I

El veintitrés de enero de mil novecientos treinta y nueve, Sol se vio de nuevo en libertad.

Al encontrarse en la calle entrecerró los ojos y se apoyó en un muro. Desesperadamente sola, desde hacía un tiempo que le parecía enorme, nadie le habló de Cristián nada sabía de su madre ni de su hermano. Se sentía perdida, extraña a sí misma.

Miró turbadamente en derredor y reconoció la Vía Layetana. Allá abajo está el mar, y un deseo de ir hacia él la llenó, vivificándola, como si la vista del mar de su infancia, de un tiempo lejano, fuese a devolverle aquella niña que no murió ni estaba en ninguna parte. Como en sueños. Desde que la separaron de Cristián, había vivido dentro de una pesadilla. Buscó el mar, alguna abertura o camino que la llevase a él. Instintivamente, como un animalillo.

Sin saber cómo se encontró en la Barceloneta, entre paredes sucias o arruinadas, mujerucas trasegando extraños bultos, chiquillos que hurgaban en los escombros buscando tesoros inexistentes y luego, por fin, el mar.

Una barca muy vieja dormía abandonada en la orilla. Subía la marea. Si se tendiese en la barca, podría cerrar los ojos y esperar, esperar. El mundo que alboreaba, el mundo muerto y el mundo presente de casas quemadas y chiquillos bronceados, harapientos, desaparecería. La arena gruesa hería sus pies, aún calzados con sandalias. Era una arena amarillenta, llena de inmundicias. Aquí y allá aparecían trozos de metralla y trapos rojos y negros, descoloridos por el agua. Respiró una mezcla de salobre y podredumbre, un olor que penetraba en los poros.

Sobre las olas flotaban cortezas de naranja, corchos, objetos indefinibles, bajo el gran peso de un cielo verdoso. Más allá, a los bordes de la tierra la ciudad se le ofrecía, emborronada de humo con manchas de un sol triste. La niebla, sutil y pegajosa, la empapaba piel adentro. El rompiente de las olas, en ascenso, ya alcanzaba la barca recostada en la arena.

Sol se acercó, y la espuma, espesa y amarilla, le mojó los pies. El viento agitaba su cabello, la falda de su vestido, parecía que su cuerpo entero se hubiese puesto de pronto a decir adiós. Las olas se hinchaban y curvaban en una gran respiración.

Un grupo de muchachos correteaba. Olvidados de todo, se arrojaban unos sobre otros, forcejeando, sus risas le llegaban como con un eco. Uno de ellos pasó por su lado corriendo, gritando algo y Sol oyó el leve ruido de la arena que se levantaba y caía tras sus pisadas. Era un chiquillo de unos nueve años, de piel quemada, sucia. Le miró pasar enajenada y, súbitamente, Madre. Qué nueva, y qué vieja, esta palabra. Pensó en su casa, como antes en el mar.

La Plaza de Cataluña, barrida por un viento que levantaba nubes de polvo, aparecía solitaria, como desnuda. Tiempo atrás, recordaba, en el centro había un monumento al soldado desconocido, en cartón piedra, pronto convertido en una masa confusa y pastosa de colores mezclados por las lluvias. Ahora era algo infinitamente triste, todo a su alrededor, la plaza, la ciudad, eran como una gran ruina expuesta a la mirada. Mientras caminaba hacia su casa, se notaba tremendamente ajena a todo y, al propio tiempo, condenada a cuanto la rodeaba.

Durante las semanas de cárcel, más de una vez recordó la descripción que de ella le hizo Cristián.

Echada en su camastro con las manos cruzadas bajo la nuca, contó una y mil veces los barrotes de la ventana. A veces se levantaba para vomitar, en un rincón, un jugo viscoso y amarillento. Apartaba de sí el recuerdo de su madre, quería pensar sólo en el momento inmediato, en la simplicidad de los instantes. Una de sus compañeras de celda era la viuda de un militar, a quien mataron a sus dos hijos, en el frente al principio. Yo amaba a mis hijos —exclamaba sin cesar, como una letanía—. Eran para mí todo lo de la tierra. La otra compañera de prisión, una acaparadora de víveres, también tuvo un hijo, muerto en la campaña del Ebro. No tenía aún dieciocho años cuando se escapó voluntario… Y, ahora, ni siquiera sé dónde está enterrado…

Sus hijos, sus hijos, reflexionó Sol. Ésas eran las conversaciones habituales entre aquellas mujeres. Hijos, hombres que se pudren sobre los campos, siempre cuerpos debatiéndose, ojos girando en las órbitas para ver, manos agitándose en el vacío, luchando desproporcionadamente, para existir, simplemente existir. No vale la pena de luchar. Sol recordó la cortina que se hinchaba como una vela, en la torre de Pablo. Los hijos, la comida, ganar o perder guerras, todo era excesivo, atroz, no estaba preparada para ello, no era sino un débil embrión incompleto, dando tumbos en el vacío. Cayendo, cayendo siempre sin chocar, siquiera, sin estrellarse, en un final. Cayendo en el vértigo, tras una parpadeante esperanza. Luciérnagas —recordaba—, pobres luciérnagas.

