Sol contempló a Pablo. Rubio y alto, con el andar desmadejado, el rostro blanco bajo la lechosa fosforescencia de la claraboya, los pómulos anchos, la nariz corta sobre una boca de labios duros, retraídos.
Todo él teñido de una palidez de tierra yerma. Llevaba una cazadora de cuero y botas enterizas. Para ella, el prototipo del hombre uniforme, constante, que tropezaba por todas partes. Siempre igual, desde hacía tiempo.
—No comprendo cómo puede ser hermano tuyo —dijo sin poderlo evitar, mientras Pablo entraba en el piso.
Cristián reaccionó de pronto, casi colérico.
—¡Qué sabes tú! —dijo.
Volvieron de nuevo al silencio, apoyados contra la pared, muy cercanos uno del otro.
El aroma suave del cabello de Sol, la tibieza de su piel, le despertaba una indignación rabiosa, como sus palabras. Pablo le parece horrible. Odia a Pablo. Tal vez un hombre como él mató a su padre. Tal vez un hombre como él ha destruido su mundo…
¡Bah, qué mundo…! ¡Pablo es un hermano como no tendrás tú nunca! ¡En la vida podrás entender lo que siento ahora! Por más años que vivieras, no lo entenderías. ¿Acaso, si no hubieras sentido miedo, soledad, habrías estado aquí conmigo, habrías escuchado mis palabras, me habrías hablado de ti? No.
No. Eduardo y tú, ¿qué sabéis de todo lo nuestro?
Nunca entenderéis a Pablo, a Daniel, a mí. Nosotros, entre nosotros, podremos odiarnos, quitarnos la piel a tiras, si se nos antoja. Nosotros hemos conocido el hambre antes que ahora, no nos sorprenden las revoluciones ni la miseria. ¡Nosotros podemos desear, reclamar, porque nunca tuvimos nada…! ¿Y ahora pretendes buscarme, unir tus decepciones a mis decepciones? ¡No, no puede ser! ¡No podemos ser amigos…! Lo sentía con furia y con dolor, desesperadamente.
—Sol, tú y yo no podemos ser amigos. Pablo y yo somos iguales. Sí, te parece raro que sea mi hermano. Mi mundo no tiene nada que ver con el tuyo. Pero ahora estamos en el mismo barco, lo queramos o no.
El mundo suyo, dolorido, un mundo de hombres y mujeres que ríen y que sufren, que comen y que pierden tiempo y vida, día a día, que luchan y que caen, que se levantan, vuelven a caminar, que caminan siempre, que mueren y engendran hijos, que mueren y ven crecer a los hijos… ¿Quién eres tú —se dijo— para despreciar a Pablo? Pablo es mi hermano ha sufrido a mi lado. En tiempos, dormía junto a mí.
Me despertaba para correr, correr… y juntos corríamos, corríamos, hay una larga calle de piedra en nuestra vida, una dura y fría calle, llena de polvo árida y sin fin, por la que Pablo y yo vamos corriendo uno al lado del otro…
—¿Sabes quién me sacó de la cárcel? —Su voz temblaba en una exaltación creciente—. Fue él. Y ahora, ahora mismo, podría arrancarme de este agujero y enviarme a la guerra. Pero no lo hace…
—¿Por qué? —preguntó Sol. Sus ojos estaban muy cerca. ¡Oh, qué estúpida parecía de pronto, qué blanca, qué lejana!
—Sabe que yo no quiero morir, nadie, que no entiendo ni comparto su vida ni sus ideas, todo lo que para él es importante. ¡Puede despreciarme si quiere, y yo puedo compadecerle, porque conozco el fondo de su corazón! Hay algo que siempre, pase lo que pase, nos ata uno a otro: ahora mismo, ante la muerte de Daniel. Pero tú y Eduardo, ¿qué podéis comprender de todo lo nuestro?
