Apenas había llegado Chano a la esquina de la calle, le detuvo la explosión, justo a tiempo de ver cómo se derrumbaba parte de la casa de Daniel. Bruscamente, se secaron sus lágrimas, y echó de nuevo a correr lleno de miedo.
Luego, volvió poco a poco, temerosamente. La buhardilla de su amigo estaba destrozada y los supuso a todos muertos. Sintió algo parecido a la satisfacción de una venganza. Bien. Muerto Daniel, se alegraba de que con él se hubiese acabado toda la familia, y un escalofrío le erizó la piel.
Rondando la calle, vio a Sol y a Cristián muy juntos. Se detuvo frente a ellos, sin decirles nada. El canto de los gallos anunciaba el alba sobre los tejados. Chano miraba aleladamente, sin curiosidad, sin disimulo.
—¿Está dormido? —preguntó señalando a Cristián, que seguía sentado, con la cara oculta entre las manos. Sol se encogió levemente de hombros. La calle estrecha, de muros desconchados, parecía dormir en un silencio húmedo. Se sentía al respirar que el mar estaba cerca. La tenue claridad del amanecer desvelaba formas y cosas, la tristeza de siempre.
Poco a poco, todo se fue llenando de luz, una claridad sin color definido bañaba las paredes, desde aquel trozo de cielo extendido sobre la línea desigual de los tejados. El humo, la niebla, el polvo, creaban universos microscópicos en la atmósfera iluminada. Nunca olvidaría, pensó, aquel como despertar en la calle junto a aquellos dos seres que apenas conocía y que de pronto sentía como viejos amigos. Le parecía que estaban los tres desnudos despojados de recuerdos, unidos para siempre en la vida por algo aún confuso. Miles y miles de seres semejantes se le aparecieron, como en un sueño, sentados en la acera, también, con las manos en las rodillas y dormidos. Chano se inclinaba sobre unas pieles de naranja. Las manos deformadas del chico avivaron su piedad. Las pieles estaban ennegrecidas y abarquilladas en los bordes y Chano las acercaba con delicia a su nariz. Había un aroma lejano, imaginario entre otros muchos, sugiriendo árboles, luna grande, agua. Tras Chano, en la pared, grandes letras rojas lloraban lágrimas de pintura seca, y era triste contemplar los deseos de los hombres gritando faltas de ortografía en las paredes.
Sol se acercó al muchacho.
—Tú eres Chano —le dijo.
Instintivamente, el chico se echó atrás.
—¿Y a ti, qué?
—Tu amigo Eduardo es mi hermano. ¡Dime dónde lo viste la última vez, por favor!
—¡Qué sé yo…! ¡Para lo que me importa a mí ése! Ahora que Daniel ha muerto, yo…
Sol le interrumpió:
—¡Tú lo sabes! ¡Te lo oí decir!
—¡Bueno! ¿Y qué sé yo si reventó?… ¡Es mala cosa la metralla!
La miraba atento, receloso, con sus ojillos achinados. Tendría dos o tres años menos que ella.
—¡Quiero saber si mi hermano está vivo! —insistió, angustiada.
Chano lanzó una risa falsa, y entonces Cristián levantó la cabeza.
—¡Dilo, puerco! —gritó con voz ronca, como una amenaza—. ¡Di dónde le viste la última vez!
Chano levantó las manos, súbitamente serio.
—¡Que no lo sé!… No lo sé, lo juro…
Miró de reojo a Sol y su voz se ablandó.
—Yo creo que se salvaría…, ¡digo yo! Mejor es creer que pudo salvarse… ¡Yo no le volví a ver, no lo vi en el suelo! Señal que escapó…
De pronto, algo brilló en sus ojos y se volvió a Cristián, preguntándole en voz baja:
—¿Os salvasteis… todos?
—No —dijo Cristián, despacio, mirando al suelo—. Solamente yo. Pablo… Pablo y mi padre han muerto.
—¡Basura podrida!
Una alegría dolorosa estallaba en el pecho de Chano. Daniel se ha muerto, pero ¡cómo se limpia esto de basura!
Odiaba profundamente a Pablo, igual que Daniel.
Con la muerte de Pablo parecía que algo vengaba a su amigo.
Cristián, como si no le oyera, parecía ahora concentrado en las llaves que le dio Sol, en la palma de la mano abierta.
Por un momento, los tres se miraron en silencio.
Algo aleteó silenciosamente sobre sus cabezas y se acercaron unos a otros, formando un pequeño círculo en torno a la mano extendida.
—¿Qué es eso? —preguntó Chano.
—Son las llaves de la casa de Pablo.
A Sol la voz de Cristián le pareció indiferente, como si hablase a un ser que no le pudiera oír.
