Cristián se inclinó más hacia su hermano. Los ojos de Pablo tenían una fijeza inhumana, brillante. Y su sonrisa, ¿qué quería decir? La luna arrancó un reflejo violeta a algo que Pablo sostenía en la mano y rápido, Cristián se echó sobre él, sujetándole la muñeca. El cañón de la Unique se volvió hacia el suelo, bajo la presión de sus manos.
—Suelta, estúpido —dijo Pablo. La extraña sonrisa no desaparecía de sus labios.
—¡Estás loco! —Cristián trataba de inmovilizarle cualquier movimiento.
Pablo sudaba y para hablar hacía un gran esfuerzo.
—No seas estúpido, Cristián. No me gustan las reparaciones, no quiero parches ni remiendos de los tuyos… Sí, ya sé que Daniel era diferente: él era capaz de venir a ti corriendo para decirte: Arréglame la cabeza, como quien pide que le cosan un botón…
La mano de Cristián seguía atenazando la suya.
¡Qué grotesco patetismo juvenil!, pensó. Contempló sus dos manos unidas. Parecía como si fuese a estallarle el pulso entre los dedos de su hermano.
Era aquél, quizá, un momento para decirse muchas cosas que no se dijeron antes, qué próximo a él se sentía. De pronto, en un instante, sus vidas se habían acercado, no era preciso mirarse a los ojos, las manos tensas, las muñecas torpemente hermanadas, lo decían todo.
Contempló a Cristián y a la chica, le parecían tan jóvenes y perdidos, confundidos en la vida grande, sin saber qué hacer de sus vidas. Una piedad cansada, antigua, le llenó. Le gustaría hablarles, todo, decirles lo que no podía llevarse con él: a Quimo el Gayo, a Elías de Herrería, a Pedro Molinero y a Nin, el hijo de la Margarita. Se perdía él mismo, ahora, en la llanura seca y rojiza bajo la luz de un cielo duro y abrasado. En la llanura huían los galopes de la prisa y del miedo, de la impaciencia joven, demasiado crédula. Hablarles, hablarles. Y no convencerles. No convencerles nunca…
Cristián levantó la cabeza y gritó:
—¡Suelta ese maldito armatoste o te hundo los dientes!… ¿Es que quieres acabarme la paciencia?… Pablo, ¿siempre, siempre ha de ser lo mismo entre tú y yo? Siempre lo mismo.
El amargo, difícil, oscuro amor de los hombres, en lucha constante y desesperada. Siempre lo mismo… Pablo no aflojó su mano, apretando el arma. Siempre lo mismo. El amor cruje, el amor se parece a un largo lamento que cruje, bajo la seca corteza de esta tierra muda, sorda.
—¡Óyeme, Pablo, óyeme!… ¡Volverás a andar tan bien como antes, sobre tus pies, sobre tus mismas piernas! Si es eso lo que te desespera, ¡no lo hagas, no lo hagas! Confía. ¡Confía en mí!
La sonrisa de Pablo parecía algo que ya nada tuviese que ver con la vida.
—¡Haré lo que sea para conseguirlo! ¿Por qué me miras así, Pablo? ¿Por qué siempre, siempre, me has mirado así? Tú hablabas de valientes y cobardes… Tú hablabas de… Óyeme, te dedicaré la vida entera, estaré siempre a tu lado, no te dejaré. No te dejaré nunca, mientras viva…
La mano de Pablo, como poseída de una fuerza última, no soltaba la pistola. La voz de Cristián se rompía en una rabia sorda.
—¡Quiero devolvértelo todo!… Pero ¡maldito!, ¿acaso no quieres escucharme? ¿Qué puedo decirte para que me escuches una sola vez…? ¡No quiero debértelo todo! ¡No quiero agradecértelo todo! Pablo, dame esta oportunidad, es por mí, por mí, que te lo pido, quiero devolverte lo que me has dado… He vivido siempre, siempre, a rastras de lo que me has dado…
Pero Pablo, sin vencer la mano, parecía de piedra sus ojos se enturbiaban y sólo su sonrisa era fría, aguda. De improviso, su voz les llegó de muy lejos y Cristián temía aquella voz, le perseguía la voz de Pablo como en un delirio. Los incomprensibles pasajes bíblicos, hablando con su padre, noches y noches, como si entre los dos enterrasen una infancia vieja, carcomida.
