Al entrar en el portal de su casa, alguien la llamó:
—¡Eh, tú!…
Era una voz bronca y queda, como de alguien que desea ocultarse. Pegado a la pared, en la oscuridad descubrió una cabeza familiar. El corazón pareció detenérsele.
—¡Tú! —repitió la voz. Y sintió que alguien la cogía con fuerza por el brazo.
—¡Chano! ¿Qué haces tú aquí?…
Quería preguntarle tantas cosas que la lengua se le paralizaba. Chano sonrió, un tanto confuso, y Sol se quedó mirándole como si llegara de otro mundo.
El viento silbaba largo, bajo, doblándose en la esquina de la casa.
Chano sonrió.
—¡Conque te soltaron!…
—Sí, me soltaron.
Precipitadamente, sin mirarla, Chano habló:
—Un día vine a preguntar por ti. No sabían dónde estabas. No pude encontrarte… He vuelto hoy. Me han dicho que no tardarías. Y yo… he esperado.
—¿Para qué? —indagó débilmente. Tenía miedo de oírle, no quería imaginar lo que le podría decir.
Chano tardó en contestar, y lo hizo con otra pregunta:
—Del chalao de tu amigo no sabes nada, ¿eh?…
Sol buscó ávidamente la mirada huidiza de Chano.
El chico insistió.
—¿A lo mejor lo buscas?
Sol lo cogió con fuerza por los brazos.
—¿Acaso sabes tú dónde está?
El rostro de Chano se quedó serio, casi grave.
Acercó su boca al oído de la muchacha, y dijo, precipitadamente:
—Me mandó recado para ti, pero no pude encontrarte. Está escondido en mi barraca. —Y, cambiando de tono, añadió—: Se escapó, ¿sabes? Le metieron en un camión, y él, ¡zas!, se escapó. Le llevaban a la frontera, dice. ¡Menudo follón debe haber allí!
»¡Bueno! ¡Cómo no estaban para perder el tiempo buscándoles! Él tuvo un arranque, ¡cómo lo oyes!
»Saltó del camión y se escapó, con otros tres… ¡La cárcel le espabiló a ése, por lo visto! Bueno, por algo es hermano del Bizco.
—¿Qué le paso?…
Parecía que no fuese ella la que preguntaba, ni siquiera la que escuchaba.
—¡Bah, casi nada! Un brazo roto —dijo Chano—. Me parece que cojea un poco.
De nuevo Chano encontraba alguien a quien admirar, de nuevo tenía un héroe de quien repetir y abultar proezas. Sol le contempló con una ternura mezclada de dolor. Él prosiguió, cada vez más animado:
—Se echó al suelo, entre los árboles, ¿sabes? ¡Dice que silbaban las balas muy cerca de su cabeza! Y no respiraba… Hasta que oyó el ruido del camión que se iba. ¡No estaban ellos para cuentos! ¡Menuda prisa llevaban!
Sol cerró los ojos. Cristián escapó, huyó montaña arriba, ocultándose entre los árboles. Estaba escondido en la barraca del Chano. Escapó y huyó de la muerte, desesperadamente, esperanzadamente, como un hombre más entre los hombres; la vida era importante, era importante, aun arrastrándose de agujero en agujero; era importante respirar.
—¡Tuvo cojones! —añadió Chano—. Ahora está allí, en mi barraca. Sabía muy bien dónde teníamos tu hermano y yo nuestro escondite. Fue allí una vez, aún viviendo Daniel, y no se le olvidó. Allí guardo yo mis cosas todavía, y cuando volví le encontré echado en el suelo, con el brazo envuelto en trapos. ¡Qué susto me metió hasta que le reconocí! «Escóndeme aquí, Chano», me dijo; yo no sabía de quién se escondía: de los que se iban o de los que venían. Claro, no tenía por qué no esconderle, no tenía nada contra él.