Chano quedó en suspenso. Luego, habló en voz silbante:
—¡Oye tú…, Cristián! Oye: muchas veces, Daniel y yo rondamos la casa de Pablo… Daniel decía: Al muy cabrón no le falta nada ahí dentro. ¡No hubiera estado mal entrar y echar un vistazo! Pero Daniel tenía miedo… Era al único que Daniel temía, que yo sepa… Escucha: ¡Vamos allí! Anda, vamos antes de que nadie se entere y caiga encima, llevándose hasta las cerraduras…
Cristián y Sol parecían no oírle. Se miraban de una forma extraña, que Chano no entendía. Parecen idiotas, pensó.
—Ven conmigo —dijo Cristián a Sol—. No me dejes ahora. No puedes dejarme ya…
Chano se encogió de hombros con impaciencia.
Bueno. La verdad es que Cristián no era mal bicho pero siempre fue un cobarde.
Daniel ya lo dijo alguna vez.
—¡Vamos, Cristián! —inquirió Chano, anhelante.
Aquello parecía resucitar a Daniel, sus tiempos, tan cercanos aún. Pero Cristián hablaba con la muchacha de cosas incomprensibles.
—¡Ven conmigo! Pablo dijo: Vivid tranquilos. Lo recuerdo. ¡Tal vez Pablo quería decir lo mismo que yo siento ahora! Sol, no te vayas… Hay un pacto, aunque no lo hayamos dicho, algo como un juramento, entre nosotros… ¿No lo sientes así?
Como en sueños, Sol le seguía, avanzaban lentamente uno al lado del otro. Había algo fatal en sus pasos, los gallos enmudecieron y un viento amarillento barría los papeles sucios, los mil objetos blandos, caídos al suelo. Una estrella, muy pálida temblaba lejos, más alta que todo. Chano corría delante, gritando:
—¡De prisa, pasmaos, de prisa! ¡Antes que nadie se entere! ¡Luego será tarde!…
Pero Sol y Cristián caminaban despacio, en silencio. Había algo mágico, en el amanecer. Sol se sentía inmersa en aquella especie de sopor lúcido, que la hacía regresar a un tiempo pasado, a algún desconocido recuerdo. En vez de seguir a Chano, se diría que iban confiadamente a un lugar que les esperaba en un mundo distinto, colgado en el vacío.
Chano llevaba al cuello un gran pañuelo rojo con una sola palabra estampada: Libertad. Parecía flotar entre la neblina.
Iban ascendiendo ciudad arriba y Sol sintió una gran melancolía. Qué inexplicablemente dulce le parecía Barcelona, en suave declive, en su color, rosa y dorado, en aquel despertar, qué dulce y fuerte era el reflejo de su ciudad dentro de ella. Todo estaba aún como temblando a aquella hora. Una pared surgió, rota, negruzca, mirándoles por cien agujeros. Entre escombros, un cuadro, colgado todavía del muro, parecía un milagro.
Caminaron calles y calles que les alejaban del mar.
Tristes calles barridas en su intimidad, carteles rasgados en las fachadas de las casas. En las esquinas se amontonaban basuras y desechos. Cadenas de hombres se dedicaban al desescombro, entre las ruinas.
—¿Dónde es? —preguntó Sol.
—En Sarri.
Chano, al oírla, se volvió.
—Sí, vivía en la torre de un carca que se cargaron al principio —explicó.
¡Crac! ¡Crac! Las botas de los soldados resonaban, cruzándose con ellos. Sol les vio alejarse. Algunos llevaban pasamontañas, otros gorros de pico. Le era imposible verles como una masa obediente, les distinguía uno a uno, con sus ojos azules, pardos, negros, con la distinta expresión de sus hombros y de sus manos. No pisaban igual, ni avanzarían o retrocederían nunca igual. Sólo se alejaban y volvían en un juego monótono y casi monstruoso ¡Qué jóvenes parecían! Y pensó, sin saber por qué, que iban a caer arrodillados en el suelo, de un momento a otro.
Ahora ellos caminaban con más prisa, con la respiración levemente agitada. Cristián temblaba de frío.
A medida que ascendían, Sol se familiarizaba con las calles y las anchas avenidas que le eran habituales, con sus árboles mutilados para hacer leña. No tardarían mucho en bajar de la montaña grupos de gente con brazadas de rama. El Tibidabo, alto y gris recortaba su joroba grande, oscura, en la mañana. No parecía la misma montaña que viera de niña, desde los balcones de su casa. Ahora las gentes que descendían por la ladera extendían sobre las aceras grandes pañolones llenos de algarrobas y raíces más o menos comestibles. Sol recordó las hileras de luces en la noche, las raudas estelas luminosas reflejadas en el asfalto brillante. Eran las noches de sus esperadas vacaciones, pero ya no había vacaciones para ella.
