Cristián se volvió hacia Sol. Su boca, sus dientes hacían daño, sus labios estaban llenos de sed, larga y muy antigua.
—Todo empieza para ti y para mí, tal vez no puedes comprenderlo… ¡Mírame! Tus ojos son demasiado transparentes.
Sol no podía evitar su lejanía, aquella gran distancia que la separaba de todas las cosas, pero no podía abandonarle ni separarse de él. Aunque su alegría fuese algo que no comprendía del todo. Todo empieza para ti y para mí, acababa de decirle.
Con el silencio de la lluvia, cesó el fuego, que habían descuidado. Estaban completamente solos, muy cerca el uno del otro, tanto que sólo se veían las niñas de los ojos, grandes y llenas de color. Sol apretó su cabeza contra el pecho de Cristián, escuchaba la rítmica resonancia de su corazón, le acariciaba despacio, como si llevase oculto en la palma de la mano un poder hondo, mágico, y recién descubierto. La voz de Cristián sonaba dentro de su mismo oído.
—Ya sé lo que piensas, lo que sientes ahora… Pero tú has vivido en un mundo distinto. Recuerda cómo te decía, hace unas horas nada más, que tú y yo no podíamos ser amigos. Tú no has sabido, hasta la guerra, lo que quiere decir la palabra dinero. Ni aun ahora sabes lo que es, realmente. Incluso, puedes no llegar a saberlo. Pero yo lo he sabido siempre y no podré nunca olvidarlo. Hace un momento queríamos olvidarnos de todo, inventarnos una vida en blanco… Y yo sabía que sin dinero, aunque tú no lo creas, no se puede vivir. Acaba incluso con el amor. Por dinero abandonó mi madre a mi padre, por culpa de él mató Pablo, por culpa del dinero he vivido una vida prestada…
El recuerdo le golpeaba como un viento, era él un niño y su madre le llevaba a la tienda del viejo que prestaba dinero. Tenía apenas ocho años, pero ya conocía lo que el dinero significaba. Prestaba dinero, era un sucio avaro, calvo, tenía una tienda de comestibles, solía sentarse a la caja, con su boina puesta, hinchado, grasiento. Prestaba dinero, el maldito.
El dinero no se presta. Levantaba los ojos sobre los lentes y decía: Ah, bien, bien. La última vez… Siempre tenía algo que decir sobre la última vez. Apoyaba sus dedos como salchichas al borde de la caja, los billetes salían de sus manos, lentos, pringosos, repugnantes. Acariciaba los billetes con gesto aterciopelado, mojaba el pulgar para contarlos. Prestaba dinero. La gente no podía vivir sin ese dinero que el viejo acariciaba. No podía navegar, curarse las heridas, oír música, si sabe que no tiene dinero. Por joven que se sea, por mucho que se amen el mar, las noches rojizas, el olor de la madera, el vuelo de los pájaros. Pronto se deja de existir, si no se tiene dinero, y nadie sabe más de su voz, de sus brazos, de su sonrisa… El viejo contaba despacio los billetes, consciente de su valor, de lo que representaban y daba importancia al dinero, porque sin dinero no se puede vivir.
Más tarde, ya hombre, también él fue a la tienda, y el viejo le recordaba de niño, pero su voz cambiaba, se endurecía, cuando pronunciaba la palabra dinero. Por entonces Cristián estudiaba. A su alrededor se encendían y apagaban luces, se fabricaban aviones, se hundían barcos, se contaban chistes, se organizaban procesiones, se celebraban cumpleaños, se enterraban muertos, estallaban guerras, se festejaba el carnaval… Él trabajaba, estudiaba, dormía, comía deprisa, sin tiempo para charlar, para entretenerse, iba a domicilios ajenos, con una maletita.
Clavaba la aguja de la inyección en brazos anónimos.
