AHORA
Cinco noches después de mi cerveza con Lyle, bajé con el coche desde el risco donde está mi casa y continué hasta más allá del valle de la zona oeste de Kansas City. El barrio había prosperado en la época dorada del negocio del ganado y ahora llevaba unas cuantas décadas de decadencia. Estaba todo lleno de construcciones altas y silenciosas que mostraban nombres de empresas ya desaparecidas: Raftery Cold Storage, London Beef, Dannhauser Cattle Trust. Algunos edificios habían sido convertidos en atracciones y casas del terror para las celebraciones de Halloween: toboganes gigantescos, castillos de vampiros y adolescentes borrachos que llevaban cervezas escondidas dentro de sus chaquetas con la inicial bordada de su hermandad.
A principios de marzo el lugar se veía desolado. Mientras iba conduciendo por las calles solitarias, vi a algunas personas entrando o saliendo de edificios, aunque no tengo ni idea de qué hacían. Cerca del río Missouri, la zona pasaba de estar semivacía a inquietantemente desocupada, una perfecta ruina.
Sentí cierto desasosiego cuando aparqué frente a un edificio de cuatro plantas con un cartel que decía: «Tallman Corporation». Era uno de esos momentos en los que desearía tener más amigos. O amigas. Debería tener a alguien a mi lado. Por lo menos a alguien que esperara noticias mías. De haber sido así, habría dejado una nota en la puerta de mi casa, explicando dónde estaba, con la carta de Lyle incluida. Si yo desaparecía, la poli tendría un lugar por donde empezar. Por supuesto, si tuviera una amiga, quizá me llamara para decirme: «No pienso dejar que hagas eso, cariño». Las mujeres siempre dicen ese tipo de cosas, en un tono protector.
O quizá no. Los asesinatos me habían dejado permanentemente apartada de ese tipo de llamadas. Había asumido que lo peor del mundo puede pasar, porque lo peor del mundo ya había pasado. Pero, entonces, ¿no existía la menor posibilidad de que yo, Libby Day, sufriera daño alguno porque ya lo había sufrido todo? ¿Estaba a salvo, por definición? Una conclusión estadística brillante, irrefutable. No puedo decidir, así que me encuentro entre una drástica sobreprotección (durmiendo siempre con las luces encendidas y el viejo revólver Colt Peacemaker en la mesilla de noche) y la ridícula imprudencia (aventurándome a ir al Kill Club en un edificio desocupado).
Llevaba unas botas de tacón alto, para ganar algunos centímetros, la derecha mucho más ancha por culpa de mi pie malo. Quería hacerme crujir todos los huesos del cuerpo, para relajarme. Estaba tensa, cabreada, y los dientes me rechinaban. Nadie debería necesitar dinero de un modo tan acuciante. Había intentado ver en breves flashes y con buenos ojos lo que había hecho el día anterior. Me había convertido en algo noble. Aquella gente estaba interesada en mi familia, y yo me sentía orgullosa de mi familia. Les proporcionaría a esos extraños una visión de las cosas que sólo yo podía proporcionarles. Y, si querían darme dinero, lo aceptaría. No era tan buena como para no hacerlo.
Pero, en realidad, no me sentía orgullosa de mi familia. A nadie le habían gustado nunca los Day. Mi padre. Runner Day, era un loco borracho y violento, aunque su aspecto físico no impresionaba: era pequeño y de puños débiles. Mi madre había tenido cuatro hijos a los que no podía cuidar debidamente. Pobre niños de granja apestosos y manipuladores, con las camisas rotas y pinta de menesterosos, mocosos y cargados de virus. Mis dos hermanas y yo fuimos la causa de al menos cuatro epidemias de piojos en nuestra corta experiencia escolar. Los sucios Day.
Y aquí estaba yo, veintitantos años después, dando una imagen de precariedad, necesitada de cosas. De dinero, específicamente. En el bolsillo trasero de los vaqueros llevaba una nota que Michelle me había escrito un mes antes de las muertes. La arrancó del cuaderno de espiral y, tras quitarle la tira de papel sobrante, la había plegado cuidadosamente en forma de flecha.
En ella, Michelle hablaba de las típicas cosas que le ocupaban la cabeza en cuarto curso: un chico de su clase, su profesor idiota, unos vaqueros de diseño horribles que alguna niña malcriada le había regalado por su cumpleaños. Era aburrido, nada memorable; tengo cajas enteras llenas de esas tonterías que he ido arrastrando de casa en casa y que no había abierto hasta ahora. Por eso podría sacar dos mil dólares. Sentí una punzada de alegría culpable al pensar en toda la mierda que podría vender: notas, fotografías y basura que nunca había tenido agallas de tirar. Salí del coche, respiré hondo y el aire me ensanchó el cuello.
La noche era fría, con alguna que otra bolsa de aire templado de primavera aquí y allí. Una enorme luna amarilla flotaba en el cielo como un farolillo chino.
Subí los escalones de mármol sucios de hojas que crujían bajo mis botas con un desagradable sonido de huesos viejos. Las puertas eran de metal grueso, pesado. Golpeé una vez, esperé, golpeé tres veces más y seguí esperando bajo el resplandor de la luna, como una actriz de vodevil. Estaba a punto de telefonear a Lyle cuando la puerta se abrió. Un chico alto, de rostro alargado, me miró de arriba abajo.
—¿Sí?
—¿Está Lyle Wirth?
—¿Por qué tendría que estar Lyle Wirth aquí? —dijo muy serio, regodeándose.
—Venga, tío, que te jodan —dije bruscamente, y di media vuelta, sintiéndome como una idiota. Ya había bajado tres escalones cuando el chico me llamó.
—¡Oye, espera, no te cabrees!
Pero yo había nacido cabreada. Podía imaginarme saliendo del útero cabreada. Tardo poco en perder la paciencia. La expresión «que te jodan» no aguanta mucho rato en la punta de mi lengua, y siempre la tengo ahí.
Hice una pausa entre dos escalones, mirando hacia abajo.
—Conozco a Lyle Wirth, obviamente —dijo el chico—. ¿Estás en la lista de invitados?
—No lo sé. Mi nombre es Libby Day.
Abrió la boca, que cerró de nuevo con un sonido gutural, y me lanzó la misma mirada escrutadora que Lyle días antes.
—Pero… ¡eres rubia!
Levanté las cejas.
—Entra, te acompañaré abajo —dijo, abriendo la puerta de par en par—. Vamos, no voy a morderte.
