, la cosecha, Ben, su matrimonio, los niños, la granja (desde 1980 siempre, siempre, siempre era la granja), anhelaba la llegada de Diane como un buen trago de bourbon. Diane, sentada en una silla de jardín en el garaje, fumando un cigarrillo tras otro, le diría que era una tonta, que se espabilara. Las preocupaciones te encuentran con demasiada facilidad, sin que las invites. En el caso de Diane, las preocupaciones eran casi presencias físicas, criaturas viscosas con agujas de hacer ganchillo en vez de dedos, destinadas a ser vencidas de inmediato. Diane no se preocupaba, eso era algo que hacían las mujeres menos valientes.
Pero Patty no podía relajarse. Ben se había distanciado demasiado durante el último año, se había vuelto un chico raro, tenso, que se encerraba en su habitación y escuchaba una música que hacía temblar las paredes, canciones que escupían palabras a gritos por debajo de su puerta. Palabras alarmantes. Al principio ella no se había tomado la molestia de escucharlas, aquella música era horrible, demasiado frenética; pero un día llegó del pueblo a casa temprano —Ben pensaba que no había nadie en casa—, se plantó en su puerta y oyó lo siguiente:
Has perdido el control
de mi corazón y de mi alma,
Satanás posee mi futuro,
mira cómo se despliega.
El disco estaba rayado y repetía una y otra vez aquel burdo mensaje: «Has perdido el control de mi corazón y de mi alma, Satanás posee mi futuro, mira cómo se despliega».
Y otra vez. Y otra vez. Y Patty comprendió que Ben estaba junto al tocadiscos, levantando y bajando la aguja y repitiendo aquellas palabras una y otra vez, como una plegaria.
Quería a Diane a su lado. Ahora. Diane, sentada en el sofá como un osito amoroso, vestida con una de sus tres viejas camisas de franela, mascando chicles de nicotina sin parar, hablaría de la vez que Patty volvió a casa con una minifalda y todos se quedaron sin habla, como si fuera una perdida. «Pero no lo eras, ¿verdad? Eras sólo una niña. Pues eso es él». Y luego chasquearía los dedos, como si no tuviera la menor importancia. Las chicas estaban rondando al otro lado de la puerta del baño cuando ella salió. Sabían que Patty estaba limpiando aquello y que algo iba mal. Intentaban decidir si debían echarse a llorar o recriminarle algo a alguien. Cuando Patty lloraba, invariablemente lloraban también al menos dos de sus hijas, y si alguien de la familia se metía en problemas, en la casa soplaban vientos de culpa. Las mujeres de la familia Day eran la viva imagen del gregarismo. Y allí estaban, en una granja llena de horcas.
Se lavó las manos, agrietadas, enrojecidas y duras, y se miró en el espejo para asegurarse de que sus ojos no estaban húmedos. Tenía treinta y dos años, pero parecía una década mayor. Tenía la frente arrugada como un abanico de papel y profundas patas de gallo en las comisuras de los párpados. Su cabello pelirrojo estaba salpicado de mechones blancos, duros como alambres, y era de una delgadez poco atractiva, toda huesos y ángulos, como si se hubiera tragado la estantería del trastero: martillos, bolas de naftalina y unas cuantas botellas. No era una persona a la que apeteciera abrazar; de hecho, sus hijos nunca se acurrucaban entre sus brazos. A Michelle le gustaba cepillarle el pelo (pero de un modo impaciente y nervioso, como hacía la mayoría de las cosas), y Debby solía apoyarse en ella cuando estaban de pie (sin apretar y distraídamente). Y la pobre Libby ni la tocaba, a menos que estuviera realmente herida, y lo entendía, también.
El cuerpo de Patty había sido tan usado entre los veinte y los treinta años que llegó a tener callos en los pezones: a Libby la había alimentado a base de biberón.