Qué distinta era esta ciudad despojada, cubierta de letreros rojos y verdes, negros, blancos, con signos de exclamación en todas las tapias, con toscos monumentos de cartón despellejados por la lluvia y el viento, con crujidos de pisadas en el asfalto y voces de mando rompiendo el silencio de las plazas. Qué distinta de aquella ciudad, recordada desde la blanca ausencia de Saint-Paul. Espléndida y luminosa, le dolía haberla soñado de otro modo a como ahora la veía: desmantelada, sucia, pobre, vencida por un enemigo que aún le parecía impreciso, pero cierto.
Deseó reencontrar aquella belleza en su abandono como en su misma vida, y amarla con aquel dolor de manos vacías que hacía tiempo la abatía. Y se contempló a sí misma con una sonrisa: el vestido, estrecho y usado, sus viejas e inadecuadas sandalias veraniegas. Un viento duro, rojo de sangre y de tierra, había arrasado pasados y luces, todo parecía dormido o sumido en la muerte. De ahora en adelante… le pareció que murmuraba todo a su alrededor. Los escaparates vacíos, los cristales rotos, las gentes con ropas insuficientes, que apenas les cubrían los brazos las ramas heridas de los árboles que caían, caían.
—No falta mucho, ya —dijo Cristián, porque la oía respirar fuerte.
La torre era antigua, con un pequeño jardín en torno rodeada de árboles.
El viejo militar que fue su dueño debió amar los castaños. Gracias al invierno, que desnudó sus ramas, podía verse desde la calle la fachada rosada, con ventanas onduladas y marquesina de vidrios sobre la puerta.
Parecía que el cielo, tan ancho, les obligase a hablar en voz baja. Rodeada de aquellos árboles, con ramas grises y desnudas como brazos desesperados, la casa resultaba casi lúgubre.
Chano acortó el paso y se volvió a ellos, sigiloso:
—Oye…, ¿estaría Daniel seguro de que Pablo vivía ahí solo? ¿No habrá gente ahí dentro?… ¡Me parece raro!
—Una vez dentro, lo sabremos —dijo Cristián.
Debemos prolongar este momento, pensó ella.
De pronto comprendía algo que, sin saberlo, buscaba desesperadamente. No recordaba haber sentido nunca una paz semejante, casi inhumana, pero que no deseaba perder. Milagrosamente, el tiempo no existía.
Cristián abrió la verja. Ya no tenían miedo, no pensarían, no pensarían, no se preocuparían por el futuro, por el instante siguiente. El instante siguiente no existía, el tiempo no tenía sentido.
En Chano todo era muy diferente. Miraba temeroso de un lado a otro y hablaba confusamente, excitado por el miedo y por la esperanza de un saqueo.
—Tu hermano era un mal bicho —hablaba como para sí mismo, sin esperar que le escuchasen—. Daniel me contó tantas cosas de él… A veces, llenaba la casa de gentes. Daniel siempre andaba olfateando, a escondidas… ¡Mira, mira los cristales! ¿No ves los agujeros de las balas? Dentro no debe quedar ni un espejo sano… ¡Pablo estaba chalao, la tenía tomada con los espejos! Eso decía Daniel, a veces… ¡El muy cerdo, estaba loco!
Desde el jardín, la calle se perdía brumosamente.
Por un momento, a Sol le pareció llena de una rara, indecisa promesa que no entendía del todo. O quizá era sólo una falta absoluta de deseo, lo que embellecía todo.
La claridad gris de la mañana lo empañaba todo, no llegaban voces ni ruidos. Solamente el viento, arrodillándose sobre la hierba pálida de los solares.
Un angelote de piedra se asomaba al borde de un pequeño estanque vacío.
—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó Cristián inesperadamente. Sol, pensativa, dijo que le parecía el 15 de noviembre de 1938.
—No lo olvides.
Sus ojos se encontraron, y a la luz cruda, implacable, podía verse tal y como eran, sin careta, jóvenes, quizá demasiado jóvenes para cuanto les rodeaba hasta aquel momento, para aquel mundo en que tenían que vivir. Los ojos hundidos, brillantes, con grandes sombras. Sus ropas rotas, sucias de sangre y un polvo denso, pegadizo. Pablo estaba allí, a su lado, otra vez.
Pablo la tenía tomada con los espejos, había dicho Chano. Acaso, se miraría, se hablaría a sí mismo, con su extraña voz histriónica, boca que deliraba sentencias y se avergonzaba de los sueños. Pablo dispararía contra los espejos, como doblando su final anticipadamente; quizá gozaba y sufría a un tiempo con el espectáculo de su destrucción.
Chano se encaramó a una de las ventanas de la planta baja, y rompió el cristal, pero tenía los postigos cerrados.
La llave parecía dorada. Cristián y ella pasaron primero, seguidos de Chano, jadeante.
La puerta se abrió con un chirrido apagado, y Cristián buscó el interruptor de la luz.
—¡No enciendas, no enciendas! —gritó Chano—. ¡Qué ocurrencias tienes!
El interruptor no funcionaba y Cristián estaba harto de oscuridades. Sus meses de cárcel o de encierro, escondido le hacían desear cualquier forma de libertad.
