Tenía el traje roto y el cuerpo magullado. A través del polvo extendió los dos brazos y Cristián tuvo ante sí, durante largos minutos, la visión de sus manos abiertas, como grandes y torpes abanicos, sin asumir que le pertenecían. Un peso le oprimía el pecho.
Era la cabeza de Sol.
Sobre ellos seguía oyéndose un gemido regular, constante. Se acordó de su padre y de Pablo. Apartó el cuerpo de Sol a un lado, trató de ponerse en pie y sacudió la cabeza, como si de este modo le fuese posible evadirse del sopor que le clavaba en el suelo.
El polvo danzaba, odioso, formando cintas blancas y retorcidas en el espacio, llenándole los ojos aturdiéndole, sumiéndole de nuevo en un sueño plomizo. Lentamente, con un doloroso esfuerzo de voluntad, recobró su fuerza. Desde la nuca a los pies sentía deslizarse un engañoso bostezo, un largo bostezo de despertar, que le enardeció. Apoyándose en el suelo, primero, luego en el muro, se puso en pie.
Sus dos manos abiertas ante sí, que parecían crecer por momentos, le obsesionaba, acaparaban todo pensamiento.
Una a una, casi, distinguía las partículas del humo.
Su mente estaba lúcida, falsamente lúcida y clara.
A sus pies, el cuerpo de Sol se confundía, aparecía cubierto por la blanca lluvia que uniformizaba personas y objetos. La madera, la piedra y la vida, inmovilizadas, se convertían en formas indistintas. Le vinieron a la memoria las estalactitas de algunas cuevas, tuvo deseos de gritar de rabia, de impotente y confusa rebeldía. Apretó los dientes, tenía que renacer de entre los escombros, y lograr otra vez su cuerpo, su vida, rescatarse de aquel hundimiento, en el que caían tantas cosas, tenía que…
Se inclinó hacia Sol y escuchó su respiración. La muchacha entreabrió los ojos.
Cristián la ayudó a levantarse. La fijeza de sus pupilas, el brillo de escarcha que las llenaba, le parecieron como un sorbo de vino.
—¿Estás herida?
No, estaban vivos y algo misterioso, tal vez como el anuncio de algo que no entendía le sorprendía.
Estaban vivos, uno junto a otro, mirándose, con la piel llena de manchas y las ropas desgarradas. Se frotó el cabello para sacudirse la escoria. ¡Cómo le humillaba aquel polvo, que uniformaba lo inánime y lo vivo! Junto a ellos se abría la puerta del sótano, de verdusca humedad. En la negrura del hueco asomó la cabeza de un niño que llamaba a su perro, entrecortadamente, sin atreverse a llorar. Sólo él bajó al refugio y se notaba perdido, con la voz llena de soledad y de miedo. Cristián lo vio correr escaleras arriba, oyó el golpeteo de sus piececitos. Y, luego, sus gritos pequeños, aterridos: ¡Dusco! ¡Dusco!, llamaba.
Repentinamente el recuerdo de su padre, de Pablo, llenó el pensamiento de Cristián. Un miedo lento, frío, se apoderó de él.
—Espera. Espérame, te lo suplico… —dijo.
Sol asintió. Y de pronto él supo que ella ya no le abandonaría, que tampoco ella podía romper aquel delicado hilo que acababa de unirles.
A saltos, torpes y difíciles, Cristián subió hasta donde le fue posible. La escalera se había hundido en su parte superior, y temblaban los ladrillos peligrosamente bajo sus pies. La buhardilla estaba destrozada. Grandes huecos en la pared dejaban ver el cielo nada quedaba del descansillo, de aquella luz espectral y hermosa bajo la que estuvieron Sol y él minutos antes. Tuvo entonces un solo pensamiento, en medio del angustioso silencio: Nadie necesita ya enterrar a Daniel… Como un recuerdo le llegaba el estrépito de los últimos cristales cayendo sobre el patio.