En la calle, fuera de aquellas rejas y de aquellos muros, caminaba ahora sin prisa, casi arrastrando los pies. Pero había otros muros y otras rejas, a su alrededor. Los propios límites —le había dicho Cristián—. Toda nuestra vida es únicamente un gran deseo de atravesar nuestros límites.

El recuerdo de su madre se hacía cada vez más vivo. Imaginaba su desasosiego, y una atracción oculta como de raíces, o encadenadas razones a través del tiempo, la conducían a ella. Era como un dolor que recorriera su cintura, un viejo dolor, venía de muy lejos, a través de su madre, de la madre de su madre, de la primera madre. Necesito saber que vive.

La ciudad se revolvía como en un último estertor, las gentes huían presurosas ante el avance del ejército de Franco, y en las calles se palpaba la pena y la angustia, mal veladas. Coches y camiones atiborrados con colchones atados en la trasera o en la baca, camiones que se llevaban hombres, o los devolvían, en una pavorosa y confusa retirada. Francia avanzaba, avanzaba, y Sol lo supo por el clima miedoso, por un lado, y lleno de esperanzas por el otro, que se advertía en el corazón de la ciudad. Una febril agitación se advertía frente a los centros oficiales, en los rostros que se cruzaban en su camino.

Junto a una fuente había una larga cola de personas, con garrafas, cántaros y jarras, en busca de agua. Sol se aproximó para beber una gran sed le ardía en la garganta, y un hombre le ofreció una cantimplora de aluminio. El agua, fría, parecía un río pequeño, milagroso, abriéndose entre polvo seco. La cabeza le dolía en las sienes, como si el frío de la mañana se estrellase allí en menudos chasquidos y oía algún comentario, aún acalorado, receloso, referente a los que avanzaban, cada vez más próximos.

Eran seres humildes, pálidos, inofensivos y miedosos como María, como la viuda del militar, como el viejo padre de Pablo y Cristián. No tardarán ya…

Dentro de una semana… Están en Manresa…

Sol se alejó, con paso lento. Sus pies la conducían ciudad arriba, ciudad arriba, y buscarían, aunque ella no lo hubiese querido, sus calles familiares, sus árboles, su infancia. En algunas plazas se amontonaban papeles, libros, oficios medio quemados. Sol se detuvo y, maquinalmente, empezó a leer unas hojas mecanografiadas, cuyo significado no entendió.

A su memoria vinieron la Escuela Roja y Ramón Boloix. ¡Todo parecía ahora tan distante, tan inexistente!

Como vivido por otra persona que no fuese ella, que no tuviese nada que ver con ella. En una esquina ardían montones de legajos, y el viento bamboleaba diminutas partículas negras. La atmósfera estaba llena de una sutil neblina, de hollín, que se adhería a la piel. Sentía un cansancio, una debilidad, crecientes. Le pareció que avanzaba dentro de un humo espeso y blancuzco, como la noche del bombardeo. No le quedaba más remedio que detenerse y apoyarse contra la pared, descansar y recuperarse. Desde los hombros descendía por su espalda un dolor, lento, pesado, el vértigo crecía en sus ojos, pecho, oídos, y se sentía como empujada al vacío, se veía rodar, rodar, ante su propia mirada. En los muros aún quedaban los últimos gritos de resistencia, en triste contraste con los coches que huían repletos de seres indefensos y desesperados hacia la frontera. Una extraña desilusión la llenaba.

Qué desasistido le parecía en aquel momento el ser humano. Se acordó de cuando en el comedor público se avergonzó de ver a la gente llevarse el tenedor a la boca y tragar, tragar, huir, devorar, morir, no saber perder. Siempre igual, siempre lo mismo, la gran monotonía. Apretó los dientes, consciente de su vida y de la otra vida que se manifestaba con un socavado dolor, consciente de la sangre que empujaba y anunciaba otra sangre, de muerte que alboreaba otra muerte, sin cesar, sin cesar. Tragar. Huir. Morir. Una gran náusea la sacudió desde lo más profundo de su ser, como si partiese del centro mismo de su vida. Se apoyó en la verja que rodeaba un jardín. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, pero no sentía ningún deseo de llorar. Desde los doce a los ochenta años todos a las armas, leyó, en grandes letras sobre un muro.

