2 DE ENERO DE 1985
9:13 A.M.
Ben se deslizaba por el hielo, las ruedas de su bici resplandecían. Era un camino de motocross, para el verano, y ahora estaba cubierto de hielo, así que era una estupidez pasar por allí. Pero aún era más tonto lo que estaba haciendo él: pedalear tan rápido como podía sobre los baches, con tallos de maíz rotos a ambos lados del camino, como rastrojos, mientras intentaba despegar un maldito adhesivo de una mariposa que una de sus hermanas le había pegado en el cuentakilómetros. Llevaba allí semanas, se había fijado decenas de veces, y le cabreaba verlo allí pegado, aunque no lo suficiente como para dedicarle mucho tiempo. Estaba convencido de que había sido Debby la que lo había puesto, con un brillo triunfal en los ojos y sin pensárselo mucho: «¡Queda bonito!». Ben ya había medio quitado aquella cosa brillante cuando chocó contra un montoncito de tierra, la rueda delantera se giró a la izquierda completamente, y la parte de atrás de la bicicleta se levantó de repente y se le cayó encima. No llegó a volar del todo. Se levantó, una pierna le había quedado atrapada en la bici, y cayó de lado, arañándose el brazo contra los rastrojos, la pierna derecha torcida bajo el peso de su cuerpo. Se estrelló de cabeza contra el duro suelo, sus dientes sonaron como campanas. Cuando pudo volver a respirar de nuevo —tras diez segundos llenos de lágrimas—, se dio cuenta de que le goteaba sangre por debajo del ojo. Bien. Se la esparció con los dedos por la mejilla, e inmediatamente notó un nuevo hilo de sangre que le afloraba de una herida en la frente. Deseó haberse golpeado más fuerte. Nunca se había roto un hueso, un hecho que sólo admitía cuando lo presionaban de verdad. «¿En serio, colega? ¿Cómo puede uno pasar por la vida sin romperse nada? ¿Tu mamá te envolvía en plástico de burbujas?». La primavera anterior había ido a la piscina del pueblo con unos chicos y se había quedado en el borde del trampolín, sobre aquel gran agujero seco, mirando el fondo de hormigón, dispuesto a lanzarse, a aplastarse, a ser el chico loco. Botó un par de veces sobre el trampolín, se tomó otro trago de whisky, saltó arriba y abajo unas cuantas veces más, y luego se bajó y volvió al lado de los chicos, a los que apenas conocía, y que se habían limitado a observarlo por el rabillo del ojo.
Un hueso roto habría sido lo ideal, pero un poco de sangre no estaba mal. Ahora fluía constante, mejilla abajo, por la barbilla, goteando en el hielo. Pequeños lagos de un rojo puro.
Aniquilación.
La palabra surgió de la nada; tenía la cabeza espesa, frases y fragmentos de canciones se apretujaban allí dentro. Aniquilación. Le había sobrevenido una imagen donde veía a bárbaros del norte blandiendo hachas. Se había preguntado por un segundo, uno solo, si se habría reencarnado, y si eso sería parte de la memoria sobrante, flotando en su cerebro como las cenizas de un incendio. Luego recogió la bici y desechó la idea. Ya no tenía diez años.
Comenzó a pedalear, la cadera derecha magullada, el brazo ardiéndole por los arañazos causados por los rastrojos. Quizá también tenía un buen moratón. A Diondra le gustaría eso, le pasaría el dedo por encima suavemente, en círculos, y luego le daría un golpecito para burlarse de él cuando saltara de dolor. A Diondra le gustaban las reacciones contundentes, era una llorona, una quejica y una gritona cuando se reía. Cuando quería parecer sorprendida abría los ojos como platos, las cejas le llegaban casi hasta el nacimiento del pelo. Le gustaba saltar desde detrás de las puertas para asustarlo y que él fingiera perseguirla. Diondra, su chica, la chica con un nombre que le hacía pensar en princesas o en strippers, no estaba seguro. Ella tenía un poco de ambas: deslumbrante pero de mala calidad.
Algo se había soltado en la bici. En algún lugar cerca de los pedales se oía un ruido como de clavo que rebotaba dentro de una lata. Se paró a mirar, tenía las manos enrojecidas por el frío, como las de un viejo, y débiles, pero por más que miró no vio nada roto. Se le acumuló más sangre en los ojos mientras intentaba encontrar el problema. Joder, era un inútil. Él era demasiado pequeño cuando su padre los abandonó. No había tenido ocasión de aprender nada práctico. Había visto a chicos arreglando motos, tractores y coches, pero las piezas de los motores parecían los intestinos de metal de un animal desconocido para él. Él sabía de animales y armas de fuego. Era cazador, como todos en su familia, aunque eso no era mucho motivo de orgullo desde que había descubierto que su madre era mejor tiradora que él.
