AHORA
Durante una temporada, unos cinco meses, viví con un primo segundo de Runner en Holcomb, Kansas, mientras la pobre tía Diane se recuperaba de mis particularmente furiosos doce años. No recuerdo mucho de aquellos cinco meses, excepto que hicimos un viaje con la escuela a Dodge City para aprender cosas sobre Wyatt Earp. Creíamos que veríamos armas, búfalos, putas. En cambio, unos veinte de nosotros nos pasamos el día arrastrándonos cansinamente y dándonos codazos a través de una serie de habitaciones pequeñas, mirando registros, entre polvo y lloriqueos. Ni el mismísimo Earp me impresionó, pero yo adoraba a los villanos del Lejano Oeste, con sus bigotes grasientos, su ropa acartonada y aquellos ojos que brillaban como el níquel. Los fugitivos de la ley siempre eran calificados de «mentirosos y ladrones». Y allí, en una de aquellas habitaciones que olían a cerrado, donde el empleado hablaba del arte de archivar con un tono monótono, yo me alegraba de haber encontrado a un compañero de viaje. Porque pensé: Así soy yo. Soy una mentirosa y una ladrona. No me dejes entrar en tu casa, y, si lo haces, no me dejes sola. Me llevo cosas. Podrías pillarme con tu collar de finas perlas repiqueteando en mis manitas codiciosas, y yo te diría que me recordaba a mi madre y que sólo lo estaba tocando, sólo un segundo, y que lo sentía mucho, que no sabía qué me había pasado.
Mi madre nunca tuvo ninguna joya que no le pusiera la piel verde, pero a ti no te interesa saber eso. Y volveré a llevarme tus perlas al menor descuido.
Robo bragas, anillos, discos, libros, zapatos, iPods, relojes. Si voy a una fiesta a casa de alguien —no tengo amigos, pero siempre hay gente que me invita a algún sitio—, pillo unas cuantas camisetas y me las pongo debajo del suéter, me meto un par de pintalabios en el bolsillo y toda la calderilla que pueda encontrar en el bolso de alguna invitada despistada. A veces incluso me llevo el bolso, si la gente está lo suficientemente borracha. Simplemente me lo cuelgo al hombro y me voy. Píldoras, perfumes, broches, bolígrafos. Comida. Tengo una petaca de la segunda guerra mundial que pertenecía al abuelo de alguien, un alfiler de la Phi Beta Kappa ganado por el tío favorito de no sé quién y una de esas tazas plegables antiguas que ya no recuerdo ni dónde ni cuándo robé. Si alguien me pregunta, digo que es herencia de familia.
Las cosas que pertenecían de verdad a mi familia, esas cajas debajo de la escalera, no puedo tenerlas a la vista. Prefiero las cosas de otras personas. Vienen con la historia de otros.
Algo que tengo en casa y que no he robado es una novela basada en hechos reales que se titula La cosecha del diablo: el sacrificio satánico de Kinnakee, Kansas. Se publicó en 1986, y fue escrita por una antigua periodista llamada Barb Eichel. Eso es todo lo que sé realmente. Al menos tres medio novios me han regalado un ejemplar de ese libro, solemnemente, con prudencia, y a los tres los mandé al carajo de inmediato. Si digo que no quiero leer ese libro, es que no quiero leer ese libro. Es como mi costumbre de dormir siempre con la luz encendida. A todos los tíos con los que me acuesto les digo que siempre dejo la luz encendida, y ellos siempre responden: «Yo cuidaré de ti, nena», o algo parecido, e intentan apagar las luces. Como si fuera tan sencillo. Parece que les sorprenda que duerma con las luces encendidas.
Saqué La cosecha del diablo de un montón de libros apilados en un rincón; lo guardo por la misma razón que guardo las cajas con los papeles de mi familia y los trastos, porque quizá lo quiera algún día, y si eso no sucede es igual. No quiero que nadie más lo tenga.
