2. Patty Day

2 DE ENERO DE 1985

8:02 A.M.

Ben estaba hablando por teléfono otra vez. Ella oía el cuchicheo infantil de su voz, como de dibujos animados, al otro lado de la puerta. Él se había empeñado en que le pusieran un supletorio en su habitación; la mitad de sus compañeros de clase, juró, figuraban en la guía telefónica. Lo llamaban la Línea Infantil. Ella se había reído y después se había cabreado porque él se había cabreado porque ella se había reído. (En serio, ¿una guía telefónica para niños? Pero ¿cómo podían estar tan malcriados esos críos?). Ninguno de los dos volvió a mencionar el tema, ambos estaban avergonzados. Unas semanas después, Ben llegó a casa, inclinó la cabeza hacia la bolsa que traía en la mano y le mostró el contenido: una conexión telefónica doble que permitía usar dos teléfonos con la misma extensión y un teléfono de plástico bastante ligero, no muy diferente de las versiones de juguete de color rosa que usaban sus hermanas para jugar a secretarias. «¿Despacho del señor Benjamin Day?», decían ellas, intentando involucrar en el juego a su hermano mayor. Ben solía sonreír y decirles que dejaran un mensaje; pero últimamente las ignoraba. Desde que Ben trajo a casa su juguete más preciado, la expresión «maldito cable telefónico» había entrado en el hogar de los Day. El cable salía de la toma que había en el panel de la puerta de la cocina, pasaba por encima del contador, continuaba por el pasillo y se metía por la rendija de debajo de su puerta, que siempre estaba cerrada. Uno u otro tropezaba con el cable al menos una vez al día, y a eso solía seguirle un grito (si era alguna de las niñas) o una maldición (si eran Patty o Ben). Ella le había pedido muchas veces que fijara el cable a la pared, tantas como él había ignorado el ruego de su madre. Patty lo atribuía a la terquedad normal de un adolescente, y a Ben la actitud de su madre le resultaba agresiva. A ella le entristecía verlo enfadado, o que se mostrara apático, o algo peor en lo que ni siquiera había pensado. ¿Y con quién hablaba? Antes de la misteriosa insistencia por el segundo teléfono, Ben no llamaba casi nunca. Tenía dos buenos amigos, los hermanos Muehler, los Futuros Granjeros de América, dos muchachos tan reservados que solían colgar cuando respondía ella. Pero nunca mantenían largas conversaciones tras la puerta cerrada.

Patty sospechaba que su hijo tenía alguna novia por ahí, pero sus pocas indirectas en ese sentido lo habían incomodado tanto que su piel pálida se volvía casi azulada y sus pecas de color ámbar brillaban, en señal de advertencia. Ella había desistido por completo. No era el tipo de madre que se entromete demasiado en la vida de sus hijos. Ya era suficientemente difícil para un chico de quince años conseguir un poco de intimidad en una casa llena de mujeres. Él había puesto un candado en la puerta de su habitación después de que un día, a la vuelta de la escuela, encontró a Michelle hurgando en los cajones de su escritorio. La instalación del candado, al igual que la del teléfono, fue presentada como un hecho consumado: un martillo, unos golpes, y de repente ahí estaba. Su nido infantil, asegurado. De nuevo, ella no pudo culparlo. La granja había sido demasiado femenina durante años, desde que Runner los había dejado. Las cortinas, las colchas, incluso las velas, eran todas de colores pastel y tenían encajes. Zapatitos rosas, ropa interior con estampados de flores y pasadores de pelo abarrotaban cajones y armarios. Las pequeñas reafirmaciones de Ben —el enredado cable de teléfono y el varonil candado metálico— eran comprensibles, realmente.

Ella oyó una carcajada procedente del cuarto de Ben, y eso la enervó. Su hijo nunca se había reído a carcajadas. A los ocho años de edad, mirando fríamente a una de sus hermanas, había dicho: «Michelle tiene un saco de la risa», como si fuera algo que se debía arreglar. Patty lo describía como estoico, pero su autosuficiencia iba más allá de eso. Su padre, desde luego, no sabía qué hacer con él; alternaba entre el juego bruto (Ben, rígido y con expresión indiferente, mientras Runner rodaba por el suelo como un cocodrilo) y la recriminación (Runner quejándose a gritos de que el niño no era nada divertido, de que era raro, o de que era una nenaza). A Patty no le había ido mucho mejor. Hacía poco había comprado un libro sobre cómo educar a un adolescente que escondía debajo de la cama como si se tratara de pornografía. El autor decía que hay que ser valiente, preguntar, pedir respuestas a tus hijos, pero ella no podía. Más de una pregunta espinosa había hecho que Ben se enfadara mucho, activando en él aquel silencio intolerablemente profundo. Cuanto más intentaba entenderlo, más se escondía él. En su habitación. Hablando con gente que ella no conocía.