La enorme herida de la buhardilla que ahora se ofrecía a sus ojos era de una tristeza vulgar, casi ridícula. No hay derecho a descubrir de esta forma la miseria de la gente… Era todo lo que se le ocurría, era lo único que pensaba en medio de su frío de aquella gran ausencia que le rodeaba. Allí estaba, roto y expuesto a las miradas, al escenario de su niñez, su maltrecha pobreza sobre un fondo de tejados oscuros y de estrellas. Era extraño cómo aparecían a sus pies objetos familiares, cotidianos, terriblemente domésticos. Con súbita furia, dio una patada al hornillo de alcohol donde su padre acostumbraba a calentar el desayuno antes de ir a la Academia, y, ¿dónde había estado durante años, aquel patín de Daniel que ahora se balanceaba en el aire, colgado de sus correas? El suave vaivén del viejo juguete ponía una tibia pincelada sobre el hueco de la noche, y se sintió sin fuerzas para mirar hacia abajo, a la oscuridad que se tragó la cama de Daniel, y a su padre, seguramente. A nadie se oía, a nadie se veía, únicamente aquel hueco como una inmensa dentellada. Sólo silencio y el viento de la noche. Una rata se paseaba despacio, entontecida sobre un saliente, y entre la masa oscura de la ciudad se encendían grandes resplandores que se reflejaban, en el cielo despedazado tras las vigas retorcidas. El cielo sólo sabía reflejar y mirar, era horrible el cielo con su gran bóveda impasible sobre los hombres, la tierra, los antiguos juguetes olvidados. Se goza de la vida, se hunde la vida, se llora o se ríe, y el cielo sigue mirándonos como si nada hubiera ocurrido, agujereado de estrellas amarillas.
En aquel momento, una voz llegó hasta sus oídos.
Escuchó, con el corazón tenso y oyó su nombre, repetidamente, una y otra vez.
Alguien le llamaba. Cristián avanzó entre los escombros. Apartó maderas y ladrillos inseguros o desprendidos, que entorpecían su camino, saltó sobre los huecos y el suelo agrietado.
—¿Dónde estás?
Temeroso de que no le respondieran, preguntaba una y otra vez:
—¿Dónde estás, Pablo? ¿Dónde estás?
Una alegría casi brutal le llenó de pronto, algo como una risa salvaje le dolía dentro. Sudoroso, exaltado, Cristián saltaba ahora sobre los cascotes. Omitió el deseo de llamar a su hermano como años atrás, cuando dormían uno junto a otro, cuando corrían uno junto a otro.
Pablo apareció tendido entre los escombros. Cristián se acercó. Se apoderó de él una mudez agarrotada, y una gran opresión contraía su garganta. Se inclinó hacia Pablo y sus ojos le parecieron, más que horrorizados, extrañados. Casi parecía que sonriese, como si incluso se burlara de algo. Cristián se arrodilló a su lado. La rata, seguía paseándose cerca de ellos y chillaba, un viento muy frío azotaba jirones de trapos, innumerables banderas que inesperadamente celebrasen algo. Se inclinó sobre su hermano y de improviso, la noche se volvió hermosa.
Pablo intentó liberarse de aquella viga que le aprisionaba. Tenía las piernas rotas a la altura de la rodilla. Su sangre, negra en la noche, empapaba el polvo, y Cristián intentó levantar la pesada viga con todas sus fuerzas pero las manos resbalaban y notaba pegársele a los dedos el viscoso calor de aquel pequeño arroyo de vida que huía traidoramente.
—Pablo, si tú pudieras…, si te fuera posible ayudarme un poco a sacarte de aquí debajo —se notó la voz ronca—. Te haré una cura y…
Hacía tiempo, al principio de la guerra, le extirpó a Daniel una bala de un hombro. Daniel siempre se metía en líos estúpidos. Pero, ahora… Ahora tenía a Pablo, su hermano más querido, el más cercano a su corazón —ahora se daba cuenta, como una revelación—, tendido entre los escombros, con las piernas aplastadas bajo aquella horrible viga que se le escapaba de las manos, pesada como en un mal sueño.