Dejaron la puerta abierta para iluminarse, se internaron en la casa, atravesaron puertas al azar, abiertas a habitaciones vulgares, descuidadas, con muebles viejos y cuadros de flores en las paredes. La luz de la mañana no entraba del todo y la casa permanecía en penumbra, sólo con la claridad de las ventanas que entreabrieron.
Al fin llegaron a una pequeña salita, presidida por una chimenea de mármol rosa.
—Haremos un buen fuego, ante todo —dijo Cristián.
—Pero ¿se puede saber a qué cuernos hemos venido aquí? —se impacientó Chano.
—Está claro: a descansar —dijo Cristián con acento pausado—. Creo que tenemos derecho a tumbarnos junto a un fuego y descansar, ¿no te parece?
Chano iba a decir algo, pero al parecer no encontró las palabras. Mientras, Cristián abría la ventana.
Siempre le gustó abrir las ventanas, que le llegase el viento, el frío, los lejanos rumores y la luz.
—Tal vez lloverá —dijo Sol.
Sobre la fina y borrosa silueta del horizonte, había como un espasmo blanco, entrecortado.
—Sí, tal vez lloverá —repitió él.
Chano le quitó las llaves de un zarpazo, y corrió a la habitación contigua, donde le oyeron abrir cajones, armarios, puertas. Lo revolvía todo con prisa, con miedo, y cualquier crujido le volvía inmóvil, expectante. Después, reanudaba la búsqueda con más afán, las manos como dos pequeños cuervos hambrientos.
Cristián sólo buscaba dos cosas: cigarrillos y coñac. En una vitrina había copas de cristal, la abrió y sacó un par. Golpeó ligeramente con la uña el borde de una de ellas y cerró los ojos. Sol se acercó, mirándole. El pequeño ruido, tembloroso, largo, evocaba lejanas campanadas, tal vez oídas hacía mucho, mucho tiempo, cuando ninguno de los dos había nacido. Cristián sonrió, los ojos impregnados de una luz que parecía brotar de aquel sonido. Sol hubiese querido entrar en aquella especie de burbuja que él creaba, y encontrarse allí. Era cierto que ya no podía dejarle, algún ángel desconocido, alguna fuerza horrible o infinitamente hermosa, los acercaba uno a otro, como jamás lo estuvieron de nadie.
Dos animales anónimos, sin méritos ni heroicidad alguna, dos criaturas, esas que ella vio en el campo al borde de los caminos. Unos, arrastrándose sobre la tierra, otros intentando volar, golpeándose contra las paredes, con la cabeza encendida. Luciérnagas, barcos errantes en la noche. Apenas le conozco, pero cuánto sé ya de nosotros dos, no de él, de nosotros dos. Las copas de cristal, entre sus dedos, retenían aún el temblor brillante. Parecía —pensó— contener entre las manos una galaxia distinta.
—Sonríe —decía ahora Cristián—. Si no nos inventamos motivos para sonreír, te aseguro que nadie nos los regalará… Todo, todo hay que inventarlo de nuevo.
Ella sonrió, débilmente, porque le costaba mucho ese gesto simple, leve como un milagro. Tal vez, hemos de inventarnos las sonrisas, el olvido, la paz, la tierra, el amor. Tal vez hemos de inventarnos a nosotros mismos. Se sentaron sobre la alfombra, junto a la chimenea apagada y vacía, como un agujero de frío. Cristián se frotaba los brazos, un mechón de cabello, muy negro, le caía sobre la frente, y de nuevo su piel blanca, su delgadez, conmovieron a Sol. Aquellos hombros estrechos, las manos duras y raramente dulces tenían para ella un lenguaje hasta aquel momento desconocido.
Cristián llenó las copas y el día entraba por la ventana abierta, silencioso. Poco a poco, bebiendo, les vencía una laxitud reconfortante, les dolían los brazos y las piernas, notaban las magulladuras, el cansancio y sobre todo el polvo, cubriendo sus cuerpos y sus recuerdos. Varias veces llenaron las copas.
—No pienses. —Cristián parecía sobrecogido por algo—. No tienes que pensar, nos lo hemos prometido.
—No. No pienso en nada.