Sol bajó la cabeza para no ver sus ojos. Apenas hacia unos minutos, algo maravillosamente cálido y bueno les acercó. Ahora desde que llegó Pablo, se volvían de nuevo extraños, casi hostiles. Pensó que Cristián era un ser hambriento débil y arisco como ella pero unido fatalmente al mundo ajeno, al de los seres ignorados, entrevistos tras los cristales del balcón.
No había, al parecer, en aquel mundo, un lugar para ella. Sol creyó ver a los hermanos Borrero y a miles y miles de seres semejantes, unidos en un mismo odio, en unas mismas desesperanzas, inquebrantablemente, a pesar de sus desavenencias. Ligados entre sí, como jamás lo estuvieron Eduardo y ella. Recordó a su madre, llorando la ausencia de su marido y el desvío de su hijo, pensó en sí misma. Era el dolor más que la alegría, tal vez, lo que unía a las gentes.
En aquel momento, Pablo llamó a Cristián, el muchacho entró en la buhardilla y Sol quedó de nuevo sola. Tuvo miedo y se supo perdida, pequeña.
Los estampidos se sucedían fuera. Se acercaban cada vez más, estallaban en las calles próximas, una y otra vez, la luz de la claraboya se volvió rosada, casi rojiza, lamida por grandes lenguas ardientes.
¡Qué extraño rosario el del fuego, desgranando una a una sus cuentas, sobre la tierra! ¿Cómo podría creer Eduardo en la seguridad de su cuerpo? ¿Cómo podría amar a su cuerpo sobre todas las cosas? Allí donde rondara la muerte, nada poseían los hombres.
Era la muerte la que vencía, imperaba, mientras los cuerpos se rechazaban, se odiaban o se amaban.
La claraboya tembló de tal modo que, instintivamente, Sol se levantó y fue tras de Cristián. Cuando llegase Eduardo se aferraría a él tozudamente, inventándose un cariño nuevo, una verdad si era preciso. ¿Podría ella defender alguna vez el egoísmo de Eduardo, como Cristián la crueldad de Pablo?
Miró hacia el corredor. No había una sola bombilla encendida, a causa del bombardeo. En la habitación de Daniel, la vela ardía, habían cerrado la ventana y percibió una atmósfera acre, espesa. La puerta estaba abierta y lanzaba sobre el suelo del pasillo un cuadrado amarillento, continuamente manchado por sombras movibles. Siguió sobre los mosaicos el ir y venir de los dos hermanos vistiendo el cadáver de Daniel. Era un juego grotesco de muerte y de vida. Hablaban distintos lenguajes, pero estaban fatalmente confundidos en el suelo, en sus sombras. Tal vez, verdaderamente se amaban, también.
Luego, oyó el golpe de un brazo, como envuelto en trapos contra la pared. El chocar de aquel cuerpo aún tibio le angustió casi tanto como el creciente temblor de todas las cosas. El corazón le golpeaba rápido. Debe de ser difícil y triste vestir a un muerto. ¿Para qué vestir a un muerto? En los movimientos habrá algo falso, como en los muñecos de guiñol… Aquellos pequeños ruidos, tan pequeños y extraños entre las grandes explosiones, le parecían inhumanos. Recordó, con un estremecimiento, a su abuela, que deseaba ser enterrada con alguna de sus joyas. ¡Qué horrible y extraño espectáculo el de los muertos, con dentaduras postizas, con zapatos, con anillos de oro!
La puerta de entrada estaba entreabierta y de improviso, alguien la empujó, y entró violentamente.
Un cuerpo robusto, achatado, tropezó con ella.
En la penumbra, Sol vio a un chico astroso, con una boina hundida hasta las cejas. Decidido entró en la habitación de Daniel y Sol oyó entonces una especie de gruñido, como de animal herido. Le siguió, parándose en el quicio.
Sobre la cama descansaba Daniel, terroso, vestido con su traje azul marino.
Cristián levantó la cabeza y miró al recién llegado.
—Chano —dijo, con voz dulce—. Has llegado tarde. Te estuvo llamando mucho rato…
Chano se quitó la boina de un manotazo. Tiempo atrás debieron afeitarle la cabeza, y el cabello le crecía tieso y duro, en todas direcciones.