Sus tres hijas también estaban despiertas desde hacía horas. Una granja, incluso aquélla —patética, superendeudada y devaluada— exigía levantarse temprano, y la rutina era muy dura en invierno. Ahora estaban trasteando por la nieve. Las había mandado afuera, como quien echa a una manada de cachorros, porque no quería que despertaran a Ben. Después se enfadó cuando le oyó hablando por teléfono, señal de que ya se había levantado. Sabía que ésa era la razón por la que estaba haciendo tortitas, el desayuno favorito de las niñas. Para vengarse. Ben y las niñas la acusaban siempre de tomar partido por unas o por otro. A Ben siempre le pedía que tuviera paciencia con las pequeñas, que solían tomarle el pelo; a las niñas, que se callaran, que no molestaran a su hermano. Michelle, de diez años, era la hija mayor, Debby tenía nueve, y Libby, siete. («Jesús, mamá, es como si hubieras tenido una camada», le reprochaba Ben). Ella apartó la delgada cortina para mirar a las niñas: Michelle y Debby, jefa y ayudante, construían un fuerte de nieve con algún plan que no iban a compartir con Libby; Libby intentaba meter las narices en el asunto, ofreciéndoles bolas de nieve, piedras y un palo largo y cimbreante, todo ello rechazado apenas con una mirada. Finalmente Libby flexionó las piernas, soltó un buen grito y se lió a puntapiés hasta derrumbarlo todo. Patty se apartó de la ventana. Lo que venía luego eran golpes y lágrimas, y no estaba de humor.

La puerta de Ben crujió al abrirse y sus pesados pasos al final del pasillo le dijeron que llevaba esas grandes botas negras que ella odiaba. «Ni las mires siquiera», se dijo lo mismo que se decía cada vez que se ponía los pantalones de camuflaje. («Papá llevaba pantalones de camuflaje», se defendía él cuando ella se quejaba. «Cuando iba a cazar. Se los ponía cuando iba a cazar», puntualizaba ella). Patty echaba de menos al niño que solía pedirle que le comprara ropa no llamativa, que sólo vestía vaqueros y camisas de cuadros escoceses. El chico de oscuros rizos pelirrojos, obsesionado con los aviones. Y allí estaba ahora, con una chaqueta vaquera negra, pantalones vaqueros negros y un gorro de lana calado hasta los ojos. El masculló algo y se dirigió a la puerta.

—No antes de desayunar —dijo ella. Él se detuvo, volviendo sólo el perfil hacia su madre.

—Tengo que hacer un par de cosas.

—Me parece muy bien, pero antes desayuna algo con nosotras.

—Odio las tortitas. Ya lo sabes. ¡Maldita sea!

—Te haré algo. Siéntate. —Él no desafiaría una orden directa, ¿o sí? Se miraron fijamente. Patty estaba a punto de ceder cuando Ben suspiró ruidosamente y se sentó en una silla. Empezó a juguetear con el salero, esparciendo los granos de sal por la mesa y juntándolos luego en un montoncito. Ella estuvo a punto de reprenderle, pero se reprimió. Ya era suficiente con haber conseguido que se sentara a la mesa.

—¿Con quién hablabas? —le preguntó Patty, dándole un poco de zumo de naranja que sabía que dejaría intacto sólo para molestarla.

—Con gente.

—¿Gente, en plural?

Él se limitó a arquear las cejas.

La mosquitera se abrió, la puerta de la calle golpeó contra la pared y se oyeron una serie de pisotones retumbando contra la estera del suelo: propio de niñas bien enseñadas como ellas. La pelea debía de haberse solucionado rápidamente. Michelle y Debby discutían ahora sobre algún dibujo animado de la televisión. Libby fue directamente a sentarse al lado de Ben, sacudiéndose del pelo un poco de nieve. De las tres hijas de Patty, sólo Libby sabía cómo desarmar a Ben: le sonreía, mirándolo de hito en hito, y después miraba hacia delante fijamente.

—Eh, Libby —dijo él jugando aún con la sal.

—Eh, Ben. Me gusta tu montaña de sal.

—Gracias.

Patty pudo ver a Ben retraerse visiblemente cuando las otras dos entraron en la cocina y sus voces fuertes y llenas de vida estallaron contra las paredes.

—Mamá, Ben está ensuciándolo todo —dijo Michelle.

—Está bien, cielo, las tortitas ya casi están listas. Ben, ¿te apetecen unos huevos?

—¿Por qué le haces huevos a él? —se quejó Michelle.

—Ben, ¿quieres unos huevos?

—Vale.

—Yo también quiero huevos —dijo Debby.

—Pero si a ti no te gustan los huevos —soltó Libby. Ella siempre solía ponerse del lado de su hermano—. Ben necesita huevos porque es un chico. Un hombre.

Eso provocó que Ben sonriera levemente, lo que a su vez hizo que Patty eligiera la tortita más redonda para Libby. Mientras se freían los huevos, puso los bizcochos en platos. La previsión para cinco desayunos salió sorprendentemente bien. Era la última comida decente que quedaba, pero ella no quería preocuparse por eso ahora. Ya lo haría después de desayunar.

—Mamá, Debby ha puesto los codos en la mesa —Michelle, con su tono mandón.