Inyectaba líquidos extraños en sangres enfermas, líquidos que prolongaban la vida, que deseaban prolongar la vida, retrasar la muerte. Brazos blancos, flacos, gruesos, oscuros, peludos, suaves… Cristián inyectaba sangre, vida falsa, esperanzas falsas. Luego, frotaba el pinchazo con un pedacito de algodón mojado en alcohol. Si por lo menos el tiempo se detuviera… Pero el tiempo huía. ¿Existían para eso? ¿Para ver pasar a las cosas, a los hombres y decirles: Yo no puedo vivir porque no tengo dinero? A veces, sentía una náusea, un vértigo irreprimible. La juventud no es para enmohecerla, no se la puede sacrificar a la vejez. En la buhardilla contigua vivía un joven matrimonio con un niño pequeño, él trabajaba en una fábrica de las afueras y ella estaba enferma, acostada todo el día, muriéndose poco a poco. No tenían dinero. Para ella no existían los árboles ni el aire, ni los alimentos, ni las medicinas que necesitaba. Debían varias mensualidades del piso. Ningún amigo.
No había tiempo de tener amigos. Tampoco tenían tiempo de escuchar preocupaciones ajenas. Cristián, a veces, lo encontraba a él en la tienda del viejo. Papeles. Papeles llenos de palabras, de obligaciones. Plazos fijos, días contados, dinero prestado. Días que avanzan. Se perdía el dinero y, sin embargo, el tiempo avanzaba, implacable, con nuevas exigencias. Nadie huye al tiempo, estamos presos en él. El niño del vecino lloraba por las noches porque tenía sueños de caballos que galopan, se chupaba los dedos, balbuceaba palabras sin sentido. La mujer necesitaba medicinas, necesitaba comer, el niño correteaba con sus piececillos descalzos, sus sueños de caballos, sus ojillos, su nombre, su boca ávida, mientras él acudía al viejo usurero, con el corazón empequeñecido. La tienda olía pesadamente. Lo que más le exasperaba eran aquellos absurdos carteles de colores que anunciaban refrescos, galletas, polvos de jabón. Un niño mofletudo decía, con la mano levantada: Estoy tan gordo porque tomo Harina XX… Estar gordo, trágica felicidad humana. Tal vez el vecino llegaba a la tienda del prestamista, sin horas, sin años, pensando en el próximo desahucio, pensando en los brazos delgados del niño, y lo primero que veía siempre era: Estoy tan gordo porque tomo Harina XX. El viejo inquiría por encima de los lentes: ¿Y bien? Sentado tras la caja, se hacía suplicar, reclamaba, no cedía. A veces Cristián acarició inconscientemente un cuchillo reluciente que había sobre el mostrador.
No lo sabía, entonces, fue luego, cuando el otro lo hundió en la carne del viejo, se dio cuenta de que, mentalmente, también él le había matado hacía tiempo y no una vez, sino cincuenta. El vecino fue a pedirle dinero, no tenía nada, nada. El viejo se lo negó. Hablaba, moviendo los brazos. Te llevaré a los tribunales. Una espumilla blancuzca se posaba en las comisuras de su boca. Su gran vientre, insolente, casi inmoral, se bamboleaba cerca, lleno de jugos espesos, de fermentos seniles, de horrible vida destilando líquidos negruzcos, blancos, amarillos, hedor y muerte. Aquel vientre, aquella espumilla en torno a la boca menuda, oscura, movible, como un agujero en una masa de goma. No supo cómo fue, el cuchillo se hundió en el gran vientre, a conciencia, como en manteca. No, no quería matarle, decía luego. Era cierto, sólo quería eso, clavarle el cuchillo hasta el mango, para ver si manaba rojo. El dinero. No, Sol no sabía qué quería decir esta palabra.
—Pero también la vida es hermosa. También la vida es hermosa… —dijo Sol.
La vida es hermosa —pensó Cristián—. Tiene una belleza que duele, violenta y fugaz, rodando sin remedio hacia la muerte. La vida es hermosa, tal vez, porque está la muerte, siempre, al final del camino.
Allí mismo, sobre la vieja alfombra, su amor brotó sin miedo, sin querer pensar. Hubo momentos en que creyeron que la sangre estaba hecha de galopes de ciervo: bajo la piel, en los azules caminos de la vida.
Se durmieron cuando la sangre corría en sus venas como plata fundida. Alas aterciopeladas golpeaban en su nuca. Uno junto al otro, dormidos, en la encendida pereza de sus labios descansaban, por fin.
Muy entrado el día, tal vez a las once de la mañana, oyeron detenerse un coche frente a la casa.
Poco después sonó el timbre de la puerta.