Pablo se rió de un modo breve y bronco.
Al fin, consiguió levantar la viga y la inclinó sobre el hueco abierto, a su lado mismo, hasta que rodó abajo, perdiéndose entre ruidos y cascotes. Pablo, entonces, le miró, y en aquella mirada la imagen de su padre surgió entre los dos, lejana, perdida, suave y dolorosa.
Cristián se quitó el jersey y rasgó su camisa. Con los jirones empapó la sangre de su hermano, que brotaba sin cesar. Pablo cerró los ojos, respiraba difícilmente, el pelo, rubio y lacio, se le pegaba, húmedo al cráneo. Cuando Pablo cerraba los ojos parecía muerto.
En aquel momento se oyeron, cercanos, los motores. Los aviones volvían. Cristián rechinó los dientes.
—¡Vete! —dijo Pablo en voz baja—. Vete y déjame aquí. Ya no hay remedio.
Pero Cristián le cortó, con súbita furia:
—¡No, no te dejaré! ¡No te dejaré, Pablo, pase lo que pase!
—¡No seas idiota! Han aplastado a casi todos los Borrero… Anda, márchate y escapa tú, por lo menos.
Sálvate tú, por lo menos… Siempre, siempre igual. Aprovecha tú, por lo menos. Ya que no puedo yo, que puedas aprovechar tú… (Pablo, Pablo, hermano. Yo no sé recoger lo que tú me das, yo no sé aprovechar lo que tú me das, hemos vivido siempre así, recogiendo yo cosas que no pedía, que me permitía escoger, he vivido siempre con el peso de lo que tú me dabas. Siempre, a la fuerza, cargando con una vida que no era la mía, que no era para mí. Pablo, Pablo, hermano, quisiera explicarte tantas cosas ahora, quisiera explicarte toda mi cobardía, la calle por la que avanzamos tú y yo se corta, se rompe, y hay un vacío debajo de mis pies, un enorme hueco por donde tu vida cae, cae, y se pierde. Pablo, Pablo, tu voz está llena de eco. No quiero liberarme así de tu vida, de tu peso…).
—Vete, Cristián, vete, muchacho, lo mío ya no tiene remedio… Baja al refugio o corre, o haz lo que sea… Pero ¡sálvate tú! …
—¡Voy a sacarte de aquí! ¿Oyes? ¡Te llevaré conmigo!
Pablo intentó de nuevo decir algo, pero apretó los dientes como sofocando un gemido. Sólo entonces Cristián se creció de un modo casi mágico, y lloró como invadido de una fuerza salvaje y de un amor inmenso. Pablo sintió sus manos, inesperadamente vigorosas y seguras, sujetándole por debajo de los brazos. Quería llevárselo consigo, fuera de aquellas ruinas, del mundo mismo, de la tristeza del mundo, y le arrastró con toda su fuerza. Las piernas rotas de Pablo, laxas, como de trapo, pesaban levantando polvo. El ruido de los motores seguía trazando círculos anchos, negros. En su espalda desnuda el frío y el esfuerzo le cubrían con un sudor viscoso, como una enorme y asquerosa lengua. Cristián vaciló pesadamente. Bajo sus pies crecían crujidos, grandes dientes rechinantes y furiosos, el frío mojado le subía piernas arriba. En el cielo un temblor anaranjado, en grandes espasmos, se inflamaba sobre los tejados. ¡Qué poca cosa eran las estrellas sobre él, ahora! Con los dientes apretados, con los hombros sacudidos por un dolor violento, seguía tirando de él, arrastrando aquel cuerpo que parecía contener, de pronto, todo el peso del mundo. Sobre los inseguros peldaños sus pies tanteaban, trataba de amortiguar un temblor creciente. Hubiese cerrado los ojos hubiese gritado, y se hubiera dejado caer en el abismo, pero había una fuerza oscura que tiraba de él hacia abajo, que le hacía arrastrar a su hermano.