—Muerto —dijo Chano—. Muerto Daniel… ¡Muertos los dos, en tan poco rato!
—¿Qué quieres decir, con los dos? —preguntó Cristián. Miraba compasivamente a Chano, que hacía esfuerzos por no sollozar.
Chano no pudo dominarse más tiempo. Balanceó la cabeza torpemente y su llanto era un brutal estallido, demasiado nuevo, demasiado real. No lo podía evitar, tal vez le sorprendía a él mismo.
—Eduardo se quedó allá abajo… Junto al depósito de gasolina —dijo—. Yo creo que saldrá mal de allí, si es que no ha reventado ya… ¡Pero aunque le hubiese visto destriparse a mi lado, no me sacaría ni una lágrima! ¿Qué se me da a mí de ese blanco…? Éste sí, es mi amigo, éste era mi amigo… ¿Es que no lo entiendes, o qué?
—Fuera de aquí —cortó la voz de Pablo—. ¡Vamos, rápido!
—¡Yo soy su amigo!
—Aquí no hay amigos. ¡Vete! Ya no te queda aquí nadie.
Chano, atemorizado y dolorido, retrocedió.
Sol estaba quieta, mirando el cuerpo de Daniel.
De pronto, parecía muda, sorda, como si no hubiese oído lo que dijo Chano entre sus lágrimas. Cristián, por ella, preguntó:
—¿Qué le ha pasado a Eduardo? ¿Dónde está?
—¡Qué sé yo…! Se perdió en el camino, cuando veníamos para acá. Una vez, me volví, y ya no me seguía. Fue donde el depósito de gasolina. ¡Cayó una buena! Corríamos, los dos como podíamos… Le habrá alcanzado la metralla, pensé, porque vi a un hombre en el suelo, pero ¿qué me importa a mí él?
»Fue a buscarme para decirme que el Bizco se moría y… ¡Daniel!… ¿Tú sabes? ¡Allá abajo caen como moscas! Están haciéndonos papilla, no sé cómo pude escapar… Pero no me importa. ¡Nada me importa, ahora que el Bizco se ha muerto!
Sol, ahora, contemplaba obstinadamente a Daniel, lo veía dentro de su raída chaqueta, los brazos rígidos a lo largo del cuerpo. Un vacío, una súbita incredulidad la invadía por momentos, un enorme frío ganaba sus brazos, su pecho, su corazón. Pero se daba cuenta de todo lo que ocurría junto a ella, hasta de los más leves movimientos, hasta el más imperceptible parpadeo, y el vacío iba abriéndose a su alrededor, un vacío que la alejaba más y más de los seres y de las cosas, del zumbido de los motores, del trepidar de los cristales, de la muerte, y una tranquilidad pasmosa, horrible, la inmovilizaba. Nada podía arrancarle un sollozo, como a Chano. En cambio, pensaba, minuciosamente, en los millares de cristales que se rompen, en las paredes derrumbadas, en los hombres que disparaban los antiaéreos. Tendrían frío, seguramente, un frío tan grande como el que inmovilizaba sus manos y sus pies, como el que inmovilizaba a Daniel. Únicamente Chano parecía allí una hoguera intempestiva, con sus noticias de metralla, de fuego, de ya inútiles camaraderías.
—¡Vete de una vez! —repitió Pablo, con energía—. El cuarto es demasiado pequeño. Si quieres verlo enterrar, vuelve mañana. Pero ahora, márchate.
Cristián se acercó a Sol. Algo les unía, algo que ya nada ni nadie podría destruir. Como si hubiese entre ellos el pacto de una extraña, desconocida paz.
Le rodeó los hombros con el brazo y, suavemente, la condujo hacia afuera.
Cristián cerró los ojos. Si quieres verlo enterrar, vuelve mañana… Por un momento le pareció ver a Daniel y Eduardo, vivos aún hacía apenas unas horas. Si quieres verlo enterrar… Qué espantoso y estúpido parecía todo, de pronto. Mañana irían al cementerio, los féretros se alinearían dentro y fuera del depósito, esperando turno, hora tras hora, el viento traería como una inmensa náusea dulzona.