Sol, que se despertó primero, jugueteaba distraídamente con un brazalete, o una coronita de Virgen no lo sabía bien. A su lado, tendido, Cristián respiraba suavemente. Le acarició. Su palidez, la aterciopelada sombra de sus párpados, tenían ahora una profunda significación para ella. Cuando abriese los ojos y la mirase, habría entre ellos una especial comprensión, que ahorraría para siempre palabras, las burdas e insuficientes palabras de los hombres. Se abrigó y a su vez abrigó a Cristián con la guerrera condecorada que había encontrado Chano. Llamaban de nuevo, con insistencia, una y otra vez. Sol cruzó las manos bajo la nuca y esperó, mirando rígidamente al techo. Al cabo de unos minutos el motor del coche se ponía en marcha, alejándose.
A la media hora estaban los dos despiertos.
—¿Conoces la barraca de Chano?… —preguntó Cristián.
—Sí.
—Me gustaría —añadió despacio suavemente— me gustaría tanto echarme allí dentro, con la espalda tocando la tierra, y mirar las estrellas por entre las cañas. ¡Debe ser bonito, eso!
—Sí, debe ser bonito.
Volvían a llamar a la puerta de entrada, ahora con grandes golpes. Tal vez reclamaban a Pablo. Se oían pisadas fuertes de hombres, botas rechinantes sobre la grava del suelo. Las gotas de lluvia se deslizaban como pequeños ríos a lo largo de los bordes de la ventana. Al poco rato, se alejaron las voces y las pisadas.
—Defenderé nuestras vidas. No voy a dejar que nadie nos destruya…
Ella sonrió, únicamente. Tal vez amaba a Cristián pensó, por su fragilidad.
Los días siguientes les parecieron uno solo. Sol no supo nunca cuántos pasaron allí. Nada cortaba la sucesión de las horas, el tiempo no tenía sentido. La luz nacía y moría a su alrededor, la luz y la sombra eran todo su paisaje, difuso, lejano. Nada existía fuera de ellos, de sus vidas aferradas, tenaces. Era como si una lucha dulce y extenuante persiguiese alguna forma maravillosa de vivir. Solitarios, desprendidos del mundo, su amor se mantenía como un fuego en el silencio, consciente de todas las amenazas, del final de todas las cosas. Sabían que también Pablo como ellos ahora, pasó allí largas temporadas, lobo solitario, perseguido por recuerdos, quemándose en el tiempo pasado o presente, negando cosas, queriendo crear cosas. Su sótano estaba repleto de víveres y toda la casa parecía como preparada para resistir un largo sitio. ¿Para qué querría esto?, se preguntaron Sol y Cristián más de una vez.
Pablo había acumulado, atesorado, con la avaricia candorosa de un niño o de un salvaje.
Encontró entonces un collar muy complicado y, al parecer, de factura antigua, recargado y valioso, con el que rodeó el cuello desnudo y blanco de Sol.
Con un frío estremecimiento, notó ella aquel peso en su garganta. Oprimiéndole, con una sensación parecida a la de la noche en que besó por última vez la mano de su padre. No se atrevió a tocarlo, y le dijo sólo:
—Quítamelo,…
Él lo tiró a un rincón riéndose.
Un día —nunca sabrían al cabo de cuántos— se detuvo un automóvil frente a la casa. Era una mañana húmeda y fría y estaban sentados frente al fuego. A poco, crujió la grava del jardín, y llamaron a la puerta, reciamente.
Cristián y Sol no se movieron, pero los recién llegados no desistieron.
—Echarán la puerta abajo…
Cristián se levantó al fin, lento y sombrío Sol le miró alejarse. Oyó cómo abría la puerta y, luego, las voces y las pisadas de Cristián y de los otros hombres.
Tras unos momentos de diálogo, que no pudo entender, las pisadas se acercaron.
En el suelo, frente a la puerta, unas sombras avanzaban, alargándose, hasta romperse de un golpe.
Cristián entró seguido de tres hombres.
—Vienen a hacerse cargo de la casa.
Cristián cogió su mano, sonriendo. En su sonrisa había una íntima, larga, llamada. El tiempo giraba de nuevo, comprendió, y ellos seguían bamboleándose rodando, rodando, dentro de él, irremediablemente.
Algo ha terminado. No sabía nada concreto. No sabía qué podían hacer o decir aquellos hombres. Algo ha terminado se repitió. Pero en su misma angustia había una alegría escondida, tímida. No me arrepiento de nada —se dijo—. Por vez primera en mi vida, no me arrepiento de mi tiempo, de mis horas, de mí.