Siguió caminando, y se encontró frente a lo que fue Escuela Roja. Se detuvo a mirar su fachada, su descuidado jardín. Un frío agudo atería los troncos de los árboles, tras la tapia oyó impersonales pisadas. ¿Dónde estaría Ramón Boloix? La puerta de hierro se abrió, para dar paso a un camión, lleno de gente, y una ráfaga de colores desvaídos cruzó ante ella.

Al llegar frente al portal de su casa, creyó había llegado a su última fuerza. Como siempre, en los últimos tiempos, el ascensor no funcionaba por falta de fluido. Sol subió la escalera, despacio, con la cabeza gacha.

La vieja María oyó llamar, tímidamente, a la puerta con los nudillos. Se levantó de la silla en que cosía y fue a abrir.

En el descansillo, una figura delgada, cubierta con un abrigo raído, la estremeció: era Sol. Una Sol distinta que no tenía nada que ver con aquella niña nerviosa, que buscaba la cadena pendiente de su cuello para alcanzar el medallón en que guardaba un rizo de pelo. Retrocedió instintivamente, como si contemplase el espectro de una niña muerta. Luego, con un sollozo ahogado, la acercó a su pecho la abrazó con fuerza. Sol recuperó de pronto el olor peculiar de María, a sábana recién planchada a jabón, a pan tostado. Algo íntimo se removió en su corazón, con una gran melancolía. La vieja niñera la apretaba entre sus brazos, rudamente, lanzando un débil gemido que Sol no sabía si era alegre o profundamente triste.

—¿Dónde está mamá? —preguntó, ahogadamente. María la estrechó con más fuerza.

—¿Dónde está, dónde está? —insistió, mirándola a los ojos, como una súplica.

—¡Está bien, no te asustes! Está bien. Pero en este momento no está en casa.

Las dos se miraron, y María volvía a ser la anciana sirviente, sumisa, quieta. Sol vio temblar una pregunta en sus labios.

—María —dijo—, he estado en la cárcel.

La vieja suspiró hondamente, con los ojos llenos de lágrimas.

—Ven, ven, niña. —La cogió de la mano, como cuando era pequeña, llevándola a su habitación—. Descansa, ahora, descansa. Estás deshecha, pobrecita.

Sol obedeció, y un sopor dulce, intenso, la invadía. Durante un rato la oyó afanarse en el cuarto de baño y luego, dócilmente, como en sus primeros años, se dejó bañar y vestir por aquellas manos toscas, morenas, surcadas de venas amoratadas, ásperas y dulces a la vez. ¡Qué delgada y vieja le parecía!

Sol evocaba imágenes, palabras, olores, tiempo.

Cuando era niña, y María la llevaba a la cama, antes de cubrirla con las sábanas le trazaba sobre la frente una ancha cruz. Al recordarlo sintió un vago deseo de besar aquella mano. Aunque las cosas cambiasen, el pasado no volvería. Lo sabía bien, pero María siempre sería la imagen de su infancia.

María intentaba vestirla con uno de sus trajes antiguos, ya cortos. Era un vestido de lana, estrecho, casi infantil. Luego, Sol pasó a la salita de su madre.

Sobre una mesilla, María le sirvió un caldo vegetal, caliente, que bebió con avidez.

Reencontraba la habitación, llena de objetos familiares pero distintos. En un ángulo la silla de costura que utilizaba María y un montón de piezas de tela, de prendas a medio confeccionar. Miró a María, interrogándola.

—Hemos de ganar algún dinero… —le explicó, con aire resignado—. Son pantalones y guerreras de soldado. Nos las entregan cortadas, y nosotras las cosemos. Trabajamos mucho a destajo. Nos pagan a dos cincuenta la pieza, pero algo es algo.

En aquel momento, la madre de Cloti asomó la cabeza por la puerta, y al verla, comenzó a lamentarse aguda e incomprensiblemente, desapareciendo de nuevo. María, en pie, la miraba con tristeza y cariño.

—¿Dónde está mamá? —preguntó Sol.

María suspiró, y le tomó la mano. Su voz se hizo baja, como temerosa. Sol la oía con el corazón suspenso.