Chano se quedó mirándola, esperando que ella dijese algo. Pero Sol estaba quieta, silenciosa, con un súbito frío que la hacía cruzar los brazos sobre el cuerpo.
—Oye, chica… —dijo él entonces.
Se interrumpió y miró al suelo.
—¿Qué?… —preguntó, Sol, débilmente.
—El cree que tú vas a ir allí cualquier día. Está seguro. Dice que un día u otro, si tú no has muerto irás a la barraca. Cuando le dije que no estabas, qué en tu casa nadie sabía de ti, él dijo: «Pero no ha muerto. No puede morir». ¡Cómo está chalao! ¡Cómo estáis chalados, los dos! —De pronto, otra cosa llenó su pensamiento y le entró una furia infantil—: ¡Cuando me acuerdo de las joyas aquellas de Pablo…! ¡Me da un coraje, cuando me acuerdo! ¡Las perdí, las perdí! Las escondí mal y fueron aquellos puercos cebados y lo revolvieron todo. ¡Cualquiera se acercaba por allí! Cuando volví el otro día, ¡a echarles un galgo!, ya no encontré más que la tierra removida… Pero, te lo juro: es la última vez que me pasa. ¡Daniel me hubiese llamado de todo! ¡Con él aquel día hubiese sido muy distinto! —Debió acordarse de otra cosa, porque bajó la voz y la ira desapareció de sus ojos—: Oye, ¿no sabes? Están abandonando los depósitos de víveres, las Cooperativas y todo eso… Se marchan y dejan todo para nosotros. ¡Van a venir unos días buenos, buenos de verdad!… —Luego calló, como esperando. Sacudió el pelo de la frente, e hizo un gesto—. ¿Vienes, chica? —dijo—. Te acompaño un trozo… Luego tengo que hacer cosas.
Echado en el suelo, Cristián miraba el cielo a través de las cañas. Esperaba. Siempre sospechó que desde allí, con la espalda pegada a aquel suelo terroso, podía ser bueno mirar a la noche cara a cara. La noche azul con pequeñas estrellas espaciadas. Esperaba. El brazo le dolía densa, dulzonamente, y casi agradecía aquel dolor, porque le daba la impresión de recordarle tenazmente algo. A sus pies se extendía una ciudad y un negro mar al fondo. El poblado de pequeñas barracas y de cuevas estaba ahora desierto. Algo, entre pavoroso y cómico, se desprendía de sus latas y cacharros abandonados, de los cascotes de botella, de los residuos de sus habitantes huidos, y había círculos de tierra quemada en los lugares donde antes se prendió fuego.
Cristián contempló la muda desolación de las pequeñas grutas, las cañas vencidas y secas. Alguna cinta descolorida se balanceaba lánguidamente, impulsada por el viento, y un sinfín de objetos de uso doméstico aparecían abandonados, caídos o rotos, entre la hierba rala del invierno. Seguía esperando. La muerte era un paso atrás, únicamente. La muerte es un paso atrás en esta larga espera que se rompe sin que nadie sepa nada de nuestros pequeños gestos habituales, de aquel recuerdo, de nuestra ambición, de aquella noche de insomnio. Mirando a alguna estrella fijamente, su luz se ensanchaba y diluía. Luego, se contraía como una mano ancha y floja que, después de dársenos abiertamente, nos aprieta hasta el dolor, inesperada. Estar así, quieto e indefenso, bajo la estrellas. ¿Para eso los hombres huyen, saltan de los camiones que les llevan a la muerte y esquivan los trozos de plomo que les quieren agujerear el corazón? ¿Para eso es para lo que uno se cura las heridas, respira fatigosamente tozudamente, y huye, huye, huye sin cesar? Esperar, esperar, esperar siempre. De vez en cuando el brazo le dolía como una advertencia.
Había pasado diez días en los calabazos del SIM diez días y diez noches, sumido en la angustia de la ignorancia, de la separación. Aún le estremecía el recuerdo de los interrogatorios. Hora tras hora sintiendo los golpes secos, sordos, como las mismas palabras y preguntas, repetidas hasta la obsesión.