Aunque fuese un cadáver lo que llevara, aunque fuese sólo un jirón de hombre aquello que dejaba tras de sí un camino oscuro de sangre, él lo arrastraría consigo y no le abandonaría, no le dejaría. De nuevo, tenía deseos de pronunciar su nombre, lo sentía en la garganta, como un golpe de sangre: Pablo, Pablo. Y no le importaba ahora que él hubiese podido burlarse. Era la carga del hermano una desesperada obsesión de reprimido amor, una loca terquedad de arrebatárselo a algo o alguien. El ronquido de los aviones vibro por un momento sobre la misma casa.
Abajo renacieron gritos impotentes y voces de espanto. El cuerpo de Pablo se le venía encima, ahora, con una fuerza incontenible, sobre el pecho sintió aquella opresión, empujándole. Algo le aplastaba el corazón mismo, como bajo un tacón ensañado. Y de nuevo sus pies buscaron un nuevo peldaño, acaso inexistente. Te sacaré de aquí. Te sacaré de aquí. Tengo que arrastrarte conmigo, pase lo que pase… Conmigo.
Poco a poco, sus pasos avanzaron más seguros.
Ahora, la escalera se deslizaba de nuevo entre paredes, entre sombras concretas, pasado el tramo medio derruido. El vuelo de los aviones se elevaba alejándose.
Los pies de Pablo saltaban inertes sobre los escalones, arrastraban polvo, cascotes, extraños pedazos de algo ya irreconocible. El descenso se hacía más rápido, más fácil y Cristián supo que había vencido, por primera vez en su vida.
Al llegar abajo, casi no sintió alivió, sólo un dolor callado, largo, como de vieja herida reavivada. Los brazos, los hombros, las piernas, se rendían a un temblor pequeño y lacerante. En la espalda mojada notó el frío roce de la pared.
La puerta del sótano parecía aguardarles desde hacía muchos años. Se apoyaba en el quicio, como un ángel de yeso, y Pablo abrió los ojos con esfuerzo.
El hueco de la puerta estaba a su lado. No. No…, intentó resistir una voz dentro de él. Entrar allí, en el viejo sótano de sus miedos de niño, le despertaba un grito lejano, largo y lúgubre. Un vaho húmedo le llegó, como si fuese el vaho de la muerte. Vanamente intentó alzar las manos y agarrarse al marco de la puerta por la que Cristián le obligaba a entrar, arrastrándole. Con las piernas rotas y laceradas, como dos juguetes inútiles, cruzó aquel umbral por primera vez.
Estaba oscuro allí dentro, muy oscuro, poblado de indecisas siluetas y terrores infantiles. No había nadie en el sótano, sólo muebles rotos, sillas desfundadas y un maniquí antiguo y apolillado con manchas verdes en el vientre. No era el refugio de nadie, sólo el último refugio de Pablo.
Los pasos de Sol les siguieron. Y Pablo vio su sombra y le pareció extrañamente blanca. Sin saber por qué, ahora se alegraba de su presencia. Cristián le tendió en el suelo tan suavemente como pudo, se echó a su lado, respirando pesadamente, y acercó su mano hasta él. Pablo notó cómo los dedos de Cristián se deslizaban sobre su cara, como para cerciorarse de que estaba vivo, despierto, y se dio cuenta de que tenía miedo de sus heridas, de sus piernas rotas.
Cristián se arrodilló de nuevo, buscó la navaja y cortó la caña de las botas de Pablo. Suavemente oyó que llamaba a Sol, pidiéndole ayuda; hablaban entre sí a media voz, como dos conspiradores. Le parecieron dos aves asustadas trazando círculos sobre su sangre.
A su alrededor, todo estaba muy oscuro y las ventanas del sótano, sucias, encarceladas por rejas, aún le estremecían. A través de ellas le llegaban, llenos de resonancia, los ruidos de la calle, pasos solitarios, precipitados, como de seres antiguos y olvidados que volviesen de un sueño. Los aviones se habían alejado definitivamente.