Volvió la cabeza hacia Sol, como si no oyera las súplicas de Cristián, sus amenazas, su desesperación. Pablo respiraba con fatiga:
—Es una lástima que os encontrase allí, sentados en la escalera, acariciándoos como dos niños… Óyeme, muchacha: dentro de unas horas me cargaran en un camión de ésos. Antes, me gustaría hablaros. He de hablaros de otros muchachos parecidos a vosotros. Se llamaban… ¡Qué importaba cómo se llamaban! Ya no están aquí, ya no están en ninguna parte. La tierra se los ha tragado. Ya no están aquí…
Sol se acercó más, envuelta por aquella voz.
—Cómo lamento —dijo Pablo dirigiéndose a ella— que tengas esa cara de asustada o de ángel. ¡Cómo lo lamento! Debería sentir piedad por vosotros. Debería sentir piedad, también, por ellos. Y no es así.
No es así.
Súbitamente, dejó escapar una risa amarga y acercó la mano libre al cuello de la chica.
—¡Qué sucios estáis! —comentó.
Algo minúsculo lucía sobre la garganta de Sol, vibrando al ritmo de su respiración como una estrella tímida. Pablo cogió la pequeña medalla y le dio la vuelta, había allí unas iniciales, una fecha, pero sus ojos no las distinguían. La medalla temblaba entre sus dedos, como si le pesasen en ella muchas cosas.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho.
—¿Y nunca te han hablado de la buena tierra, la tierra prometida, esperada?
Quería burlarse, acaso, pero había en sus palabras una extraña tristeza que no escapó a sus oídos, y asintió, suave:
—Sí. Muchas veces…
Cristián acercó la cabeza al pecho de su hermano, que daba vueltas en los dedos a la pequeña medalla.
La cadena era muy delgada y podía romperse. Sol se la desprendió del cuello y Pablo cerró inmediatamente el puño sobre ella. Siguió hablando con voz declamatoria, como quien va recitando viejas palabras sabidas de memoria, dichas y redichas:
—La tierra pródiga, la tierra buena, la tierra sin rencor… ¿Creéis que las ciudades que se hunden y los campos muertos no preparan vuestro suelo? Tierras prometidas… ¡Qué majadería tan grande! ¿Conoces esto? Porque la tierra que vais a poseer no es como la tierra de donde salisteis… Guardo un pequeño libro, aquí, en el bolsillo de la guerrera. Debe de ser muy antiguo, está lleno de manchas, y yo, tal vez, lo he estropeado aún más, pero cuando todo acabe, antes de que me lleven, búscalo tú, chica, puedes quedártelo, yo te lo regalo… Asolad todos los lugares en donde las gentes adoraron a sus dioses, sobre los altos montes y a la sombra de todo árbol frondoso… Destruid sus altares y quebrad sus estatuas, entregad al fuego sus bosques, desmenuzad sus ídolos y borrad sus nombres de aquellos lugares… Sí, eso está subrayado en rojo.
—¡Calla, calla! —dijo Cristián—. Tienes fiebre, no hables…
Pablo perdía sangre, y tenía miedo de verle morir así, de aquel modo. Sol se dejaba inundar por la angustia de aquella vida extinguiéndose, de aquel tono burlesco que disimulaba tanta soledad, acaso miedo.
Lo que ellos sentían, también. ¿Por qué querría en sus últimos momentos hablarles de aquella forma, algo como dictarles el testamento de sus esperanzas y sus fracasos? ¿Hablaban así todos los hombres cuando se tendían a descansar para siempre, abandonándolo todo? ¿Intentaría liberarse en la última hora de sus fracasos, de su pesar, sus errores, reclamando la inocencia de los adolescentes que le seguían, en la rueda de los sueños? Tuvo una súbita piedad por Pablo, le pareció que estaba pidiéndoles algo a ellos dos, a su juventud. ¿Por qué se quería engañar también en su última hora? Iba a morir, era seguro. ¿Por qué deseaba prolongar sus viejas esperanzas en la esperanza de ellos? Ellos no le pidieron nada: ni promesas ni esperanzas. En su voz Sol amaba lo que huía, lo que no regresaría nunca. ¿Por qué luchaba Cristián con aquella muerte si nada podía devolverle? Se acercó a Cristián y sin violencia separó sus manos de las de Pablo. Cristián se volvió a mirarla. Tenía los ojos húmedos, pero no ofreció ninguna resistencia.