No le permitieron dormir. Preguntas que no comprendía o a las que no contestaba referentes a sus actividades de antes de la guerra, cuando era un adolescente soñador, lleno de curiosidad. Sufrió los interrogatorios con ojos endurecidos, con un dolor intenso, demasiado real incluso, y que él mismo sentía le daba un aire, en apariencia indiferente, distante. Como si todas sus lágrimas se hubiesen vidriado, se hubieran convertido en diminutos cristales, agudos cortantes. Le inculparon de desertor de emboscado, de quintacolumnista. Pablo ya no puede defenderte ahora. Será mejor que hables. El recuerdo de su hermano era constante insoportable. También Pablo quizá se murió a tiempo, quizá le oía desde una orilla imposible irregresable, quién sabe si al otro lado de su Jordán.
Al cabo de diez días le trasladaron al Seminario donde pasó a una estancia interior, que daba a un patio, en la que había ya cuatro hombres. Aún dos interrogatorios más, las mismas preguntas, el mismo trato, la misma sequedad interna, la misma indiferencia, la misma lejanía, el mismo recuerdo, constante también. Me gusta que no tengas las pestañas estúpidamente largas.
Un beso prolongado, cálido le llegaba a veces, con un estremecimiento. Una manó aferrada a su mano, un cuerpo pegado a su cuerpo.
Tus ojos parecen de escarcha. No te vayas. No puedes irte, ahora.
La cortina se hinchaba como una vela, en la ventana abierta.
Ésta es nuestra ciudad… Cristián despertaba con una sacudida, los hombres tenían miedo, se sentaban en el suelo, dormían junto a la pared, con un inconcreto e inútil deseo de amparo. Nos van a matar. El miedo volvía a los hombres como animales, de ojos hundidos, viscosos, el miedo destrozaba a unos, y a otros, por el contrario, les hacía crecer, como una llama reavivada.
El dieciocho de enero les bajaron al patio y les subieron a unos camiones. A Cristián le tocó hacerlo en el último. Apretados, unos contra otros, sentían en los hombros y en los codos el hombro y el codo de sus compañeros. Un viento frío levantaba su cabello y hacía castañetear sus dientes.
Tomaron una carretera interior, que pasaba por Granollers. La carretera aparecía teñida de una neblina húmeda que mojaba sus ropas destrozadas.
Al sentir el airé frío apretó los dientes. Una sola idea le llenaba, un solo recuerdo también. Estamos juntos. No iba a dejarse matar así, sin más, estúpidamente, sin un solo grito, sin un solo gesto de rebeldía.
No iba a dejarse matar, se escaparía, y, si todo iba mal, habría acabado para siempre. Pero se escaparía, la idea crecía dentro de él, llenaba enteramente su pensamiento. Eran tres camiones en hilera. Detrás del suyo, nada. Tras las ruedas, la carretera huía, como abandonándoles, desentendiéndose de su miedo, de sus corazones entumecidos, de sus callados gritos, metro a metro.
Pasada La Garriga aparecieron los altos montañosos de Fígaro. La carretera allí se arrimaba al bosque y Cristián se sintió lleno de fuerza y, al propio tiempo de una enorme cobardía. El miedo atenazaba su cuerpo, sus brazos y sus piernas. Apretó los dientes. Es el mismo miedo el que me empujará.
Es el mismo miedo el que me dará valor. Los dos guardianes miraban hacia delante, en dirección al camino. Al llegar a una curva, en el momento en que el chófer cambiaba de marcha, un diminuto, levísimo chasquido, se anunció en su interior. Cristián se inclinó, rápido, a rastras de una voluntad nacida de no sabía qué resorte, y se lanzó a la carretera. En el momento de caer le pareció que los ojos de sus compañeros más próximos le seguían, pegados a su misma ropa. Aquellos ojos abiertos, helados, llenos de un velo húmedo, aquellas pupilas turbias, que se le quedaron como adheridas a la piel, durante mucho tiempo, aún le perseguían. Eran los ojos de los muertos.