Hay pocas frases que me molesten más que «no voy a morderte». La única que me jode mucho más es cuando algún borracho acodado en la barra de un bar me ladra, al ver que no le hago ni caso: «¡Sonrie, no puede ser tan malo!». Sí que puede ser malo, mamón.
Volví sobre mis pasos, mirando desafiante al chico y caminando tan condenadamente despacio que tuvo que pegarse contra la puerta para mantenerla abierta. Capullo.
Entré en un vestíbulo que parecía una cueva, con lámparas rotas de latón colocadas de tal forma que parecían tallos de trigo. La habitación tenía más de doce metros de altura. En el pasado, el techo había sido pintado con una especie de mural, imágenes desconchadas de chicos y chicas de campo labrando o cavando. Una muchacha, cuya cara se había desvanecido, sostenía en la mano una cuerda de saltar ¿O era una serpiente? Toda la esquina oeste del techo estaba agujereada en distintos puntos: donde el roble debería mostrar una explosión de hojas verdes de verano, había una porción de cielo azul nocturno. Se veía el resplandor de la luna, pero no la luna. El vestíbulo estaba a oscuras, sin luz eléctrica, pero podían verse montones de basura en las esquinas. Los organizadores habían echado a los okupas y barrido el lugar para lavarle la cara. A pesar de todo, olía a meados, y en una de las paredes había un condón pegado como si fuera un espagueti.
—Chicos, ¿no podíais haber montado una especie de sala para banquetes? —mascullé. El suelo de mármol vibró a mis pies. Evidentemente toda la vida de aquel lugar sucedía en el piso inferior.
—No somos exactamente un comité de bienvenida —dijo el chico. Tenía cara de niño, carnosa y con lunares. Llevaba un diminuto pendiente turquesa que yo siempre había asociado con los fans de Dragones y Mazmorras. Tíos de esos que tienen hurones por mascotas y les encantan los trucos de magia—. Además, este edificio tiene un cierto… ambiente. Uno de los Tallman se voló los sesos aquí en 1953.
—Qué agradable.
Nos miramos. Su rostro parecía cambiar de forma en la penumbra. No vi ninguna manera evidente de bajar al piso inferior. Estaba claro que el ascensor de la izquierda no funcionaba, pues el tablero de mandos estaba medio congelado en el suelo. Me imaginé dentro a un grupo de fantasmas vestidos de ejecutivos esperando pacientemente a que empezara a moverse de nuevo.
—Entonces… ¿vamos a algún sitio?
—Oh. Sí. Escucha, quería decirte… Siento lo de tu familia. Supongo que, aunque ha pasado mucho tiempo, aún… Sencillamente no puedo ni imaginarlo. Esto es como una de esas historias de Edgar Allan Poe. Pero que ocurrió de verdad.
—Intento no pensar en ello demasiado —dije. La respuesta estándar.
Él se río.
—Bueno, entonces me temo que estás en el lugar equivocado.
Doblamos una esquina y continuamos por un pasillo flanqueado de viejas oficinas. Avancé pisando cristales rotos y mirando las salas que encontrábamos a nuestro paso: vacía, vacía, un carro de la compra, un bien apilado montón de excrementos, los restos de una hoguera y un vagabundo que me saludó: «¡Hola, tú!», dijo levantando alegremente una botella de licor.
—Su nombre es Jimmy —dijo el chico—. Parece un buen tío, así que dejamos que se quede.
Qué compasivos, pensé, y me limité a saludar a Jimmy con la cabeza. Llegamos a una pesada puerta de emergencia y, nada más abrirla, me inundó los oídos un estruendo de sonidos procedentes del sótano: una mezcla de música de órgano y heavy metal, y el griterío de una multitud que se esforzaba por hacerse oír.
—Adelante —dijo él. Yo no me moví. No me gusta tener nadie detrás de mí—. Oh…, sígueme.
Pensé en dar media vuelta, pero me imaginé a ese tipo, ese puto malabarista de festival renacentista, diciéndole a sus amigos: «¡Ha flipado, se ha largado por patas!». Y todos riéndose sintiéndose unos tipos duros. Y a él añadiendo: «Esa chica es realmente distinta a como me la imaginaba», extendiendo la mano a un metro del suelo para mostrarles lo pequeña que era. «Quetejodanquetejodanquetejodan», tarareé, y lo seguí. Continuamos bajando hasta una puerta del sótano cubierta de folletos: «Stand 22: ¡Tablón de anuncios de Lizzie Borden! ¡Objetos coleccionables a la venta o para intercambiar! Stand 28: ¡Coloquio sobre Karla Brown y Bite Marks! Stand 14: Teatro improvisado: ¡Interrogatorio de Casey Anthony! Stand 15: ¡Los terribles tratos de Tom: la paliza de Jonestown y la dulce Fanny Adams!».
Entonces vi un folleto azul fotocopiado con una foto mía en una de las esquinas: «¡Un Día Malo! La masacre de la granja de Kinnakee, Kansas: ¡¡¡Disección del caso y una invitada muy, muy especial!!!».
De nuevo pensé en irme, pero la puerta se abrió y accedí a un sótano húmedo, sin ventanas, con unas doscientas personas apiñadas, apoyados los unos en los otros y gritándose al oído. Una vez, en la escuela nos mostraron un documental sobre una plaga de saltamontes en el Medio Oeste, y eso es lo que vi allí: todos aquellos ojos saltones mirándome, bocas masticando chicle, brazos, codos y cuerpos inclinados. La sala estaba organizada como un mercadillo, con filas de stands delimitadas con cadenas de hierro baratas. Cada stand estaba dedicado a un asesinato diferente. A primera vista, conté unos cuarenta. Un generador conseguía a duras penas alimentar un cable con bombillas que colgaba de alambres tendidos por el techo y que se balanceaba a un ritmo desigual, iluminando las caras en ángulos horripilantes: una fiesta de máscaras de la muerte.
En la otra punta, Lyle me reconoció y se abrió paso a codazos a través del gentío hasta llegar junto a mí. Nos estrechamos las manos. Él era, aparentemente, un tipo importante allí: todo el mundo quería tocarlo, decirle algo. Se inclinó para escuchar a un tipo que le susurraba algo al oído y, cuando se puso derecho, se golpeó la cabeza con una bombilla y todos los que estaban a su alrededor se rieron, sus caras brillaban intermitentemente, como iluminadas por la luz giratoria de un coche de policía. Rostros de hombres. Rostros de chicos. Sólo había unas pocas mujeres: cuatro, que yo pudiera ver, todas con gafas, feas. Los hombres tampoco eran atractivos. Había ex compañeros de colegio, indefinibles chicos de la periferia y una buena cantidad de veinteañeros con cortes de pelo baratos y gafas de empollón, tipos que me recordaron a Lyle y al chico que me había traído hasta aquí abajo. Seres comunes y corrientes, pero con un aire de arrogancia inteligente. Llamémoslo aftershave antipersonas.