—Aquella noche, como tú, niña, no volvías, y fue tan horrible el bombardeo, ella se intranquilizó mucho. Desde aquí veíamos estallar las bombas, desde esta ventana vimos el humo colorado que subía, que subía… Tú no volvías, y eras tú la única hija que le quedaba, puede decirse, porque el niño… ¡Dios me perdone!, pero el niño no se portaba bien con tu madre. ¡Qué poco agradecen los hijos, qué poco saben los hijos de nosotras!

Aquella exclamación brotó dolorida, extraña en su boca y Sol pensó de nuevo en los hijos. De nuevo aquella palabra. Cerró los ojos, unas gotitas de sudor enfriaban sus sienes desagradablemente. Se asió al borde de la mesa y María continuaba con voz dócil:

—Estuvo esperándote, esperándote, como esperaba a que volviera el niño, siempre. Nunca se cansó de esperar, la pobre. Así pasó toda la noche. Yo le hice té, del que me dio Cloti. Pero ella no quería nada más que volveros a ver. ¡Sol, tú fuiste siempre buena, tú no te apartaste de su lado tú no faltaste ninguna noche a casa! ¿Cómo podía ella pensar otra cosa que no fuese que habías muerto? Creí que se volvería loca. Ni siquiera podía llorar. Eran cerca de las cinco de la mañana cuando se decidió. Me pidió el abrigo. «¿Dónde va a ir, señora?», le dije. Y ella me contestó: «Algo malo le ha ocurrido a mi hija. Algo muy malo. Voy a buscarla, María». Yo sentí un nudo aquí dentro, me mordía para que no me viera llorar, para no apenarla más. «¿Adónde?», dije. «Adonde lleven los heridos y los muertos», me contestó. Y así lo hizo. No me dejaba acompañarla, pero yo no la abandoné. Fuimos al Clínico, dispuestas a recorrer todos los hospitales, todas las clínicas de la ciudad, hasta dar contigo… Yo, apenas la podía seguir, nunca creí que fuese tan fuerte.

Sol sintió de nuevo la angustia.

—Cuando llegamos no nos dejaron entrar —siguió explicando María—. No puedes imaginarte el movimiento de camiones y de ambulancias, una tras otra, una tras otra… Daba horror ver tanto herido, tantos pobrecillos unos encima de otros, como sacos de patatas. Nos sentamos allí mismo, en las escaleras.

»Junto a nosotras dejaban a los heridos, para no perder tiempo, y volvían a marchar otra vez, a por más…

»¡Qué horror! Aquello parecía el mismísimo infierno.

»¡Dios está muy enfadado con los hombres!

María se santiguó.

—Lo recordaré mientras viva. No nos movimos de allí hasta que, al fin, nos dejaron entrar. «Vuelve a casa, María —me decía la pobre señora—. Vuelve a casa y descansa». Pero yo, ¿cómo iba a dejarla sola?

»Daba pena verla. Fuimos recorriendo las salas… ¡Ay, no quiero, no quiero acordarme!

Interrumpió su relato, se enjugó los ojos y se sonó.

—Niña, a ti no te encontramos. Pero sí a tu hermano.

Sol levantó la cabeza, y preguntó, angustiada:

—¿A Eduardo…? María, ¿ha muerto mi hermano?

María negó con la cabeza, y empezó a llorar en silencio.

—No —dijo—. No ha muerto… Pero, pobrecillo, estaba herido, muy malherido. La metralla le alcanzó, en aquella cara de ángel que Dios le diera, en la cara, en el pecho y en un pie… ¡Pobre niño, quedará lleno de costurones! ¡Con lo guapo que era, con aquellos ojos que tenía…! ¡Qué desgracia, Señor!

Sol se estremeció. Recordaba el rostro de su hermano, su cuerpo bello armonioso.

—Desde entonces la señora va todos los días al hospital. Ha pedido permiso para cuidarlo… Y sólo esperamos el día en que podamos traerlo aquí.

Sol quedó silenciosa, mirándose las manos, cruzadas sobre las rodillas. Una gran pena llenaba su alma, una gran piedad hacia su hermano. Recordaba sus palabras: Mírate, acerca una mano a tus ojos y dime si es una mentira. Su recuerdo le oprimía el corazón. Tal vez, al fin, todo era igualmente doloroso. De nuevo tuvo miedo. Un terror húmedo y oscuro, nacido de su vida misma, del que nunca acaso se vería libre. Tenía miedo a la vida, como Cristián, como su madre, como las mujeres de la cárcel. Ella misma, todas, pensando eternamente en que los hombres se agusanan en las cunetas o se convierten en tristes sombras de sí mismos, mutilados. María seguía hablando, pero ya no la escuchaba. Las paredes de su terror apresaban ahogadamente, en lo hondo de su vientre un charquito vidrioso se hinchaba, se hinchaba. Un mundo alboreaba en ella donde existirían los zapatos rotos, la tabla de multiplicar, los grandes cielos calientes, las bombillas apagadas, las balas de fusil, los insectos, las manos que palpan piel humana y corteza de árboles, un mundo de desolación y de alegría, de felicidad y de preocupaciones, de gritos y de largos bostezos. Y estaba en ella, con ella, dentro de ella con sus propios cielos, con las rejas de su cárcel, con su dolor y el lejano canto de los pájaros.