De nuevo, el agudo chillido de las sirenas, luego, una ambulancia y otra, y otra. Y algún camión que pasaba rápido.
Cerca de la ventana más próxima, casi encima de su cabeza, una sombra se interpuso. Era un perro pequeño, que empezó a llorar, casi como un niño. Pablo distinguió una silueta proyectándose en los cuadros, enlunados, del suelo. Los veía poblarse de sombras, largas piernas, casi gigantescas, de hombres que pasaban y parecía que, de pronto, todos andaban sobre zancos. Seguían pasando camiones, que imaginaba llenos de cadáveres, porque él los había visto a veces, en idénticas circunstancias, hombres muertos con un peso total y reciente, caídos unos sobre otros. Había visto aquella sangre, y oído aquellas ruedas, y sus conductores, con la ropa salpicada de manchas rojas. Le era conocido e inconfundible el rechinar de las botas de los soldados, de las ruedas, el vibrar de las sirenas. Sabía muchas, demasiadas cosas tristes e inútiles. Arriba, tras los barrotes, el perro dejó de aullar y desapareció.
Algo como una luz potente se abría paso, llenándole de fría lucidez. No recordaba un despertar semejante, y abrió los ojos a un extraño descanso. Paz para él, era el agitarse de los seres, paz, para él, era su propio dolor, que, de improviso, decidía que todo terminaba, al fin. Se alejaba, no había duda, de toda vivencia, de toda rebeldía, de todo amor y de todo odio, de todo recuerdo, de todo deseo. Cuanto mayores fuesen a su alrededor el ruido y la desolación, la angustia y la desesperanza, mayores serían para él la paz, el descanso. Paz era ya la luna en las baldosas del suelo, deformando en trapecios los cuadros de las ventanas. Paz y descanso, la tibia y cercana respiración de su hermano, la mirada de aquella muchacha desconocida que vagamente se esforzaba por ser útil a Cristián.
Dentro de Pablo se extendía una sonrisa ancha, sin amargura, sin ironía. Tal vez ahora era capaz de descubrir un ángulo risueño y cordial a la vida, a los sucesos, a los objetos. Siempre, siempre, deseó poder mirar la vida al través de una sonrisa, aunque la vida sólo se le ofreció, como mucho, feroz o ridícula. Hundido, por fin, en lo que tanto temió, un polvo plateado, un polvo de pequeñas alas deshechas por el tiempo, de pequeñas alas clavadas por alfileres, se deshacía sobre sus ojos. Tal vez, cuando a los cinco años miró a través de las ventanas del sótano, creyó descubrir en el suelo húmedo a un hombre tendido, con las piernas partidas. Su mismo dolor, aquel lacerante dolor de sus rodillas, le gritaba que Pablo no sería jamás un inválido. Eran sus piernas las partidas, al fin, aquellas piernas que le obsesionaron durante toda su vida, llevándole siempre a donde no deseaba ir, aquellos pies que temblaban desnudos, niños, en las baldosas del suelo, cuando en las frías mañanas saltaba de la cama y llamaba a su hermano.
Los pies que buscaban la hierba, los que pisaban la sangre sucia del matadero, los que hollaban el polvo de la carretera, junto a Quimo el Gayo y Nin, el hijo de la Margarita. Es preciso que mueras sobre la montaña adonde hayas subido. Por fin, la larga carrera quedaba rota, cortada. Nunca como ahora pudo descansar sobre el propio dolor. Había logrado, al fin, el abandono completo, egoísta y feliz.
La estrella roja que llevaba en la frente se perdió en el inmenso vacío, en el interminable eco. Pablo sonrió, con los ojos abiertos. Pues yo voy a morir en este país, sin atravesar el Jordán. Mientras vosotros lo pasaréis y tomaréis posesión de esa hermosa tierra.