Los hombres que había detrás de Lyle sonrieron abiertamente a sus espaldas, estudiándome como si fuera su nueva novia. Él sacudió la cabeza.
—Lo siento, Libby. Se supone que Kenny tenía que avisarme de tu llegada, y yo te habría acompañado hasta aquí. —Miró a Kenny por encima de mi cabeza. El chico se encogió de hombros y se fue. Lyle me guiaba entre la muchedumbre, empujándome por el hombro con dedos firmes. Algunos iban disfrazados. Un hombre con chaleco y sombrero de copa negros pasó junto a mí ofreciéndome caramelos y riéndose. Lyle me susurró—: El tarado de Frederick Baker. Llevamos años intentado dejar fuera a los jugadores de rol, pero… hay demasiada gente en este rollo.
—No sé qué significa todo esto —dije, preocupada porque estaba a punto de perderlo. Codos y hombros me daban empujones, y cada pocos pasos tenía que retroceder y volver a avanzar—. En serio, no sé de qué coño va todo esto.
Lyle suspiró con impaciencia y miró el reloj.
—Nuestra sesión no empieza hasta medianoche. ¿Quieres que te enseñe todo esto y te explique un poco lo que hacemos?
—Quiero mi dinero.
Se mordió el labio inferior, sacó un sobre del bolsillo trasero y me lo puso en la mano mientras se acercaba a mi oído y me pedía que lo contara más tarde. El fajo era grueso, y eso me calmó un poco.
—Déjame enseñarte todo esto. —Recorrimos el perímetro de la sala, stands repletos a derecha e izquierda, con vallas de metal que me recordaban a las perreras. Lyle me empujó con el dedo, invitándome a seguir adelante—. El Kill Club. No, no me sermonees, sabemos que es un mal nombre, un nombre feo. Pero el Kill Club, nosotros lo llamamos KC, es una de las razones por las que organizamos esta gran reunión cada año… Como te decía, es básicamente para personas que resuelven casos. Y para aficionados a los crímenes famosos. De todos ellos, hasta el de Fanny Adams.
—¿Quién es Fanny Adams? —le corté, celosa. Se suponía que yo iba a ser la estrella de todo este montaje.
—Una niña de ocho años que fue descuartizada en Inglaterra en 1867. Ese tipo que acabamos de ver, el del sombrero de copa, va disfrazado de su asesino, Frederick Baker.
—Eso es realmente enfermizo. —Así que estaba muerta para siempre. Eso era bueno. No había competencia.
—Bueno, fue un asesinato célebre. —Me pilló haciendo una mueca—. Aunque, claro, pertenece a un grupo menos interesante. La mayoría de esos asesinatos han sido resueltos, y no revisten misterio alguno. Para mí, lo mejor de todo es llegar a la resolución de un caso. Tenemos ex policías, abogados…
—¿También hay jugadores de rol de mi caso? ¿Hay jugadores de rol disfrazados de mi familia? —Un hombre fornido, con mechas en el pelo, que llevaba una muñeca hinchable vestida de rojo, se detuvo casi encima de mí, sin siquiera verme. Los dedos de plástico de la muñeca me rozaron la mejilla. Alguien detrás de mí gritó: «¡Scott y Amber!». Aparté al tipo y traté de encontrar entre la multitud a alguien vestido como mi madre, o como Ben, a algún cabrón con una peluca roja, blandiendo un hacha. Apreté la mano en un puño.
—No, por supuesto que no —dijo Lyle—. Yo nunca permitiría eso, Libby, un juego de rol sobre… aquello. No.
—¿Por qué todos son hombres? —En uno de los stands, dos tipos rechonchos vestidos con camisas de polo discutían sobre unos asesinatos de niños en un burdel de Missouri.
No todo son hombres —dijo Lyle a la defensiva—. La mayoría de los investigadores son hombres; si vas a una convención de crucigramas, verás lo mismo. A las mujeres les va más la creación de redes sociales. Ellas hablan sobre por qué se identifican con las víctimas, porque han tenido maridos maltratadores o por cualquier otro motivo, toman café y compran fotos antiguas. Hemos tenido que ser más cuidadosos con ellas, porque a veces se implican demasiado.
—Sí, a veces es mejor no mostrarse demasiado humano —dije, demostrando ser una hipócrita de mierda. Afortunadamente, Lyle no me hizo caso—. Ahora, por ejemplo, están todas obsesionadas con el asunto de Liste Stephen. —Señaló a su espalda, donde un pequeño grupo de mujeres se agolpaban frente a un ordenador con el cuello estirado hacia abajo como las gallinas. Dejé atrás a Lyle y me dirigí hacia el stand. Estaban viendo un vídeo sobre Liste. Liste y las compañeras de su hermandad. Liste y su perro. Liste y su compañera de hermandad más parecida a ella—. ¿Ves lo que quiero decir? —continuó Lyle—. Ellas no quieren resolver casos, sólo miran cosas que podrían ver por Internet en sus casas.
El problema con Liste Stephens era que no había nada que resolver: no tenía novio, ni marido, ni compañeros de trabajo molestos, ni extraños ex convictos haciendo trabajos de mantenimiento en su casa. Sencillamente desapareció sin razón aparente, salvo que era guapa. Era la clase de chica en la que se fijaba la gente. El tipo de chica con la que los medios de comunicación se volcaban cuando desaparecía.
Junto al ordenador había un montón de camisetas estampadas en las que se leía «Devuelve a Liste a casa». Veinticinco dólares. Ellas, sin embargo, estaban más interesadas en el ordenador portátil. Ahora estaban leyendo los mensajes del sitio web. Muchos de ellos estaban acompañados de fotos que desentonaban. «Te queremos, Liste, sabemos que volverás a casa», aparecía junto a una instantánea de tres mujeres de mediana edad en la playa. «Paz y amor para tu familia en este momento de necesidad», junto a una foto de un perro labrador. Las chicas volvieron a la página principal para contemplar la foto de los medios de comunicación que más les gustaba: Liste y su madre, ambas abrazadas, mejilla contra mejilla, radiantes.