Pero por más que hicieran o quisiesen, allí estaba su infancia, sus viejos sueños, todos sus años. Por un momento, el dolor atravesó, como un relámpago, el estallido estuvo a punto de hundirle. Cristián se vio niño, corriendo tras su hermano y su padre, reconoció las espaldas de su padre y de Pablo, sus raídos abrigos, sus hombros vencidos, y él corría detrás y decía que le esperaran. Los libros, sujetos con una correa, aparecían diezmados, desde que unos golfillos le robaron la mochila. Recordaba a su madre, alta, con la piel blanca y el pelo terriblemente negro. Tenía entonces cinco o seis años y ella lo llevaba de la mano. Una vez entraron en un bar. Su madre llevaba un vestido de seda estampada que olía a sudor por debajo de los brazos, y el hombre aquel llevaba un traje marrón y tenía las yemas de los dedos del color de su traje. El hombre olía a tienda de jabones, pidió un helado grande, la copa era de cristal y el helado una diminuta montaña de hielo que, cosa extraña, a él le quemó en los dientes. Mamá estaba pegajosa y rara, sí, pegajosa, ésa era la palabra, Mamá estaba hecha de chicle, pero de chicle mascado, del que él aplastaba debajo del pupitre cuando ya no sabía a fresa. Mamá pedía silencio: Si te callas, te daré… Mamá daba cosas pequeñas, dulzonas, que asfixiaban un poco. Un día, Mamá desapareció. No la vieron más.
Fue mucho más tarde, cuando volvió a verla una noche. Estudiaba ya, con la beca que hubiera debido ser para Pablo. Era sábado, al día siguiente no había clase. Al entrar en el Arco del Teatro con un grupo de compañeros, oyeron el bordoneo de una guitarra y chocar de palmas, saliendo de Las Flores. Frente al mostrador, un grupo bebía manzanilla. Dos o tres mujeres con trajes de faralaes, con aire cansado. El guitarrista templaba unas soleares. Un traje amarillo. Bajo la luz potente, excesiva, un traje amarillo, de un amarillo exasperante. Lo vio enseguida. El color en el fondo de los ojos y un leve temblor rezagado en algún lugar del corazón, la del traje amarillo era una mujer avejentada con mechones de pelo pegajoso negro, sin brillo, con suciedad de hollín, sobre las sienes. Miraba al guitarrista fijamente, quieta, con la cintura caída, como aplastada sobre las caderas anchas y huesudas, parecía suspendida de aquella música tenue temblorosa, que se iniciaba en las cuerdas. Cristián sintió en el centro del pecho algo como una ausencia, dilatándose poco a poco. La mujer del traje amarillo parecía ajena a todo. Su piel cubierta de polvos se agrietaba como cal que reverbera al sol. Parecía que si se hubiese quitado aquella máscara, surgiría su cansancio infinito, su indiferencia, su fracaso.
Tuvo miedo, y aún no sabía nada, ningún pensamiento le llegaba, ningún recuerdo. Sólo la miraba y ya no le quedaba de ella más que aquella hilera de perlas ciñéndosele al cuello. La prima rozó otra cuerda y brotó un chasquido roto. La mujer levantó los ojos y le miró, pero sus ojos eran también como dos grumos de hollín, sin vida, sin mirada. Él sintió un tirón en el alma que le empujaba hacia atrás, hacia la puerta. Mamá pedía silencio siempre. Mamá pedía silencio a cambio de cines de barrio, de regaliz que pringaba los dedos y el traje, de un par de botas para jugar al fútbol. Mamá pedía silencio, silencio para alejarse, quizá sólo para llegar a un momento en que se detendría suspensa en un sonido vibrante, extraño, recorriendo como una falsa sangre el camino de sus venas, Mamá estaba toda ella llena de silencio, tórrido y hueco, sin contenido alguno, Mamá era un chorro de silencio ceñido por un aro de perlas falsas, y él retrocedió y apretó el brazo de su amigo. Vámonos, lo repitió dos veces, Vámonos de aquí, sin explicar nada. ¿Para qué servía mentir? Salió arrastrando a su amigo, que protestaba débilmente. Tenía apenas diecisiete años.
—No pienses…
También ella estaba absorta, asaltada por un antiguo dolor, recordaba a su padre, la soledad de su madre, su propia inocencia. Levantó la cabeza y miró a Cristián. Algo extraño, parecido a un envenenamiento, la empujaba a Cristián, tendía a buscar el olvido. Ya sé que esto acabará, pero, entretanto…
Sabía que aquellos minutos eran preciosos, que quizá no volverían nunca. Pero mientras tanto…
El cansancio y el descanso, raramente unidos, se vertían sobre ellos, alguien había dejado de empujar a Cristián, para siempre. Las manos de Pablo estaban ya vencidas. Siempre deseó, ahora se daba cuenta, sentirse así: sin una fuerza ajena que le oprimiese la espalda, sin que nada le persiguiera y sin que él tuviese que perseguir a nadie.
—Sol, estoy decidido a que nada me acose, a no ir a rastras de nadie… Es raro lo que está ocurriendo, ahora, en este momento. Diría que de la muerte de Pablo me ha nacido una vida nueva, como si para eso fuera necesaria su muerte, y no lo siento con dolor, no puedo explicármelo, casi. Apenas hace unas horas, creía que únicamente salvándole a él podría yo ser feliz…
—Tú y yo —dijo Sol, pensativa— hemos sido cobardes.