El estrecho cuarto de baño ni siquiera tenía botiquín (¿qué haría cuando las niñas fueran al instituto? ¿Un lavabo para cuatro mujeres? ¿Y dónde estaría Ben entonces? Tuvo una rápida y deprimente visión de él en alguna habitación de motel, solo, con toallas tiradas por el suelo y leche podrida), sólo unos pocos artículos de higiene apilados en el lavamanos. Ben lo había amontonado todo en un rincón: un desodorante en aerosol, un bote de laca para el pelo y una lata pequeña de talco infantil que ella no recordaba haber comprado. Ahora estaban salpicados del mismo color violeta que lo ensuciaba todo. Les pasó el trapo como si fueran de porcelana. No estaba preparada para otro viaje a la tienda. Hacía un mes había ido hasta Salina, de buen humor y con actitud positiva, a comprar algunas cosas: colutorio, loción facial, pintalabios. Llevaba un billete de veinte dólares. Un derroche. Sin embargo, el enorme surtido de cremas faciales —hidratantes, antiarrugas, protectoras solares— la había abrumado. Si compras una crema hidratante, tienes que llevarte una crema limpiadora complementaria y un tónico, y antes de que puedas pasar a la crema de noche ya te han volado cuarenta pavos. Se fue de la tienda sin nada, sintiéndose una idiota.
—Tienes cuatro críos; nadie espera de ti que parezcas una rosa —le decía Diane.
Pero quería parecer una rosa, aunque fuera sólo de vez en cuando. Meses atrás. Runner había vuelto, acababa de caer del cielo con el rostro bronceado y sus ojos azules y un montón de historias de barcos pesqueros en Alaska y del circuito de carreras de Florida. Se presentó allí, desgarbado, con unos vaqueros sucios, sin hacer la más mínima referencia al hecho de que no había aparecido en tres años y que no le había enviado un solo dólar. Él le preguntó si podía quedarse con ellos hasta que encontrara algo; naturalmente estaba arruinado, a pesar de haberle dado a Debby, como si fuera un regalo maravilloso, la media coca-cola caliente que se estaba bebiendo. Runner juró arreglar todos los asuntos de la granja y llevarlo todo al día, si ella quería. Era verano, y le dejó dormir en el sofá, donde las niñas iban a verlo cuando se levantaban por la mañana, mientras él seguía tumbado, con los calzoncillos rotos y las pelotas medio fuera.
Le encantaban las niñas —las llamaba «Muñequita», «Cara de ángel»—, y hasta Ben lo miraba con atención, entrando y saliendo de su espacio de acción como un tiburón que tantea a su presa. Runner no le dejaba participar abiertamente, pero intentaba bromear con él un poco, ser amable. Ahora lo trataba como a un hombre, y decía cosas como: «Esto es cosa de hombres», y le guiñaba un ojo. Después de la tercera semana. Runner apareció con su camioneta y un viejo sofá cama que había encontrado y dijo que se instalaría en el garaje. A Patty le pareció bien. Él la ayudaba con los platos y abría las puertas a su paso. Dejaba que ella lo pillara mirándole el culo, y luego fingía que le daba vergüenza. Una noche, mientras ella le daba unas sábanas limpias, se dieron un beso. Él se le echó inmediatamente encima, le subió la camisa y la apretujó contra la pared, tirándole del pelo hacia atrás. Patty lo apartó. Le dijo que todavía no estaba preparada, e intentó sonreír. Él sacudió la cabeza y la miró de arriba abajo con los labios fruncidos. Cuando ella se desnudó para meterse en la cama, olió la nicotina donde él la había agarrado, justo por debajo de los pechos.
Se quedó un mes más, lanzándole miradas lascivas y dejando los trabajos a medias. Cuando una mañana, durante el desayuno, ella le dijo que se fuera, la llamó zorra y le arrojó el vaso de zumo, que dejó manchas en la pared. Cuando se fue, Patty descubrió que le había robado sesenta pavos, dos botellas de licor y todo el contenido de un joyero. Runner se mudó a una cabaña que había a un kilómetro y medio, de la que siempre salía humo de la chimenea, su única forma de calentarse. A veces ella oía disparos en la distancia.
Aquél sería el último encuentro con el padre de sus hijos. Y ahora era el momento de volver a la realidad. Patty se remetió el cabello, seco y rebelde, tras las orejas y abrió la puerta. Michelle estaba sentada en el suelo, fingiendo estar distraída con algo. Evaluó a Patty desde detrás de sus gafas de cristales grises.
—¿Ben tiene algún problema? —preguntó—. ¿Por qué ha hecho eso con su pelo?