La puerta de la calle se abrió tras el pequeño ruido de la llave. Después, unos pasos se acercaron.

Era Cloti, y de pronto volvieron de un golpe los días en que Cloti estuvo en cama, enfebrecida, maldiciendo al hombre que le había hecho una ranita.

Entonces le pareció horrible, monstruoso, pero ahora, aquello tenía, para Sol, un sentido distinto.

Recordaba a Cloti cuando salía a la calle cuando todos los días volvía a casa con su fatiga, con su amor, con su aburrimiento con su curiosidad y sus decepciones. Su miedo, su rabia a los hijos, pertenecían al pasado otra vez. Todo empezaba de nuevo, devorado por el tiempo.

Cloti entró en la salita. Vestía un mono azul, lleno de manchas de grasa negra, y el cabello, ahora trenzado alrededor de la cabeza, destacaba aún más sus anchas mejillas. Al ver a Sol se quedó un instante parada, con la boca abierta. Luego se acercó, abrazándola. Sol sintió que renacía una amistad nunca antes conocida.

—¡Sol, muchacha! Me alegro mucho de poder despedirme de ti…

Se apartó mirándola. No había cambiado su mirada y Sol sonrió levemente, sin saber qué decirle.

Entonces entró la madre de Cloti, y la chica se volvió hacia ella con voz sombría:

—Nos vamos, madre, prepare usted sus cosas.

Cloti se llevó las manos a la cintura. Iba arremangada y sus brazos redondos, hermosos, aparecían tiznados de alquitrán. En sus pupilas había un dolor negro y muy antiguo.

La vieja se sobresaltó.

—¿Qué estás diciendo?

—¡Digo que nos vamos! ¡Que debemos marcharnos cuanto antes!

Sol la siguió a su habitación, y Cloti sacó su vieja maleta de cartón y lona, y a puñados empezó a llenarla de ropa. Inesperadamente, estalló en sollozos.

Sol se acercó a ella, acariciándola.

—¿Por qué quieres irte?

Cloti levantó la cabeza, rabiosa:

—Haces preguntas idiotas. —Se mordía los labios, intentando contener su llanto—. Haces preguntas que…

Durante unos instantes se miraron en silencio.

Luego, Cloti dijo:

—Ramón se fue hace tiempo… el muy cerdo, juró llevarme con él, cuando esto llegase. Fui a la escuela, un día, y él ya no estaba allí, ni en ninguna parte.

»Me enteré luego de que quiso escapar a Francia, sin decirme una palabra. ¡Nunca debí fiarme de él, viejo, sucio, traidor, rata cobarde!… Pero bien lo pagó, ¿sabes?… En el último momento no había coche para él, y empezó a maldecir a los que se iban y a decir enormidades. Entonces, por traidor a la causa, le pegaron dos tiros allí mismo. Ahora —continuó con voz precipitada— todos los de mi garaje hemos decidido huir.

—¿Adónde? —preguntó Sol.

—¿Adónde quieres que vayamos? Hacia la frontera.

»Todo el mundo se va, todos nos abandonan… Tenemos tres camiones en el garaje, ¿sabes?… Pero salen hoy mismo, dentro de dos horas. No hay tiempo que perder.

Cloti la miró, de pronto, con cierta timidez, y dijo:

—¿Quieres venir?

Sol sintió como suya aquella tristeza. Negó suavemente con la cabeza. Comprendía el llanto de Cloti.

Cloti amaba a Ramón Boloix, aunque no lo supiese.

¡Qué extraño el amor, qué impensado! Y el recuerdo de Cristián se alzaba como un grito. ¿Por qué razón amarle a él, precisamente? No cabía en ella sentimiento más fuerte. ¿Por qué, por qué precisamente a él?, se obstinaba, con angustia. No había nada más importante ni decisivo para ella. Se sentía ligada a su añoranza, por algo que no se podía romper.

—¡Madre, dese prisa! —gritaba ahora Cloti, cerrando la maleta con esfuerzo—. ¡Dese prisa!