—Tal vez, incluso, lo somos aún. Pero ahora, en este momento, ya no hay cobardía, ni valor, ni siquiera lucha… Mírame: no sé cuánto hace que nos hemos conocido, no sé cuándo fue la primera vez que te vi, pero sé que estamos juntos, muy juntos.
Sol atrajo su cabeza y la apoyó contra su cuello.
—No quiero culpar a nadie de nada —dijo, quedamente—. Si me equivoco, si pierdo, debo culparme a mí misma únicamente, sé que estamos juntos, que quizá lo estuvimos siempre…
Cristián la abrazaba y en su voz había una alegría casi cortante:
—No tengo nada, nunca fui más pobre que ahora, no deseo esta casa, ni será nuestra jamás, pero, te lo juro, nunca sentí tanta seguridad, tanta fuerza…
Se miraron reconocidos y en todo había algo sin remedio, y bebían, bebían sin dejar de mirarse.
—Si fuese posible… Si fuese posible… —Sol casi no lo dijo para sí misma, despertaban lentamente sus dormidos sueños. Vivir así, imaginar que se puede vivir así, dilatar el instante, dilatar el vacío mismo hasta el infinito. Si fuera verdad, vivir.
Cristián encendió una cerilla, y antes de prender el cigarrillo acercó la llama a los ojos de Sol.
—Parecen de escarcha —decía como hablándose sólo a sí mismo— y me gusta que no tengas las pestañas largas y rizadas. En cambio, parece que alguien haya reseguido el borde de tus párpados con un pincel…
Encendió el pitillo, y se tendió a su lado. Sol acarició su cabello negro, ensortijado. ¡Qué cómoda y amable les parecía la vieja alfombra, con sus trazados de rosas descoloridas! Sobre la chimenea había un retrato de mujer, muy antiguo. La gargantilla de encaje, agujereada por dos balazos, hacia doblemente pensativa su mirada. Cristián fumaba con delectación, bebían en silencio, sólo se comunicaban con la mirada. Ya no existían palabras para ellos dos, no necesitaban palabras, el cansancio de todo lo pasado se desmoronaba. De tarde en tarde, les llegaban los ruidos que producía Chano, rebuscando sin cesar.
Una vez, algo debió de caérsele encima, oyeron un golpe y después sus juramentos. En aquella casa tan temida y codiciada por él, ante los mil objetos que para él valían como tesoros, el chico perdía el miedo, que dio paso a una excitación creciente. Se oyó el ronco jadeo de un disco, Chano había encontrado una gramola y la aguja lanzaba un eco zumbante, como de insecto. Una voz muerta se abría, como una planta extraña. Che papusa, oí… Era un tango, un viejo tango de Carlos Gardel. Entre aquellas paredes, entre una destrucción donde se mezclaba el frío del amanecer, aquel viejo disco revelaba algo de Pablo.
¡Cuántas cosas de Pablo, tristes, pequeñas, deseadas, o conseguidas, no olvidadas jamás, decía de pronto aquel disco rayado! Cristián sacudió la cabeza, algo dolía mucho, en su voz, cuando dijo:
—¡Qué viejo es eso, qué viejo!…
Se levantó, buscó leños con que encender el hogar, y al poco, brotaron las llamas y todo se cubría de un cálido resplandor. Un olor vivo y reconfortante, la mañana naciente y levemente húmeda se esparció.
Se habían acercado al fuego, de rodillas, cuando Chano entró, corriendo. Llevaba una Parabellum y, con sólo mirarle a la cara, podía adivinarse que en su vida había sido más feliz.
—¡Mira lo que he encontrado! Es mía, me la llevo a la barraca. ¡Es mía!, ¿oyes? ¡Es mía!…
Parecía un niño, realmente jugaba, apuntándoles y barriendo a ráfagas imaginadas un ejército de sombras. Luego Chano desapareció, alocado, a continuar en sus pesquisas.
—¿Qué te pasa, Sol? No pienses, te lo suplico.
—Alas de mariposas —dijo—. ¿Te acuerdas? O algo parecido.
—Tal vez. —Cristián tenía los ojos lejanos—. Acaso se acordaba de su caja de insectos.
No podían desprenderse de su fantasma, Pablo estaba allí, entre los dos, grande, pesado, blanco, otra vez, cuando tenían un poco de paz, cuando querían olvidar.
Encendieron nuevos cigarrillos. El fuego pequeño, rojo, tenía un encanto recobrado, hacía tanto tiempo que no podían aspirar el humo azul que casi les parecía lograr una auténtica felicidad. Cristián añadió más leña al fuego, y oyeron el leve golpeteo de las primeras gotas de lluvia contra el alféizar de la ventana.
—Tenemos que cuidar este fuego.