—Estáis cansados —dijo Pablo—. Estáis muy cansados…
Con esfuerzo, apoyándose en el codo, se incorporó.
Sus ojos azules, brillantes, parecían llenarlo todo.
Con sus anchos pómulos, era como una máscara de otro tiempo, extrañamente regresada. Ya no sonreía.
—Yo también me cansé de aguardar tierras prometidas… Mi Jordán… ¿Por qué no me escucháis, muchachos…?
Instintivamente, retrocedían, con los cuerpos apretados. El actor loco, el actor fracasado, renacía:
—¡Tierras donde no había tantas cosas pequeñas…!
No es únicamente para evitar que vayan mujeres y niños recogiendo carbón en latas oxidadas a lo largo de la vía del tren… No es únicamente para que no usen los hombres palabras que no entienden… No es por piedad a las uñas carcomidas, no es por piedad de los conventos, ni de los prostíbulos, ni por los hijos de las mujeres, ni por la vergüenza, ni por el amor en voz baja…
—¡Calla, Pablo, calla de una vez! —suplicó Cristián. Pablo le miró con ojos ausentes, hacia dentro:
—¡Qué estupidez! ¡No es eso lo que os ayudará!
»No son lecciones. Aunque os dijera: Me equivoqué.
»Nunca tuve razón… Cristián; voy a dejarte algo más… Sí, he de dejarte algo a ti, como siempre.
»Cuando esto acabe, busca aquí en el bolsillo. Encontraréis un manojo de llaves.
»Son las llaves de mi casa.
»Cógelas, vete allí y llévatelo todo… Sí, todo es para ti… para ti, si quieres. ¡Esas cosas que hacen felices a los hombres! Mariposas clavadas, escarabajos negros, alas de color de plata, un ruido pequeño… Y vivid tranquilos, es absolutamente preciso vivir tranquilos, tumbados, mirando al cielo, y esperando, esperando, esperando…
Cuando Cristián volvió a coger su mano, con el único objeto de acariciarla, sintió su frío sudor. Cada vez perdía más sangre, se debilitaba por momentos.
En la calle rodaban, de nuevo, las ruedas de un camión. Con ruido apagado, como si toda la capa de la tierra estuviese impregnada de una pátina viscosa, sanguinolenta, Pablo se incorporó con súbito vigor, los labios le temblaban, como si una cólera infinita le dominase. Cristián le llamó, pero sabía que aquel grito ya no era una llamada, era un adiós.
La voz de Pablo era apenas un barboteo, no se le entendía, o no quería decir nada. Acercó el arma a su frente, entre los dos ojos. A este lado del Jordán, en esta tierra que todo lo empapa, que todo lo sume, que todo lo traga; esta tierra que no guarda nada, que todo lo devuelve, que todo lo transforma, que nada puede respetar; esta tierra que soporta ruedas, caballos, hombres; esta tierra encendida de voces, de pompas fúnebres, de cirios amarillos, gruesos, sudorosos, esta tierra ahogada de mujeres con horribles batas de seda brillante, obscena, barata, triste; esta tierra socavada de pólizas, de instancias, de suelas rotas, de calendarios con fiestas a fecha fija; esta tierra herida de bocas, de labios que hablan de Dios y que recitan la tabla de multiplicar; esta tierra llena de gentes que esperan el carnaval para ponerse unos bigotes postizos; esta tierra con fiestas de cumpleaños, con perros, con manzanas, con sueños, con lluvias, que traga muchachos y devuelve campanillas azules, piedras, espinos, agua, árboles; que no conoce a nadie, que no tiene amigos, que no odia, que no olvida, que no pide nada; esta tierra de hambre, de ríos, gritos y de soledad; en esta tierra, el polvo, el tiempo…
Sol cerró los ojos, Cristián la rodeó con el brazo.
Juntos, fueron retrocediendo, hundiéndose en la sombra, de espaldas. Tenían vergüenza de mirarse uno a otro y, por unos instantes, el corazón les latió lento, porque sabían que dejaban a Pablo solo, caminando hacia su última soledad.
La bala, con un olor negro y pequeño, le atravesó la frente, la cintura se dobló sobre la propia sangre, hacia las piernas rotas, con un peso definitivo, inconfundible.