La primera página decía:
Kinnakee, Kansas, en el corazón de América, es una tranquila comunidad agrícola donde todos se conocen entre sí, van a la iglesia juntos, envejecen juntos. Pero no es inmune a los males del mundo exterior, y en las primeras horas del 3 de enero de 1985 esos males destruyeron a tres miembros de la familia Day en un rio de sangre y horror. Esta es una historia no sólo de asesinatos, sino también de culto al diablo, de rituales sangrientos y de la difusión de la adoración a Satanás por todos los rincones de Estados Unidos, incluidos los lugares más acogedores, los que parecen más seguros.
Los oídos empezaron a zumbarme con los sonidos de la noche: un fuerte gruñido masculino, un lamento desde lo más hondo de la garganta. Los gritos de banshee de mi madre anunciando la muerte cercana. Lugar Oscuro. Miré la foto de contracubierta de Barb Eichel. Tenía el cabello corto y de punta, grandes aretes en las orejas y una sonrisa triste. La biografía decía que vivía en Topeka, Kansas, pero de eso hacía más de veinte años.
Quería telefonear a Lyle Wirth con mi propuesta de información a cambio de dinero, pero no estaba dispuesta a escuchar de nuevo sus discursos sobre mí y sobre la muerte de mi familia. («¡Realmente crees que lo hizo Ben!»). Necesitaba ser capaz de discutir con él, en vez de quedarme sentada sin tener nada que decir, como una ignorante. Que es básicamente lo que soy. Continué hojeando el libro, tumbada boca arriba, apoyada sobre una almohada doblada, con Buck controlándome con su mirada gatuna, esperando cualquier movimiento mío hacia la cocina. Barb Eichel describía a Ben como «un solitario vestido de negro, impopular y furioso» y «obsesionado con la versión más brutal del heavy metal —llamada black metal—, canciones que, se rumorea, no son sino llamadas codificadas al mismísimo diablo». Fui saltándome párrafos, naturalmente, hasta encontrar una referencia a mí: «Angelical pero fuerte», «determinada y triste» con un «aire de independencia que normalmente no se ve en niños con el doble de edad». Nuestra familia había sido «alegre y bulliciosa, que miraba hacia delante, a un futuro de aire limpio y vida limpia». Ja. Sin embargo, éste era supuestamente el libro definitivo sobre los asesinatos, y, después de todas aquellas voces en el Kill Club diciéndome que era idiota, estaba ansiosa por hablar con una desconocida que también creía que Ben era culpable. Munición para Lyle. Me imaginé a mí misma enumerando los hechos con los dedos: «Esto, esto y esto prueba que estáis equivocados, capullos», y a Lyle frunciendo los labios, pensando que después de todo yo tenía razón.
Si él quería, todavía estaba dispuesta a recibir su dinero.
No estaba segura de por dónde empezar, así que llamé a Información Telefónica de Topeka y, bingo, tenían el número de Barb Eichel. Seguía en Topeka, y todavía estaba en el listín. Bastante fácil.
Respondió al segundo tono. Su voz sonaba alegre y chillona, hasta que le dije quién era yo.
—Oh, Libby. He pasado todos estos años preguntándome si alguna vez te pondrías en contacto conmigo —dijo después de emitir un sonido gutural, algo como «eehhhhh»—. O si debía ser yo quien te buscara. No estaba segura, no estaba segura…
Podía imaginármela mirando por toda la habitación, tamborileando con las uñas, asustadiza, una de esas mujeres que estudian el menú durante veinte minutos y luego se echan a temblar cuando llega el camarero.
—Me gustaría hablar contigo sobre… Ben —empecé, sin saber muy bien cómo abordar el asunto.
—Lo sé, lo sé, le he escrito varias cartas de disculpa durante estos años, Libby. Sencillamente no sé cuántas veces debería pedir perdón por ese maldito, maldito libro.