Las llamas crecían. El chisporroteo de la lumbre se mezclaba al de la lluvia en el tejado, la piel se caldeaba dulcemente. Perezosos, muy juntos se tendieron en el suelo. ¡Qué paz y qué silencio parecían crecer, aislándoles y uniéndoles! La lluvia arreció entraba por la ventana abierta, salpicaba la alfombra, y empujada por el viento hasta entonces, sólo presentido, llegaba ahora como una voz que les comunicara lejanos secretos. La cortina se hinchaba igual que una vela y parecía que se hubieran tendido en la estiba de una barca. En el techo, grandes manchas de humedad formaban continentes desconocidos, quizá maravillosos, como no vieron nunca en ningún mapa. Juntos, tendidos uno al lado del otro, en el calor amigo, viajaron a través de ríos, de mares y escogieron ciudades, lagos y caminos. Por fin habían entrado en su tierra.
El fuego alcanzó de pronto un esplendor que anegó la habitación y en aquel resplandor enrojecido, Cristián se incorporó inesperadamente.
—Ven, ven aquí —dijo a Sol.
A un lado de la chimenea, estaba aquel espejo de marco dorado donde Pablo se debía mirar, en el que tal vez quiso anticipar su fin. Tenía un agujero de bala, como el corazón de una estrella. Se miraron los dos, muy juntos, como si quisieran grabar aquella imagen en el fondo de sus ojos: Quince de noviembre, recordó Sol. Poco a poco fue llenándola una embriaguez especial como si sé hallara sumergida en una hora, en una fecha, en un día distinto marcado. Sentía a Cristián cercano, cómplice, como nunca sintió a nadie, como si estuvieran juntos desde mucho antes de haber nacido.
Chano entró de nuevo, sin que apenas le miraran.
Venía agitado, en busca de la botella de coñac. Se echó un trago y salió raudo, sudoroso.
Entre las rebuscas de Chano, apareció una guerrera cubierta de estrellas, que dejó junto a la puerta.
Cristián se la puso, le venía grande, pero le daba calor y una cierta arrogancia que les hizo sonreír. El viento cerró la puerta de golpe y saltaron de la pared unos fragmentos de yeso resquebrajado. Cristián cogió uno de ellos y trazó un círculo en la alfombra, alrededor de los dos.
—¿No hablabas de ciudades encendidas? —dijo—. Ésta es nuestra ciudad. Tú y yo no somos un hombre y una mujer, a lo mejor somos dos planetas sin ruta, perdidos en el espacio… ¿Quién será capaz de destruir nuestra ciudad? Hemos de pactar no despertar nunca, nunca…
Y llenaron sus copas una vez y otra, hasta acabar la botella. La luz y el aire tenían un tono distinto, las cosas no eran como antes, nada podía ser ya como antes. Todo podría ser ahora feroz o dulce, bueno o espantoso, pero distinto.
—Cristián… Cristián… —oyeron.
Agitado, Chano asomaba su cabeza hirsuta por el marco de la puerta, su voz tenía un temblor de angustia y de una felicidad casi dolorosa, un miedo que llevaba en sí desde hacía siglos.
—¿Qué te pasa?
—¡Ven… ven a ver!…
Chano les condujo a un mueblecillo de caoba, y una de las llaves de Pablo abrió sus cajones.
—¡Mira!
Entonces apareció un abigarrado mundo, en confuso desorden. El oro y la plata de los cálices, de las cruces, de los relicarios, brillaban con un pálido centelleo. Como objetos inservibles, se amontonaban joyas y coronas de vírgenes como muñecas, brazaletes, anillos, promesas y exvotos. Todo tenía un aire viejo, de tiempo pasado, cargado de temores y de fe, y Sol pensó que su brillo era implacable, como se imaginaba de niña la mirada de Dios.
Tras Cristián, Chano seguía quieto, mordiéndose los labios. Es extraño —pensó Sol—. Esto es demasiado para él. No puede prescindir de Cristián, ahora.
Hay cosas que él imagina no pueden pertenecerle nunca. Cristián, quieto y ceñudo, tenía ahora una mirada dura, totalmente distinta. Únicamente ella seguía ajena, distante. Mariposas clavadas, escarabajos negros, alas de plata que tienen un chasquido pequeño, pequeño… Las palabras volvían. ¿Todo en la vida regresa siempre?, pensaba.
Cristián cerró el cajón con un ruido seco. Los cristales de las puertecillas temblaron.
—¡Vete! —dijo con una voz que Sol no le conocía ni Chano le oyó jamás.
—¿Quién? —preguntó el chico, aturdido.
—Tú. ¡Vete de aquí! ¡Anda, de prisa! Ya has cogido bastantes cosas. ¡Largo!
Chano levantó el puño con una rabia contenida.
—¡No me da la gana! ¿A qué, irme? ¡Yo lo he encontrao! ¡Yo lo he encontrao!… ¡No puedes hacerme esta cabronada! Tú has dicho que busque, tú has dicho que me lleve… Bueno ¡bien que te he llamao!, ¡podía irme con todo y té he llamao! Si Daniel viviese…
—¡Basta! Se acabó Daniel, se acabó Pablo. ¡Aquí estoy yo! ¿No te has dado cuenta, imbécil, de que aquí estoy yo?