Quería ser un hombre útil, pero no estaba seguro de cómo conseguirlo, y eso le hacía cagarse de miedo. El verano anterior, su padre había vuelto para pasar en la granja unos meses, y Ben había albergado esperanzas de que finalmente fuera a enseñarle algo, de que se tomara la molestia de ejercer de padre. Sin embargo, Runner siempre acababa haciendo todas las reparaciones mecánicas él mismo, sin invitarlo siquiera a mirar cómo lo hacía. Al contrario, dejó bien claro que Ben debía apartarse de su camino. Seguro que Runner pensaba que él era como un gatito: cada vez que su madre hablaba de la necesidad de arreglar algo. Runner decía: «Eso es trabajo de hombres», y le desafiaba con una sonrisa a que lo contradijera. Estaba claro que Runner no le iba a enseñar una mierda.
Además, no tenía dinero. Corrección: tenía cuatro dólares y treinta centavos en el bolsillo, pero eran para él, para pasar la semana. Su familia no tenía dinero ahorrado. Disponían de una cuenta bancaria que siempre estaba poco menos que vacía; había visto un extracto cuyo saldo era, literalmente, de un dólar y diez centavos, por lo que en algún momento toda su familia había tenido menos dinero en el banco que lo que él llevaba encima en ese momento. Su madre no podía atender ella sola la granja, lo que la ponía de los nervios. Cargaba una remesa de trigo en un camión prestado y no ganaba nada —menos de lo que gastaba en hacerlo crecer—, y cuando lograba obtener un poco de dinero, tenía que utilizarlo para pagar deudas. «Los lobos están en la puerta», decía siempre, y cuando él era más pequeño, se la imaginaba asomada a la puerta de atrás, lanzando billetes a una jauría de mastines que los devoraban como si fueran carne. Nunca era suficiente.
¿Alguien, en algún momento, decidiría deshacerse de la granja? ¿No deberían quitársela de encima? Lo mejor era venderla, empezar de cero, en algún lugar que no tuviera nada que ver con esa cosa grande y agonizante. Pero había pertenecido a los padres de su madre, y ella era una sentimental. No obstante, si uno se paraba a pensarlo detenidamente, era una postura bastante egoísta. Ben trabajaba todos los días en la granja, y los fines de semana iba a la escuela para su trabajo de mierda de chico de la limpieza. (De la escuela a la granja y de la granja a la escuela, ésa era su vida antes de conocer a Diondra. Ahora tenía un bonito triángulo de sitios adonde ir: la escuela, la granja y la enorme casa de Diondra en las afueras del pueblo). Dio de comer al ganado y recogió el estiércol en casa, y casi hizo lo mismo en la escuela: limpió los baños y la cafetería, la mierda de los demás críos. Y todavía se esperaba de él que le diera la mitad del sueldo a su madre. «Las familias lo comparten todo». ¿Ah, sí? Bueno, y los padres cuidan de sus hijos, ¿qué hay de eso? ¿Cómo se les había ocurrido tener tres críos más cuando no eran capaces ni de mantener al primero?
La bicicleta traqueteaba mucho, y Ben temía que de un momento a otro fuera a desmontarse pieza a pieza, como en las comedias de la tele o en los dibujos animados; acabaría sentado en el sillín, pedaleando sobre una sola rueda. Odiaba tener que ir en bici hasta lugares como Opie para pescar. Odiaba no poder conducir. «Nada más triste que un chico a punto de cumplir dieciséis años», diría Trey, sacudiendo la cabeza y echándole el humo a la cara. Decía eso cada vez que Ben iba en su bicicleta a ver a Diondra. Por lo general, Trey era guay, pero era de esos que no paran de meterse con los demás. Trey tenía diecinueve años, el pelo largo, muy moreno y opaco, como el alquitrán fresco. Era primo segundo de Diondra, o algo así de raro, tío o amigo de la familia, o hijastro de un amigo de la familia. Había cambiado su historia unas cuantas veces, o Ben nunca le había prestado suficiente atención. Cosa que era perfectamente posible, porque, cuando Trey estaba por allí, Ben se ponía inmediatamente tenso, consciente de cada parte de su propio cuerpo y de cada uno de sus movimientos. ¿Por qué ponía las piernas de ese modo? ¿Qué tenía que hacer con las manos? ¿Ponérselas en la cintura o metérselas en los bolsillos?