Pablo entregaría víveres o dinero a los enterradores, y el cadáver de Daniel pasaría delante. Tal vez a las cuatro de la tarde ya estaría olvidado en su nicho.
Seguramente su padre echaría de menos los responsos, pero únicamente, aguzando el oído, podría oír el rumor de un mar gris, lamiendo los bordes de la tierra.
Cristián sacudió la cabeza. Retenía entre las suyas la mano de Sol, una mano suave y fría, de una blancura exasperante. Ella continuaba silenciosa y abstraída. Deseaba un gemido, un dolor vivo, real.
Pero casi no sentía pesar, apenas una angustia leve, fría, de cosas que huían irremisiblemente sin que pudiera detenerlas, que pasaban inexorablemente ante su desesperación o su misma indiferencia. Recordaba a su hermano y se decía una y otra vez:
Tal vez ha muerto. Recordaba sus palabras: Acerca la mano a tus ojos, y dime si es una mentira. Tal vez era preferible vivir de mentiras, tal vez, únicamente, se vive de mentiras.
Chano, al oír hablar del entierro, enmudeció también. Un terror nuevo se apoderó de él. Había visto aplastar hombres y mujeres bajo los escombros, recordaba claramente un brazo, un pie, entre los cascotes. Meses antes, subido a la tapia de un solar, había visto cómo unos hombres, armados de naranjeros, ametrallaban en masa a otros hombres apiñados, lívidos. Había visto cómo arrastraban un hombre vivo, ensangrentado, calle abajo, y había contemplado cómo se derrumbaba más de una casa, como si se tratara de un juguete, y había gritado delante de las turbas que iban a incendiar templos. Había nacido, hacía apenas dieciséis años, bajo un puente próximo a la estación. No recordaba apenas a su madre, no conocía a su padre no tenía hermanos, ni casa, pero nada de esto podía conmoverle demasiado, era lo único que conocía. La única verdad, lo único que había llenado su vida era aquel amigo que tuvo, su único amigo y, ahora, iban a enterrarle.
Mientras le viese allí, serio y mudo con los ojos abiertos hacia ninguna parte, le parecía que aún podía llegarle su voz, alguna orden, alguna confidencia de sus labios… Pero enterrarle, encerrar para siempre, tras unas paletadas de cemento, sus sueños, su inteligencia, la convivencia, la amistad, le secaban el corazón, y el pensamiento. Al pensarlo, al tener conciencia de lo que aquello significaba, su fuerza se desplomaba desde los hombros al suelo.
Se restregó la nariz y pensó en sus proyectos, en sus andanzas. ¡Cuánto, cuánto tiempo hacía que andaban juntos, que juntos participaron en mil peripecias! Nunca pensó en esto como ahora. Daniel le era imprescindible, era su hermano, su padre, su dios. Sin Daniel, nada sería posible. Estaba irremisiblemente ligado a él, a su voz. ¿Quién sabe, pensó confusamente, si la metralla le respetó a él únicamente porque el Bizco le esperaba y le llamaba?
Si a alguien admiró en su vida era a Daniel, si a alguien respetó era a Daniel. Su fuerza nada valía, sin la astucia del otro, entre los dos formaban un todo.
Ahora se quedaba incompleto, como un hombre a quien amputan un brazo o una pierna. Sentía el mismo dolor. Nunca, hasta aquel momento, tuvo aquella sensación de soledad, de insuficiencia, de criatura incompleta y perdida. Parecía mentira. Un golpe de horror, de rabia, le arrastró escaleras abajo, apretando en su pecho, y en su garganta un dolor recién descubierto, demasiado grande para él.
Aturdido, tropezó con Sol y Cristián. Lo vieron correr escaleras abajo, con la misma prisa furiosa que llegó, jadeante y violento.