—Mamá, Libby no se ha lavado las manos —Michelle de nuevo.

—Tú tampoco —Debby.

—Nadie lo ha hecho —Libby, riéndose.

—Pequeña marrana —dijo Ben dándole un codazo en el costado. Esa expresión era una vieja broma entre ambos. Patty no sabía cuándo había empezado. Libby inclinó la cabeza hacia atrás y rió más fuerte, una risa ensayada para agradar a Ben.

—Grandullón cabroncete —se rió tontamente Libby a modo de respuesta.

Patty pasó la bayeta a la mesa. Que Ben se tomara la molestia de fastidiar a una de sus hermanas era todo un acontecimiento, y a ella le parecía que podría seguir de buen humor si todo el mundo se limitaba a quedarse en su lugar. Necesitaba estar de buen humor, del mismo modo que se necesita dormir después de una noche en vela, cuando sueñas con meterte en la cama. Todos los días se despertaba y se juraba a sí misma que no permitiría que la granja se le cayera encima, no permitiría que la arruinara (llevaba un retraso de tres años con el préstamo, y no veía la manera de arreglar la situación) y la convirtiera en el tipo de mujer que ella odiaba: melancólica, con mala cara, incapaz de disfrutar de nada. Todas las mañanas se arrodillaba en la alfombra a los pies de la cama y rezaba, pero ahora ya se había convertido en una promesa: «Hoy no quiero chillar, no quiero gritar, no quiero encerrarme en una burbuja, esperando que algo solucione las cosas. Disfrutaré del día». Podría hacerlo hasta la hora de la comida, justo antes de amargarse.

Estaban todos juntos, todos limpios. Tras una rápida oración, todo fue bien hasta que Michelle abrió la boca.

—Ben tiene que quitarse el gorro.

La familia Day tenía como norma no llevar gorros en la mesa. Era algo tan innegociable que Patty incluso se sorprendió de tener que decírselo.

—Ben se quitará el gorro —dijo Patty en tono amable.

Ben inclinó la cabeza hacia su madre y Patty sintió una punzada de tristeza. Algo no marchaba bien. Sus cejas, normalmente unas líneas rojizas, estaban negras; la piel de debajo, de un púrpura oscuro.

—¿Ben?

Se quitó el gorro, y en su cabeza había una mata de cabello negro, revuelto como el de un viejo perro labrador. Aquello fue un shock, como tragar agua helada. Su niño pelirrojo, la característica que definía a Ben, ya no era pelirrojo. Parecía más viejo. Malo. Como si ese niño que ahora estaba frente a ella hubiera intimidado al Ben que ya sabía en el olvido.

Michelle gritó, Debby estalló en lágrimas.

—Ben, mi vida, ¿por qué? —exclamó Patty. Se había propuesto no reaccionar de forma exagerada, pero eso fue precisamente lo que hizo. Ese acto estúpido de adolescente (porque de eso se trataba) hizo que de repente la relación que tenía con su hijo se resintiera hasta la desesperación. Cuando Ben posó la mirada fija en la mesa mientras sonreía afectadamente, dolido por la conmoción de las chicas, Patty encontró una excusa para él. Él había odiado su pelo rojo desde niño, porque los otros niños le hacían rabiar por tenerlo así. Quizá todavía lo odiaba. Quizás era un acto de reafirmación. Algo positivo. Era Patty la que le había dado su pelo rojo, y él lo había hecho desaparecer. Era obvio que se trataba de un rechazo. Libby, la única que también era pelirroja, estaba claro que pensaba lo mismo. Sentada, miraba fija y malhumoradamente un mechón de su pelo que había cogido entre dos de sus delgados dedos.

—Bueno —dijo Ben, sorbiendo un huevo y levantándose—. Basta de dramas. Sólo es pelo, nada más.

—Pues tu pelo era precioso —dijo Patty.

Él hizo una pausa, como si estuviera considerándolo. Luego sacudió la cabeza —contra el comentario de su madre, contra la mañana entera, ella no lo sabía— y caminó hacia la puerta.

—Tranquilízate —dijo sin volverse—. Regresaré dentro de un rato.

Ella supuso que daría un portazo, pero en cambio cerró la puerta suavemente, lo que le pareció todavía peor. Patty se sopló el flequillo y echó un vistazo alrededor de la mesa. Todos los ojos azules la miraban esperando alguna reacción. Ella sonrió y soltó una débil risita.

—Bueno, todo esto es un poco raro —dijo. Las niñas se irguieron, ahora visiblemente más tiesas en sus sillas.

—Él es el raro —añadió Michelle.

—Ahora su pelo es como su ropa —dijo Debby, secándose las lágrimas con el dorso de la mano mientras se metía un trozo de tortita en la boca.

Libby apenas miraba su plato, los hombros hundidos hacia adelante. Tenía una de esas miradas de abatimiento que sólo un niño puede tener.

—Todo está bien. Lib —dijo Patty y como quien no quiere la cosa, para quedarse a solas con ella, mandó fuera a las otras niñas.

—No, no lo está —repuso ella—. Él nos odia.