Me encogí de hombros, tratando de ignorar mi preocupación por Liste, a la que no conocía. Y luché de nuevo contra los celos. De todos aquellos stands dedicados a los asesinatos, quería que el de los Day fuera el más grande. Era un ataque de amor: mis muertos eran los mejores. Tuve un flash de mi madre, su pelo rojo recogido en una coleta, tirando de mis gastadas botas de invierno y luego frotándome los dedos de los pies, uno por uno. «Ahora calentamos el dedo gordo, y ahora el meñique». En ese recuerdo podía oler el pan tostado con mantequilla, aunque no sé si había pan tostado con mantequilla. En ese recuerdo aún tenía todos los dedos de los pies.
Me estremecí profundamente, como un gato.
—Vaya, ¿alguien ha caminado sobre tu tumba? —dijo Lyle, y entonces comprendí la ironía.
—Bien, ¿qué más tenemos? —Nos detuvimos en un atasco de gente delante de un stand llamado El Bazar del Extraño Bob, regentado por un individuo con un enorme bigote negro que sorbía sopa. Tenía cuatro calaveras alineadas en una mesa detrás de él con un letrero que rezaba: «Los cuatro finalistas». El tipo le gritó a Lyle que le presentara a su pequeña amiga. Lyle le hizo señas, abriéndose paso entre el gentío. Se encogió de hombros y me susurró: «Un jugador de rol».
—Bob Berdella —le dijo Lyle al hombre, bromeando con el nombre de un famoso asesino de homosexuales—, ésta es Libby Day, cuya familia fue… la de la masacre de la granja de Kinnakee, Kansas. Los Day.
Desde detrás de la mesa, el hombre se inclinó hacia mí. Un trozo de hamburguesa babosa le colgaba de un diente.
—Si tuvieras polla, ahora estarías en trocitos en mi basura —dijo, y estalló en carcajadas—. A trocitos pequeñitos.
Me soltó un manotazo. Yo di un paso atrás involuntariamente, y a continuación me lancé en tromba hacia Bob, con el puño levantado, rabiosa, como siempre que me daban un susto. A por su nariz, para hacerlo sangrar, para machacar ese pedazo de carne con chile que había en medio de su cara, después golpearle de nuevo. Antes de que pudiera llegar hasta él. Bob empujó su silla hacia atrás, levantando las manos y murmurando, no a mí sino a Lyle: «Amigo, sólo estaba jugando, no quería hacerle daño, hombre». Ni siquiera me miró cuando se disculpaba, como si yo fuese una niña. Mientras le gritaba a Lyle, me fui para él. No le acerté en la nariz, pero sí le di un buen bofetón en la barbilla, como el que se le da a los perros.
—Que te jodan, capullo.
Lyle reaccionó por fin, murmuró disculpas y me alejó de allí. Yo aún tenía los puños apretados y la mandíbula tensa. Antes de irme, le propiné una patada a la mesa de Bob con la bota, lo suficiente para que se tambaleara con fuerza y la sopa se le cayera al suelo. Lamenté no haberlo alcanzado de lleno por culpa de la mesa. No hay nada más vergonzoso que una mujer bajita errando un puñetazo. También habría podido suceder que Lyle hubiera tenido que llevarme en volandas, mientras yo pateaba los pies en el aire como una niña pequeña. Miré hacia atrás. El hombre se había quedado allí, con los brazos caídos, el mentón amoratado, tratando de decidir si estaba arrepentido o enfadado.
—Desde luego no ha sido la primera pelea en el Kill Club, pero sí, tal vez, la más extraña —dijo Lyle.
—No me gusta que me amenacen.
—Él en realidad no quería… Lo sé, lo sé —murmuró Lyle—. Como te he dicho, alguna vez tendremos que deshacernos de esos jugadores de rol y dejar sólo a los investigadores serios. Te gustará la gente de nuestro grupo, el grupo de los Day.
—¿Es el grupo de los Day o el grupo de la masacre de la granja de Kinnakee, Kansas? —refunfuñé.
—Oh. Sí, así es como lo llamamos. —Trató de colarse a través de otro cuello de botella en el estrecho pasillo, pero terminó aplastado a mi lado. Mi rostro estaba pegado a pocos centímetros por encima del culo de un tipo. Camisa azul Oxford, almidonada. Mantuve la mirada en el perfecto pliegue central. Alguien con una enorme barriga de payaso me empujaba por detrás.
—Muchos creen que Satanás tuvo algo que ver en el asunto —dije—. La masacre de la granja de Satanás. Los asesinatos de Satanás en Kansas.
—Nosotros no creemos en eso, intentamos evitar cualquier referencia al diablo. ¡Perdón! —dijo, abriéndose paso.
—Así que es una cuestión de marca —solté, con los ojos fijos en la camisa azul. Empujamos hasta doblar una esquina que daba al frescor de un espacio abierto.
—¿Quieres ver más grupos? —Señaló a su izquierda, hacia un grupo de hombres en el Stand 31: cortes de pelo baratos, unos cuantos bigotes y muchas camisas desabotonadas. Discutían en voz baja—. Estos chicos son bastante buenos —dijo Lyle—. Básicamente están creando su propio misterio: creen que han identificado a un asesino en serie. Un tipo que ha cruzado los estados de Missouri, Kansas, Oklahoma y que ha ayudado a morir a gente. Padres de familia, a veces personas mayores, atrapados por las deudas, que han superado el límite de sus tarjetas de crédito, con hipotecas de alto riesgo, gente sin salida.
—¿Se dedica a matar a gente que no sabe administrar su dinero? —pregunté entornando los ojos.
—No, no. Creen que es una especie de doctor Kevorkian para personas con problemas de solvencia pero que tienen buenos seguros de vida. Lo llaman el Ángel de la Deuda.
Uno de los chicos, con una mandíbula prominente y unos labios que no llegaban a cubrirle los dientes, se volvió hacia Lyle:
—Creemos que el Ángel estuvo en Iowa el mes pasado: un tipo con una de esas mansiones cursis y cuatro hijos tuvo uno de esos accidentes espectaculares con una moto de nieve en el momento oportuno. El año pasado hubo como uno al mes. Economía, tío.
El joven se disponía a continuar, tratando de arrastrarnos al interior del stand, lleno de gráficos, calendarios y recortes de periódicos, y una desordenada mezcla de frutos secos esparcida por toda la mesa. Los chicos los cogían a puñados y se les caían de las manos. Las galletitas saladas y los cacahuetes rebotaban contra sus zapatillas de deporte. Negué con la cabeza, para que Lyle me llevara a otro sitio. Fuera, en el pasillo, tragué una bocanada de aire sin olor a sudor y miré el reloj.