Luego, el dolor brutal, un dolor plano y duro, contra el que su cuerpo parecía romperse. Un olor espeso penetraba por su nariz, oídos y ojos, era un olor especial a neumáticos y grava, a polvo y a frío. La escarcha crujía bajo su pecho y su espalda mientras rodaba unos metros. Luego se quedó tendido boca arriba, cara al gran cielo blanco, sin una sola nube. Esperó la bala que atravesara su cabeza, esperó un grito, un solo grito y luego, la callada huida de la sangre, como una última voz. Pero no oyó nada.
Nada. Ni siquiera el rumor de los camiones, alejándose tras la curva. Nada.
Estaba entumecido, con los brazos agarrotados. En el cielo, del que no podía apartar sus ojos, comenzó a distinguir el paso sutilísimo, tenue de la niebla como un velo dulce y mojado que huía, huía. Hizo un esfuerzo y rodó hacia la cuneta. Allí se quedó jadeante, el pecho tocando al suelo, la ropa empapada de escarcha y lodo.
Estuvo así un tiempo indefinible, ocultando, creía él, los latidos de su corazón. Sentía un dolor agudo, en el brazo y la cadera. Sobre todo su brazo izquierdo parecía totalmente vacío de vida. Se lo palpó, como a un animalito dócil, como si no le perteneciese. El dolor subía, caliente y ácido, hasta el hombro.
Horas después trepó a la ladera de la montaña.
Con un esfuerzo del que nunca se había creído capaz, ascendió torpemente al bosque, apoyándose entre los troncos de los árboles. Sus pies se hundían en un palmo de hojarasca podrida, cubierta de una viscosidad resbaladiza. Entre los troncos la niebla cobraba una transparencia dorada, irreal y sentía su corazón hinchado como un fuelle. Atardecía cuando distinguió las paredes encaladas de una pequeña masía. Un perro empezó a ladrar, le veía corretear entre los árboles, nervioso, con la cabeza alzada. Era un perro canijo y sin raza, con marcados costillares bajo la piel. Se aproximó despacio, apretándose con una mano el brazo herido.
En la puerta apareció un hombre de edad avanzada, con una gruesa bufanda sobre los hombros y un bastón en la mano. Avanzó hacia él cojeando, cada vez con más dolor. El hombre le miraba venir, con mirada inexpresiva. Cuando se hallaba a pocos metros de él, en voz dura, le detuvo: Atura’t. Cristián se detuvo en seco. El hombre le preguntó con un gesto qué quería. Cristián se apoyó contra la empalizada. En la tierra, mojada, se veían residuos de basura, cascotes de barro cocido, fiemo. El perro se paró junto a una charca, y su figura se reflejó, temblando, en el agua negruzca. Dijo: Tengo hambre y sed. El hombre le hizo seña de que esperase. Se internó por la puerta y, a poco, volvía, llevando en la mano un trozo de pan y una botella y se los entregó. Cristián oía su voz llena de miedo, de angustia. Vete. Toma esto y vete de aquí. Un niño se asomó a la ventana y llamó al perro. El hombre se volvió a él y le ordenó que se metiera dentro con una blasfemia. Cristián cogió el pan y el vino. Gracias.
Mientras se alejaba, el cuerpo entero le dolía, sentía todas sus magulladuras. No puedo detenerme. No debo perder tiempo.
No, ya no podía retroceder. El dolor y el cansancio le empujaban. Mordió ávidamente el pan y acercó los labios al gollete de la botella.
El olor del vino, agrio y ardiente, le reanimó. Bebió y lo sentía como un fuego bienhechor pecho adentro.