Sol se apretó a Cristián, de pronto inmóvil, como si él también hubiera muerto. Parecía no oírla. Cristián, ¿qué vas a hacer ahora? Comprendía su soledad, no tenía casa, no tenía adónde ir.
Pero Cristián se desprendió de su abrazo y fue hacia el rincón, junto al viejo maniquí de la mancha verdosa. Ocultó la cara entre los brazos, apoyado en la pared. Una gran pausa, diluida en el frío, parecía dividir el tiempo. Cuántas cosas han acabado. Hacía unas horas andaba escondiéndose. Pablo vivía y le despreciaba. Ahora, Pablo ya no era nadie, estaba allí, doblado, derramando una sangre que ya tampoco era nada. Pero en otro tiempo le llevó sobre sus hombros, intervino en su vida, le dio todo lo que poseía, hasta la vida que ahora le parecía inútil y sin objeto, se la debía a él. Fue su peso, su único apoyo. Le he dejado morir, pensaba, y se lo repitió deseando descubrir en aquel hecho un acto propio, independiente. Pero la vida y la muerte de Pablo nada tenían que ver con él, sólo un dolor oscuro, corazón adentro, hacia algún rincón desconocido del ser, donde se posan el miedo, el olvido, la sed, el vértigo.
Una sangre negruzca y espesa caía sobre la guerrera de cuero. Sol apretó los dientes, conteniendo un temblor. La sangre de Pablo se parecía a su voz, a sus palabras. Se arrodilló a su lado, tocó el brazo vacío de fuerza. En la mano aún tenía enredada su medalla, pero no se la quitó. Abrió su cazadora y buscó entre la camisa y el pecho. Sí, allí estaban las llaves de que les habló y el pequeño bulto cuadrado de un libro. Lo sacó, limpiándose luego la mano de sangre con el borde del vestido. La voz de Pablo aún llenaba sus oídos como un mandato ineludible, como una especie de testamento; él lo ordenaba, él deseaba que se llevaran aquello, todo lo que él dijo tenía un raro poder, era como recoger una antorcha en aquellos momentos. Cristián debía ir a su casa, ella debía guardar su libro. Él lo quería, él lo dijo. Él había querido, en cambio, arrancarle su medalla.
Cristián ni siquiera se volvió.
—Cristián… —llamó, suavemente.
Levantó la cabeza.
—¡Vámonos de aquí! —oyó su voz ahogada—. Vámonos no puedo resistir más, con él al lado… quiero dejar de verle para siempre, olvidarle, no volver a pensar en él, como si no hubiese nacido.
La abrazó con fuerza y, precipitadamente, corrió arrastrándola hacia arriba, hacia el frío húmedo que se metía dentro de sus huesos. Subieron la pequeña escalera como si les persiguiese algo impalpable y terrible. El portal estaba lleno de polvo y cascotes.
La calle les envolvió en su frío y Cristián se detuvo en la esquina, y se recostó contra la pared, respirando con fuerza. Apretaba la mano de Sol, su pequeño latido se le hacía imprescindible y el cielo palidecía sobre ellos. El canto de un gallo taladró el aire, y oyó el motor de un camión en una calle próxima, acercándose. Se detuvo frente a la casa, bajaron de él varios hombres y entraron. Al cabo de poco salían con un herido. Luego, con el cuerpo grande de Pablo, con los pies colgando. El camión arrancó bajo la luz cada vez más blanca, más rosada.
Dos muchachos pasaron frente a ellos, hablaban con bocas raramente pequeñas, oscuras, decían que alguien vio el cuerpo de un hombre suspendido en los cables eléctricos. Sol y Cristián se sentaron en el borde de la acera, sus manos seguían aferradas una a la otra, como la única compañía, como si estuviesen ligadas definitivamente por una fuerza desconocida.
Sol entregó a Cristián el libro y el manojo de llaves.
Al cabo de unos minutos, él abrió el libro por donde le pareció más usado. Tenía fragmentos subrayados en lápiz rojo y estaba manchado, como Pablo dijo, con grandes y dilatadas ronchas grasosas. Verás de frente la tierra que yo daré a los hijos de Israel, y no entrarás en ella…
Una llama de rabia, un deseo violento de no sabía qué le crecía dentro, notó cómo temblaban sus labios y todo su ser se estremecía en una especie de ráfaga, como regresada a través del tiempo y de muertos, de voces pasadas.
El libro era pequeño y abultado, con las hojas finas como gasa.