—Perfecto —comentó Lyle—. Hay mucho por ver. Vamos. Creo que te gustará nuestro grupo. Es mucho más serio. Mira, ya hay gente allí. —Señaló un stand muy ordenado en la esquina donde una mujer gorda de cabellos rizados sorbía café en un enorme vaso de plástico. Dos hombres delgados de mediana edad miraban hacia la sala con las manos enjarras, ignorando a la mujer. Parecían polis. Tras ellos, un viejo calvo sentado a una mesa garabateaba notas en un cuaderno, mientras un chico en edad universitaria leía tenso por encima de su hombro. Un grupo de tipos anodinos llenaba la parte del fondo, hojeando entre montones de carpetas o sencillamente holgazaneando.
—Mira, más mujeres —dijo Lyle en tono triunfante, señalando a la montaña de mujer de los cabellos rizados—. ¿Quieres ir ahora, o prefieres esperar y hacer una entrada triunfal?
—No, vamos ahora.
—Es un buen grupo, son fans serios. Les gustarás. Apuesto a que incluso aprenderás unas cuantas cosas de ellos.
Di un gruñido y lo seguí. La mujer fue la primera en verme. Entrecerró los ojos y luego los abrió como platos. Llevaba una carpeta de fabricación casera en la que había pegada una foto mía de pequeña. En ella, yo llevaba al cuello una cadenita de oro que alguien me había regalado. Parecía que quisiera darme la carpeta: la sostenía como quien ofrece el folleto de la programación del teatro. Yo no extendí la mano. Observé que había dibujado en mi cabeza unos cuernos de demonio.
Lyle me pasó un brazo por el hombro, y enseguida lo quitó.
—Hola a todos. Nuestra invitada especial, la estrella de la Convención del Kill Club de este año. Libby Day.
Algunas cejas levantadas, bastantes cabezas asintiendo con admiración y uno de los tipos que parecían polis exclamando «mierda». El hombre estaba a punto de chocarle los cinco a Lyle con la mano levantada, pero se lo pensó mejor y congeló el brazo en un involuntario saludo nazi. El hombre mayor me echó un vistazo y siguió garabateando notas. Por un momento pensé con pavor que tendría que soltar un discurso, pero en vez de eso murmuré un áspero «hola» y me senté a la mesa.
Tras las presentaciones habituales, las preguntas. Sí, vivía en Kansas City. No, ahora estaba entre dos trabajos. No, no tenía ningún contacto con Ben. Sí, él me escribía unas cuantas veces al año, pero yo tiraba las cartas sin abrir a la basura. No, no tenía curiosidad por leerlas. Sí, estaba dispuesta a vender la próxima que me llegara.
—Bueno —interrumpió por fin Lyle con un potente grito—, tenéis delante a una figura clave en el caso de los Day, una testigo directa, así que ¿por qué no empezamos a hacer preguntas de verdad?
—Yo tengo una pregunta de verdad —dijo uno de los tipos que parecían polis. Esbozó una media sonrisa y se irguió en la silla—. Si no te importa, iré al grano.
Aún está esperando que le diga que no me importa.
—¿Por qué testificaste que Ben mató a tu familia?
—Porque lo hizo —dije—. Yo estaba allí.
—Tú estabas escondida, cariño. Es imposible que vieras lo que dices que viste; si no, también estarías muerta.
—Yo vi lo que vi —fue mi respuesta, la de siempre.
—Tonterías. Viste lo que te dijeron que viste, porque eras una niña buena que necesitaba ayuda. La acusación te presionó férreamente. Te utilizaron para conseguir su objetivo con mayor facilidad. El trabajo policial más burdo que he visto nunca.
—Yo estaba en la casa…
—Sí, pero ¿cómo explicas los disparos que mataron a tu madre? —soltó el tipo, inclinándose hacia delante y apoyando los codos en las rodillas—. Ben no tenía restos de pólvora en las manos.
—Chicos, chicos —interrumpió el hombre mayor, agitando sus gruesos dedos—, y señoritas —añadió, baboso, asintiendo hacia mí y hacia la mujer del cabello rizado—. Ni siquiera hemos presentado los hechos del caso. Debemos respetar el protocolo; de otro modo, esto puede convertirse en una sesión de chat como las de Internet. Tenemos que asegurarnos de que todos estamos en la misma página.
Nadie puso objeciones, así que el hombre se humedeció los labios, miró por encima de sus gafas bifocales y carraspeó alguna flema. El hombre demostraba autoridad, aunque de un modo malsano. Me lo imaginé solo en su casa, comiendo melocotones en conserva en la encimera de la cocina, sorbiendo el almíbar. Empezó a recitar sus notas.
—Hecho: alrededor de las 2 a. m. del 3 de enero de 1985, una persona, o varias, asesinaron a tres miembros de la familia Day en su granja de Kinnakee, Kansas. Las muertes incluyen a Michelle Day, de diez años; a Debby Day, de nueve, y a la matriarca de la familia, Patty Day, de treinta y dos. Michelle Day fue estrangulada; Debby Day murió por heridas producidas por un hacha; Patty Day, de dos heridas producidas por tiros de escopeta, varias heridas de hacha y cortes profundos efectuados con un cuchillo de caza, marca Bowie.
Sentí que la sangre me subía a las orejas y me dije a mí misma que no estaba oyendo nada nuevo. Nada por lo que asustarse. En realidad, nunca había oído los detalles de los asesinatos. Había dejado que las palabras cruzaran mi cerebro y me salieran por las orejas, como una enferma de cáncer que escucha aterrorizada la jerga codificada del médico sin entender nada, excepto que son muy malas noticias.
—Hecho —continuó el hombre—: la hija más pequeña, Libby Day, de siete años, estaba en la casa en el momento del suceso, y escapó del asesino o asesinos a través de una ventana de la habitación de su madre. Hecho: el hijo mayor, Benjamin Day, de quince años, afirma que esa noche, tras discutir con su madre, se fue a dormir al granero de un vecino. Nunca proporcionó una coartada, y su actitud con la policía no le ayudó mucho. Posteriormente fue detenido y condenado, a causa de los rumores que aseguraban que había empezado a participar en ceremonias satánicas: las paredes de la casa estaban cubiertas de símbolos y palabras asociadas al culto al diablo. Escritas con la sangre de su madre.
El viejo hizo una pausa para conseguir un efecto dramático, miró al grupo y volvió a sus notas.