—Cosas de la edad, supongo —dijo Patty, y al igual que Michelle, suspiró hondo; siempre tomaba aire antes de decir algo, sus frases eran breves, rápidas sucesiones de palabras que salían una tras otra, hasta que tenía que respirar de nuevo. Oyeron un coche que se acercaba por el camino. Pero aún le quedaba un buen tramo hasta la casa; no llegaría hasta al cabo de un minuto. Patty sabía que no era su hermana, a pesar de que las niñas ya estaban gritando: «¡Diane! ¡Diane!», mientras corrían hacia la ventana para verla llegar. Habría suspiros de tristeza cuando descubrieran que no era Diane. De alguna manera, ella sabía que era Len, el Prestamista. Hasta su manera de conducir tenía para ella un sonido posesivo. Len, el Prestamista Rijoso. Llevaba batallando con él desde 1981. Para entonces Runner ya los había abandonado. Decía que aquella vida no estaba hecha para él, mirando alrededor como si todo aquello fuera suyo y no de ella, de sus padres, de sus abuelos.
Lo único que había hecho era casarse con ella y arruinarla. El pobre y decepcionado Runner, tan lleno de sueños en los años setenta, cuando la gente creía que era posible enriquecerse con una granja. (¡Ja! Resopló en voz alta en la cocina, pensando en eso, imaginando). Ella y Runner se habían hecho cargo de la granja de sus padres en el setenta y cuatro. Fue un gran paso, más grande incluso que su matrimonio o que el nacimiento de su primer hijo. Ninguno de estos dos acontecimientos había emocionado tanto a sus dulces y tranquilos padres: ya entonces Runner apestaba a problemas, pero, benditos ellos, nunca dijeron nada contra él. Cuando a los dieciséis años les comunicó que estaba embarazada y que se iban a casar, ellos se limitaron a exclamar: «Oh». Nada más, pero ya era suficiente.
Patty conservaba una fotografía movida del día en que se hicieron cargo de la granja: sus padres, tiesos y orgullosos, sonriendo tímidamente a la cámara, y ella y Runner sonriendo triunfantes, con su abundante pelo, increíblemente jóvenes, sosteniendo la botella de champán. Sus padres nunca tenían champán, pero fueron al pueblo a comprar una botella para la ocasión. Brindaron con viejos tarros de mermelada.
Las cosas enseguida fueron mal, y Patty no podía culpar a Runner de todo. En aquel entonces todo el mundo pensaba que la tierra era el mayor tesoro —¡No hay que hacer nada más que tener tierra!—. Entonces, ¿por qué no comprar más, y mejor? Plantar postes y más postes: era un grito de guerra. Hay que ser decididos, valientes. Runner, con sus grandes sueños y su ignorancia, la había llevado al banco —se había puesto una corbata del color del sorbete de limón, gruesa como una colcha— y, con sólo carraspear, ya les habían concedido el crédito. Salieron con el doble de lo que habían pedido. No deberían haberlo aceptado, quizá, pero el del banco les dijo que no se preocuparan: eran tiempos de auge.
«¡Regalan el dinero!», había gritado Runner, y de repente tenían un tractor nuevo y una cosechadora de seis surcos, cuando una de cuatro hubiera bastado. Aquel mismo año compraron un Krause Dominator rojo brillante y un nuevo John Deere. Vern Evelee, con sus respetables quinientos acres camino abajo, proclamaba a los cuatro vientos, levantando ostensiblemente una ceja, cada cosa nueva que adquiría. Runner compró más tierras y una barca de pesca, y cuando Patty le preguntó: «Pero ¿estás seguro de lo que haces?», él refunfuñó y le hizo saber lo mucho que le dolía que no creyera en él. Luego, cuando todo se fue al infierno, todo parecía una broma. Carter y el embargo de cereales de los rusos (lucha contra los comunistas, olvídate de los granjeros), el interés subió hasta el dieciocho por ciento, el precio del combustible aumentó un poco y luego se disparó, los bancos se fueron a la quiebra, países de los que apenas habían oído hablar —Argentina— de repente eran competidores. Competían contra los riñones de ella en su pequeña Kinnakee, Kansas. Unos pocos años malos, y Runner pasó de todo. Nunca superó lo de Carter; todo el día hablaba de Carter. Sentado con una cerveza, viendo las malas noticias en la tele, mirando fijamente aquellos dientes de conejo y aquellos ojos acuosos, era tan insoportable como el Runner que ahora conocía tan bien.