Por el arrimo de la carretera fue siguiendo, sin darse casi reposo. Avanzaba, lleno de tozudez, de una fuerza desconocida. La vida que llevaba dentro, que atravesaba, aun por fría, por negra, por desolada le empujaba. La vida iba a rastras de una lucecilla tenue, de una lucecilla que flotaba sobre su cabeza delante de sus ojos. Seguía con su cuerpo dolorido, con su cuerpo mortal y pesado, torpe, aquella frágil y tenue lucecilla. Cruzó Montcada, Sardañola, Sant Cugat. Se acercaba a las casas y pedía de comer. Le recibían con gesto temeroso, le socorrían o no, pero oía siempre la misma palabra, aquella palabra que le dolía y que agradecía: Vete.
En Santa Cugatá tomó la carretera de La Rabassada.
Quería llegar al Tibidabo y encontrar la barraca de Chano.
El veinte de enero, dos días después de su huida apareció la mole blanca y cuadrada del Hotel Florida. Casi todas las ventanas estaban abiertas y había varios coches aparcados en el jardín. Sé oían ruidos y voces, empequeñecidos por la distancia.
Dejó atrás la torre conductora de agua y siguió hasta la explanada. Una vieja melancolía le invadió, forzándole a detenerse. Frente a él se alzaba la Atalaya y, más allá, el Avión. La soledad reinaba allí. Todo, la Atalaya y el Avión, aparecían inmóviles como fantasmas, entre la niebla. Cargados, como él, con eco de viejos ruidos, de viejas voces, de viejo tiempo. Por vez primera se abandonó a su cansancio, acercándose a aquel mundo dormido. Allí estaba la barandilla del largo mirador, desde el que se podía contemplar la ciudad grande, la ciudad bella, la ciudad que ya parecía haberse apagado para siempre.
Se aproximó al barandal de hierro y miró hacia abajo. De niño estuvo allí. Su madre le trajo alguna tarde, merendaron en unas pequeñas mesas, cosas extraordinarias, compradas con silencio. Allá abajo, las calles rectas, oscuras, atravesaban la ciudad en busca del mar.
Un indomable deseo le obligó a bajar al rellano inferior, en el que recordaba un gran salón de atracciones. Estaba cerrado, pero a través de los cristales sucios entrevió, como muerto, destituido de su función de hacer soñar, un mundo fabuloso, ingenuo y viejo, de gramolas tragaperras, de renqueantes máquinas, de magia mal ajustada, y creyó, por un instante, escuchar su música. Todo allí, era como una larga música detenida. De niño le daba un poco de miedo, un poco de asco y un poco de ilusión.
Ahora se sentía como bañado de nostalgia, de una nostalgia extraña e incomprensible, puesto que no añoraba nada. Tal vez solamente los años, el tiempo, la vida que ya no estaba allí, ni en él, ni en aquellos inefables juguetes de movimientos temblorosos. Por un momento tuvo la sensación de que alguien iba a echar una moneda en una ranura, y llegaría hasta sus oídos una canción apolillada.
Se alejó, buscó la senda que llevaba a las barracas. Ya anochecido, las encontró.
Ahora recordaba haber entrado en la de Chano, haberse tendido en el sucio colchón y haber dormido, dormido, durante no sabía cuánto tiempo.
Las cañas crujían junto a la puerta, apartadas por alguien. Cristián tuvo un ligero estremecimiento.
Algo vivía en él que creía profundamente en los milagros. Sobre el azul del cielo se dibujó un brazo largo y Cristián se mordió los labios. Torpemente buscó el último fósforo que le quedaba en la cajita de cartón. Le resbalaba, no podía cogerlo. Notó cómo le temblaban los dedos. Aunque se crea en ellos, nunca se presencian milagros…
Ah, por fin:
Allí estaba la maldita cerilla. Pero la silueta recién llegada, el hombro y el cuerpo que continuaban al brazo, se inclinaron hacia él, antes de que pudiera encenderla. Como una nueva noche, hecha de tibieza, de praderas de sangre, de caricias casi olvidadas.
—Cristián —dijo Sol.