Fue entonces cuando Sol creyó despertar, y comprendió que no podía dejarle ir, que únicamente él podía decirle dónde estaba su hermano, dónde podría encontrarlo.
Intentó salir detrás de Chano, desprendiéndose de los brazos de Cristián, pero oyó sus pisadas, siguiéndole.
A media escalera comprendió la inutilidad de su persecución. Chano había desaparecido.
Se sentó en un escalón, la cara entre las manos, quieta, sin fuerzas, con un dañino deseo de desaparecer o de no haber nacido. Ser joven, vivir, de pronto le parecía como una enfermedad sin remedio. Como surgiendo de imágenes pasadas, creyó ver a su hermano, tal como se graban los colores y las voces en la mente de los niños. Le veía sobre su brillante bicicleta, entre una doble hilera de árboles, las ruedas giraban, escupiendo chispas de luz, en el suelo había grandes sombras verdes. Eduardo, el cabello rubio y ensortijado, movido por la brisa, soltaba las manos del manillar, para hacer el valiente. Llevaba una camisa azul, ancha y floja, hinchada por el viento cargado de verano y mar. El color verde lo invadía todo, como un fresco perfume.
Y recordó el tomito de Catecismo del padre Ripalda, con sus grabados. En un ángulo de la página cuarenta —con qué exactitud lo recordaba— había una figura, bajo la cual se leía: Enterrad a los muertos. Representaba a un hombre arrojando tierra a gentes y gentes, con la sola ayuda de una pala, como la que utilizaba de niña para levantar castillos en la arena. Algo había que se dolía de todo lo acabado, del tiempo perdido, pero nada tenía ya remedio. No hay tiempo para lamentarse, no hay tiempo para vivir…
Entretanto, un clamor extraño se hacía más ancho, más cercano, algo impalpable y grande se acercaba a ellos. Las manos de Cristián se apretaron sobre sus hombros, oyó su voz cálida, nuevamente:
—¿De verdad era Eduardo tu hermano?…
La palabra hermano, en boca de Cristián, tenía una sonoridad encendida. En aquellas palabras había algo mágico, enorme y terrible, un gran temblor sacudía el mundo, su mundo. Algo que se parecía a una aurora, violenta, se encendió arriba, sobre sus cabezas, prendió en los cristales altos y llegó hasta ellos, derrumbándose por la oscura garganta de la escalera, con una vibración casi humana. Aquella flor de luz, caliente, viva, les hizo estrecharse en un abrazo.
Y lo que presentían sucedió. Una bomba, la última de la noche acaso, estalló al lado mismo, arrancando parte de la casa. La buhardilla y el último piso fueron arrastrados con un estruendo total. Sol y Cristián, brutalmente empujados, rodaron escaleras abajo, dentro de una nube de humo, en la que flotaban, como en un sueño casi hermoso, infinidad de partículas extrañas. La gran flor roja se había cerrado sobre ellos, el humo era amarillo, sofocante.
Les envolvía una tiniebla lúgubre, llena de crujidos sordos y temblores. Todo parecía inseguro bajo sus cuerpos, todo arrastraba hacia abajo, todo parecía tragar, absorber, para siempre. Hacía, sin embargo, tanto tiempo que lo estruendoso se había confundido con el silencio, que casi no les sorprendía el derrumbarse de las vigas, de las paredes, de toda la parte alta de la casa… Fue el silencio lo que les sorprendió. Un gran silencio caliente, que parecía derretirse sobre la nuca. Nunca sabrían cuánto tiempo pasó, cuántas horas estuvieron en el suelo inconscientes. Hasta sus cuerpos, rodaron infinidad de cosas: ladrillos, trozos de metal y madera, cristales… Y polvo, mucho polvo, de color blanco, de color oro, que no cesaba de bailotear en el aire, como una burla callada.
Alguien gemía rítmicamente, arriba. Por el portal abierto, sobre las casas, aparecía un cielo frío y estrecho. La calle estaba llena de humo. Un perro pasó corriendo, con las orejas hacia atrás y la lengua colgando.