—Más censurable es el hecho de que su hermana superviviente, Libby, testificara que había visto a su hermano Ben cometer los asesinatos. A pesar del testimonio confuso de Libby y de su corta edad, Ben Day fue condenado, a pesar de la sorprendente ausencia de pruebas físicas. Os convocamos para que exploréis otras posibilidades y para debatir el caso. El hecho manifiesto es que los asesinatos fueron cometidos la madrugada del 3 de enero de 1985. Un día nefasto, sin juegos de palabras. —Risas ahogadas, miradas acusadoras hacia mí—. Cuando esa familia se levantó aquella mañana, no había nada que los amenazara. Algo salió realmente mal aquel día.
Una foto se había deslizado parcialmente fuera de la carpeta del orador. Se veía una pierna gorda y sanguinolenta y parte de un camisón de color lavanda. Debby. El hombre se percató de que yo estaba mirando la foto y la guardó de nuevo con un rápido gesto, como si aquello no fuera asunto mío.
—La opinión general es que lo hizo Runner Day —intervino la gorda, a quien, al hurgar en el bolso, se le cayeron al suelo unos pañuelos de papel.
Salí de mi aturdimiento al oír el nombre de mi padre. Runner Day. Un tipo miserable.
—Él va a ver a Patty —continuó la mujer—, intenta intimidarla para que le dé dinero, como siempre, no consigue nada, se cabrea y enloquece. Al parecer, ese hombre no estaba en sus cabales.
Sacó un frasco y se tragó dos aspirinas como hacen en las películas, con una rápida y violenta sacudida hacia atrás de la cabeza. Después me miró en busca de confirmación.
—Sí, eso creo. No me acuerdo bien de él. Se divorciaron cuando yo tenía unos dos años, y no hemos tenido mucho contacto después. Regresó una vez y estuvo con nosotros durante un verano, el anterior a los asesinatos, pero…
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé.
La mujer clavó la mirada en mí.
—¿Y qué hay de aquella huella de zapato de hombre? —preguntó un hombre desde el fondo—. La policía nunca explicó por qué había huellas de zapato de hombre manchadas de sangre en una casa donde no había ningún hombre que llevara zapatos…
—La policía nunca explica casi nada —soltó el viejo.
—Igual que la mancha de sangre en las sábanas de Michelle —intervino Lyle volviéndose hacia mí—. Aquel tipo de sangre no pertenecía a nadie de la familia. Lamentablemente, las sábanas eran de los servicios sociales, por lo que la Fiscalía argumentó que la sangre podía provenir de cualquier persona.
«Sábanas levemente usadas». Sí. Los Day éramos grandes aficionados a la beneficencia: el sofá, la tele, las lámparas, los pantalones, hasta las cortinas eran de los servicios sociales.
—¿Sabes cómo encontrar a Runner? —preguntó el chico joven—. ¿Podrías hacerle algunas preguntas para nosotros?
—Y yo sigo pensando que sería útil hacerles unas cuantas preguntas a los amigos de Ben de aquella época. ¿Mantienes contactos en Kinnakee? —dijo el viejo.
Varias personas empezaron a discutir sobre el posible móvil de Runner, sobre los amigos de Ben y el deficiente procedimiento de la policía.
—Eh, un momento —dije—. ¿Qué pasa con Ben? ¿Es que ya lo habéis descartado?
—Por favor, ésa es la sentencia más injusta que he visto nunca —terció la gorda—. Y no finjas que crees lo contrario. A menos que estés protegiendo a tu padre. O que estés demasiado avergonzada por lo que hiciste.
Entonces la miré. Llevaba una mancha de huevo en el pelo. ¿Quién come huevos a medianoche? —pensé—. ¿O se la ha hecho esta mañana?
—Nuestra amiga Magda está volcada en el caso y decidida a hacer todo lo posible por liberar a tu hermano —dijo el viejo levantando las cejas condescendientemente.
—Este hombre es un ser maravilloso —comentó Magda apuntando su barbilla hacia mí—. Escribe poemas y música, y todo en él transmite esperanza. Deberías conocerlo, Libby, deberías conocerlo de verdad.
Magda pasó las uñas por las carpetas que había sobre la mesa, una por cada miembro de la familia Day. La más gruesa estaba cubierta de fotos de mi hermano: Ben, pelirrojo y joven, sosteniendo sombríamente un bombardero de juguete; Ben, con el pelo negro, atemorizado en la foto de la ficha policial después de su detención; Ben hoy, en la cárcel, de nuevo pelirrojo, con pinta de estudioso, con la boca un poco abierta, como pillado a mitad de una frase. Al lado estaba la carpeta de Debby, con una sola foto de ella disfrazada de gitana en Halloween: mejillas sonrosadas, labios rojos, sus cabellos castaños cubiertos con el pañuelo rojo de mamá, las caderas ladeadas, pretendiendo quedar sexy. A su derecha se veía mi brazo pecoso extendido hacia ella. Era una foto de familia, de la que yo no tenía recuerdo.
—¿De dónde has sacado esa foto? —le pregunté.
—De por ahí. —Tapó la carpeta con su mano rechoncha.
Miré hacia la mesa, reprimiendo el deseo de embestirla. La fotografía del cuerpo sin vida de Debby volvió a deslizarse fuera de la carpeta del viejo. Vi la pierna ensangrentada, el vientre rebanado, un brazo casi cortado del todo. Me incliné sobre la mesa y agarré al tipo por la muñeca.
—Quita esa mierda de ahí —mascullé. El tipo guardó la foto de nuevo, se puso la carpeta en el pecho a modo de escudo y me miró, parpadeando.
Todos me miraban ahora con curiosidad, un poco preocupados, como si yo fuera un conejillo, una mascota, y acabaran de darse cuenta de que podía tener la rabia.
—Libby —dijo Lyle en un tono suave de presentador de televisión—. Nadie duda de que estuvieras en la casa. Nadie duda de que sobrevivieras a una prueba increíblemente horrible que ningún niño debería soportar nunca. Pero ¿realmente viste con tus propios ojos lo que dices que viste? ¿O fuiste coaccionada?
Yo me estaba imaginando a Debby arreglándome el pelo con sus dedos regordetes, trenzándolo al estilo «raspa de pescado», que ella insistía en que era más complicado que las trenzas francesas, resoplando su aliento caliente en mi nuca. Atando una cinta verde en la punta, convirtiéndome en un regalo. Ayudándome, en equilibrio al borde de la bañera, a sostener el espejito de mano para que pudiera ver el reflejo de mi nuca en el espejo del lavabo. Debby, que de manera desesperada quería que todo fuera bonito.