Cristián raspó furiosamente la cerilla, decapitándola. La pequeña cabeza se inflamó, pegada a los dedos, con un vivo dolor y sintió las manos de Sol, y le pareció, de pronto, que en torno a ellos había una multitud de seres menudos, tapándose la boca con las manos para que no les oyesen reír. Al sentir su abrazo sentía con más intensidad toda la pobreza y suciedad que les envolvía. Su traje roto tenía pegado a él el olor inconfundible de la cárcel y ella probablemente, aún llevaba en los pies aquellas sandalias… La abrazó con furia, no iba a decirle ahora, estúpidamente: Estaba seguro de que vendrías aquí. No, ¿cómo iba a decírselo? El brazo le dolía fuerte, pero venció su rigidez para estrechar aquel cuerpo contra el suyo, pobreza contra pobreza, debajo de las estrellas. Ahora, eran otra vez una realidad su cuerpo, sus labios, sus brazos. A su contacto, Cristián percibía aún más la aspereza y suciedad de las propias manos, casi no tenía tiempo para besar su boca cálida, aquellos labios anchos y suaves que tan bien recordaba.
—¿Por qué estamos tan contentos? —fue lo único que dijo, después. Blandamente, sin aflojar su abrazo, se abandonaron contra el suelo.
—Es extraño que vivamos —dijo Sol en voz baja.
Apoyados en la tierra, respiraban uno muy cerca del otro, parecían aplastados por algo grande e impalpable, terrible y hermoso a un mismo tiempo.
Bruscamente, Cristián se incorporó. Cogió a Sol por las muñecas, y la obligó a levantarse también como si deseara arrancarla del suelo.
—No —dijo. Y estaba lleno de una alegría feroz, afilada—. No digas eso.
No era extraño vivir. No era extraño luchar desesperadamente por la vida, beberse el tiempo e ir de frente en busca de los años. No era extraño esquivar el cuerpo a las balas, pasar deprisa frente a los cementerios, aplastarse contra el suelo, entre los árboles, cuando pasa la muerte sobre nuestra cabeza, saltar de los camiones y correr montaña arriba, arrastrando nuestras heridas. No era extraño el deseo de respirar, de levantarse del suelo, de arrastrarse casi, para seguir respirando. No era extraño buscarse, encontrarse, quererse. De pronto lo sabían viéndose el uno al lado del otro escuchando su silencio.
Estaba oscuro allí, no se veían los ojos siquiera, pero notaban sus vidas pegadas, aferradas, latiendo una contra otra. No te marches nunca. De ahora en adelante, todo nos pertenece, aunque no tengamos nada. Seremos libres, mira tus manos vacías, el centro de tus ojos abiertos y obstinados, seremos libres, nuestros hijos serán mejores. No, no somos estrellas. Somos un hombre y una mujer.
Una luz fría y blanca se filtró entre las cañas, hasta despertarla. Sobre los párpados cerrados sintió el brillo metálico de aquella claridad, sin color casi.
Su espalda se aplastaba contra algo muy duro y un fuerte olor a tierra húmeda la envolvía. Sol permaneció unos instantes así, en un entresueño dulcemente vacío, suspenso. Hasta sus oídos llegaba el gemido de un viento bajo, estirándose sobre el silencio de la tierra. Luego abrió los ojos y se incorporó.
Estaba sola en la barraca. En el colchón aún se marcaba la huella del cuerpo de Cristián. Abrió la puerta y la luz de la mañana se abrazó a su cuerpo.
La tierra parecía más negra bajo aquella luz, entre la pinaza aterida. Los delgados troncos de los árboles se recortaban escuetamente sobre la lividez del cielo. Un ruido de hojarasca seca le hizo volver la cabeza. Por el senderillo venía Cristián, cojeaba levemente y traía, con visible esfuerzo, una lata llena de agua. Al verla, levantó la cabeza y sonrió.