Eso no me lo esperaba.
* * *
Barb Eichel comería conmigo. Quería explicármelo todo en persona. Ella no solía conducir (intuí la verdadera causa: se medicaba, tenía ese tono nervioso de los que se meten demasiadas pastillas), así que si era yo la que iba a verla me lo agradecería mucho. Por suerte, Topeka no está demasiado lejos de Kansas City. No es que yo estuviera ansiosa por ir hasta allí, pues ya había oído suficiente como para hacerme una idea. La ciudad era conocida por ser una especie de infernal clínica psiquiátrica, en serio, hasta había un enorme cartel en la autopista que decía algo así como: «¡Bienvenidos a Topeka, la capital psiquiátrica del mundo!». La ciudad estaba repleta de chalados y terapeutas, y yo solía ir regularmente para visitarme como una rara y privilegiada paciente externa. Bravo por mí. Hablábamos de mis pesadillas, de mis ataques de pánico, de mis problemas de ira. En los años de adolescencia, hablábamos sobre mi tendencia a la agresión física. Por lo que a mí respecta, la ciudad entera, la capital de Kansas, apestaba a babas de manicomio.
Me había leído el libro de Barb antes de ir a verla, llegaba armada con hechos y preguntas. Sin embargo, mi confianza desapareció en algún momento de las tres horas que tardé en hacer en coche un trayecto de cuarenta y cinco minutos. Demasiados giros equivocados, maldiciéndome por no tener Internet en casa, por no ser capaz de descargarme la dirección exacta. Sin Internet, sin cable. No soy buena para ese tipo de cosas: para cortarme el pelo o para cambiarle el aceite al coche o para acordarme de ir al dentista. Cuando me trasladé a mi bungalow, me pasé los primeros tres meses envuelta en mantas porque no podía dar de alta el gas. Me lo han cortado tres veces en los últimos años, porque a veces no puedo decidirme a firmar un cheque. Tengo problemas para valerme por mí misma.
La casa de Barb, cuando por fin la encontré, era aburridamente hogareña, un bloque de estuco que ella había pintado de verde pálido. Relajante. Montones de móviles y veletas. Abrió la puerta y dio un paso atrás, como si se sorprendiera de verme. Tenía el mismo corte de pelo que en la foto del libro, ahora con algunos mechones grises, y llevaba unos anteojos con una cadenita de esas que las viejas describen como «en la onda». Pasaba de los cincuenta, y tenía unos ojos oscuros y saltones que sobresalían en su cara angulosa.
—¡Ohhh, hola, Libby! —soltó ella, y de repente me abrazó, alguno de sus huesos se me clavó en el pecho izquierdo. Olía a pachuli y a lana—. Entra, entra. —Un perrillo faldero vino trotando por las baldosas hacia mí, ladrando feliz. Un reloj dio la hora—. Oh, espero que no te asusten los perros, éste es un encanto —dijo, viendo cómo se me subía encima de un salto. Odio a los perros, incluso a los pequeñitos y encantadores. Mantuve las manos en alto, para no acariciarlo—. Vamos, Weenie, deja en paz a nuestra amiga —le pidió con voz aniñada. Después de oír su nombre, aún me gustó menos.
Me hizo sentar en una sala de estar que parecía de peluche: sillas, sofá, alfombras, cojines, cortinas, todo era grueso y mullido y estaba cubierto con varias capas de tela. Ella entraba y salía agitada, hablaba por encima del hombro en vez de quedarse allí quieta, y me preguntó dos o tres veces si quería beber algo. Supuse que me ofrecería alguna de esas apestosas infusiones New Age, uno de esos tés tipo Raíces de Frutos del Bosque o Delicado Elixir de Jazmín, así que simplemente le pedí agua. Miré si había botellas de alcohol por la sala, pero no vi ninguna. Definitivamente debía de haberse tomado unas cuantas pastillas. A aquella mujer le rebotaba todo —¡bing, bang!— como si estuviera colocada.