—No existe ni una sola prueba de que nadie, excepto Ben, matara a mi familia —dije, volviendo al mundo de los vivos, donde yo vivo por mi cuenta—. ¡Por los clavos de Cristo, si ni siquiera presentó un recurso de apelación! Nunca ha hecho nada por salir de la cárcel. —Yo no sabía nada de convictos, pero me parecía que estaban siempre apelando, de manera obsesiva, aunque no tuvieran la más mínima posibilidad. Cuando me imaginaba la cárcel, veía monos de color naranja y cuadernos amarillos. Ben había demostrado ser culpable con su actitud inerte: mi testimonio fue sólo la puntilla.
—Tenía razones suficientes para interponer ocho recursos —sentenció Magda con grandilocuencia. Me di cuenta de que era una de las mujeres que se presentaban en mi puerta para gritarme. Me alegré de no haberle dado a Lyle mi dirección—. Que no luche no quiere decir que sea culpable, Libby, significa que ha perdido la esperanza.
—Bueno, pues me alegro.
Lyle abrió los ojos como platos.
—Oh, Dios. Realmente crees que lo hizo Ben. —Después se rió, una vez, involuntariamente, y se reprimió de inmediato; pero su risa había sido auténtica—. Perdóname —murmuró. Nadie se ríe de mí. Todo lo que yo digo o hago debe tomarse muy, muy en serio. Nadie se burla de una víctima. No soy una persona que haga gracia.
—Bueno, que disfrutéis de vuestras teorías conspiratorias —dije, y me levanté de la silla de golpe.
—Oh, no te lo tomes así —dijo el poli—. Quédate. Convéncenos.
—Él nunca… presentó… una apelación —dije como una maestra de preescolar. Eso es suficiente para mí.
—Pues entonces eres idiota.
Le enseñé el dedo anular, un gesto duro, como si estuviera metiéndoselo hasta el fondo. Luego me di la vuelta, y alguien detrás de mí dijo:
—Sigue siendo una pequeña mentirosa.
Me abrí paso de nuevo entre la multitud, a mi manera, a codazos y rodillazos, hasta que alcancé el aire fresco de las escaleras, dejando atrás el bullicio. Mi única victoria era el fajo de billetes en el bolsillo y el convencimiento de que aquellas personas eran tan patéticas como yo.
* * *
Llegué a casa, encendí todas las luces y me metí en la cama con una botella de ron empalagoso. Me tumbé de lado y miré los complicados pliegues de la nota de Michelle, que había olvidado vender.
La noche había tomado partido. Del mismo modo en que el mundo estaba dividido entre los que creían que Ben era culpable y los que lo creían inocente, ahora esa docena de tipos extraños metidos en un sótano de las afueras se habían cambiado de bando, con los bolsillos llenos de ladrillos, y ¡bum! Bueno, así estaban las cosas ahora. Magda y Ben, los poemas y la fuerza de la esperanza. Las huellas y las manchas de sangre, y Runner convertido en loco. Por primera vez desde el juicio de Ben, me había sometido al juicio de la gente que creía que yo estaba equivocada, y resulta que no me encontraba del todo preparada para ese desafío. Mujer de poca fe. En otro momento, sencillamente podría haberme encogido de hombros, como siempre. Pero esas personas estaban tan seguras, se mostraban tan despectivas, como si me hubieran advertido de mi error mil veces, que decidí no dejarme vapulear más. Había ido allí pensando que se comportarían como suele hacerlo la gente: intentando ayudarme, cuidar de mí, solucionar mis problemas. En cambio, se habían burlado de mí. ¿Realmente era tan fácil desconcertarme? ¿Era tan débil?
No. Aquella noche vi lo que vi, pensé, mi mantra de siempre. A pesar de que no era cierto. Lo cierto era que no vi nada. ¿Vale? Bueno. Técnicamente no vi nada. Sólo lo oí. Sólo lo oí porque estaba escondida en un armario mientras mi familia moría, por la sencilla razón de que yo era una pequeña cobarde.
* * *
Aquella noche, aquella noche, aquella noche. Me había despertado en la oscuridad de la habitación que compartía con mis hermanas, la casa estaba tan fría que había escarcha en el lado interior de las ventanas. Debby se había metido en la cama conmigo en algún momento —a menudo dormíamos juntas para darnos calor— y su culo regordete me empujaba el estómago, presionándome contra la pared fría. Yo era sonámbula desde que había aprendido a caminar, así que sólo recuerdo que pasé por encima de Debby y que vi a Michelle durmiendo en el suelo, con su diario entre las manos, como siempre, chupando un bolígrafo en sueños y babeando la tinta negra mezclada con su saliva. Ni me molesté en despertarla, en llevarla de nuevo a la cama. Las horas de sueño eran celosamente defendidas en nuestra casa, fría y repleta de gente, y ninguna de nosotras se levantaba sin oponer resistencia. Dejé a Debby en mi cama y abrí la puerta para escuchar mejor las voces que se oían abajo, en la habitación de Ben: susurros urgentes que casi eran gritos. Sonidos de gente que cree que está siendo silenciosa. Se veía luz por debajo de la puerta de Ben. Fui a la habitación de mi madre, me metí en su cama y me acurruqué contra su espalda. En invierno, ella dormía siempre con un par de camisetas y varios suéteres: al tacto, parecía un enorme animal de peluche. Normalmente, cuando notaba mi presencia junto a ella, no se movía, pero aquella noche recuerdo que se dio la vuelta hacia mí y pensé que me iba a echar En cambio, me abrazó con fuerza y me besó en la frente. Me dijo que me quería. Casi nunca nos decía que nos quería. Por eso supongo que lo recuerdo, o creo que lo hizo, a menos que me lo haya inventado después de los hechos para sentirme mejor. Pero vamos a suponer que ella me dijo que me quería y que me dormí inmediatamente después.
Cuando me desperté, puede que minutos o quizás horas después, ella no estaba. Al otro lado de la puerta cerrada, donde no podía verla, mi madre estaba llorando y Ben le gritaba. Se oían más voces; Debby sollozaba y gritaba: «Mamimamimamimichelle», y a continuación se oyó el ruido de un hacha. Entonces yo ya distinguía ese ruido. Metal zumbando en el aire —ése era el sonido— y, después de la oscilación del hacha, un golpe seco y un gorgoteo. Debby soltó un gruñido y sonó como si tragara aire con dificultad. Ben le gritó a mamá: «¿Por qué me haces esto?». Y Michelle no dijo nada, algo muy extraño en ella, porque Michelle era la que siempre gritaba más, pero no dijo nada. Mamá gritó: «¡Corre! ¡Corre! No. No». Y sonó un disparo, y mi madre siguió gritando, pero ya no era capaz de articular palabras, sólo se oía una especie de chasquidos, como un pájaro golpeando las alas contra las paredes al final del pasillo.