Chano le miró con ojos deslumbrados, dando un paso atrás. Su voz se hizo más quieta.
—Cristián, no puedes echarme a un lao, ahora… —suplicó.
Cristián, lentamente, abrió el cajón.
—Toma, tú lo has encontrado, llévatelo… vete de aquí.
Chano cogió ávidamente todo lo que pudo. Se quitó el pañuelo del cuello y envolvió en él las joyas en un gran nudo. Sol miraba a Cristián con curiosidad.
Bastaba la visión de aquellos objetos para que pareciese un ser distinto, no le comprendía, para ella aquel hallazgo no tenía significado, pero para Cristián, se daba cuenta, de nuevo el tiempo tenía un sentido palpable, concreto. Sabía que había sufrido, que siempre fue pobre, pero no lo comprendía. Apenas hacía un momento, le dijo que eran dos astros perdidos en el espacio, pero ahora, de nuevo él era sólo un hombre un hombre oscuro, agobiado. Criaturas errantes, dando tumbos, chocando contra los muros, la cabeza encendida y murmuró: luciérnagas. Y no por eso dejaba de amarle. No por eso se sentía lejana a él, aún se sabía más inclinada a no abandonarle. Mariposas clavadas… Insectos, insectos, vuelos torpes y errabundos. Vuelos bajos, pequeños, desorientados, insectos. Descubrió entonces una gran piedad, hubiese querido acercarse a él y apretar su cabeza negra contra su pecho, apretar su frente entre las manos, su frente, que guardaba miedo y deseo limitados pensamientos humanos.
Ahora, la lluvia cesaba y el disco rojo del sol avanzaba claramente sobre la montaña. En los bordes de la ventana abierta, las gotas temblaban y caían.
—¿Eres mi amigo? —Chano tenía la voz entre medrosa y dolorida.
—Chano, déjanos.
El chico asintió, y ella se sorprendió de su resignación. Parecía contento y señaló el pañuelo.
—Esto vale mucho —dijo—. ¿Acaso lo habría guardado, si no, tu hermano?
¡Menudo pájaro era él!
Se quedó mirándoles, como esperando una respuesta. Luego, le vieron cruzar el pequeño jardín.
Temblaba, como si tuviese fiebre, y apretaba firmemente el desvaído pañuelo rojo. Ante la verja, se detuvo. Tenía frío.
En lo profundo creía que aquello no le pertenecía, que tenía que entregarlo o compartirlo con alguien, que jamás sería suyo. Tenía miedo, mucho miedo. Intuía que, de un momento a otro, vendrían gentes enemigas y no quería que le pegasen, era la primera vez que se le ocurría que podrían pegarle.
Su destino era huir, continuamente huir. De grandes palizas, mientras fue un niño, de la cárcel o del garrote, cuando fuese hombre.
Los hierros de la verja se ennegrecían en la luz creciente de la mañana. Chano, agazapado, raramente triste, tuvo deseos de volver adentro, y, aunque no les comprendiese, tumbarse al lado de Cristián y de Sol, mirando el techo y sacando humo por la nariz. Un escalofrío le recorrió y deseó huir de aquel lugar. Por primera vez en su vida, tenía conciencia de su soledad, y recordó a una mosca en el fondo mojado de un vaso, luchando por trepar hasta el borde. Resbalaba y caía, caía siempre: nunca llegó a salir de allí. Intentó llamar a Daniel, para ahuyentar aquella imagen, pero el nombre y la voz, los ojos de su antiguo amigo, ¡estaban tan lejos! ¿Dónde habría ido, dónde habría ido a parar? Un desconocido vértigo le invadió. ¿Cómo era posible que ya no quedase nada, absolutamente nada, de aquella honda amistad, de aquellos proyectos, de aquellas aventuras y aquellas palabras?… Chano apretó el pañuelo contra su pecho.
Junto a la puerta había unas grandes macetas de azulejos blancos y azules. Súbitamente pensó en desprenderse de lo que llevaba. Ya volvería en el momento propicio y vería de llevarse más cosas…
Entretanto, aquello era lo mejor, le daba miedo irse con su botín. Escarbó con los dedos la tierra mojada por la lluvia y enterró en ella su tesoro, mirando a un lado y otro, como perro que entierra un hueso.
Antes de taparlo con tierra, sus ojos quedaron prendidos en las letras de su pañuelo: Libertad.
Echó a correr hasta uno de los vecinos solares. Allí, agachado, entre latas oxidadas, desperdicios y barro, podía ver las ventanas de la casa. Oculto, con el corazón palpitante. La melancolía y la añoranza, la tristeza y soledad, eran sentimientos desconocidos hasta entonces. Daniel… ¡Si estuviese aquí!
Y empezó a golpearse la cabeza con el puño y a lanzar juramentos. Con Daniel, todo habría sido muy distinto.