Así que Runner culpaba a Carter, y todos los de aquel maldito pueblo la culpaban a ella. Vern Evelee chasqueaba la lengua cada vez que la veía, el sonido de la vergüenza ajena. Agricultores a los que nunca había caído bien la miraban ahora como si fuera desnuda por la nieve y quisieran limpiarle los mocos. El verano anterior, un granjero cerca de Ark City hizo que la tolva se volviera loca. Vertió en ella dos toneladas de trigo. El tipo, que medía uno ochenta y cinco, se cayó dentro y se ahogó antes de que pudieran sacarlo, como si hubiera caído en arenas movedizas. Todo el mundo en Kinnakee lamentó aquel accidente tan extraño, hasta que se enteraron de que la granja del difunto estaba en la ruina. Entonces, de repente, todos dijeron cosas como: «Bueno, debería haber tenido más cuidado». Hablaron de tomar medidas para que aquello no volviera a ocurrir. A aquel pobre hombre, que se había ahogado en su propia cosecha, enseguida lo olvidaron.
Ding-dong, y ahí estaba Len, como se temía ella, entregando a Michelle su gorro de caza de lana, su voluminoso abrigo a Debby, pisando cautelosamente la nieve con sus mocasines, demasiado nuevos y brillantes. A Ben no le gustarían, pensó ella. Ben se pasaba horas quitándole la tierra a sus zapatillas nuevas, después de dejar que las niñas se turnaran para caminar con ellas, cuando les dejaba que se acercaran a él. Libby le frunció el ceño a Len desde el sofá y volvió a mirar la tele. Libby adoraba a Diane, y aquel tipo no era Diane, aquel tipo se había metido en su casa, cuando debería ser Diane quien estuviera allí. Len nunca decía hola para saludar; decía algo que sonaba a tirolés, «¡Ho-oo-la!», y Patty tenía que prepararse cada vez para oír aquel sonido tan ridículo. El hombre soltó aquel gritito mientras avanzaba por el pasillo. Ella se metió en el lavabo, maldiciendo durante un segundo, y después salió con una sonrisa en los labios. Len siempre la abrazaba, cosa que estaba segura de que no hacía con ningún otro granjero de los que recurrían a él. Así que fue hacia él con los brazos abiertos y dejó que la cogiera —como hacía siempre— por ambos codos, pensando que siempre tardaba un segundo de más. Notó que respiraba por la nariz con fuerza, un ruido de succión, como si la estuviera oliendo. Él olía a salchichas y a pastillas de menta. En algún momento, Len daría un paso real hacia ella y la forzaría a tomar una decisión real, un juego tan patético que le entraban ganas de llorar. El cazador y la presa, un espectáculo de la naturaleza pero malo: él era un coyote enano con sólo tres patas, y ella, un conejo cansado y renqueante. No había nada de maravilloso en todo aquello.
—¿Cómo está mi granjerita? —dijo él. Había cierto entendimiento implícito entre ellos dos. Hablaban como si el hecho de que ella se ocupara sola de la granja fuera un juego de niños. Y Patty supuso que la pregunta iba de eso.
—Bueno, vamos tirando —respondió. Debby y Michelle se fueron a su habitación, y Libby resopló desde el sofá. La última vez que Len fue a visitarlos, hubo una subasta en la granja: los Day miraban a hurtadillas a través de las ventanas cómo sus vecinos se llevaban por cuatro centavos un montón de herramientas y maquinaria imprescindible para realizar los trabajos de la granja. Michelle y Debby habían ido a ver a unas compañeras de la escuela, las hermanas Boyler, y estuvieron rondando por los alrededores de la granja con la familia de las niñas, como si estuvieran de picnic. «¿Por qué no podemos salir?», habían protestado a la vuelta, mientras miraban a las Boyler en el columpio fabricado con un neumático que también acababan de vender. Patty sólo pudo decir: «Esos de ahí fuera no son amigos nuestros». Las mismas personas que le habían enviado tarjetas de felicitación por Navidad estaban ahora toqueteando la taladradora, los discos de la sierra radial, encorvados sobre las herramientas, ofreciendo mezquinamente la mitad de lo que valían. Vern Evelee manipulaba la sembradora que tanto le había molestado en alguna ocasión e intentaba convencer al subastador de que se la diera por un importe mucho más bajo que el precio de salida.