Pasos fuertes de botas pesadas y los pequeños pies de Debby, aún viva, corriendo hacia la habitación de mamá, y yo pensando: No, no, no vengas aquí, y luego las botas resonando en el pasillo tras ella y alguien arrastrándose y arañando el suelo, y más gorgoteos, más gorgoteos, y golpes, y después un ruido sordo y el sonido del hacha, y mi madre que sigue emitiendo horribles graznidos, y yo quieta, helada, en el dormitorio de mi madre, a la escucha, y otro disparo estallando en mis oídos de nuevo y otro golpe seco que sacudió el suelo bajo mis pies. Yo, cobarde, esperando a que todo se acabe. Medio acurrucada dentro y fuera del armario, meciéndome hacia delante y hacia atrás. Desaparece, desaparece, desaparece. Portazos y más pasos y un lamento, Ben susurrando para sí mismo, frenético. Y después llorando, con un llanto profundo de hombre, y la voz de Ben, sé que era la voz de Ben, gritando: «¡Libby! ¡Libby!».
Abrí una ventana de la habitación de mi madre y atravesé la mosquitera rota, un golpe de nalgas en el suelo cubierto de nieve, los calcetines empapados de inmediato, el pelo enredado en los arbustos. Corrí.
«¡Libby!». Miré atrás, hacia la casa, sólo una linterna en una ventana, todo lo demás negro. Cuando llegué a la laguna mis pies estaban en carne viva. Llevaba dos capas de ropa, como mi madre, calzones largos debajo del camisón, pero estaba temblando, el viento me agitaba la ropa y me golpeaba en el vientre.
Frenéticos flashes de luz barrían el cañizal, después el bosquecillo de al lado, luego una zona de terreno muy cercana a mí. «¡Libby!». La voz de Ben otra vez. Cazándome. «¡Quédate donde estás, cariño! ¡Quédate donde estás!». Los destellos de la linterna acercándose cada vez más, aquellas botas crujiendo sobre la nieve y yo llorando con fuerza contra la manga de mi camisón, entre convulsiones, casi a punto de salir y acabar de una vez, y entonces la linterna volvió sobre sus pasos y se alejó de mí, y me quedé sola, para morir de frío en la oscuridad. Luego la linterna salió de la casa y yo me quedé donde estaba.
Horas más tarde, a la débil luz del amanecer, cuando ya estaba demasiado aturdida para sostenerme de pie, volví a casa, los pies pesados como el hierro, las manos heladas cerradas en un puño. La puerta estaba abierta, y entré cojeando en el interior. En el suelo de la cocina había un solitario montoncito de vómito, guisantes y zanahorias. Todo lo demás era rojo: pintadas de aerosol por las paredes, charcos en la alfombra, un hacha ensangrentada abandonada en el brazo del sofá. Encontré a mi madre tendida en el suelo frente a la habitación de sus hijas, la parte superior de la cabeza cortada en una rebanada triangular, se veían enormes cortes de hacha a través del camisón, un pecho descubierto. Por encima de ella, largos mechones de pelo rojo con masa cerebral adheridos a las paredes. Debby estaba a su lado, los ojos muy abiertos y una raja sanguinolenta cruzándole la mejilla. El brazo rebanado casi por completo; el hacha le había cortado el estómago, tenía la tripa abierta, flácida como la boca de alguien que duerme. Llamé a Michelle, aunque sabía que estaba muerta. Entré de puntillas en nuestro cuarto y la encontré acurrucada en la cama con sus muñecas, el cuello ennegrecido por los cardenales, con las zapatillas aún puestas, un ojo abierto.
Las paredes estaban pintadas con sangre: pentagramas y palabras obscenas. Coño. Satanás. Todo estaba roto, hecho jirones, destruido. Botes de conserva habían sido lanzados contra las paredes, cereales esparcidos por el suelo. Había un paquete individual de arroz inflado en la herida del pecho de mi madre, tal era el caos. Un zapato de Michelle colgaba del ventilador, sujeto por los cordones.
Me arrastré cojeando hasta el teléfono de la cocina, tirado en el suelo, marqué el número de mi tía Diane, el único que me sabía de memoria, y cuando tía Diane contestó, grité: «¡Están todos muertos!», con una voz tan fuerte que me hice daño en los oídos. Entonces me escondí en el hueco que había entre la nevera y el horno, y esperé a Diane.
En el hospital, me sedaron y me amputaron tres dedos del pie congelados y la mitad del dedo anular de la mano. Desde entonces sólo he estado esperando morir.
Me senté bajo la luz eléctrica amarilla. Me obligué a olvidar la casa de los asesinatos y volví a mi habitación de adulta. No iba a morir pronto, estaba sana como un perro de caza, así que necesitaba un plan. Mi cerebro calculador, propio de los Day, afortunadamente, gracias a Dios, volvió a pensar en mi propio bienestar. La pequeña Libby Day acababa de descubrir su enfoque vital. Llámese instinto de supervivencia, o llámese como lo que es: codicia.
Aquellos «entusiastas seguidores de los Day», aquellos «investigadores», pagarían por algo más que simples cartas viejas. ¿No me habían preguntado si podía localizar a Runner o a algún amigo de Ben? Pagarían por una información que sólo yo podía darles. Esos graciosillos que memorizaban los planos de mi casa, que llenaban carpetas de fotos con las escenas del crimen, tenían sus propias teorías acerca de cómo asesinaron a los Day. Siendo tan frikis, les sería difícil encontrar a alguien que se prestara a hablar con ellos. Yo podía hacerlo en su lugar. La policía complacería a una pobrecita como yo, y muchos de los implicados también. Podía hablar con mi padre, si eso era lo que querían, y podía encontrarlo.
No es que eso fuera a llevar necesariamente a nada. En casa, bajo la cálida luz de hámster en su jaula, de nuevo a salvo, me recordaba a mí misma que Ben era culpable (tenía que serlo), principalmente porque yo no era capaz de barajar cualquier otra posibilidad. No si yo iba a empezar a ponerme en marcha, y por primera vez en veinticuatro años necesitaba ponerme en marcha. Empecé a hacer cuentas en mi cabeza: quinientos dólares, pensé, por hablar con los polis; cuatrocientos por hablar con alguno de los amigos de Ben; mil por dar con el paradero de Runner; dos mil por hablar con Runner. Y era seguro que los fans tenían una lista entera de personas a las que yo podía engatusar un rato en mi papel de Huérfana Day. Podía alargar eso durante meses.
Me quedé dormida, con la botella de ron en la mano, tranquilizándome: Ben Day es un asesino.