Cristián tenía los labios levemente temblorosos.
—Son un oficial del SIM y dos agentes —explicó rápido, mientras los dos hombres removían muebles y abrían cajones—. Saben que Pablo se suicidó, después del bombardeo. Se han enterado de que vivía aquí y vienen a hacerse cargo de esta casa.
Sol dobló la cabeza y apoyó la mejilla en las manos de Cristián.
El oficial encendió un cigarrillo y le ofreció otro.
Su pregunta brotó junto a una bocanada de humo:
—¿Cómo no estás en el frente?
Cristián levantó la cabeza y sostuvo su mirada, pero no contestó.
El oficial ensanchó una sonrisa, irónica.
—¿Eres otro emboscado…? Seguramente, pero no te ilusiones. Aún tienes tiempo de matar a muchos de los tuyos. Más tiempo del que te imaginas.
Sus ojos se volvieron hacia Sol.
—Y tú, ¿quién eres?
Sol le miró silenciosa, apática, lejana. Como si nada le importase aquello, y no fuera con ella. Cuando las cosas acaban, no pueden reconstruirse, pensó.
—Bien, bien. No hay prisa. Ya tendrás tiempo de explicarlo todo.
Sol sintió los brazos de Cristián alrededor de su cintura, los dos tenían los labios cerrados, como si hubiesen huido todas las palabras: las torpes, vacías palabras. Cristián apoyó su frente en la de la muchacha. No tenemos ningún carnet, no pertenecemos a ningún Partido ni Sindicato, no vivimos en ninguna parte. No dispararé un solo tiro, ni avanzaré, ni desertaré siquiera. No conozco «míos» ni «tuyos». No pienso defenderme, porque ya nada ni nadie puede hacerme daño.
El oficial se volvió a los agentes, ordenándoles un registro y estuvieron bastante tiempo, los tres, quietos. El silencio los envolvía, nada hubiese podido separar su abrazo. Por dos veces, un dorado aliento, un sol fugaz y muy lejano, penetró en la habitación arrancando un súbito brillo a los objetos. Luego, otra vez la neblina gris, la luz opaca y fría de la mañana.
El oficial se levantó, paseándose con las manos a la espalda. De cuando en cuando fumaba y dejaba tras sus pasos una nube aromática y blanquecina.
Entraron los agentes con las joyas que Chano no se había quedado. El oficial las examinó con cierta lentitud. Sus manos finas, suaves, acariciaron los objetos.
—¿De dónde ha salido esto?
—Era de mi hermano Pablo…
La risa del oficial era suave, ondulante.
—¿Tu hermano? No he visto tu documentación. No sé quién eres. En cuanto a esto, pertenece al pueblo.
Los sacaron fuera, a empellones. Frente a la verja había un coche camuflado con grandes manchas marrones y verdosas. Subieron, y la ciudad, como una vieja película, pasaba de nuevo ante los ojos de Sol.
Otra vez las calles, las casas, las gentes, el ancho cielo triste. Un frío cortante entraba por la ventanilla. Cerró los ojos. Junto a ella Cristián le daba el único calor de la tierra, como si tuviese que morir al dejar de sentirlo.
Se detuvieron frente al edificio del SIM. Custodiados por los dos agentes y el oficial, subieron al segundo piso y les hicieron esperar más de media hora, sin decirles nada. Luego, pasaron a un despacho, y se les tomó la filiación. Dijeron sus nombres, su edad, los nombres de sus padres. ¡Qué cruel burla flotaba en todo aquello!
—Ya se os llamará.
Por última vez, sus manos, con tenacidad inútil se aferraron. Al separarse, un frío nuevo y cortante pareció lamer la mano de Sol. Cristián desapareció tras una puerta, y ella llevada hacia otro lado.
Entró en una pieza oscura y alargada, con un ventanuco alto. Junto a la pared había una larga tabla sobre dos caballetes de madera, y allí Sol vio dos mujeres sentadas. Una de ellas, de cabello gris, y con los codos en las rodillas, curvada y pensativa, ni siquiera se movió. La otra, más joven, estaba llorando.
Sol avanzó hasta el amarillo resplandor que entraba por el ventanuco. La puerta lenta, pesada, se cerró a su espalda con un ruido metálico.