La vieja asomó en el marco de la puerta, mirándola con los ojos vidriosos. Su barbilla temblaba ligeramente y al fondo, proyectada en el suelo, Sol vio la sombra expectante de María.

—Dese prisa, madre —suplicó de nuevo Cloti, tragándose sus sollozos.

La voz de la vieja sonó enronquecida, dura:

—¡No me iré!

Cloti se volvió, con ojos muy abiertos.

—¡No me iré! —repitió la mujer—. Tu hermano está en la cárcel. ¿Cómo le voy a dejar? ¿Cómo voy a abandonarle ahora yo a él? Todos se van. Ahí tienes: tu cuñada sabe Dios por dónde andará. Escapó también, sin saber si se han llevado a los niños a Rusia o a la tierra del diablo… ¿Quién es el que va a quedarse en casa, quién es el que va a quedarse en su sitio? ¡Dime, desgraciada!… Yo no voy a abandonar a mi hijo. No lo haré, tenlo bien seguro. ¡Vergüenza debía daros!

Cloti dio un paso y, violenta, la sujetó con un brazo.

—¡Usté viene!… ¿Cree que los del camión van a esperar a que se decida? ¡No! ¡No esperan! ¡Quedan sólo dos horas…! ¡No vamos a malgastarlas en melindres de vieja!

—¡Suéltame! No iré.

Madre e hija se miraron en silencio, y al fin, la vieja cogió la mano de Cloti y empezó a llorar.

—¿Pero qué es lo que has podido hacer tú de malo hija…? Dime, ¿qué has hecho tú de malo, para tener que huir? No has hecho nunca daño a nadie. Has sido siempre una infeliz. Sólo has recibido, si acaso, daño de los demás. ¡Qué vamos a hacerle si siempre, siempre, será para ti lo mismo, y para mí lo mismo!

Aquellas palabras parecieron clavarse en Cloti, revolver un dolor profundo.

—¡Calle usté, calle usté! —chilló, desasiéndose. Furiosa, dio una patada a la maleta, que cayó boca abajo. Todas sus prendas quedaron esparcidas sobre el suelo. Se agachó, recogiendo únicamente un paquete de cigarrillos, que se guardó en el bolsillo.

—¡Salud! —dijo en voz baja. Y salió, en medio de un gran silencio, sin llevarse la maleta siquiera.

Luego oyeron cerrarse la puerta de la calle y sus pasos rápidos, escaleras abajo.

Nadie se atrevió a hablar. Cloti se iba aún más sola, más desnuda, más desesperada de lo que llegó. Con su mono azul manchado de negro con la blusa arremangada, con un paquete de Gauíois, con el corazón igual que una lucecita asustada, dándole tumbos dentro.

Sol sintió un gran e imprevisto amor hacia ella.

Se va a Francia, se va despojada de todo, como nació, como ha vivido siempre, con su miedo, con su resignación… tal vez no cruce la frontera, tal vez sí.

Su hermano, el pequeño, aquel que ella quería tanto está ahora en la cárcel. Los hombres no se entienden. Todo resulta, al fin, inútil. Para nada. Para nada.

Y recordó: La cárcel somos nosotros mismos.

La vieja estaba ahora de rodillas junto a la maleta volcada de su hija. María se le acercó lentamente, y ambas mujeres fueron sacando y doblando las ropas en silencio. El pañuelo que la madre de Cloti llevaba en la cabeza resbalaba hacia atrás, descubriendo sus greñas amarillentas y crespas.

Sol las dejó solas. En su habitación, sobre la cama, boca abajo, la cabeza le dolía y le parecía que su corazón hubiera crecido, agobiándola. No podía evadirse al recuerdo de Cristián, no podía oír la palabra cárcel, la palabra cielo, la palabra adiós, los portazos, el viento, el sol mismo, sin relacionarlo con Cristián y con ella, con ellos dos. Aquella unión era algo que ahora sabía irremediable, e incluso sentía una vaga nostalgia por la certeza de su amor, como si hubiera ocurrido en otro tiempo. Ahora sentía por él el grande, el vulgar amor de los humanos, y sabía de antemano todo cuanto podía suceder, porque aquel e inconcreto deseo que les unió, aquella luminosidad interna y misteriosa que les empujó el uno al otro, había concluido. Ahora les movía ya, únicamente, el amor oscuro, el amor lleno de agradecimientos y de rencor, el amor empapado de sufrimiento, el amor eternamente desamparado de los hombres; y a pesar de todo sabía que no deseaba otra cosa, tampoco.