Trajo bandejas de bocadillos para que comiéramos en el salón. Mi agua estaba llena de cubitos de hielo. Me la bebí de un par de tragos.
—Entonces, ¿cómo está Ben, Libby? —preguntó cuando por fin se sentó, aunque mantuvo su bandeja a un lado. Lo que le permitía una retirada rápida.
—Oh, no lo sé. No mantengo contacto con él.
Pareció que no me había oído; estaba sintonizando su propia estación de radio interior. Algo de jazz ligero.
—Obviamente, Libby, me siento muy culpable por la parte que me toca, aunque el libro salió después del veredicto —se apresuró a decir—. Sin embargo, yo formé parte de aquel juicio precipitado. Fue cosa de aquella época, la década de los ochenta. Tú eras muy pequeña, y no puedes recordarlo. Enseguida le pusieron a aquel terrible suceso la etiqueta de «ritual satánico».
—¿Qué? —Me pregunté cuántas veces metería mi nombre en la conversación. Ésta parecía una de ellas.
—Toda la comunidad psiquiátrica, la policía, el juez, todo el mundo creía que había algún adorador del diablo detrás de todo el asunto. Estaba… de moda. —Se inclinó hacia mí, los pendientes se balanceaban, las manos en las rodillas—. La gente creía realmente que existía una extensa red de adoradores satánicos, creía que era algo común. Un adolescente empieza a actuar de un modo extraño…, es un adorador de Satanás. Un niño en edad preescolar llega de la guardería con un extraño moretón o hace un extraño comentario sobre sus intimidades…, sus maestros son adoradores de Satanás. ¿Recuerdas el juicio de la guardería McMartin? Aquellos pobres maestros vivieron un infierno durante años antes de que les fueran retirados los cargos. Ritual satánico. Era una buena historia. Me cautivó, Libby. No la cuestioné lo suficiente.
El perro empezó a olfatearme, y yo me puse tensa, esperando que Barb lo echara afuera. Sin embargo, no se percató, tenía los ojos fijos en el girasol de cristales de colores que reflejaba la luz dorada que entraba por la ventana.
—Y la historia funcionó —continuó Barb—. Ahora puedo verlo todo bajo una nueva luz, Libby. A lo largo de esta última década he conseguido reunir una gran cantidad de pruebas que no encajan con la teoría de que Ben era un adorador de Satanás. Ignoré señales evidentes.
—¿Como cuál?
—Bueno, como el hecho de que tú fuiste claramente coaccionada, que no eras un testigo creíble, que el psiquiatra que te asignaron para «devolverte afuera» puso las palabras en tu cabeza.
—¿El doctor Brooner? —Me acordaba del doctor Brooner: un hippy melenudo con una nariz enorme y ojos pequeños que me recordaba a un inofensivo animal de cuento. Él fue la única persona que, aparte de mi tía Diane, me gustó en todo aquel año, y la única persona con la que hablé acerca de aquella noche, ya que Diane no estaba dispuesta a hacerlo. El doctor Brooner.
—Un curandero charlatán —dijo Barb, y se rió. Yo estuve a punto de protestar, me puse a la defensiva: de algún modo aquella mujer acababa de llamarme mentirosa a la cara, cosa que era verdad pero que seguía molestándome, y continuó—: ¿Y la coartada de tu padre? ¿Aquella novia que dijo que estuvo con él? No hubo manera de comprobarlo. Ese hombre no tenía una coartada de verdad, y le debía un montón de dinero a un montón de gente.
—Mi madre no tenía dinero.