El agua estaba helada, pero Sol la sintió sobre su piel con una alegría punzante; brillaba en ríos diminutos, sobre su cuello se detenía como estrellas en la punta de los cabellos. Hasta ellos llegaba el lejano ruido de descargas tardías y de tiros aislados.
Cristián, nervioso, rondaba en torno. Oyeron de pronto el motor de unos aviones y Cristián levantó ansiosamente la cabeza.
Permanecieron a la escucha, oteando por la ladera como pequeños animales. Chano no aparecía por ningún lado.
Abajo, la ciudad se extendía ancha, desnuda, el sol doraba la vertiente y, a sus pies, las casas azules, rosadas y grises, entre la última niebla, se confundían como tras un velo de lágrimas.
Casi continuamente, resonaban disparos en la estribación de la ladera y en los altos de San Pedro Mártir.
—¡Vámonos!
Al oír estas palabras, al verle allí, más alto que ella, sobre un tocón, para dominar la lejanía, Sol supo que tenía que decirle algo y apoyó la frente contra su pecho. Allí estaba su corazón, su pobre y gran corazón de hombre, lleno de deseos, de tristeza, de fuerza. Y dentro de ella, otro corazón, otros sueños con independencia de su corazón y de sus sueños, algo que sentía en su ser, misterioso y amado. Un viento frío se abrazaba a sus cuerpos. Sol miró abajo, a la tierra. Como en un sueño, creyó ver a un niño arrodillado en el suelo, jugando con la tierra. La tierra que todo lo traga y todo lo devuelve, que devolvió charcas y árboles, que devolvió tiempo, esta tierra que tragó a su padre, que tragó la infancia, que tragó el amor y el odio, el rumor del agua, el polvo y un olor profundo y atroz: el olor inconfundible, sombrío y estallante de la vida. La vida sigue y todo se repite en esta tierra.
Los aviones, eran distintos, su trepidar parecía una ancha vigilancia, volaban ya muy bajos. Cristián y Sol emprendieron despacio el descenso.
Caminaban muy juntos, con miedo y esperanza.
Lejos, vieron a un grupo aislado que levantaba una barricada. Una mujer amontonaba sacos de arena echándose hacia atrás el pelo que le caía sobre la frente sudorosa.
La ciudad de los huidos, despojada y patética, dolorida y llena de esperanza, les aguardaba. Bajaban a la ciudad donde nacieron, como si la vieran por primera vez. Era el 26 de enero de 1939.
En el paisaje surgían hotelillos aislados, al parecer abandonados. Cristián se apoyaba en el brazo de Sol pero no le dolían las heridas. Su mirada, obstinada, se fijaba allá abajo, en la ciudad, en su ciudad.
Sonaban en la parte alta disparos, detonaciones que tenían algo dañino y falso en la luz de la mañana.
—Deben estar resistiendo por ahí todavía… —dijo.
Los disparos parecían últimos gritos sin eco.
En aquel momento apareció la curva de la carretera. Una columna de tanques e infantería descendía hacia la ciudad. Se oyó silbar una bala, y el cuerpo de Cristián cayó vertiente abajo, con un grito.
Olvidado de sus heridas, de su dolor, aquel grito le pareció a Sol brotado de la misma tierra que pisaban. En aquel grito estaban todos sus deseos, sus días futuros, su vida soñada. Su tierra estaba en aquel grito, su tierra fermentada bajo un sol calcáreo, reverberante, su tierra renacida, reverdecida y taladrada por la ardiente lluvia en primavera; era el vaho de la tierra al cielo, en las noches luminosas del estío. En aquel grito y en aquel hombre, que caía, rodando hacia la carretera, Sol sintió su propia vida, destruida.
A su espalda, entre el follaje, se alzaba un hotelito rosado, de ventanas herméticas, con los maderos rotos. La bala fue también un grito bronco en ella.
El cuerpo de Cristián se paró en seco, sacudido.
Luego se dobló y cayó rodando, venciendo matas, hacia el retumbar de los tanques.