Poco a poco, luchando con el cansancio y los pensamientos, se durmió. La limpieza, el suave olor de la cama, le producían un sopor lento, como si se adormeciera por última vez, sobre su infancia. En aquel momento conoció la huida del tiempo. No podría volver aquel clima, aquella atmósfera. No podrían volver los mismos deseos, los mismos sueños las mismas esperanzas.

No la oyó llegar, y sin saber cómo despertó estrechamente abrazada a su madre. Oía su respiración, un calor pegado a su oído, aquel jadeo casi febril y, a un tiempo, contenido, apretado. Tímidamente acarició la cabeza de Elena y se dio cuenta de que había encanecido por completo.

Necesitaba su abrazo, pensó, mientras su madre le apartaba el cabello, que le caía sobre los ojos y ordenaba los mechones rebeldes como cuando era niña. No le hizo reproches, no se quejó de nada. Su primera frase, aún temblorosa, fue simple, cotidiana:

—Tienes frío…

Pero Sol adivinaba en su voz todo lo que deseaba decirle, preguntarle.

—No hables, descansa. Yo no me iré de aquí, de tu lado.

Sol obedeció y cerró los ojos. Notaba cerca aquella solicitud, lejana y conocida, tal vez, desde antes de nacer. Un gran frío la hacía temblar, y su madre la cubrió cuidadosamente con la manta. Entreabrió los párpados y contempló sus movimientos con la cabeza inclinada sobre la almohada. Algo huía lentamente, llenándola de nostalgia, como si en vez de ver a su madre la recordase. Ver a su madre inclinándose sobre ella, besándola en la frente con el mismo beso y gesto con que la acostó de niña, le dolía y a un tiempo le parecía contemplar la escena desde un planeta distante, desde una orilla lejana.

Como si fuese aquello lo que cerrase inevitablemente un ciclo de su vida.

—Mamá… —quería decir. Pero Elena le puso la mano sobre los labios, suavemente, y se sentó al borde de la cama, acariciando su brazo.

—No hables —dijo—. No me hables, ahora. María ya me ha dicho…

Algo parecido a un llanto seco que manaba hacia dentro cubría sus ojos. Quizá —pensó— ya es difícil llorar, derramar lágrimas, como tiempo atrás.

Elena le acariciaba la mano, despacio. Una sonrisa leve iluminó su rostro, y se acercó más, con voz temblorosa:

—En este momento casi soy completamente feliz.

»¡He sufrido tanto! He visto asesinar a tu padre, he visto cómo me despojaban de todo lo mío, mis hijos me abandonaban… Pero yo nunca perdí la fe, y ahora, poco a poco, las cosas vuelven. Eduardo está conmigo. Tu hermano está conmigo, quizá por vez primera. Tú también has vuelto… La guerra va a terminar…

Apretó a Sol contra su cuerpo, y brotaron, al fin sus lágrimas.

—¡Este mundo horrible se acaba, gracias a Dios!

—Lo sé, Sol, yo lo sé. Todos lo saben… Ahora, todo volverá a ser como antes. Volveremos a vivir los tres reunidos como entonces. Sin miedo, sin hambre…

»Con nuestras creencias, con nuestras costumbres, con nuestras cosas, con nuestros muertos queridos…

La voz se le quebró, débilmente, y se cubrió los ojos con la mano.

Sol notó una punzada en pleno corazón. Las cosas vuelven. Nunca perdí la esperanza. Las cosas van volviendo. Y otra voz, enronquecida, honda, llegó a sus oídos, desde un mundo remoto: La tierra todo lo devuelve.

¿Cómo podía haber atravesado tres años de dolor sin comprender nada?

Bruscamente se incorporó, los ojos le brillaban entre las sombras que rodeaban sus párpados, con una luz que su madre no conocía.

—No para mí, no para mí… —dijo, con voz apenas perceptible—. Ya nada puede ser como antes para mí. Yo no soy la de antes, ¿comprendes? Soy yo la que no puede volver a aquel tiempo.

Elena se quedó mirándola con los ojos repentinamente llenos de miedo. Sol se desprendía de aquellas pupilas fijas y azules, como perdidas en un mundo inexplicable. Elena le apretó la mano.

—¿Por qué…? ¿Qué es lo que te aparta?

Sol apoyó la cabeza en la almohada. Su mismo cansancio parecía reforzarla.

¿Cómo explicar lo que realmente le importaba, por qué las cosas ya no podrían ser igual?

—No es él quien me aparta de ti. No es él… —Hablaba de Cristián como si su madre supiese todo lo sucedido—. Aunque no esperase un hijo suyo, sería así, aunque no lo tuviese nunca. Soy otra, la vida me ha hecho distinta, y no puede importarme el no ser como antes.