Sin piedad. Patty se topó con él en el almacén de piensos una semana después. Vern se puso rojo y pasó de largo, pero ella lo siguió y le hizo aquel ruidito de pena, chasqueando la lengua, justo en la oreja.
—Qué bien huele aquí —dijo Len casi con resentimiento—. Huele a desayuno.
—Hemos hecho tortitas.
Ella asintió. «Por favor, no me hagas preguntarte por qué has venido. Por favor, sólo por una vez, di tú por qué has venido».
—¿Te importa si me siento? —dijo él, dejándose caer en el sofá al lado de Libby, con los brazos rígidos—. ¿Cuál es ésta? —preguntó mirándola. Len había visto a las niñas al menos una docena de veces, pero nunca recordaba quién era quién y no se aventuraba a decir un nombre. A Michelle, una vez la llamó «Susan».
—Esta es Libby.
—Es pelirroja, como su madre.
Sí, lo era, pero Patty no se atrevía a expresarlo en voz alta. Cuanto más rato se quedaba Len, peor se sentía ella, su desasosiego se convertía en miedo. Ya tenía la espalda del jersey empapada.
—¿El pelo rojo viene de Irlanda? ¿Sois irlandeses?
—Alemanes. Mi nombre de soltera era Krause.
—Oh, qué divertido. Porque Krause significa «pelo rizado», no «pelirrojo». Y no tenéis el pelo rizado, sino más bien ondulado. Yo también soy alemán.
Ya habían tenido esta misma conversación otras veces, y solía discurrir de dos maneras distintas. En la segunda versión, Len decía que era divertido que su nombre de soltera fuera Krause, como la empresa de equipamientos agrícolas, y que era una lástima que no fueran parientes. Cualquiera de las dos versiones la enervaba.
—Entonces —dijo ella finalmente—, ¿algo va mal?
Len torció el gesto, contrariado por la interrupción. Le frunció el ceño como quien se dispone a regañar a una niña maleducada.
—Bueno, ahora que lo mencionas, sí. Me temo que algo va muy mal. Quería decírtelo personalmente. ¿Podemos hablar en privado? —Hizo un gesto con la cabeza señalando a Libby y abriendo mucho los ojos—. ¿En tu habitación, por ejemplo? —Len tenía una barriga enorme, perfectamente redonda bajo su cinturón, como la de una embarazada. Ella no quería ir a su habitación con él.
—Libby, ¿por qué no vas a ver qué hacen tus hermanas? Tengo que hablar con el señor Werner —La niña suspiró y se deslizó del sofá al suelo, lentamente; primero los pies, luego las piernas, luego el culo, luego la espalda, como si estuviera hecha de goma. Golpeó el suelo con los pies, giró sobre sí misma unas cuantas veces y se arrastró un poco. Finalmente, se enderezó y salió al pasillo.
Patty y Len se miraron brevemente. Luego él se mordió el labio inferior y dijo:
—Te van a embargar.
A Patty le dio un vuelco el estómago. No iba a derrumbarse delante de aquel hombre. No iba a llorar.
—¿Qué podemos hacer?
—Me temo que ya no quedan opciones. He conseguido retrasarlo seis meses. Me he jugado el puesto, de verdad, granjerita —le sonrió, poniéndole las manos en las rodillas.
Ella hubiera querido arañarle. Se oyeron chirridos de somieres en la habitación de las niñas. Sin duda, era Debby, saltando de cama en cama, su juego favorito.
—Patty, la única manera de arreglar esto es con dinero. Ahora. Si quieres conservar la granja, las únicas opciones son pedir dinero prestado, mendigar o robar Creo que va siendo hora de que te tragues el orgullo. La pregunta es: ¿qué precio estás dispuesta a pagar por mantener esta granja?
Los somieres chirriaron aún más. A Patty se le revolvieron los huevos del desayuno en el estómago. Len seguía sonriendo.