—Tenía más que tu padre, créeme. —La creí. Una vez mi padre me envió a casa de un vecino para suscitarle pena y que me diera de comer. También me dijo que rebuscara por debajo de los cojines del sofá y le llevara la calderilla que encontrara—. Y luego aquella huella de zapato de hombre en la sangre —continuó—. Toda la escena del crimen estaba contaminada: otra cosa que me salté en el libro. Hubo gente entrando y saliendo de aquel lugar durante todo el día. Tu tía vació armarios enteros de trastos, ropa y cosas para ti. Hicieron todo lo que el procedimiento policial dice que no hay que hacer. Pero a nadie le importó. La gente se había vuelto loca. Tenían a un chico raro que no caía bien a nadie, sin dinero, que no sabía buscarse la vida y al que casualmente le gustaba el heavy metal. Es sencillamente vergonzoso —se contuvo—. Es terrible. Una tragedia.
—¿Hay algo que pueda sacar a Ben de cárcel? —pregunté, y el estómago me dio un vuelco. El hecho de que la voz más autorizada sobre el caso de Ben hubiera cambiado de opinión me ponía enferma. Había ido a dar con otra persona que sabía positivamente que yo había cometido perjurio.
—Bueno, tú estás intentándolo, ¿no? Creo que es imposible deshacer todas estas cosas después de tantos años; el plazo para las apelaciones venció hace mucho. Habría que intentar interponer un recurso de habeas corpus y eso es… Se necesitan pruebas realmente definitivas para echar la pelota a rodar de nuevo. Como pruebas de ADN realmente convincentes. Desafortunadamente, tu familia fue incinerada, así que…
—Vale, bueno, gracias —la interrumpí, necesitaba irme a casa, ya.
—Como te he dicho, escribí el libro después del veredicto, pero si puedo hacer algo para ayudarte, dímelo, Libby. De algún modo me siento culpable. Y asumo esa responsabilidad.
—¿Hiciste alguna declaración? ¿Le dijiste a la policía que no creías que lo hubiera hecho Ben?
—Bueno, no. Hacía mucho tiempo que la mayoría de la gente había llegado a la conclusión de que Ben no había sido el autor de los crímenes —dijo Barb con su voz chillona—. Supongo que habrás cambiado oficialmente tu declaración, ¿no? Eso sería de gran ayuda.
Ella esperaba que le contara más cosas, que le explicara por qué había ido a verla. O que le dijera, por supuesto, que Ben era inocente y que yo iba a arreglar todo aquello. Barb me miraba mientras comía, masticando con excesivo cuidado. Yo devolví mi bocadillo —pepino y humus— a la bandeja, dejando la marca del pulgar en el pan blando. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de estanterías llenas de libros, todos de autoayuda. ¡Ábrete a la luz del sol!; Ánimo, ánimo, chica; Basta de maltratarte; Levántate, mantente arriba; Conviértete en tu mejor amigo; ¡Sigue adelante, prospera! Había más y más libros, docenas, todos con títulos para levantar el ánimo. Cuanto más leía, más desgraciada me sentía. Remedios de hierbas, pensamiento positivo, autoperdón, vivir asumiendo los errores. Hasta había uno para evitar los retrasos. No me creo a los que escriben libros de autoayuda. Años atrás, salí de un bar con un amigo de un amigo, un chico guapo y normal, con el pelo cortado al rape, que tenía su apartamento cerca de allí. Después del sexo, después de que se quedara dormido, empecé a curiosear por su habitación. El escritorio estaba lleno de notas adhesivas:
No te preocupes por las cosas pequeñas, sólo son cosas pequeñas.
Si dejáramos de intentar ser felices, pasaríamos mejor el tiempo.
Disfruta de la vida: nadie sale vivo de aquí.
No te preocupes, sé feliz.
Para mí, todas aquellas esperanzas urgentes eran más aterradoras que si hubiera encontrado un montón de cráneos con mechones de pelo todavía pegados. Me fui de allí, aterrorizada y con la ropa interior en la mano.
No me quedé mucho más rato con Barb. Me fui con la promesa de llamarla pronto y un pisapapeles azul con forma de corazón que le robé del taquillón de la entrada.