Se sentía incómodo de cualquier manera. E, hiciera lo que hiciera, tendría que aguantar alguna broma. Trey siempre encontraba en las personas algún detalle o gesto insignificante, cosas que a uno le pasaban desapercibidas, que le inspiraban algún comentario mordaz y luego, para colmo, se lo contaba a todo el mundo. «Parece que vayas a regar», le soltó la primera vez que lo vio. Ben llevaba unos vaqueros que quizá, posiblemente, le quedaban un poco cortos. Tal vez un solo centímetro. «Parece que vayas a regar»… Diondra había explotado a reír con esa broma. Ben esperó a que se le pasara, y también Trey, pero para volver a la carga. Ben esperó diez minutos sentado en un rincón, sin decir nada, buscando una postura en que no se le vieran demasiado los calcetines. Luego fue al lavabo, se aflojó el cinturón y se bajó los vaqueros hasta las caderas. Cuando volvió al estudio de Diondra —en el piso de abajo, con alfombras azules y pufs por todas partes, como champiñones—, el segundo comentario de Trey fue: «Y ahora te pones el cinturón a la altura de la polla, tío. Así no engañas a nadie».
Ben descendía por el sendero bajo la fría sombra del invierno, copos de nieve flotaban en el aire como motas de polvo. No tendría coche ni cuando cumpliera los dieciséis. Su madre tenía un Cavalier que había comprado en una subasta; antes había sido un coche de alquiler. Y no podían permitirse un segundo coche, su madre lo había dejado bien claro. Tendrían que compartirlo, así que Ben se negó en redondo a usarlo. Se imaginaba yendo a buscar a Diondra en aquel coche que olía a usado, a humanidad, a patatas fritas rancias, y en cuyos asientos se veían manchas de sexo. Además de todo eso, ahora había libros escolares de las niñas, muñecas rotas y pulseras de plástico. No, eso no funcionaría. Diondra le dijo que podía conducir su coche (ella tenía diecisiete años, otro problema, porque ¿no era vergonzoso ir dos cursos por debajo de tu novia?). Pero eso estaba mucho mejor: los dos en el CRX rojo de ella, con la suspensión trasera levantada, los cigarrillos mentolados de Diondra llenando el coche de humo perfumado y los Slayer sonando a tope. Sí, mucho mejor.
Se irían lejos de ese pueblo de mierda, a Wichita, donde el tío de Diondra tenía una tienda de deportes y podía darle trabajo. Ben se había presentado a las pruebas para entrar en el equipo de baloncesto y en el de fútbol, y había sido rechazado enseguida en ambos y para siempre, por lo que pasarse los días en un lugar lleno de pelotas de baloncesto y de fútbol resultaría irónico. Aunque rodeado de todo aquel equipamiento, podría practicar todo lo que quisiera, hasta ser lo bastante bueno para entrar en algún equipo de algo. Eso tenía que ser algo positivo para él.
Pero lo más positivo era Diondra, por supuesto. Diondra y él en su propio apartamento de Wichita, comiendo algo del McDonald’s, viendo la tele y haciendo el amor, y fumando paquetes enteros de cigarrillos en una noche. Ben casi no fumaba cuando no estaba con Diondra; ella era la adicta, fumaba mucho, olía a tabaco hasta recién duchada, parecía que si le rajaras la piel saldría una nube de humo mentolado por la herida. A él le había llegado a gustar, era un olor reconfortante, olía a hogar, como para otras personas el pan caliente. Así es como sería: Diondra y él, ella con sus rizos castaños engominados (otro olor que la definía: aquella punzada aguda en el aire), sentados en el sofá viendo las telecomedias que ella grabaría cada día. Se había enganchado a los dramas: mujeres esbeltas bebiendo champán, con diamantes que refulgían en sus dedos mientras sus maridos las engañaban, o ellas engañaban a sus maridos, o personas que sufrían amnesia y que también acababan engañando a alguien. Llegaría a casa del trabajo, sus manos olerían al cuero de las pelotas de baloncesto, y ella habría comprado hamburguesas en el McDonald’s o algo en el Taco Bell y pasarían el rato y bromearían sobre las mujeres chillonas de la tele, y Diondra las señalaría con sus preciosas uñas —ella amaba sus uñas— y entonces insistiría en pintárselas a él, o en pintarle los labios, cosa que también adoraba hacer, a ella le encantaba ponerlo guapo, decía siempre. Acabarían en una lucha de cosquillas en la cama, desnudos, echándose kétchup en la espalda, y Diondra se reiría como un mono, tan alto que los vecinos golpearían en el techo.
Pero esa imagen no estaba del todo completa. Había olvidado deliberadamente un detalle muy alarmante, había omitido ciertos hechos. Eso no podía ser buena señal. Significaba que todo era un sueño. Él era un niño idiota que no podía tener algo tan insignificante como un apartamento de mierda en Wichita. Ni siquiera podía tener eso. Sintió una furia familiar Su vida era una larga serie de negaciones, que simplemente lo esperaban a la vuelta de la esquina.
Aniquilación. Vio hachas de nuevo, armas de fuego, cuerpos ensangrentados aplastados contra el suelo. Los gritos daban paso a los lamentos y al trino de los pájaros. Quería sangrar más.