Elena había dejado de llorar, estaba pálida.

—¿Pero dónde está… quién es? ¡Sabe Dios que procuro comprenderte, pero parece que me hablas en otra lengua!

Sol la miró como a una vieja fotografía. Algo dulce temblaba en su voz, un recuerdo, un sueño o una esperanza.

—No lo sé, no sé dónde está él ahora… Estuvimos juntos un tiempo, no sé cuánto, vivíamos en una casa abandonada… Es extraño esto, pero creíamos que aquello no acabaría, casi creíamos que no empezaban ni acababan otros días. Vivíamos sin tiempo algo nos vació la memoria, y, sin embargo, nunca conocí tanta plenitud… ¡No pensábamos en nada! Perdóname, pero me olvidé de ti también. Me olvidé de todo lo que no fuéramos nosotros.

Su madre la miraba como a un ser de otra raza, como a un loco.

—Solamente juntos podremos ayudarnos… ¿te das cuenta? ¡Cuando creía que nada tenía sentido, resultó que todo empezaba! Tal vez nos inventamos la fe, la ilusión. Pero tengo la certeza de que en algo no nos equivocamos. ¡Yo no sabía que esto podía sentirse así!

»No comprendo qué cosa extraña es este sentimiento.

La voz de su madre, su mano, parecían muertas sobre su brazo.

—¡Quiero entenderte, quiero estar a tu lado! Aunque no haya sentido nunca lo mismo que tú, en lo profundo creo que siempre fue igual: no es distinto lo que te ocurre… Sol, óyeme. Es verdad que no entra en mi mundo, en mi vida, esto que me dices. Que me duele como sólo tú puedes saberlo. ¡Pero no quiero dejarte ni ahora ni nunca! Como siempre, estoy a tu lado. Haremos lo que sea para arreglarlo, para que seas feliz…

—Pero si está vivo, en la cárcel… ¡He de ir en su busca, porque si no, no podría vivir! No puedo dejarle. Desde el primer momento, cuando le conocí, me pidió que no le dejara…

Elena movió la cabeza con amargura, su serenidad, difícilmente lograda, estaba a punto de romperse.

—Mamá, ¿te acuerdas de cuando tú me hablabas del día de mi boda? No sospechabas con quién podría casarme, pero ya sabías exactamente en qué clase de casa viviría, qué lugares frecuentaría, y hasta incluso cuáles serían mis gastos… Ahora mi vida ya no cabe en tus proyectos: para mí todo es distinto.

Elena lloraba, en sus hombros había algo vencido roto. Como en la madre que mira a un hijo muerto o a un hijo ciego, sin saber cómo ni por qué. Yo también he sido joven —pensaba—. He tenido también dieciocho años, amé a un hombre y tuve hijos de él.

Fue él quien me eligió, y no por eso me arrancó del mundo en que vivía, no por eso me separó de nada…

¿Qué ocurrirá ahora?…

—¿Qué clase de hombre es? ¿Dónde le has conocido?…

Sol la miró, titubeante. Ahora parecía ser ella la que no entendía.

—¿Qué clase de hombre?… He querido explicarte lo que nos unía… las cosas que sentimos… Es joven, pobre… No tiene ni ha tenido nunca nada. Pero empezaremos, los dos, como sea, ¡tenemos tanta fuerza para empezar!

Elena ocultó el rostro entre las manos.

—Ten cuidado, Sol, ten cuidado. El tiempo pasa, no lo olvides, todo cambia se transforma, poco a poco.

»Ten cuidado, hija, yo sólo quiero tu felicidad… No sé, no puedo decirte nada más. No se es siempre joven.

Sol miraba al techo.

—¡Si te dijera que siempre supe esto, desde niña!

»Algunas veces oyendo hablar a papá, algo me decía en mi interior: Eso no será para ti, y así ha sido. He visto cómo las cosas acaban y no vuelven. Yo soy de los que han de empezar todos los días, todos los días…

Elena acarició otra vez su cabello, con mano temblorosa.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó en voz baja.

—Iré a la cárcel, donde supongo le llevarían cuando nos separaron… Y si no está allí, iré a otro lugar, y a otro, y a otro. Y no le dejaré, no le dejaré nunca, pase lo que pase.

Elena se acercó a la ventana. La luz se teñía de un color entre violeta y rosado.

—Descansa ahora —dijo—. Descansa…

Volvió hacia Sol, se inclinó de nuevo hacia ella y la besó en la frente. Tenía los labios helados, y en voz muy baja, casi al oído dijo:

—Si le encuentras… si volvéis a veros, volved. Yo estaré esperándoos a los dos.